SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 6 de marzo de 1996
La maternidad viene de Dios
(Lectura: 1er. libro
de Samuel, capítulo 1, versículos, 9-11)
1. La maternidad es un
don de Dios. «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gn 4, 1)
exclama Eva después de haber dado a luz a Caín, su primogénito. Con estas
palabras, el libro del Génesis presenta la primera maternidad de la historia de
la humanidad como gracia y alegría que brotan de la bondad del Creador.
2. Del mismo modo se
ilustra el nacimiento de Isaac, en el origen del pueblo elegido.
A Abraham, privado de
descendencia y ya en edad avanzada, Dios promete una posteridad numerosa como
las estrellas del cielo (cf. Gn 15, 5). El patriarca acoge la promesa
con la fe que revela al hombre el designio de Dios: «Y creyó él en el Señor el
cual se lo reputó por justicia» (Gn 15 6).
Las palabras que el
Señor pronunció con ocasión del pacto establecido con Abraham confirman esa promesa:
«Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de
pueblos» (Gn 17, 4).
Acontecimientos
extraordinarios y misteriosos destacan cómo la maternidad de Sara es sobre
todo, fruto de la misericordia de Dios, que da la vida más allá de toda
previsión humana: «Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo. La
bendeciré, y se convertirá en naciones; reyes de pueblos procederán de ella» (Gn 17,
16).
La maternidad se
presenta como un don decisivo del Señor: el patriarca y su mujer recibirán un
nombre nuevo para significar la inesperada y maravillosa transformación que
Dios realizará en su vida.
3. La visita de tres
personajes misteriosos, en los que los Padres de la Iglesia vieron una
prefiguración de la Trinidad, anuncia de modo más concreto a Abraham el
cumplimiento de la promesa: «Apareciósele el Señor en la encina de Mambré
estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. Levantó
los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera» (Gn 18,
1-2). Abraham objeta: «¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo? ¿y Sara,
a sus noventa años, va a dar a luz?» (Gn 17, 17; cf. 18, 11-13). El
huésped divino responde: «¿Es que hay algo imposible para el Señor? En el plazo
fijado volveré, al término de un embarazo, y Sara tendrá un hijo» (Gn 18,
14; cf. Lc 1, 37).
El relato subraya el efecto de la visita divina, que hace fecunda una unión conyugal, hasta ese momento estéril. Creyendo en la promesa, Abraham llega a ser padre contra toda esperanza, y padre en la fe porque de su fe desciende la del pueblo elegido.
4. La Biblia ofrece
otros relatos de mujeres a las que el Señor libró de la esterilidad y alegró
con el don de la maternidad. Se trata de situaciones a menudo angustiosas, que
la intervención de Dios transforma en experiencias de alegría, acogiendo la
oración conmovedora de quienes humanamente no tienen esperanza. Raquel, por
ejemplo, «vio que no daba hijos a Jacob y, celosa de su hermana, dijo a Jacob:
“Dame hijos, o si no me muero. Jacob se enfadó con Raquel y dijo: “¿Estoy yo
acaso en el lugar de Dios, que te ha negado el fruto del vientre?”» (Gn 30,
1-2).
Pero el texto bíblico
añade inmediatamente que “entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y la
hizo fecunda, y ella concibió y dio a luz un hijo» (Gn 30, 22-23). Ese
hijo, José, desempeñará un papel muy importante para Israel en el momento de la
emigración a Egipto.
En éste, como en otros
relatos, subrayando la condición de esterilidad inicial de la mujer, la Biblia
quiere poner de relieve el carácter maravilloso de la intervención divina en
esos casos particulares pero, al mismo tiempo, da a entender la dimensión de gratuidad
inherente a toda maternidad.
5. Encontramos un
procedimiento semejante en el relato del nacimiento de Sansón. La mujer de
Manóaj, que no había podido engendrar hijos, recibe el anuncio del ángel del
Señor: «Bien sabes que eres estéril y que no has tenido hijos, pero concebirás
y darás a luz un hijo» (Jc 13, 3-4). La concepción, inesperada y
prodigiosa, anuncia las hazañas que el Señor realizará por medio de Sansón.
En el caso de Ana, la madre de Samuel, se subraya
el papel particular de la oración. Ana vive la humillación de la esterilidad,
pero está animada por una gran confianza en Dios, a quien se dirige con
insistencia para que la ayude a superar esa prueba. Un día en el templo,
expresa un voto: «¡Oh Señor de los ejércitos! (...), si no te olvidas de tu
sierva y le das un hijo verán, yo lo entregaré al Señor por todos los dias de
su vida...» (1 S 1, 11).
Su oración es acogida:
«El Señor se acordó de ella», que «concibió (...) y dio a luz un niño a quien
llamó Samuel» (1 S 1, 19-20). Cumpliendo su voto, Ana entregó su hijo al
Señor: «Este niño pedía yo y el Señor me ha concedido la petición que le hice.
Ahora yo se lo cedo al Señor por todos los días de su vida» (1 S 1,
27-28). Dado por Dios a Ana, y luego por Ana a Dios, el niño Samuel se convierte
en un vínculo vivo de comunión entre Ana y Dios.
El nacimiento de
Samuel es, pues, experiencia de alegría y ocasión de acción de gracias. El
primer libro de Samuel refiere un himno, llamado el Magnificat de
Ana, que parece anticipar el de María: «Mi corazón exulta en el Señor, mi poder
se exalta por Dios...» (1 S 2, 1).
La gracia de la
maternidad, que Dios concede a Ana por su oración incesante, suscita en ella
nueva generosidad. La consagración de Samuel es la respuesta agradecida de una
madre que, viendo en su hijo el fruto de la misericordia divina, devuelve el
don, confiando ese hijo tan deseado al Señor.
6. En el relato de las
maternidades extraordinarias que hemos recordado, es fácil descubrir el puesto
importante que la Biblia asigna a las madres en la misión de los hijos. En el
caso de Samuel, Ana desempeña un papel trascendental con su decisión de
entregarlo al Señor. Una función igualmente decisiva desempeña otra madre,
Rebeca, que procura la herencia a Jacob (cf. Gn 27). En esa
intervención materna, que describe la Biblia, se puede leer el signo de una
elección como instrumento del designio soberano de Dios. Es él quien elige al
hijo más joven, Jacob, como destinatario de la bendición y de la herencia
paterna y, por tanto, como pastor y guía de su pueblo. Es él quien, con
decisión gratuita y sabia, establece y gobierna el destino de todo hombre
(cf. Sb 10, 10-12).
El mensaje de la
Biblia sobre la maternidad muestra aspectos importantes y siempre actuales. En
efecto, destaca su dimensión de gratuidad, que se manifiesta, sobre todo, en el
caso de las estériles; la particular alianza de Dios con la mujer; y el vínculo
especial entre el destino de la madre y el del hijo.
Al mismo tiempo, la
intervención de Dios que, en momentos importantes de la historia de su pueblo,
hace fecundas a algunas mujeres estériles, prepara la fe en la intervención de
Dios que, en la plenitud de los tiempos, hará fecunda a una Virgen para la
encarnación de su Hijo.
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