Fiesta. San Bartolomé, Apostol
Bartolomé -o
Natanael, como le llama a veces el Santo Evangelio- fue uno de los Doce. Era
natural de Caná de Galilea y amigo del Apóstol Felipe, quien le llevó hasta
Jesús en la región del Jordán. De él hizo Jesús esta gran alabanza: He
aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño. Según la Tradición, predicó
la fe en Arabia y Armenia, donde murió mártir.
— El
encuentro con Jesús
—
El elogio del Señor. La virtud de la sinceridad.
—
Sinceridad con Dios, en la dirección espiritual, en la convivencia con los
demás. La virtud de la sencillez.
I. Al Apóstol
Bartolomé lo identifica la tradición con Natanael, aquel amigo de Felipe a
quien este comunicó lleno de gozo su encuentro con Jesús, con estas
palabras: Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley,
y los Profetas: Jesús de Nazareth, el hijo de José1. Natanael, como todo
buen israelita, sabía que el Mesías debía venir de Belén, del pueblo de David2. Así lo había anunciado el Profeta Miqueas: Y tú,
Belén, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de judá; pues
de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel3. Por eso quizá contesta con cierto tono despectivo: ¿Acaso
puede salir algo bueno de Nazareth? Y Felipe, sin confiar demasiado en sus
propias explicaciones, le invitó a acercarse personalmente al Maestro: Ven
y verás, le dice. Felipe sabía bien, como nosotros, que Cristo no defrauda a
nadie. Jesús mismo «llamó a Natanael por medio de Felipe, como llamó a Pedro
por medio de su hermano Andrés. Esta es la manera de obrar de la divina
Providencia, que nos llama y nos conduce por medio de otros. Dios no quiere
trabajar solo; su sabiduría y bondad quieren que también nosotros participemos
en la creación y orden de las cosas»4. ¡Cuántas veces
nosotros mismos vamos a ser instrumentos para que nuestros amigos o familiares
reciban la llamada del Señor! ¡A cuántos, como Felipe, les hemos dicho ven
y verás!
Natanael, hombre
sincero, acompañó a Felipe hasta Jesús... y quedó deslumbrado. El Maestro ganó
su fidelidad para siempre. Al verlo llegar acompañado de Felipe, le dijo: ¡He
aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez ni engaño! ¡Qué gran
elogio! Natanael quedó sorprendido, y preguntó: ¿De qué me conoces? Y
el Señor le responde con unas palabras misteriosas para nosotros, pero que
debieron ser muy claras y luminosas para él: Antes de que Felipe te
llamara, cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi.
Al oír a Jesús, Natanael entendió con claridad. Las palabras del Señor le recordaron algún suceso íntimo, tal vez la resolución de un propósito decidido, y le hicieron pronunciar una emocionada confesión explícita de fe en Jesús como Mesías y como Hijo de Dios: Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Y el Señor le dice y le promete: ¿Porque te he dicho que te vi bajo la higuera crees? Cosas mayores verás. Y evocó Jesús con cierta solemnidad un texto del Profeta Daniel5 para confirmar y dar mayor hondura a las palabras que terminaba de pronunciar el nuevo discípulo: En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre.
II. En el elogio de
Jesús a Natanael se descubre la atracción que una persona sincera produce en el
Corazón de Cristo. El Maestro dice del nuevo discípulo que en él no hay
doblez ni engaño: es un hombre sin falsía. No tiene «como dos corazones y dos
dobleces en el corazón, uno para las verdades y otro para las mentiras»6. Esto mismo se ha de decir de cada uno de nosotros, porque
seamos hombres y mujeres íntegros, que procuran vivir con coherencia la fe que
profesamos. El mentiroso, el que tiene un ánimo doble, el que actúa con poca
claridad, suena siempre a campana rota: «Leías en aquel diccionario los
sinónimos de insincero: “ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto”...
Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos
calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y
humana de la sinceridad»7.
Esta virtud es
fundamental para seguir a Cristo, pues Él es la Verdad divina8 y aborrece todo engaño. Hasta sus mismos enemigos
tendrán que reconocer el amor de Cristo por la verdad: Maestro le
dirán en una ocasión, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de
Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en las
apariencias9. Y nos enseña que las
manifestaciones de las propias ideas o pensamientos han de hacerse según
verdad: Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no; que lo que
pasa de esto, de mal principio proviene10. El demonio, por el
contrario, es el padre de la mentira11, pues intenta siempre
llevar a los hombres al mayor engaño, que es el pecado. El mismo Jesús, que se
muestra siempre comprensivo y misericordioso con todas las flaquezas humanas,
lanza durísimas condenas contra la hipocresía de los fariseos. Por eso nos
imaginamos también la alegría que le produjo el encuentro con Natanael.
La verdad nos da la
auténtica libertad. Esta frase evangélica establece una estrecha relación entre
la verdad y la libertad12. «Jesucristo sale al
encuentro del hombre de toda época, también de la nuestra, con las mismas
palabras: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,
32). Estas palabras encierran una verdad fundamental y al mismo tiempo una
advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como
una condición de auténtica libertad»13. Esa libertad
interior que nos permite movernos siempre con la soltura y la alegría propias
de los hijos de Dios. No tengamos nunca miedo a la verdad, aunque parezca en
alguna ocasión que el ser veraces nos acarrea un mal, que podría evitarse con
una mentira. De la verdad no puede nacer más que bien. Nunca vale la pena
mentir: ni por obtener un gran beneficio económico que dependiera solo de una
mentira pequeña, ni por librarnos de un castigo o de un mal rato.
III. Hemos de ser
veraces y sinceros en la vida corriente, en nuestras relaciones con los demás:
sin esta virtud, se hace difícil o imposible la convivencia14. «Fuera de la verdad, la existencia humana acaba
oscureciéndose y, casi insensiblemente, se entenebrece en el error y puede
llegar a falsearse a sí mismo y su vida prefiriendo el mal al bien»15. De modo particular hemos de ser veraces y sinceros en el
trato con Dios, para dirigirnos a Él «sin anonimato», sin querernos ocultar,
con la alegría y la confianza con que un buen hijo se conduce delante del mejor
de los padres. Esta virtud es particularmente necesaria en la dirección
espiritual: hemos de aprender a dar a conocer la intimidad del alma a quienes,
en nombre del Señor, nos ayudan a encaminar nuestros pasos hacia el Cielo. En
la Confesión, la sinceridad es tan importante que si el hombre no reconoce su
culpa, no puede recibir la gracia: no es, pues, solo la actitud ante una
persona, el confesor, sino ante el mismo Dios. La postura contraria el
disimulo, el engaño, el callar sería tan estéril en orden a los frutos que
deseamos obtener, como la del que «acudiendo a la consulta del médico para ser
curado, perdiera el juicio y la conciencia de a qué ha ido, y mostrase los
miembros sanos ocultando los enfermos. Dios sigue San Agustín es quien debe
vendar las heridas, no tú; porque si tú, por vergüenza, quieres ocultarlas con
vendajes, no te curará el médico. Has de dejar que sea el médico el que te cure
y vende las heridas, porque él las cubre con medicamento. Mientras que con el
vendaje del médico las llagas se curan, con el vendaje del enfermo se ocultan.
¿Y a quién pretendes ocultarlas? Al que conoce todas las cosas»16. Si somos sinceros, nuestros mismos pecados serán motivo
para que nos unamos más íntimamente a Dios.
Muy relacionada con la
sinceridad está otra virtud, que podemos admirar hoy en San Bartolomé: la
sencillez, que es consecuencia necesaria de un corazón que busca a Dios. A esta
virtud se oponen la afectación en el decir y en el obrar, el deseo de llamar la
atención, la pedantería, el aire de suficiencia, la jactancia..., faltas que
dificultan la unión con Cristo, el seguirle de cerca, y que crea barreras, a
veces insalvables, para ayudar a los demás a que se acerquen a Jesús. El alma
sencilla no se enreda ni se complica inútilmente por dentro: se dirige
derechamente a Dios, a través de todos los sucesos buenos o malos que ocurren a
su alrededor. Junto a la sinceridad, la naturalidad y la sencillez constituyen
otras «dos maravillosas virtudes humanas, que hacen al hombre capaz de recibir
el mensaje de Cristo. Y, al contrario, todo lo enmarañado, lo complicado, las
vueltas y revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con
frecuencia oír la voz del Señor»17.
Pidamos hoy a San
Bartolomé que nos alcance del Señor esas virtudes, que tanto le agradan a Él y
que tan necesarias son para la oración, la amistad, la convivencia y el
apostolado. Pidamos a Nuestra Señora andar por la vida sin dobleces, con
sinceridad y sencillez: «“Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est
in te!” ¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la
liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario
ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual,
para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!
»María nos obtendrá la
valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima,
si así se lo suplicamos»18. San Bartolomé será
hoy nuestro principal intercesor ante Nuestra Señora.
Ver también
San Bartolomé Apóstol - Benedicto XVI
Notas:
1 Jn 1, 45.
2 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 20, 1.
3 Miq 5, 2.
4 O. Hophan, Los
Apóstoles, p. 176.
5 Dan 7, 13.
6 San Agustín Comentario
al Evangelio de San Juan, 78, 7, 16.
7 San Josemaría
Escrivá Surco, n. 337.
8 Cfr. Jn 14,
6.
9 Mt 22, 16.
10 Mt 5, 37.
11 Cfr. Jn 8,
44.
12 Cfr. Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. La verdad os hará libres, 20-XI-1990, n.
38.
13 Juan Pablo II,
Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 12.
14 Cfr. Santo
Tomás, Sobre los Mandamientos, en Escritos de catequesis, Rialp,
Madrid 1975, p. 281.
15 Conferencia
Episcopal Española, loc. cit., n. 37
16 San Agustín, Comentario
al Salmo 31.
17 San Josemaría
Escrivá, Amigos de Dios, 90.
18 ídem, Surco,
n. 339.
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