Aquel 3 de agosto de
1903, en la capilla Paulina del Vaticano, hay un cardenal arrodillado,
llorando, absorto en profunda oración. Acercándose a él, un joven prelado
español, Monseñor Merry del Val, le comunica en voz baja un mensaje del deán
del Sacro Colegio: ¿sigue determinado a rechazar el papado en caso de ser
elegido? «Sí, sí, Monseñor –responde el cardenal Giuseppe Sarto, patriarca de
Venecia–, dígale al cardenal deán que tenga la amabilidad de no pensar en mi
persona». Más tarde, ese mismo día, el cardenal Sarto, trastornado, sigue
resistiéndose ante las insistencias de sus compañeros; se reafirma en su
indignidad como Sumo Pontífice, incapaz de sobrellevar tan abrumadora carga.
«Regrese entonces a Venecia si así lo desea –le dice gravemente el cardenal
Ferrari–, pero lo hará con el alma atormentada por un remordimiento que le
obsesionará hasta el final de su vida».
Al día siguiente, los
votos de los electores recaen, como estaba previsto, en el cardenal Sarto,
quien se abandona en manos de Dios y declara: «Si no es posible que se aleje de
mí este cáliz, ¡que sea la voluntad de Dios! Acepto el pontificado como una
cruz. – ¿Cómo quiere que le llamen? – Ya que los papas que más sufrieron por la
Iglesia durante el siglo pasado llevaron el nombre de Pío, tomaré ese nombre».
Así pues, se convierte en el Papa Pío X.
De origen modesto,
Giuseppe (José) Sarto había nacido el 2 de junio de 1835 en Riese, pueblecito
de la diócesis de Treviso, en el Véneto (norte de Italia). Su padre, que es
agente municipal, no posee más que una humilde casita y un árido campo. La
única riqueza de sus padres consiste en una fe sencilla y profunda que
transmiten a sus hijos, que son diez. Desde muy joven, José oye la llamada del
sacerdocio, respondiendo a ella con fervor y recibiendo la ordenación
sacerdotal el 18 de septiembre de 1858. La divina Providencia le lleva a servir
a la Iglesia en los diferentes grados jerárquicos, llegando a ser
sucesivamente: vicario, párroco, director espiritual del seminario de Treviso,
obispo de Mantua y, finalmente, patriarca de Venecia, antes de ser elegido
Papa, responsabilidad abrumadora que con toda razón llegaba a espantarle.
La vía de acceso hacia
Jesucristo
El Papa es el sucesor
del apóstol san Pedro, a quien Jesucristo dijo: A ti te daré las llaves
del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los
cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos (Mt
16, 19). «El «poder de las llaves» designa la autoridad para gobernar la casa
de Dios, que es la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 553).
El Pontífice romano recibe de Cristo una misión universal, que consiste en
anunciar el Evangelio a todo el mundo y en guiar a toda la Iglesia, pastores y
fieles, en la fidelidad al Evangelio. Cuando habla y actúa no lo hace por
propia autoridad, sino en virtud de la autoridad de Cristo, de quien es
Vicario.
Ya a partir de su
primera encíclica, E supremi apostolatus, del 4 de octubre de 1903, Pío X
hace saber al mundo entero cuál será el programa de su pontificado:
«Restaurarlo todo en Cristo, a fin de que Cristo sea todo en todos (cf. Ef 1,
10 y Col 3, 11)... Conducir al género humano al imperio de Cristo. Una vez se
consiga, el hombre se encontrará, en consecuencia, cerca de Dios... Ahora bien,
¿dónde se encuentra la vía de acceso que nos conduce junto a Jesucristo? Se
encuentra ante nosotros: es la Iglesia... Por eso fue establecida por Cristo,
después de adquirirla con el precio de su sangre, por eso le confió su doctrina
y los preceptos de su ley, prodigándole al mismo tiempo los tesoros de la
gracia divina para la santificación y la salvación de los hombres... Se trata
de conducir a las sociedades humanas, extraviadas y alejadas de la sabiduría de
Cristo, a la obediencia de la Iglesia; la Iglesia, a su vez, las someterá a
Cristo, y Cristo a Dios». El Concilio Vaticano II enseña en el mismo sentido lo
que sigue: «Dios mismo ha manifestado al género humano el camino por el cual
los hombres, sirviéndole a Él, pueden salvarse y llegar a ser felices en
Cristo. Creemos que esta única verdadera religión se verifica en la Iglesia
católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió el encargo de hacerla
llegar a todos los hombres...» (Dignitatis humanæ, 1).
Poner remedio a la ignorancia
Dios quiere la
salvación de todos mediante el conocimiento de la verdad. A esa extraordinaria
benevolencia de Dios le corresponde un deber por parte del hombre: «Todos los
hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y
de voluntad libre, y consiguientemente enaltecidos con responsabilidad
personal, se sienten impelidos por su propia naturaleza a buscar la verdad, y
tienen obligación moral de ello; sobre todo, la verdad religiosa. Están
obligados también a prestar adhesión a la verdad conocida y a ordenar toda su
vida según las exigencias de la verdad». Una de las principales preocupaciones
de Pío X, expresada en la encíclica Acerbo nimis, del 15 de abril de 1905,
es asegurar el conocimiento y la transmisión de la fe por medio del catecismo;
en ella declara que la ignorancia religiosa es «la causa principal del
relajamiento actual, de la debilidad de las almas y de los gravísimos males que
de ello se derivan... Allí donde el espíritu se halla rodeado por tinieblas de
espesa ignorancia resulta imposible que subsista una recta voluntad o unas
buenas costumbres. Porque, si es imposible que quien camina con los ojos
abiertos se aparte del camino recto y seguro, ese peligro amenaza ciertamente a
quien padece ceguera. Por añadidura, si la luz de la fe no se ha extinguido por
completo, existe la esperanza de enmendarse de las costumbres corruptas; pero
si ambas, corrupción de las costumbres y carencia de fe por ignorancia, se
unen, apenas habrá sitio para el remedio, y el camino de la perdición queda
abierto». En 1905, Pío X manda publicar para la diócesis de Roma un catecismo
que sigue siendo un modelo en su género. El Papa Juan Pablo II comparte ese
deseo de proporcionar a todos una enseñanza catequética segura; en 1986, con
motivo de su viaje a Lyon, expresaba de este modo su intensa preocupación: «La
ignorancia religiosa se expande de forma desconcertante, la necesidad de una
propuesta clara y ardiente de la fe se hace sentir de forma cada vez más
intensa...». Como respuesta a esa necesidad, el Santo Padre publicó en 1992
el Catecismo de la Iglesia Católica, sistemática exposición de las
verdades de la fe y texto de referencia para nuestro tiempo.
La caridad de José
Sarto con todos quedó de manifiesto desde los primeros años de su sacerdocio,
hasta el punto de convertirse en legendaria: era diligente en darlo todo y
nunca tenía una moneda en el bolsillo, y se jactaba de haber nacido pobre y de
vivir como tal. La llamada a ejercer la mayor de las cargas en la Iglesia no le
hizo perder la bondad ni la humildad, sobre todo con respecto a las personas de
modesta condición. Se sentía responsable de la suerte de todos los desdichados,
y daba sin llevar la cuenta. En una ocasión en que le aconsejaron que moderara
la caridad para no dejar en la bancarrota a la Iglesia, él mostró ambas manos y
respondió: «La izquierda recibe y la derecha da. Si doy con una mano, mucho más
recibo con la otra». Esa inagotable caridad procede de su unión íntima con
Dios. El cardenal Merry del Val, su secretario de estado, presentó el siguiente
testimonio: «En todos sus actos, se inspiraba siempre de pensamientos
sobrenaturales, y manifestaba que estaba unido a Dios. En los asuntos más
importantes, dirigía la mirada al crucifijo y se inspiraba en él; en caso de
duda, aplazaba su decisión y tenía costumbre de decir, mirando siempre hacia el
crucifijo: «Él lo decidirá»».
Un mal en el seno de
la Iglesia
Como pastor vigilante
del rebaño de Cristo, Pío X sabe discernir el peligro que representa para la fe
de la Iglesia una corriente de pensamiento que había aparecido hacia finales
del siglo XIX. Con la apariencia de adaptarse a la mentalidad moderna (de ahí
el nombre de «modernistas»), un grupo de intelectuales se propone cambiar
radicalmente la enseñanza dogmática y moral de la Iglesia. Decididos a
permanecer en la Iglesia para poder transformarla con mayor eficacia, se
proponen darle un nuevo credo y nuevos mandamientos, conservando el vocabulario
católico pero transformando su sentido profundo según sus propias ideas. Tras
diversas y caritativas llamadas de atención hacia los descarriados, y ante su obstinación,
Pío X publica el 3 de julio de 1907 el decreto Lamentabili, que enumera
los errores modernistas; dos meses más tarde, la encíclica Pascendi expone
magistralmente en qué resulta contraria esa escuela a la sana filosofía y a la
fe católica.
La escuela modernista
se basa en principios filosóficos erróneos: el agnosticismo absoluto, es decir,
la imposibilidad por parte del espíritu humano de alcanzar certezas, y el
inmanentismo, según el cual Dios no puede ser conocido de forma objetiva
mediante pruebas que se apoyen en la razón, sino únicamente mediante la
experiencia subjetiva de cada uno. Dichos principios conducen a negar la
existencia de una verdad objetiva y, en consecuencia, la posibilidad de una
revelación divina. Finalmente, la religión queda reducida a unos símbolos, y el
mismo Dios deja de ser el Creador trascendente (es decir, preexistente al
universo y superándolo) para convertirse solamente en una fuerza inmanente, en
«el alma universal del mundo», lo que conduce directamente al panteísmo
(identificación del mundo con Dios); Jesucristo no es más que un hombre
extraordinario cuya persona histórica ha sido transfigurada por la fe. De ahí
procede la distinción modernista entre el Cristo de la historia, que es
sólo un hombre que murió crucificado en Palestina, y el Cristo de la fe,
que los discípulos imaginan que «resucitó» y a quien «divinizan» en su corazón.
De ese modo, el modernismo conduce a la disolución de todo contenido religioso
preciso. Por eso lo definía el Santo Padre como la síntesis y la confluencia de
todas las herejías que intentan destruir las bases de la fe y aniquilar el
cristianismo.
Un criterio de
fidelidad a Dios
Las medidas adoptadas
por Pío X para poner remedio a ese mal, que había penetrado «casi en las
propias entrañas y venas de la Iglesia», producen en pocos años el declive
modernista. Los principales promotores son apartados de la enseñanza católica,
y se da un nuevo impulso a los estudios filosóficos y teológicos según los
principios de santo Tomás de Aquino. En su firmeza por la doctrina, Pío X
manifiesta una gran bondad hacia los defensores del error. En 1908, hace la
siguiente recomendación al nuevo obispo de Châlons (Francia): «Va a ser usted
el obispo del párroco Loisy (sacerdote excomulgado a causa de su obstinación
por el modernismo). Llegado el caso, trátelo con bondad y, si da un paso hacia
usted, dé usted dos hacia él». Era la aplicación concreta de su máxima:
«Combatir los errores, pero sin tocar a las personas».
De ese modo, Pío X
cumple con su misión de «proteger al pueblo de Dios de las desviaciones y de
los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe
auténtica» (CEC 890). A la solicitud paternal del Sumo Pontífice debe
corresponder una actitud filial de docilidad y de sumisión por parte de los
fieles, pues Jesucristo dijo a sus apóstoles: Quien a vosotros escucha, a
mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; quien me rechaza a
mí, rechaza a Aquél que me ha enviado (Lc 10, 16). La obediencia al
Magisterio de la Iglesia y en especial a su cabeza visible, el Papa, es un
criterio indispensable de fidelidad a Dios. Pío X lo subraya en un discurso, el
10 de mayo de 1909: «No os dejéis engañar por las sutiles declaraciones de
quienes no cesan de afirmar que quieren estar con la Iglesia, amar a la
Iglesia, luchar para que el pueblo no se aleje de ella... Sino que debéis
juzgarlos según sus obras. Si desprecian a los padres de la Iglesia e incluso
al Papa, si intentan por todos los medios sustraerse a su autoridad a fin de
eludir sus orientaciones y sus opiniones..., ¿de qué Iglesia intentan hablar
esos hombres? Ciertamente, no de la que se construyó sobre los cimientos
de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo Jesús
(Ef 2, 20)».
Todavía de actualidad
Sin embargo, el
modernismo, que con tanto vigor había sido denunciado por Pío X, no ha
desaparecido. En 1950, Pío XII, en la encíclica Humani generis, advierte
contra diversos errores, entre los que hay algunos que tienen relación con el
modernismo. El filósofo Jacques Maritain escribirá en 1966 en su libro Le
Paysan de la Garonne (El campesino del Garona) que «el modernismo de los
años de Pío X no era más que un simple resfriado de nariz» comparado con la
corriente neomodernista. Con motivo de la audiencia general del 19 de enero de
1972, el Papa Pablo VI denunciará «errores que podrían arruinar por completo
nuestra concepción cristiana de la vida y de la historia. Son errores que se
expresaron de una manera característica en el modernismo, que, detrás de otros
nombres, sigue estando de actualidad». El 14 de septiembre del mismo año, el
cardenal Heenan, arzobispo de Westminster, haciéndose eco de esa declaración
del Papa, señalará que si bien la palabra «hereje» ya no se utiliza en nuestros
días, «no por ello los herejes dejan de existir. La herejía número uno es la
que acostumbrábamos a denominar modernismo... El modernismo está regresando y
aparecerá de nuevo como la principal amenaza contra la Iglesia del futuro. Como
quiera que, en todas sus formas, la autoridad se ha convertido universalmente
en algo impopular, nunca antes el clima ha sido tan favorable a un ataque
renovado contra la autoridad de Dios y el Magisterio de su Iglesia. Todas las
doctrinas admitidas hasta ahora sin problemas por los católicos, como la
Resurrección, la Santísima Trinidad, la inmortalidad del alma, los sacramentos,
el Sacrificio de la Misa, la indisolubilidad del matrimonio, el derecho a la
vida de los no nacidos, de los ancianos y de los enfermos incurables, serán
objeto con toda probabilidad de ataques en el interior de la Iglesia del
futuro». La experiencia de los últimos treinta años es una buena muestra de la
exactitud de ese análisis, y debería suscitar un renovado interés por la
enseñanza de san Pío X.
Iniciativas audaces
Algunos escritores han
presentado al Papa Pío X como a un enemigo del progreso, de tal forma que su
pontificado habría estado polarizado por «la caza a los modernistas». Pero, en
realidad, es un pastor muy atento a las realidades de su tiempo, movido
únicamente por el bien espiritual de las almas. Persuadido de que la tradición
está viva, emprende con audacia importantes reformas que considera necesarias
para «rejuvenecer» la Iglesia.
«Es necesario que mi
pueblo rece en la belleza», suele decir nuestro santo. Al constatar que la
música sacra no siempre alcanza su objetivo, que consiste en resaltar el texto
litúrgico y en predisponer de esa manera a los fieles a una mayor devoción, el
Papa, sin excluir otras formas legítimas de canto sacro, recuerda en el Motu
Proprio Tra le sollecitudini del 22 de noviembre de 1903, que el
canto gregoriano colabora muy especialmente a la finalidad de la liturgia: la
glorificación de Dios y la santificación de los fieles. Por eso precisamente
anima a la restauración de ese tipo de canto. El Concilio Vaticano II afirmará
igualmente: «La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la
liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el
primer lugar en las acciones litúrgicas (Sacrosantum concilium, 116).
En 1905, según el
deseo que había expresado en su momento el Concilio de Trento, pero que había
quedado en papel mojado hasta entonces, Pío X, mediante el decreto Sacra
Tridentina Synodus, toma una iniciativa pastoral de suma importancia: en contra
de una práctica enraizada desde hacía siglos, abre la posibilidad de la comunión
frecuente, e incluso diaria, para todos los que la desean. Les basta con estar
en estado de gracia y con tener recta intención, es decir, comulgar «no por
costumbre o vanidad, o por motivos humanos, sino para dar satisfacción a la
voluntad de Dios, unirse a Él de manera más íntima mediante la caridad y,
gracias a ese divino remedio, luchar contra los propios defectos e
imperfecciones». También resulta necesario observar el ayuno prescrito (en la
actualidad, al menos una hora antes de la comunión) e ir vestido de manera
digna. Cinco años después, Pío X autoriza a los niños a tomar la primera
comunión nada más tener uso de razón. Hasta ese momento era costumbre esperar
hasta la edad de 12 ó 13 años. El Papa considera dicha reforma como una gracia
inestimable para las almas de los niños. «La flor de la inocencia, antes de ser
tocada y mancillada, irá a cobijarse cerca de Aquél a quien le gusta vivir
entre los lirios; implorado por las almas puras de los niños de corta edad,
Dios reprimirá su brazo de justicia». Con toda razón, pues, se llama a veces a
san Pío X «el Papa de la Eucaristía».
Para responder
científicamente a las objeciones de la ciencia y de la exégesis modernista, el
Santo Padre funda en 1909 el Instituto Bíblico, otorgándole la misión de profundizar
en los estudios de orden lingüístico, histórico y arqueológico, favoreciendo de
ese modo un mejor conocimiento de las Sagradas Escrituras. Está firmemente
convencido de que nada tiene que temer la Iglesia de la verdadera ciencia, y de
que los métodos de investigación más modernos pueden y deben ponerse al
servicio de la fe.
A fin de conseguir que
la Iglesia sea cada vez más apta y abierta al avance de los hombres hacia
Jesucristo, san Pío X ordena la actualización y la codificación de las leyes
eclesiásticas que, con el transcurrir de los años, habían llegado a ser
numerosas y complejas. Esa obra la llevará a cabo en 1917 su sucesor, el Papa
Benedicto XV. Así mismo, con objeto de hacer más fácil el ministerio de los
sacerdotes, realiza una reforma del breviario romano, con una nueva
distribución de los salmos para cada día y una revisión de las rúbricas.
¡Perdamos las
iglesias, pero salvemos la Iglesia!
En 1905, Francia, al
frente de la cual se encuentran fuerzas hostiles a la Iglesia, rompe sus
relaciones diplomáticas con la Santa Sede, declara la separación entre la
Iglesia y el Estado e intenta entregar los bienes eclesiásticos a «asociaciones
de culto», en las que los obispos dejarán de tener autoridad efectiva. Mediante
la encíclica Vehementer del 11 de febrero de 1906, Pío X reprueba
esas injustas medidas. La tesis de la separación entre la Iglesia y el Estado
–dice– es «absolutamente falsa». Efectivamente, pues «el Creador del hombre es
también el fundador de las sociedades humanas... Y, por eso, no sólo le debemos
un culto privado, sino un culto público y social para honrarlo... Además, la
sociedad civil «no puede prosperar ni durar mucho tiempo cuando no deja sitio a
la religión, regla suprema y señora soberana cuando se trata de los derechos de
los hombres y de sus deberes. Al rechazar Pío X las «asociaciones de culto»,
así como los 40 millones de francos al año que el gobierno francés había prometido
para el culto, éste confisca inmediatamente todos los bienes de la Iglesia,
obligando al clero a vivir de limosnas. Ese rechazo de Pío X deja estupefactos
a los enemigos de la Iglesia, pero salva la unidad y la libertad de ésta. «Sé
que algunos se preocupan de los bienes de la Iglesia –decía–, pero yo me
preocupo por el bien de la Iglesia ¡Perdamos las iglesias, pero
salvemos la Iglesia!».
En los comienzos de su
pontificado, Pío X escribía: «Buscar la paz sin Dios resulta absurdo». Desde
hacía tiempo había previsto y predicho a menudo una gran guerra entre las
naciones europeas, por lo que multiplica sus gestiones diplomáticas para evitar
esa tragedia. A pesar de todo, el verano de 1914 estalla la primera guerra
mundial. El corazón del Santo Padre se rompe en pedazos y, en medio de su
congoja, repite día y noche: «Ofrezco como sacrificio mi miserable vida para
impedir la carnicería de tantos hijos míos... Sufro por todos los que caen en
los campos de batalla...». El 15 de agosto, un malestar general se apodera de
él, y el 19 se encuentra a las puertas de la muerte. «Me entrego en manos de
Dios» –dice con una tranquilidad sobrenatural. Hacia mediodía le administran
los últimos sacramentos, que recibe, tranquilo y sereno, con lucidez de
espíritu y admirable devoción. El 20 de agosto de 1914, a la una de la
madrugada, santiguándose lentamente y juntando las manos, como si estuviera
celebrando la Misa, y tras besar un pequeño crucifijo, el Sumo Pontífice entra
en la vida eterna.
Beatificado en 1951,
Pío X fue canonizado el 29 de mayo de 1954 por el Papa Pío XII. Con motivo de
una visita pastoral a Treviso en 1985, el Papa Juan Pablo II lo elogió en los
siguientes términos: «Tuvo la valentía de anunciar el Evangelio de Dios en
medio de numerosas luchas... Trabajó con enorme sinceridad para desenmascarar
las engañosas sinuosidades de la escuela teológica del modernismo, con gran
valentía, moviéndole únicamente en su compromiso el deseo de la verdad, con
objeto de que la revelación no quedara desfigurada en su contenido esencial.
Ese gran proyecto obligó a Pío X a un continuo trabajo interior para no buscar
el agrado de los hombres. Somos conscientes de las adversidades que tuvo que
sufrir, precisamente a causa de la impopularidad que le valieron sus
decisiones. Como fiel discípulo del Maestro Jesús, pretendió agradar a Dios,
que prueba nuestros corazones.
Pidamos a san Pío X
que nos inspire el deseo de agradar únicamente a Dios, así como un espíritu de
sumisión filial a la Santa Iglesia Católica.
Dom Antoine Marie osb
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