El 22 de septiembre de
1774, el Papa Clemente XIV está moribundo. Tras haber cedido a las presiones
para †suprimir la orden de los jesuitas, no ha podido recuperar la paz en su
corazón. Dios, en su misericordia, le envía a un santo para que le asista en sus
últimos momentos, Alfonso de Ligorio, entonces obispo de Santa Ágata de los
Godos. Sin embargo, en el momento en que asiste al Papa en Roma, el santo
obispo está presente en su obispado, a 200 kilómetros de distancia. Se trata de
un caso de bilocación, milagro del todo sorprendente pero claramente
atestiguado por los testigos oculares.
Alfonso María de
Ligorio ve la luz en Nápoles, el 27 de septiembre de 1696, siendo el
primogénito de una familia que tendrá siete hijos. Su madre les enseña las
verdades de la fe desde la más tierna infancia, y también a rezar. El muchacho
está dotado de una inteligencia despierta, de una memoria diligente, de una
razón íntegra, de un corazón abierto a todos los sentimientos nobles y de una
voluntad firme y enérgica. Su padre quiere hacer de él un abogado. Progresa tan
rápidamente en los estudios de derecho que, a la edad de dieciséis años, supera
con éxito el examen de doctorado en derecho civil y eclesiástico. Los miembros
del tribunal se sorprenden por la sensatez de sus respuestas y la precisión de
sus réplicas.
Como abogado, Alfonso
acumula éxito tras éxito, lo que no le impide procurarle el gusto por la
reputación y la gloria del mundo. No obstante, siente la tentación de abandonar
ese camino, ya que la astucia y la mentira desnaturalizan con demasiada
frecuencia las causas más justas, y ese espectáculo subleva su naturaleza
íntegra. Su asiduidad en la oración y en diversas obras de caridad le ayuda a
conservar la pureza del alma. Una vez al año se retira a una casa religiosa
para seguir los ejercicios espirituales. Más tarde confesará que aquellos
retiros habían contribuido especialmente a desprenderlo de los bienes
temporales para orientarlo hacia Dios. Durante la Cuaresma de 1722 sobre todo,
el predicador recuerda los motivos que deben conducir al alma a entregarse por
completo a Dios; describe en carne viva la caducidad de las cosas de este
mundo, y no teme mostrar a las personas que siguen los retiros los tormentos
eternos del infierno, tal como Jesús los reveló. En ese momento se hace la luz
en el espíritu del joven Alfonso, y las vanidades del mundo se disipan como si
se tratara de nubes. Se entrega sin reservas a la voluntad divina y, un tiempo
después, decide guardar el celibato.
En 1723, en Nápoles
está en boca de todos un importante proceso judicial entablado por el duque
Orsini contra el gran duque de Toscana. Son numerosos los abogados que codician
el caso, pero Orsini confía su defensa a Alfonso, quien hasta el momento no ha
perdido ningún juicio. El día convenido, éste se presenta en la tribuna y
fundamenta con claridad las reivindicaciones de su cliente. Todos los
asistentes se muestran admirados. Pero su adversario presenta entonces un
documento que Alfonso había tenido en la mano, y que desbarata de forma decisiva
su argumentación. Está aterrado: ¿cómo ha podido descuidar ese texto? Perdido
el pleito, Alfonso se siente hundido por el peso de la humillación. Sin
embargo, tres días después, una luz repentina le hace descubrir el motivo de su
distracción: Dios lo había cegado para arrancarlo de las vanidades de este
mundo. Ahora, con el impulso de la gracia divina, repite la frase que, en medio
de un sentimiento de despecho, había murmurado al salir de la audiencia:
«Tribunales, ¡ya no me veréis más!». Después de un período de oración y de
penitencia, comprende que Dios lo llama al estado eclesiástico. Terminada su
formación, es ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1726.
La tentación del
sacerdote
Iluminado por el
Espíritu Santo, Don Alfonso comprende que la acción debe nacer de la
contemplación, el amor hacia el prójimo del amor de Dios, el celo apostólico de
la vida interior, y que la mayor tentación de un sacerdote es pretender
encender las almas sin alimentar en sí mismo el fuego divino. Por eso se
obliga, desde el principio de su vida sacerdotal, a los ejercicios diarios sin
los cuales la vida interior se apaga: oración, santa Misa, Oficio divino,
lectura y devoción mariana (sobre todo el Rosario). Sabedor de que necesita que
lo guíen, somete de buen grado su vida espiritual a los consejos de otra
persona.
El joven sacerdote
predica el Evangelio a todos, pero preferentemente a los pobres. Imbuido de la
ciencia sagrada, alejado de toda afectación, se presenta en el púlpito con la
autoridad de un hombre de Dios que comunica al pueblo no su propia doctrina,
sino la del Maestro que le ha enviado. Lleno de compasión ante la ignorancia
religiosa de la gente del campo, Don Alfonso funda con algunos compañeros, en
noviembre de 1732, un nuevo instituto religioso que tomará el nombre de
«Congre?gación del Santísimo Redentor». Imbuidos de la sobreabundancia de la
Redención adquirida por Cristo en la Cruz, los redentoristas se consagran a la
predicación de las misiones a la gente pobre, a fin de instruirlos sobre las
verdades fundamentales de la fe, y de iluminarlos sobre el «gran negocio».
Don Alfonso escribirá
en efecto: «Existe un negocio que sobrepasa en importancia todos los demás: es
el negocio de nuestra salvación eterna; de él depende nuestra fortuna o nuestra
ruina eterna. Es imposible, pues, eludir esa alternativa: salvarnos o perdernos
para siempre, merecer una eternidad de gozos o una eternidad de suplicios,
vivir feliz o desgraciado para siempre» (Camino de salvación [CS], 1a Meditación).
La salvación de las almas se halla en el centro de las preocupaciones de la
Iglesia, como lo recordó el Papa Benedicto XVI al dirigirse a los obispos de
América Latina: «Nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tm 2, 4). Esa es la
finalidad de la Iglesia, y ninguna otra: la salvación de las almas, una a una»
(13 de mayo de 2007). «¡Cosa sorprendente! –escribe además Don Alfonso. No hay
nadie que no se sonroje si se le tacha de negligente en los negocios del mundo,
¡pero son tantos los que no se sonrojan al despreciar el más importante de
todos: el de la eternidad!« Negocio importante, negocio único, negocio
irreparable. Con toda seguridad, el colmo del error es desconocer la
importancia de la salvación eterna, y, en consecuencia, el colmo de la
desgracia es no lograr la salvación. Cualquier otro mal tiene remedio: se puede
perder una cantidad de dinero, pero siempre hay un medio de ganar otra; se
puede perder el empleo, pero es posible recuperarlo; e incluso si se pierde la
vida, si se salva el alma todo es reparado. Pero quien se condena, se condena
sin remedio. Pues sólo se muere una vez, y el alma, una vez perdida, se pierde
para siempre» (Preparación para la muerte [PM], 12a Consideración).
Sin demora
Así pues, debemos
prepararnos para la muerte, que puede sobrevenir en cualquier instante. «Hay
que estar convencido de que el momento de la muerte no es el momento favorable
para estar en condiciones de asegurarse el gran negocio de la salvación eterna.
Pues las personas prudentes, en los negocios de este mundo, toman
anticipadamente todas las disposiciones necesarias para asegurarse tal ventaja,
tal puesto o tal alianza; y si se trata de la salud del cuerpo, recurren
enseguida a los remedios prescritos. ¿Qué podría decirse de alguien que,
debiendo presentarse a una cátedra de profesor, no quisiera aplicarse al
estudio antes del comienzo de la oposición?« Eso es lo que hace el cristiano
que espera que la muerte llame a su puerta para ordenar los negocios de su
conciencia» (PM, 10a Consideración). Al comentar las palabras de san
Pablo trabajad con temor y temblor por vuestra salvación (Flp 2, 12),
Don Alfonso escribirá además: «Para salvarnos, debemos temer nuestra
condenación, de forma, sin embargo, que temamos menos el infierno que el
pecado; pues sólo el pecado puede conducirnos al infierno. ¿Qué quiere decir
temer el pecado? Quiere decir huir de las ocasiones peligrosas, encomendarse
con frecuencia a Dios, tomar medidas para mantenerse en gracia de Dios. Actuar
de ese modo es salvarse; actuar de otro modo es hacer moralmente imposible la
propia salvación» (CS, 6a Consideración).
Las gentes del campo
que se benefician de las misiones reciben con avidez esas verdades santas, y se
preparan al sacramento de la Penitencia. Los misioneros, fieles ministros de la
reconciliación, pasan largas horas en el confesionario. Allí, como verdaderos
médicos del alma, saben consolar a los afligidos. «Cuanto más hundida en el mal
se halla un alma –dice Don Alfonso– mejor hay que recibirla, a fin de
arrancarla de las garras del enemigo». Escuchar con paciencia y dulzura al
penitente contribuye a disponerlo para la absolución, sea inmediatamente, sea
después de un tiempo de prueba. Como penitencia sacramental, Don Alfonso manda
ejercicios piadosos muy sencillos, pero de tal naturaleza que alejan del pecado
y reaniman el fervor. Una vez descargadas de sus pecados, esas personas reciben
enseguida la sagrada Comunión, y se marchan a contar su felicidad a los
habitantes de las aldeas más alejadas, glorificando de ese modo la misericordia
de Dios. «Dios no podría desdeñar a quien acude a postrarse a sus pies. ¿Qué
digo? Es Él mismo quien invita al pecador y quien se encarga de acogerlo
inmediatamente. Vuélvete a mí, dice el Señor, y yo te recibiré (Jr 3,
1). Volveos a mí y yo me volveré a vosotros (Za 1, 3). ¡Oh, con qué
amor, con qué ternura estrecha Dios contra su pecho al pecador que regresa a
Él!« Muestra su gloria haciendo misericordia a los pecadores y perdonándolos«»
(PM, 16a Consideración).
La abundancia de la
redención
Frente al rigorismo
jansenista que hacía de Dios un juez severo sin misericordia, el padre Alfonso,
que había elegido como divisa «Copiosa apud Eum redemptio: En Él abundante
redención» (Sal 129 [130]), insiste en la bondad de Jesús y en su amor por los
hombres. Al mismo tiempo, pone en guardia contra quienes, apartando el
pensamiento de la justicia divina, sólo predican el amor. El amor divino, para
ser sólido y duradero debe basarse en una fe íntegra: Dios es infinitamente
bueno, pero también infinitamente justo. «Sin duda –escribe–, la misericordia
de Dios es infinita. Pero los actos de esa misericordia, y, en consecuencia,
los favores del perdón, tienen sus límites. Dios es misericordioso, pero es
justo también« La misericordia se le promete a quien tiene temor de Dios y no a
quien abusa de la misericordia. Su misericordia –exclama la divina
Madre en su sublime canto– se extiende de generación en generación para
aquellos que le temen (Lc 1, 50). En cuanto a los obstinados, son amenazados
por su justicia. Así pues –dice san Agustín–, si Dios no engaña cuando promete,
tampoco engaña cuando amenaza. Fiel en sus promesas, también lo es en sus
amenazas. No es Dios sino el demonio quien os empuja al pecado mediante la
esperanza de la misericordia«» (PM, 17a Consideración).
Lo más importante
Pero, ¿cómo imprimir
en las almas ese exacto retrato de Dios, a la vez misericordioso y justo? Como
eco fiel de la tradición, Alfonso de Ligorio responde: mediante la oración
diaria. En su pensamiento, el arte de amar a Dios se confunde con el arte de
meditar o de hacer oración, porque es precisamente en la meditación cuando el
alma adquiere el conocimiento de Dios y se prenda de amor por Él. Así, su libro
más importante, según confiesa él mismo, es El gran medio de la oración.
En esa obra, Alfonso explica: el hombre, con motivo de las consecuencias del
pecado original, es atraído por el mal, y no puede resistirse en todo momento
por sus propios medios; en efecto, solamente la gracia de Dios hace posible la
observancia de todos los mandamientos, necesaria para la salvación. «Los diez
mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y
hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves.
Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes.
Nadie podría dispensar de ellos« Dios hace posible por su gracia lo que manda»
(Catecismo de la Iglesia Católica [CEC] 2072, 2082). Por tanto, como dice
san Agustín, «Dios quiere conceder sus gracias, pero sólo las concede a quien
las pide». Contra quienes dicen que la observancia de los mandamientos no es
posible en ciertos casos concretos, el mismo doctor responde: «Que el hombre
que quiere y no puede, reconozca que no quiere aún plenamente, y que rece a fin
de poseer una voluntad suficientemente grande para cumplir los mandamientos».
Por eso san Alfonso escribe: «Dios no niega a nadie la gracia de la oración, y
ésta nos ayuda a vencer toda concupiscencia y toda tentación. Lo digo, lo
repito y lo repetiré mientras viva: toda nuestra salvación consiste en una sola
cosa, la oración». De ahí el célebre axioma recogido por el Catecismo: «Quien
ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente» (CEC 2744).
Algunos autores de esa
época, por influencia del protestantismo y del jansenismo, tenían tendencia a
alejar a los fieles de la devoción a la Santísima Virgen. Por eso Don Alfonso
publica en 1750 Las glorias de María [GM], que es un comentario de
la Salve Regina; en ese libro proclama las prerrogativas de la Madre de
Dios: todas las gracias pasan por las manos de María, y, por consiguiente,
María es nuestra Mediadora necesaria (cf. GM, cap. 5). En efecto, de la
misma manera que María es la Madre de Jesús, Dios quiere que sea la Madre de
cada hombre redimido por Jesús. De la misma manera que llevó a Jesús en su
seno, ella nos lleva en su corazón hasta que Cristo se forme en nosotros. «En
consideración a los méritos de Jesucristo, María fue investida de ese gran
poder que la constituye en Mediadora, pero no a título de justicia, sino a
título de gracia y por intercesión» (ibíd.). Don Alfonso quiere que, en las
misiones, se predique siempre un sermón sobre la Virgen María, Madre de
Misericordia, y sobre la necesidad, para quien quiere perseverar y salvarse, de
recurrir frecuentemente a su intercesión. Escribe lo siguiente: «La
bienaventurada Virgen reveló a santa Brígida: «Soy la Reina del Cielo y la
Madre de Misericordia; soy la alegría de los justos y la puerta por la que los
pecadores tienen acceso a Dios. No existe pecador maldito hasta el punto de
verse privado del efecto de mi misericordia mientras viva en la tierra« Ningún
pecador es rechazado hasta tal punto por Dios que no pueda, si me pide ayuda,
volver a Dios y alcanzar misericordia»« María ha sido establecida como Reina de
Misericordia para salvar, mediante su protección, a los pecadores más culpables
y a los más desesperados, con tal de que se encomienden a ella» (GM, cap. 1).
Vivir con Jesús
Partiendo del
principio de que todos los cristianos son llamados a la santidad, que «consiste
en el amor de Jesucristo, nuestro Dios, nuestro bien supremo, nuestro
Salvador», Alfonso publica varias obras que ayudan a contemplar su vida: Novena
de Navidad, Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo, Visitas
al Santísimo, y sobre todo Práctica de amor a Jesucristo. Este arte
pretende que desprendamos nuestro corazón de toda criatura para unirlo a la
voluntad de Jesús, de tal suerte que, transformados de ese modo, podamos
exclamar con san Pablo: Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en
mí (Ga 2, 20). En La manera de conversar con Dios y La
uniformidad con la voluntad de Dios, Alfonso da preciosos consejos para ayudar
al alma a vivir en presencia del Señor, para hablarle de cara a cara y para aceptar
de su mano amantísima todo lo que nos sucede. El santo escribe igualmente otras
obras con la finalidad de suscitar el deseo de sacrificarlo todo para seguir
más de cerca a Jesús: La selva, sobre los deberes del alma sacerdotal,
y La verdadera esposa, sobre los deberes de aquellos y aquellas que
profesan los consejos evangélicos. En cuanto a la formación de las vocaciones
jóvenes, san Alfonso insiste para que se siga la enseñanza de santo Tomás de
Aquino. Frente a la adversidad de las opiniones, se propone revisar la teología
moral, y lo hace con tal sabiduría que en 1950 el Papa Pío XII le concederá el
título de «Patrono celestial de todos los confesores y moralistas». Frente al
rigorismo, afirma que el sacerdote no debe negar la absolución al penitente
bien dispuesto, es decir, verdaderamente contrito y teniendo el firme propósito
de no volver a pecar; frente al laxismo, no permite que sean admitidas a los
sacramentos las almas que no están decididas, con la gracia de Dios, a evitar
todo pecado grave.
Pero a la joven
Congregación de los Redentoristas no le faltan tribulaciones. En 1752, el rey
de las Dos Sicilias, Carlos III, decreta la expoliación de los bienes del
Instituto, entregándoselos a los obispos. Más tarde, a causa de las intrigas de
algunos de sus hijos, el propio Alfonso es obligado a abandonar su puesto y a
marcharse. Sin turbarse, predica a los suyos la sumisión a la voluntad de Dios:
«El Señor –dice– quiere que el Instituto prospere no mediante el favor o la
protección de los poderosos, sino mediante el desprecio, la pobreza, el
sufrimiento y la persecución. ¿Cuándo habéis visto que las obras de Dios
empiecen en medio de aplausos? San Ignacio auguraba un porvenir cuando le
comunicaban algún nuevo enredo o algún nuevo revés».
En 1762, el padre
Alfonso es nombrado obispo de Santa Ágata de los Godos, pequeña diócesis no
lejos de Nápoles. A pesar del ejemplo de numerosos prelados de la época, para
quienes el episcopado exige lujo y boato, él sigue llevando una vida de pobreza
y mortificación. Gracias a sus predicaciones, en poco tiempo toda la ciudad
episcopal cambia de aspecto: las confesiones y comuniones se hacen más
frecuentes, las iglesias se llenan y la devoción a la Virgen crece en todos los
corazones. Preocupado por el futuro de la diócesis, examina con calma a los
candidatos al sacerdocio antes de imponerles las manos. En una época en que los
cargos eclesiásticos remunerados atraen a numerosos sujetos poco aptos para
ejercer el ministerio, su celo le mueve a rechazar a los candidatos indignos.
Porque el relajamiento más o menos general de la época ha traído la ruina del
fervor, incluso en el altar. Uno de los principales objetivos de la
preocupación de Monseñor de Ligorio es restablecer en todas partes la exacta
observancia de los ritos sagrados. Efectivamente, tanto entonces como hoy en
día, la gloria de Dios exige la dignidad en el servicio de los misterios
divinos: «El Misterio de la Eucaristía es demasiado grande para que alguien
pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su
carácter sagrado ni su dimensión universal« todos los fieles cristianos gozan
del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y especialmente la celebración
de la santa Misa, que sea tal como la Iglesia ha querido y establecido» (Instrucción Redemptionis
Sacramentum de la Congregación para el Culto Divino, 25 de marzo de 2004,
núm. 11 y 12).
Impedido durante
diecinueve años
A partir de 1768,
Monseñor de Ligorio se ve afectado por una enfermedad que se extiende a todas
las articulaciones del cuerpo. Muy pronto, las vértebras del cuello se
repliegan sobre sí mismas, obligando al mentón a apoyarse fuertemente sobre el
pecho, lo que ocasiona una llaga viva y dificulta la respiración. El santo
permanecerá impedido durante los diecinueve años que le quedan de vida. A pesar
de esa tortura, jamás le oyen quejarse. Dirigiéndose a un gran crucifijo que
tiene ante él, exclama: «Te doy gracias, Señor, por dejarme compartir los
sufrimientos que padeciste en tus nervios, cuando te clavaron en la cruz.
Quiero sufrir, ¡oh Jesús mío!, como quieras y cuanto quieras; solamente te pido
que me concedas paciencia. Puedes quemar o cortar, no me lo evites en este
mundo, pero evítamelo en la eternidad». En julio de 1775, el Papa Pío VI acepta
su dimisión del episcopado. Los últimos años de su vida los pasa escribiendo y
defendiendo a sus religiosos. En julio de 1787, Monseñor de Ligorio está a
punto de morir. En el momento en que le traen el Viático, exclama: «¡Jesús mío,
Jesús mío, no me abandones!». El 1 de agosto, con el crucifijo y la imagen de
María sobre su corazón, se duerme dulcemente en el Señor en el momento en que
la campana del convento toca el Ángelus. Fue declarado «Doctor de la Iglesia»
por el beato Pío IX en 1871.
Con motivo del segundo
centenario de su muerte, el 1 de agosto de 1987, el Papa Juan Pablo II
escribía: «La popularidad del Santo debe su fascinación a la disponibilidad, a
la claridad, a la sencillez, al optimismo, a la afabilidad que llega a ser
ternura. En la raíz de este su sentido del pueblo está el ansia de la
salvación. Salvarse y salvar. Una salvación que va hasta la perfección, la
santidad. El sistema de referencias de su acción pastoral no excluye a nadie:
escribe a todos, escribe para todos».
San Alfonso María de
Ligorio, concédenos la gracia de caminar resueltamente por el camino de la
salvación eterna y de arrastrar con nosotros el mayor número de almas posible.
Dom Antoine Marie osb
Ver también:
San Alfonso María de Ligorio, un maestro de vida espiritual para todos - Benedicto XVI
La comunión espiritual
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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