Al atardecer del día
19 de febrero de 1818, después de haber recorrido a pie los treinta kilómetros
que separan Écully del pueblo de Ars (cerca de Lyón, en Francia), el joven
sacerdote Juan María Vianney le pregunta a un pastorcito por dónde se va a su
nueva parroquia. El pastor le indica el camino a aquel desconocido y, como
agradecimiento, escucha lo siguiente: «Pequeño, puesto que me has mostrado el
camino de Ars, yo te mostraré el camino del cielo».
«Demos gracias a
Dios por los santos que jalonaron la historia de Francia» (Juan Pablo II, 25 de
septiembre de 1996). La misión de los santos no es otra sino la de indicarnos
la ruta que conduce al cielo. San Benito nos dice lo siguiente en el prólogo de
su Regla: «Ciñámonos los riñones con la fe y con la práctica de las buenas
obras; siguiendo el Evangelio, avancemos en los caminos del Señor, a fin de que
merezcamos contemplar a quien nos ha llamado a su reino. Pero si queremos morar
en ese reino, hay que frecuentar las buenas obras, sin las cuales no podemos
alcanzarlo».
Como una de las
antorchas que iluminan nuestro camino, San Juan María Vianney nos ayuda a
actuar, mediante su ejemplo, según nuestra vocación cristiana.
Un pastorcito en
tiempos del terror
1793. El Terror. En
Lyón, en medio de la plaza Terreaux, la guillotina no descansa. Las iglesias
están cerradas y en los caminos solamente quedan los zócalos de los calvarios,
pues unos hombres llegados de Lyón han derribado las cruces. Entre los verdaderos
fieles, solamente permanece inviolable el santuario de sus corazones. Juan
María Vianney, nacido en 1786, pasa sus primeros años en medio del clima de la
revolución.
Juan María guarda
con muchas precauciones una estatuilla de la Virgen, llevándosela incluso al
campo en un bolsillo de su ropaje, colocándola en el tronco de un viejo árbol,
rodeándola de musgo, de ramajes y de flores, arrodillándose en la hierba y
desengranando a continuación su rosario. Los márgenes del riachuelo han
substituido a la iglesia secularizada donde ya nadie reza. Hay otros pastores
que cuidan de sus rebaños en los alrededores; es una compañía no siempre
aconsejable, pero Juan María no puede impedir que se le aproximen. Y un día,
sin darse cuenta, se convierte en apóstol, en catequista de sus compañeros,
repitiendo lo que él mismo ha escuchado en el silencio de las noches, enseñando
las oraciones que ha aprendido de su madre. Acaba de nacer una vocación
sacerdotal, haciéndose oír en lo más hondo de su alma ese sígueme (Mt
8, 22) que, a orillas del lago de Galilea, atrajo hacia Jesús a Pedro, a
Andrés, a Santiago y a Juan.
A la edad de 19 años
emprende sus estudios de seminarista, pero desgraciadamente la gramática latina
le parece ingrata. Posee una gran fluidez verbal y resulta agradable oírle
hablar, pero los estudios son difíciles; en cuanto tiene entre los dedos una
pluma, se vuelve lento y se turba. Ya en el seminario mayor de Lyón sus
esfuerzos parecen resultar estériles. Pero la mayor de las pruebas llega
cuando, al cabo de cinco o seis meses, sus directores no creen que pueda
superarlas y le piden que abandone. Muchos de sus condiscípulos quedan
afligidos al verle abandonar el seminario. Por su parte, también profundamente
apenado, se confía a la Providencia. Tras una larga y estudiosa espera, su
director espiritual lo presenta a uno de los vicarios generales, el padre
Courbon, que gobierna la archidiócesis de Lyón, y que le pregunta: «¿Es piadoso
el abate Vianney? ¿Siente devoción a la Virgen? ¿Sabe rezar el Rosario? - Sí, es
un modelo de piedad. ¡Un modelo de piedad! Pues bien, que se presente a mí. La
gracia de Dios hará el resto... La Iglesia no solamente necesita sacerdotes
cultos, sino sobre todo sacerdotes piadosos».
El padre Courbon
estaba bien inspirado, pues mediante la gracia de Dios y un trabajo constante,
el abate Vianney consigue realmente progresar en sus estudios. En el momento
del examen canónico para acceder al sacerdocio, el examinador le interroga
durante más de una hora acerca de los aspectos más difíciles de la teología
moral. Sus respuestas, que resultan ser claras y precisas, satisfacen por
completo. Durante toda su vida, aquel santo párroco concederá mucha importancia
al conocimiento de la sagrada doctrina, preparando con esmero sus sermones y
volviendo a estudiar durante las noches de invierno para actualizar sus
conocimientos.
La obsesión por la
salvación de las almas
En adelante, el
acceso al sacerdocio está despejado para el abate Vianney, que es ordenado
presbítero el 13 de agosto de 1815. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn
3, 17). La misión de los sacerdotes es, precisamente, que esa obra de salvación
se haga presente y eficiente por todo el mundo. Por eso podrá decir el párroco
de Ars: «Sin el sacerdote, el amor y la pasión de Nuestro Señor no servirían de
nada, pues el sacerdote es justamente el que continúa en la tierra la obra de
la redención».
A imagen del Buen
Pastor, su vida transcurrirá buscando las ovejas descarriadas para
reconducirlas al redil. «Desgraciado el pastor que permanece mudo al ver a Dios
ultrajado y a las almas desorientadas», dirá en una ocasión. Le atrae
especialmente la conversión de los pecadores, de tal modo que sus lamentaciones
por la pérdida de las almas parten el corazón: «Todavía, si Dios no fuera tan
bueno... ¡Pero es tan bueno!... ¡Salvad vuestra alma! ¡Qué lástima perder un
alma que tanto ha costado a Nuestro Señor! ¿Qué daño os ha hecho para tratarlo
de ese modo?». Un día, elaborará una circular memorable sobre el juicio final,
repitiendo varias veces al referirse a los condenados: «¡Maldito de Dios!...
¡Maldito de Dios!... ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!». No se trata simplemente
de palabras, sino de sollozos que hacen llorar a todos los presentes.
En la medida que
puede, está dispuesto a ofrecer el perdón de Dios a las almas arrepentidas,
manifestando un gran horror hacia el mal: «Mediante el pecado alejamos a Dios
de nuestras almas, despreciamos a Dios, lo crucificamos, desafiamos su justicia,
entristecemos su corazón de padre, le arrebatamos adoraciones y honores que
solamente a Él se le deben... El pecado arroja en nuestro espíritu tinieblas
horribles que obstruyen los ojos del alma; el pecado oscurece la fe, como las
espesas nieblas oscurecen el sol ante nuestros ojos..., y nos impide ir al
cielo. ¡Cuánta maldad hay en el pecado!». Por eso precisamente ocupará un
tiempo considerable administrando el sacramento de la Penitencia, medio
habitual para recuperar el estado de gracia y la amistad del Señor.
Un confesionario
sitiado
«El gran milagro del
párroco de Ars, según se ha dicho, es su confesionario sitiado noche y día». El
santo vive en ese angosto recinto las tres cuartas partes de su existencia: de
noviembre a marzo se pasa allí más de 11 ó 12 horas al día y, en cuanto llega
el buen tiempo, entre 16 y 18 horas. En invierno, cuando sus dedos,
resquebrajados a causa de los sabañones, se encuentran entumecidos, enciende
mal que bien un trozo de periódico para calentárselos. En cuanto a los pies,
según confiesa él mismo, «desde Todos los Santos hasta Pascua no los siento»,
tanto es así que, por la noche, al quitarse los calcetines se arranca al mismo
tiempo la piel de los talones. Pero nada le importan esos sufrimientos, porque
para salvar almas está dispuesto a todo.
«Para borrar del
todo los pecados, hay que confesarse bien», suele decir con frecuencia.
"Confesarse bien" significa en primer lugar que hay que prepararse
mediante un severo examen de conciencia. Al respecto, el Papa Juan Pablo II nos
ha recordado que «la confesión debe ser completa, en el sentido de que debe
enunciar todos los pecados mortales... Hoy en día, muchos fieles que acuden al
sacramento de la Penitencia no se acusan por completo de los pecados mortales
y, en ocasiones, se oponen al sacerdote confesor, quien, conforme a su deber,
les interroga para conseguir una descripción exhaustiva y necesaria de los
pecados, como si éste se hubiera permitido entrometerse injustificadamente en
el santuario de la conciencia. Deseo y rezo para que esos fieles poco instruidos
se convenzan de que la regla por la cual se exige la enumeración específica y
exhaustiva de los pecados, en la medida en que la memoria honradamente
interrogada permite que se recuerden, no es un peso que les sea impuesto de
manera arbitraria, sino un medio de liberación y de serenidad» (carta al
cardenal W. Baun, 22 de marzo de 1996).
«El pecado une al
hombre con sus vínculos vergonzosos», afirma el santo párroco. Según las
palabras de Nuestro Señor, todo aquel que comete pecado, es esclavo del
pecado (Jn 8, 34). Efectivamente, pues el pecado crea una facilidad para
el pecado, engendra el vicio y oscurece la conciencia (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 1865). La absolución sacramental que se recibe según las
disposiciones pertinentes, devuelve al alma la verdadera libertad interior y le
da fuerzas para vencer los malos hábitos. «Es reconfortante saber que tenemos
un sacramento que cura las llagas de nuestra alma», exclama San Juan María
Vianney. Y añade: «En el sacramento de la Penitencia, Dios nos muestra su
misericordia y nos hace partícipes de ella hasta el infinito... Anoche visteis
mi vela, y esta mañana ha dejado de estar encendida. ¿Dónde está? Ya no existe,
ha desaparecido. Así también dejan de existir los pecados de los que hemos sido
absueltos: han desaparecido».
El sacramento de la
reconciliación con Dios aporta una verdadera "resurrección
espiritual", una restitución de la amistad de Dios. Uno de los frutos
secundarios es la alegría del alma, la paz de la conciencia. Y fueron muchos
los penitentes de Ars que lo experimentaron. Uno de ellos, un incrédulo anciano
que no se había confesado desde hacía más de treinta años, reconoció que, tras
la confesión de sus pecados, había sentido «un indescriptible bienestar».
Pero la bondad del
santo para con los pecadores no se convierte en debilidad, pues antes de dar la
absolución exige indicios suficientes de conversión. Hay dos cosas
absolutamente necesarias: en primer lugar la contrición, es decir, «el dolor de
haber pecado, basada en motivos sobrenaturales, pues el pecado viola la caridad
hacia Dios, bien supremo, causó sufrimientos al Redentor y ocasiona en nosotros
la pérdida de los bienes eternos» (Juan Pablo II, ibíd.). En una ocasión,
el santo párroco reprende en estos términos a un penitente de mal humor: «Su
arrepentimiento no viene de Dios, ni del dolor de sus pecados, sino solamente
del miedo al infierno». Es igualmente necesario el firme propósito de no volver
a pecar. «Resulta además evidente que la acusación de los pecados debe
comprender la seria intención de no cometer ninguno más en el futuro. Si
llegara a faltar esa disposición del alma, no habría en realidad
arrepentimiento» (Juan Pablo II, ibíd.). La intención de no volver a pecar
implica la voluntad de poner en práctica los medios apropiados para ello y, si
resulta necesario, la renuncia a ciertos comportamientos. Desde este punto de
vista, el párroco de Ars manifiesta una firmeza que le vale ciertas críticas,
por ejemplo cuando exige a sus penitentes que dejen de bailar o de llevar ropa
indecente.
Confianza en la
gracia
«La intención de no
pecar debe fundarse en la gracia divina que el Señor nunca rehúsa a quien hace
lo que puede para actuar con honradez. Esperamos de la bondad divina, en razón
de sus promesas y de los méritos de Jesucristo, la vida eterna y las gracias
necesarias para obtenerla» (Juan Pablo II, ibíd.) El santo párroco anima a
sus penitentes a que se alimenten de las fuentes de la gracia: «Hay dos cosas
para unirse con Nuestro Señor y para conseguir la salvación: la oración y los
sacramentos». Mediante la gracia todo resulta posible, e incluso fácil.
Pero, sobre todo,
San Juan María Vianney quiere conducir a sus fieles a la Comunión eucarística.
Comulgar significa recibir al propio Cristo y aumentar nuestra unión con Él, y
eso supone el estado de gracia: «El que quiere recibir a Cristo en la Comunión
eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber
pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido
previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia» (CIC, 1415). A las
almas bien dispuestas y deseosas de progresar, el párroco de Ars,
contrariamente a la costumbre de la época, les aconseja que comulguen con
frecuencia: «El alimento del alma es el cuerpo y la sangre de Dios. ¡Qué
hermoso alimento! El alma solamente puede alimentarse de Dios, y solamente Dios
puede alimentarla, solamente Dios puede saciar su hambre. El alma necesita
perentoriamente a su Dios. Así pues, ¡acudid a comulgar, acudid a Jesús con
amor y confianza!».
También él hizo de
la Eucaristía el centro de su vida. Sabemos del lugar que ocupó la Misa en cada
una de sus jornadas, con qué esmero se preparaba para ello y la celebraba.
También animaba mucho a que se hicieran visitas al Santísimo Sacramento, y le
gustaba contar la siguiente anécdota: «Había en esta parroquia un hombre que
murió hace algunos años. Una mañana, al entrar en la iglesia para rezar antes
de dirigirse al campo, se dejó en la puerta la azada y se olvidó de todo
pensando en Dios. Un vecino, que trabajaba cerca de donde él lo hacía y que
solía verlo allí, se extrañó de su ausencia. Al regresar, se le ocurrió entrar
en la iglesia, pensando que quizás se encontrara allí. Y así ocurrió.
"¿Qué haces aquí tanto tiempo?", le preguntó. El otro le respondió:
"Advierto a Dios y Dios me advierte"».
Mi afecto más
antiguo
Al mismo tiempo que
a la Eucaristía, el santo párroco conduce las almas a la Virgen, Madre de
misericordia y refugio de los pecadores. Suele quedarse muchas horas rezando al
pie del altar. En sus catecismos, predicaciones y conversaciones habla de ello
improvisando desde lo hondo de su corazón: «La Santísima Virgen se encuentra
entre su Hijo y nosotros, y cuanto más pecadores somos más ternura y compasión
tiene hacia nosotros. El hijo que más lágrimas ha costado a la madre es el más
querido por su corazón. ¿Acaso una madre no acude siempre al más débil y al más
inseguro? ¿Acaso no atienden mejor los médicos en los hospitales a los
pacientes más graves?» Un día le dice a Catalina Lassagne, que es una de sus
seguidoras: «La amé [a la Virgen] incluso antes de conocerla; es mi afecto más
antiguo». La Santísima Virgen es, para él, la luz en sus días tristes. El 8 de
diciembre de 1854, el Papa Pío IX define el dogma de la Inmaculada Concepción.
A pesar del cansancio, el párroco de Ars se empeña en cantar él mismo la Misa
solemne. Por la tarde, a la salida de vísperas, toda la parroquia se dirige en
procesión al colegio de los frailes, donde bendice una estatua de la Inmaculada
instalada en el jardín y de la que es donatario. Por la noche, la ciudad
ilumina el campanario, los muros de la iglesia y las fachadas de las casas.
Aquella fiesta es realmente uno de los días más felices de su vida. A pesar de
ser casi septuagenario, parece haber rejuvenecido veinte años. Jamás niño
alguno fue tan feliz al ver triunfar a su madre: «¡Qué felicidad! ¡Qué
felicidad! Siempre pensé que al esplendor de las verdades católicas les faltaba
este brillo. Era una laguna que la religión debía subsanar».
«Descansaré en el
paraíso»
En su amor por las
almas, San Juan María Vianney no se olvida de los pobres. Funda un hogar para
las niñas abandonadas al que bautiza como "la Providencia", colegio
que acoge a cincuenta o sesenta jóvenes de entre doce y dieciocho años. Acuden
de todas las regiones y son admitidas sin pagar ningún dinero; allí pasan un
tiempo indeterminado y, luego, son acomodadas en las granjas de la comarca.
Durante su estancia aprenden a conocer, a amar y a servir a Dios. Forman como
una familia, en la cual las mayores dan ejemplo, consejo e instrucción a las
más jóvenes. No se trata de una institución cualquiera, sino más bien de una
emanación de la santidad de su fundador. De él recibe los recursos, la vida, el
espíritu y la dirección.
Pero salvar almas cuesta
muchos sufrimientos. Hay contradicciones, cruces, luchas y obstáculos que,
procedentes de todas partes, le sobrevienen al santo párroco, tanto del lado de
los hombres como del lado del "Gancho" (mote con el que suele
designar al demonio). Su vida es un combate contra las fuerzas del mal. Para
soportarlo, sus únicos recursos son la paciencia, las oraciones y el ayuno, que
a veces sobrepasa los límites de la prudencia humana. Desarrolla hasta tal
punto la virtud de la dulzura que se diría que carece de pasiones y que es
incapaz de enfurecerse. Sin embargo, las personas que conviven más cerca de él
y que lo frecuentan se dan cuenta enseguida de su imaginación viva y de su
carácter ardiente. Entre las sorprendentes pruebas de paciencia, se cuenta que
un hombre de Ars se acercó un día a la casa parroquial para colmarlo de
insultos. Él lo recibió, lo escuchó en silencio y lo acompañó por educación,
dándole incluso un apretón de manos al despedirlo. Tanto le costó ese
sacrificio que subió inmediatamente a su habitación y tuvo que meterse en la
cama: tenía el cuerpo lleno de granos por haberse contenido...
El santo debe esa
heroica paciencia al amor por Jesucristo. Nuestro Señor es su vida, su cielo,
su presente y su futuro, y la Eucaristía es lo único que aplaca la sed que lo
consume. «¡Oh, Señor -exclama con frecuencia con los ojos llenos de lágrimas-,
conocerte es amarte!... ¡Si supiéramos cuánto nos ama Nuestro Señor, nos
moriríamos de gozo! No creo que haya corazones tan duros que no amen al
sentirse tan amados... ¡Es tan hermosa la caridad! Es algo que fluye del
Corazón de Jesús, que es todo amor... Nuestra única felicidad en la tierra es
amar a Dios y saber que Dios nos ama...».
Al llegar el término
de su vida, de la que hemos relatado algunos fragmentos, el santo párroco
aspira ardientemente al cielo. «¡Lo veremos! ¡Lo veremos!... ¡Oh, hermanos
míos! ¿Habéis pensado alguna vez en ello? ¡Veremos a Dios! ¡Lo veremos de
verdad! ¡Lo veremos tal como es... frente a frente!... ¡Lo veremos! ¡Lo
veremos!», dijo en una ocasión. Como el obrero que ha cumplido a la perfección
con su tarea, partió para ver a Dios y para descansar en el paraíso el 4 de
agosto de 1859.
«La Iglesia no
considera su herencia como el tesoro de un pasado ya cumplido, sino como una
poderosa inspiración para avanzar en la peregrinación de la fe por caminos
siempre nuevos» (Juan Pablo II, Reims, 22 de septiembre de 1996). La vida del
párroco de Ars es un tesoro para la Iglesia. "San Juan María Vianney, tú
que tuviste en vida ese enorme celo por la salvación de las almas y ese amor
sin límites hacia los pobres pecadores, aumenta en nosotros el espíritu de
sacrificio y prepáranos un lugar en el cielo, para que podamos contemplar
contigo a Dios por toda la eternidad".
Es lo que pedimos en
nuestras oraciones para Usted, para sus seres queridos y para todos sus
difuntos.
Dom Antoine Marie osb
Ver también:
Carta con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney - Benedicto XVI
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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