BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Domingo 22 de agosto de 2010
Queridos hermanos y
hermanas:
Ocho días después de
la solemnidad de su Asunción al cielo, la liturgia nos invita a venerar a la
santísima Virgen María con el título de «Reina». Contemplamos a la Madre de
Cristo coronada por su Hijo, es decir, asociada a su realeza universal, tal
como la representan muchos mosaicos y cuadros. También esta memoria cae este
año en domingo, cobrando una luz mayor gracias a la Palabra de Dios y a la
celebración de la Pascua semanal. En particular, el icono de la Virgen María
Reina encuentra una confirmación significativa en el Evangelio de hoy, donde
Jesús afirma: «Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay
otros que son los primeros y serán los últimos» (Lc 13, 30). Se trata de
una típica expresión de Cristo, referida varias veces por los Evangelistas, con
fórmulas parecidas, pues evidentemente refleja un tema muy arraigado en su
predicación profética. La Virgen es el ejemplo perfecto de esta verdad
evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este
mundo y enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52).
La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la Reina del mundo. Esta es una de las maravillas que revelan el corazón de Dios. Naturalmente la realeza de María depende totalmente de la de Cristo: él es el Señor, a quien, después de la humillación de la muerte en la cruz, el Padre ha exaltado por encima de toda criatura en los cielos, en la tierra y en los abismos (cf. Flp 2, 9-11). Por un designio de la gracia, la Madre Inmaculada ha sido plenamente asociada al misterio del Hijo: a su encarnación; a su vida terrena, primero oculta en Nazaret y después manifestada en el ministerio mesiánico; a su pasión y muerte; y por último a la gloria de la resurrección y ascensión al cielo. La Madre compartió con el Hijo no sólo los aspectos humanos de este misterio, sino también, por obra del Espíritu Santo en ella, la intención profunda, la voluntad divina, de manera que toda su existencia, pobre y humilde, fue elevada, transformada, glorificada, pasando a través de la «puerta estrecha» que es Jesús mismo (cf. Lc 13, 24). Sí, María es la primera que pasó por el «camino» abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica.
En la historia de las ciudades y de los pueblos evangelizados por el mensaje cristiano son innumerables los testimonios de veneración pública, en algunos casos incluso institucional, de la realeza de la Virgen María. Pero hoy queremos sobre todo renovar, como hijos de la Iglesia, nuestra devoción a Aquella que Jesús nos ha dejado como Madre y Reina. Encomendamos a su intercesión la oración diaria por la paz, especialmente allí donde más golpea la absurda lógica de la violencia, para que todos los hombres se persuadan de que en este mundo debemos ayudarnos unos a otros como hermanos para construir la civilización del amor. Maria, Regina pacis, ora pro nobis!
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