CARTA APOSTÓLICA
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN JUAN PABLO II
EN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
I. La conversión - II. El Doctor, 1. Razón y fe, 2. Dios
y el hombre, 3. Cristo y la Iglesia, 4. Libertad y gracia, 5. La
caridad y las ascensiones del espíritu - III. El Pastor - IV. Agustín a los
hombres de hoy
San Agustín - Philippe de Champaigne
A
los obispos,
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia
Venerables hermanos y
queridos hijos e hijas, salud y bendición apostólica.
1. Agustín de
Hipona, desde que apenas un año después de su muerte fue catalogado como uno de
los "mejores maestros de la Iglesia" 1 por mi lejano
predecesor Celestino I, ha seguido estando presente en la vida de la Iglesia y
en la mente y en la cultura de todo el Occidente. Después, otros Romanos
Pontífices, por no hablar de los Concilios que con frecuencia y abundantemente
se han inspirado en sus escritos, han propuesto sus ejemplos y sus documentos
doctrinales para que se les estudiara e imitara. León XIII exaltó sus
enseñanzas filosóficas en la Encíclica Aeterni Patris 2; Pío XI reasumió sus virtudes y su pensamiento
en la Encíclica Ad salutem humani generis, declarando que por su ingenio
agudísimo, por la riqueza y sublimidad de su doctrina, por la santidad de su
vida y por la defensa de la verdad católica nadie, o muy pocos se le pueden
comparar de cuantos han florecido desde los principios del género humano hasta
nuestros días 3; Pablo VI afirmó que "además de brillar en él de
forma eminente las cualidades de los Padres, se puede afirmar en verdad que
todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan
corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos
posteriores 4.
Yo mismo he añadido mi
voz a la de mis predecesores, expresando el vivo deseo de que "su doctrina
filosófica, teológica y espiritual se estudie y se difunda, de tal modo que
continúe... su magisterio en la Iglesia; un magisterio, añadía, humilde y
luminoso al mismo tiempo, que habla sobre todo de Cristo y del amor" 5. He tenido ocasión además de recomendar especialmente a
los hijos espirituales del gran Santo que mantengan "vivo y atrayente el
encanto de San Agustín también en la sociedad moderna", ideal estupendo y
entusiasmante, porque "el conocimiento exacto y afectuoso de su
pensamiento y de su vida provoca la sed de Dios, descubre el encanto de Jesucristo,
el amor a la sabiduría y a la verdad, la necesidad de la gracia, de la oración,
de la virtud, de la caridad fraterna, el anhelo de la eternidad
feliz" 6.
Me es muy grato, pues,
que la feliz circunstancia del XVI centenario de su conversión y de su bautismo
me ofrezca la oportunidad de evocar de nuevo su figura luminosa. Esta nueva
evocación será al mismo tiempo una acción de gracias a Dios por el don que hizo
a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella
admirable conversión; y será también una ocasión propicia para recordar que el
convertido, una vez hecho obispo, fue un modelo espléndido de Pastor, un
defensor intrépido de la fe ortodoxa o, como decía él, de la
"virginidad" de la fe 7, un constructor
genial de aquella filosofía que por su armonía con la fe bien puede llamarse
cristiana, y un promotor infatigable de la perfección espiritual y religiosa.
I. La conversión
Conocemos el camino de
su conversión por sus mismas obras, es decir, por las que escribió en la
soledad de Casiciaco antes del bautismo 8, y sobre todo por sus
célebres Confesiones, una obra que es al mismo tiempo autobiografía,
filosofía, teología, mística y poesía, en la que hombres sedientos de verdad y
conscientes de sus propios límites, se han encontrado y se siguen encontrando a
sí mismos. Ya en su tiempo, el autor la consideraba como una de sus obras más
conocidas. "¿Cuál de mis obras", escribe hacia al final de su vida,
"pudo alcanzar una más amplia notoriedad y resultar más agradable que los
libros de mis Confesiones?" 9. La historia no ha
desmentido nunca este juicio; al contrario, no ha hecho más que confirmarlo
ampliamente. Todavía hoy las Confesiones de San Agustín son muy
leídas y, como son muy ricas de introspección y de pasión religiosa, obran en
profundidad, agitan y conmueven. Y no sólo a los creyentes. Aun aquellos que,
aun cuando no tengan fe, por lo menos van buscando una certeza que les permita
comprenderse a sí mismos, sus aspiraciones profundas y sus tormentos, sacan
provecho de la lectura de esta obra. La conversión de San Agustín, condicionada
por la necesidad de encontrar la verdad, tiene no poco que enseñar a los
hombres de hoy, con tanta frecuencia perdidos y desorientados frente al gran
problema de la vida.
Se sabe que esta
conversión tuvo un camino particularísimo, porque no se trató de una conquista
de la fe católica, sino de una reconquista. La había perdido convencido, al
perderla, de que no abandonaba a Cristo, sino sólo a la Iglesia.
En efecto, había sido
educado cristianamente por su madre 10, la piadosa y santa
Mónica 11. Como consecuencia de
esta educación, Agustín permaneció siempre no sólo un creyente en Dios, en la
Providencia y en la vida futura 12, sino también un
creyente en Cristo, cuyo nombre "había bebido", como dice él,
"con la leche materna" 13. Tras volver a la fe
de la Iglesia católica, dirá que había vuelto "a la religión que me había
sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi
ser" 14. Quien quiera
comprender su evolución interior y un aspecto, tal vez el más profundo, de su
personalidad y de su pensamiento, debe partir de esta constatación.
Al despertarse a los
19 años al amor de la sabiduría con la lectura del Hortensio de
Cicerón —"Aquel libro, tengo que admitirlo, cambió mi modo de sentir... y
me hizo desear ardientemente la sabiduría inmortal con increíble ardor de
corazón" 15—, amó profundamente y
buscó siempre con todas las fibras de su alma la verdad. "¡Oh verdad,
verdad, cómo suspiraba ya entonces por ti desde las fibras más íntimas de mi
corazón!" 16.
No obstante este amor
a la verdad, Agustín cayó en errores graves. Los estudiosos buscan las causas
de esto y las encuentran en tres direcciones: en el planteamiento equivocado de
las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente
entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la
consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que
abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado
no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la
responsabilidad humana del pecado mismo.
Así, pues, el primer
error consistía en un cierto espíritu racionalista, en virtud del cual se
persuadió de que "había que seguir no a los que mandan creer, sino a los
que enseñan la verdad" 17. Con este espíritu
leyó las Sagradas Escrituras y se sintió rechazado por los misterios en ellas
contenidos, misterios que hay que aceptar con humilde fe. Después, hablando a
su pueblo acerca de este momento de su vida, le decía: "Yo que os hablo,
estuve engañado un tiempo, cuando de joven me acerqué por primera vez a las
Sagradas Escrituras. Me acerqué a ellas no con la piedad del que busca
humildemente, sino con la presunción de quien quiere discutir... ¡Pobre de mí,
que me creí apto para el vuelo, abandoné el nido y caí antes de poder
volar!" 18.
Fue entonces cuando
topó con los maniqueos, les escuchó y les siguió. Razón principal: la promesa
"de dejar a un lado la terrible autoridad, conducir a Dios y librar de los
errores a sus discípulos con la pura y simple razón" 19. Y tal precisamente era como se mostraba Agustín,
"deseoso de poseer y absorber la verdad auténtica y sin velos" con la
sola fuerza de la razón 20.
Convencido después de
largos años de estudios, especialmente de estudios filosóficos 21, de que le habían engañado, pero, por efecto de la
propaganda maniquea, convencido siempre de que la verdad no estaba en la
Iglesia católica 22, cayó en una profunda
desilusión y perdió de hecho la esperanza de poder encontrar la verdad:
"Los académicos mantuvieron durante mucho tiempo el timón de mi nave en
medio de las olas" 23.
De esta peligrosa
actitud lo sacó el mismo amor de la verdad que albergaba siempre dentro de su
alma. Llegó a convencerse de que no es posible que el camino de la verdad esté
cerrado a la mente humana; si no la encuentra, es porque ignora o desprecia el
método para buscarla 24.
Animado por esta
convicción, se dijo a sí mismo: "Ea, busquemos con mayor diligencia, en
lugar de perder la esperanza" 25. Y así, prosiguió en
la búsqueda y esta vez, guiado por la gracia divina, que su madre imploraba con
lágrimas 26, llegó felizmente al
puerto.
Llegó a comprender que
razón y fe son dos fuerzas destinadas a colaborar para conducir al hombre al
conocimiento de la verdad 27, y que cada cual
tiene un primado propio: la fe, temporal; la razón, absoluto —"por su
importancia viene primero la razón, por orden de tiempo la autoridad (de la
fe)" 28—. Comprendió que la
fe, para estar segura, requiere una autoridad divina, que esta autoridad no es
más que la de Cristo, sumo Maestro —de esto Agustín no había dudado nunca 29— y que la autoridad de Cristo se encuentra en las Sagradas
Escrituras 30, garantizadas por la
autoridad de la Iglesia católica 31.
Con la ayuda de los
filósofos platónicos se libró de la concepción materialística del ser, que
había absorbido del maniqueísmo: "Amonestado por aquellos escritos a que
volviera a mí mismo, entré en lo íntimo de mi corazón bajo tu guía... Entré en
él y divisé con el ojo de mi alma... por encima de mi inteligencia, una luz
inmutable" 32. Esta luz inmutable
fue la que le abrió los inmensos horizontes del espíritu y de Dios.
Comprendió que, a
propósito de la grave cuestión del mal, que constituía su mayor tormento 33, la primera pregunta que hay que formularse no es de dónde
procede el mal, sino en qué consiste 34, e intuyó que el mal
no es una sustancia, sino una privación de bien: "Todo lo que existe es
bien, y el mal, cuyo origen yo buscaba, no es una sustancia" 35. Dios, pues —concluyó él— es el creador de todas las cosas
y no existe sustancia alguna que no haya sido creada por Él 36.
Comprendió también,
refiriéndose a su experiencia personal 37 —y éste fue su
descubrimiento decisivo—, que el pecado tiene su origen en la voluntad del
hombre, una voluntad libre e indefectible: "Yo era quien quería, yo quien
no quería, yo, yo era" 38.
A este punto uno
podría creer que había llegado al fin, y sin embargo no había llegado todavía;
las asechanzas de nuevo error le envolvían. Fue la presunción de poder llegar a
la posesión beatificante de la verdad con solas sus fuerzas naturales. Una
experiencia personal que terminó mal lo disuadió 39. Fue entonces cuando comprendió que una cosa es conocer la
meta y otra muy diversa llegar a ella 40. Para dar con la
fuerza y el camino necesarios "me lancé con la mayor avidez, escribe él
mismo, "sobre la venerable Escritura de tu Espíritu, y antes que nada
sobre el Apóstol Pablo" 41. En las Cartas de
Pablo descubrió a Cristo maestro, como lo habla venerado siempre, pero también
a Cristo redentor, Verbo encarnado, único mediador entre Dios y los hombres.
Fue entonces cuando se le mostró en todo su esplendor "el rostro de la
filosofía" 42: era la filosofía de
Pablo, que tiene por centro a Cristo, "poder y sabiduría de Dios" (1
Cor 1, 24), y que tiene otros centros: la fe, la humildad, la gracia; la
"filosofía", que es al mismo tiempo sabiduría y gracia, en virtud de
la cual se hace posible no sólo conocer la patria, sino también llegar a
ella 43.
Una vez encontrado
Cristo redentor, fuertemente abrazado a Él, Agustín había retornado al puerto
de la fe católica, a la fe en la que su madre lo había educado: "Había
oído hablar de la vida eterna desde niño, vida que se nos prometió mediante la
humildad del Señor nuestro Dios, abajado hasta nuestra soberbia" 44. El amor a la verdad, sostenido por la gracia divina,
había triunfado de todos los errores.
Pero el camino no
había terminado. En el ánimo de Agustín renacía un antiguo propósito, el de
consagrarse por completo a la sabiduría, una vez que la había hallado, esto es,
abandonar toda esperanza terrena para poseerla 45. Ahora ya no podía
aducir más excusas: la verdad por la que tanto había suspirado era finalmente
cierta 46. Y, sin embargo,
todavía dudaba, buscando razones para no decidirse a hacerlo 47. Las ligaduras que lo ataban a las esperanzas terrenas
eran fuertes: los honores, el lucro, el matrimonio 48; especialmente el matrimonio, dados los hábitos que había
contraído 49.
No es que le estuviera
prohibido casarse —esto lo sabía muy bien Agustín 50—, lo que no quería era ser cristiano católico solamente de
esta manera: renunciando al ideal acariciado de la familia y dedicándose con
"toda" su alma al amor y a la posesión de la Sabiduría. A tomar esta
decisión, que correspondía a sus aspiraciones más íntimas pero que estaba en
pugna con los hábitos más arraigados, lo estimulaba el ejemplo de Antonio y
demás monjes, ejemplo que se iba difundiendo incluso en Occidente y que él
conoció un poco fortuitamente 51. Con gran rubor se
preguntaba a sí mismo: "¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes
y estas jóvenes?" 52. De ello se originó
un drama interior, profundo y lacerante, que la gracia divina condujo a buen
desenlace 53.
He aquí cómo narra
Agustín a su madre esta serena pero fuerte determinación: "Fuimos donde mi
madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se alegró. Le
contamos el desenvolvimiento de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó
a bendecirte porque tú puedes hacer más de lo que pedimos y
comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías concedido, con relación a
mí, más de lo que te había pedido con todos sus gemidos y sus lágrimas
conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba
ni esposa, ni carrera en este mundo" 54.
A partir de aquel
momento comenzaba para Agustín una vida nueva, terminó el año escolar —estaban
cercanas las vacaciones de la vendimia 55—; se retiró a la
soledad de Casiciaco 56; al final de las
vacaciones renunció al profesorado 57, regresó a Milán a
principios del 387, se inscribió entre los catecúmenos y en la noche del Sábado
Santo —23/24 de abril— fue bautizado por el obispo Ambrosio, de cuya
predicación había aprendido tanto. "Recibimos el bautismo y se disipó de
nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de
considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del
género humano". Y añade, manifestando la íntima conmoción de su alma:
"Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que
resonaban dulcemente en tu Iglesia" 58.
Después del bautismo
el único deseo de Agustín fue el de encontrar un lugar apropiado para poder
vivir en compañía con sus amigos según el "santo propósito" de servir
al Señor 59. Lo encontró en
África, en Tagaste, su pueblo natal donde llegó después de la muerte de su
madre en Ostia Tiberina 60, y la estancia de algunos meses en Roma dedicados a
estudiar el movimiento monástico 61. Ya en Tagaste,
"renunció a sus bienes y, en compañía de aquellos que le seguían, vivían
para Dios en ayunos, plegarias, obras buenas, meditando día y noche en la ley
del Señor". El amante apasionado de la verdad quería dedicar su vida al
ascetismo, a la contemplación, al apostolado intelectual. De hecho, su primer biógrafo
añade: "Y de las verdades que Dios revelaba a su inteligencia hacía
participar a presentes y ausentes, instruyéndoles con discursos y con
libros" 62. En Tagaste escribió
numerosos libros, como había hecho en Roma, Milán y Casiciaco.
Después de tres años
viajó a Hipona con la intención de buscar un lugar donde fundar un monasterio y
para encontrarse con un amigo que esperaba ganar para la vida monástica. En
cambio, lo que encontró, sin quererlo, fue el sacerdocio 63, pero no renunció a sus ideales: pidió y se le concedió
fundar un monasterio: el monasterium laicorum, en el que vivió y del que
salieron muchos sacerdotes y muchos obispos para toda África 64. Al cabo de cinco años le hicieron obispo y transformó la
casa episcopal en monasterio: el monasterium clericorum. El ideal
concebido en el momento de su conversión no lo abandonó ya más, ni siquiera
cuando le hicieron sacerdote y obispo. Escribió incluso una regla ad
servos Dei, que ha tenido y sigue teniendo un papel tan importante en la
historia de la vida religiosa occidental 65.
II. El Doctor
Me he detenido un poco
en los puntos esenciales de la conversión de Agustín porque de ella se derivan
tantas y tan útiles enseñanzas no sólo para los creyentes, sino también para
todos los hombres de buena voluntad: cuán fácil es perderse en el camino de la
vida y cuán difícil es volver a encontrar el camino de la verdad. Pero esta
admirable conversión nos ayuda también a entender mejor su vida posterior como
monje, sacerdote y obispo. El siguió siendo siempre el gran deslumbrado por la
gracia: "Nos habías traspasado el corazón con las flechas de tu amor y
tenías tus palabras arraigadas en las entrañas" 66. Sobre todo, nos ayuda a penetrar con mayor facilidad en
su pensamiento, tan universal y fecundo que prestó al pensamiento cristiano un
servicio incomparable y perenne, hasta el punto de que podemos llamarle, no sin
razón, el padre común de la Europa cristiana.
El resorte secreto de
su búsqueda constante fue el mismo que le había guiado a lo largo del
itinerario de su conversión: el amor a la verdad. Y así dice él mismo:
"¿Qué desea el hombre con mayor vigor que la verdad?" 67. En una obra de profunda especulación teológica y mística,
escrita más por necesidad personal que por exigencias externas, recuerda este
amor y escribe: "Nos sentimos arrebatados por el amor de indagar la
verdad" 68. Esta vez el objeto
de la investigación era el augusto misterio de la Trinidad y el misterio de
Cristo, revelación del Padre, "ciencia y sabiduría" del hombre: así
fue como nació la gran obra sobre La Trinidad.
La orientación de la
investigación, a la que nutría incesantemente el amor, tuvo dos coordenadas:
una mayor comprensión de la fe católica y su defensa contra quienes la negaban,
como eran los maniqueos y los paganos, o daban de ella interpretaciones
equivocadas, como los donatistas, pelagianos y arrianos. Resulta difícil
adentrarse en el mar del pensamiento agustiniano; mucho mas difícil aún es:
resumirlo, si es que es posible en realidad. Pero se me permita recordar, para
común edificación, algunas de la luminosas intuiciones de este sumo pensador.
1. Razón y fe
Ante todo las
relativas al problema que más lo atormentó en su juventud y al que volvió una y
otra vez con toda la fuerza de su ingenio y toda la pasión de su alma, el
problema de las relaciones entre la razón y la fe: un problema eterno, de hoy
no menos que de ayer, de cuya solución depende la orientación del pensamiento
humano. Pero también problema difícil, ya que se trata de pasar indemnes entre
un extremo y el otro, entre el fideísmo que desprecia la razón, y el
racionalismo que excluye la fe. El esfuerzo intelectual y pastoral de Agustín
fue el de demostrar, sin sombra de duda, que "las dos fuerzas que nos
permiten conocer" 69 deben colaborar
conjuntamente.
Agustín escuchó a la
fe, pero no exaltó menos a la razón, dando a cada cual su propio primado o de tiempo
o de importancia 70. Dijo a todos
el crede ut intelligas, pero repitió también el intellige ut
credas 71. Escribió una obra,
siempre actual, sobre la utilidad de la fe 72, y explicó cómo la fe
es la medicina destinada para curar el ojo del espíritu 73, la fortaleza inexpugnable para la defensa de todos,
especialmente de los débiles, contra el error 74, el nido donde se
echan las plumas para los altos vuelos del espíritu 75, el camino corto que permite conocer pronto, con seguridad
y sin errores, las verdades que conducen al hombre a la sabiduría 76. Pero sostuvo también que la fe no está nunca sin la
razón, porque es la razón quien demuestra "a quién hay que
creer" 77. Por lo tanto,
"también la fe tiene sus ojos propios, con los cuales ve de alguna manera
que es verdadero lo que todavía no ve" 78. "Nadie, pues,
cree si antes no ha pensado que tiene obligación de creer", puesto que
"creer no es sino pensar con asentimiento" —cum assentione cogitare—
...hasta tal punto, que "la fe que no sea pensada no es fe" 79.
El razonamiento sobre
los ojos de la fe desemboca en el de la credibilidad, del que Agustín habla con
frecuencia aportando los motivos, como si quisiera confirmar la conciencia con
la que él mismo había vuelto a la fe católica. Interesa citar un texto. Escribe
él: "Son muchas las razones que me mantienen en el seno de la Iglesia
católica. Aparte la sabiduría de sus enseñanzas (para Agustín este argumento
era fortísimo, pero no lo admitían sus adversarios), ...me mantiene el
consentimiento de los pueblos y de las gentes; me mantiene la autoridad fundada
sobre los milagros, nutrida con la esperanza, aumentada con la caridad,
consolidada por la antigüedad; me mantiene la sucesión de los obispos, de la
sede misma del Apóstol Pedro, a quien el Señor después de la resurrección mandó
a apacentar sus ovejas, hasta el episcopado actual; me mantiene, finalmente, el
nombre mismo de católica, que no sin razón ha obtenido esta Iglesia
solamente" 80.
En su gran
obra La ciudad de Dios, que es al mismo tiempo apologética y dogmática, el
problema de la razón y de la fe se convierten en el de fe y cultura. Agustín,
que tanto trabajó por promover la cultura cristiana, lo resuelve exponiendo
tres argumentos importantes: la fiel exposición de la doctrina cristiana; la atenta
recuperación de la cultura pagana en todo aquello que tenía de recuperable, y
que bajo el punto de vista filosófico no era poco; y la demostración insistente
de la presencia en la enseñanza cristiana de todo aquello que había en aquella
cultura de verdadero y perennemente útil, con la ventaja de que se encontraba
perfeccionado y sublimado 81. No en vano se leyó
mucho La Ciudad de Dios durante la Edad Media, y merece ciertamente
que se la lea también en nuestros tiempos como ejemplo y acicate para reflexionar
mejor en torno a las relaciones entre el cristianismo y las culturas de los
pueblos. Vale la pena citar un texto importante de Agustín: "La ciudad
celestial... convoca a ciudadanos de todas las naciones... sin preocuparse de
las diferencias de costumbres, leyes o instituciones..., no suprime ni destruye
cosa alguna de éstas; al contrario, las acepta y conserva todo lo que, aunque
diverso en las diferentes naciones, tiende a un mismo fin: la paz terrena, pero
con la condición de que no impidan la religión que enseña a adorar a un sólo
Dios, sumo y verdadero" 82.
2. Dios y el hombre
El otro gran binomio
que Agustín estudió sin descanso es el de Dios y el hombre. Liberado, como dije
arriba, de materialismo que le impedía tener una noción justa de Dios —y por lo
tanto también una verdadera noción del hombre— fijó en este binomio los grandes
temas de su investigación 83 y los estudió
siempre conjuntamente: el hombre pensando en Dios y Dios pensando en el hombre,
cuya imagen es.
En
las Confesiones se propone a sí mismo esta doble pregunta: "¿Qué
eres tú para mí, Señor?", "y ¿qué soy yo para ti?" 84. Para darle una respuesta hace uso de todos los recursos
de su pensamiento y de toda la incesante fatiga de su apostolado. La
inefabilidad de Dios le penetra completamente, hasta el punto de hacerle
exclamar: "¿Por qué te extrañas de que no comprendes? Si comprendieras, no
sería Dios" 85. Por ello "no es
pequeño comienzo para el conocimiento de Dios, antes de saber quién es Él, el
que comencemos por saber qué no es" 86. Hay que tratar,
pues, "de comprender a Dios, si podemos y en cuanto podamos, bueno sin
cualidad, grande sin cantidad, creador sin necesidad", y así por lo que se
refiere a las demás categorías de la realidad descrita por Aristóteles 87.
No obstante la
trascendencia e inefabilidad divinas, Agustín, partiendo de la autoconciencia
de hombre que es, de conocer y amar, y animado por la Escritura, que nos revela
a Dios como el Ser supremo (Es., 3, 14); la Sabiduría suprema (Sab. passim) y
el primer Amor (1 Jn 4, 8), esclarece esta triple noción de Dios: Ser de
quien procede, por creación de la nada, todo ser; Verdad que ilumina la mente
humana para que pueda conocer la verdad con certidumbre; Amor del cual procede
y hacia el cual se dirige todo verdadero amor. Dios, en efecto, como él repite
tantas veces, es "la causa del subsistir, la razón del pensar y la norma
del vivir" 88, o, por citar otra
célebre fórmula suya, "la causa del universo creado, la luz de la verdad
que percibimos, y la fuente de la felicidad que gustamos" 89.
Pero donde el genio de
Agustín se ejercitó prevalentemente fue en el estudio de la presencia de Dios
en el hombre, presencia que es al mismo tiempo profunda y misteriosa. Encuentra
a Dios, "el interno-eterno" 90, remotísimo y
presentísimo 91: porque remoto, el
hombre lo busca; porque presente, lo conoce y lo encuentra. Dios está presente
como "substancia creadora del mundo" 92, como verdad
iluminadora 93, como amor que
atrae 94, más íntimo que lo
más íntimo que hay en el hombre y más alto que lo más alto que hay en él.
Refiriéndose al período anterior a la conversión, Agustín dice a Dios:
"¿Dónde estabas entonces y cuán lejos de mi? Yo vagaba lejos de Ti... y
tú, por el contrario, estabas más dentro de mí que la parte más profunda de mí
mismo y más alto que la parte más alta de mí mismo" 95; "Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo" 96. Y una vez más: "Estabas delante de mí, pero yo me
había alejado de mí mismo y no sabía encontrarme. Con mayor razón no sabía
encontrarte a Ti" 97. Quien no se
encuentra a sí mismo, no encuentra a Dios, porque Dios está en lo profundo de
cada uno de nosotros.
Al hombre, por lo
tanto, no se le entiende si no es en relación a Dios. Agustín ha ilustrado con
vena inagotable esta gran verdad cuando estudiaba las relaciones entre el
hombre y Dios, y lo ha expuesto en las fórmulas más variadas y eficaces. Él ve
al hombre como una tensión hacia Dios. Son célebres estas palabras suyas:
"Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará hasta reposar en
Ti" 98. Lo ve como capacidad
de ser elevado hasta la visión inmediata de Dios: el ser finito que alcanza al
Infinito. El hombre, escribe él en su obra sobre La Trinidad, es imagen de
Dios, en cuanto es capaz de Dios y puede ser partícipe de Él" 99. Esta capacidad "impresa inmortalmente en la
naturaleza inmortal del alma racional" es la señal de su grandeza suprema:
"en cuanto es capaz y puede ser partícipe de la naturaleza suprema, el
hombre es una gran naturaleza" 100. Lo ve también como
un ser indigente de Dios, en cuanto necesitado de la felicidad, que no puede
encontrar sino en Dios. "La naturaleza humana fue creada en grandeza tan
excelsa, que, dado que es mudable, sólo adhiriéndose al bien mudable, que es el
Sumo Dios, puede conseguir la felicidad, y no puede colmar su indigencia sin
ser feliz, pero para colmarla no basta nada que no sea Dios" 101.
De esta relación
constitucional del hombre con Dios depende la insistente invitación agustiniana
a la interioridad. "Vuelve a ti mismo; en el hombre interior habita la
verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, transciéndete a ti
mismo" para encontrar a Dios, fuente de la luz que ilumina la mente 102. En el hombre interior existe, junto con la verdad,
también la misteriosa capacidad de amar, que, como un peso —ésta es la célebre
metáfora agustiniana 103— lo lleva fuera de sí
mismo hacia los otros, y sobre todo hacia el Otro por excelencia, es decir,
Dios. El peso del amor le hace constitucionalmente social 104, hasta el punto de que "nadie", como escribe
Agustín, "es más social por naturaleza que el hombre"105.
La interioridad del
hombre, donde se recogen las riquezas inagotables de la verdad y del amor,
constituye "un abismo" 106, que nuestro Doctor
no cesa nunca de observar atentamente ni de maravillarse de ello. Pero, a estas
alturas, es preciso añadir que el hombre se presenta, para quien sea sensible a
sí mismo y a la historia, como un gran problema; como dice Agustín, una
"magna quaestio" 107. Son demasiado
numerosos los enigmas que lo rodean: el enigma de la muerte, de la división
profunda que sufre en sí mismo, del desequilibrio irreparable entre lo que es y
lo que desea; enigmas que se reducen al fundamental, que consiste en su
grandeza y en su incomparable miseria. Sobre estos enigmas, de los que ha
tratado ampliamente el Concilio Vaticano II cuando se propuso ilustrar "el
misterio del hombre" 108, Agustín se lanzó con
pasión y empleó en su estudio toda la penetración de su inteligencia, no sólo
para descubrir su realidad, que es con frecuencia muy triste —si es cierto que
nadie es tan social por naturaleza como el hombre, también lo es, añade el autor
de La Ciudad de Dios, aleccionado por la historia, que "nadie es tan
antisocial por vicio como el hombre" 109—, sino también y
sobre todo para buscar y proponer sus soluciones. Pues bien, por lo que se
refiere a soluciones, no encuentra más que una, la misma que se le presentó en
la vigilia de su conversión: Cristo, Redentor del hombre. En torno a esta
solución he sentido yo la necesidad de llamar también la atención de los hijos
de la Iglesia y de todos los hombres de buena voluntad en mi primera Encíclica,
precisamente la Redemptor hominis, feliz de hacer eco con mi voz a la voz de
toda la tradición cristiana.
Entrando en esta
problemática, el pensamiento de Agustín, aún continuando fundamentalmente
filosófico, se hace cada vez más teológico, y el binomio Cristo y la Iglesia,
que había negado primero y después reconocido durante los años de la juventud,
empieza a ilustrar la idea más general de Dios y del hombre.
3. Cristo y la Iglesia
Bien se puede afirmar
que Cristo y la Iglesia son el fundamento del pensamiento teológico del obispo
de Hipona, más aún, podría añadirse, de su misma filosofía, en cuanto echa en
cara a los filósofos haber hecho filosofía "sine homine
Christo" 110. De Cristo es
inseparable la Iglesia. Agustín reconoció en el momento de su conversión y
aceptó con alegría y gratitud la ley de la Providencia que puso en Cristo y en
la Iglesia "la autoridad más excelsa y la luz de la razón —totum culmen
auctoritatis lumenque rationis— con el fin de crear de nuevo y reformar el
género humano" 111.
Él habló, sin duda
alguna, con amplitud y magníficamente en su gran obra sobre La
Trinidad y en sus discursos sobre el misterio trinitario, trazando el
camino a la teología posterior. Insistió al mismo tiempo en la igualdad y en la
distinción de las Personas divinas, ilustrándolas con la doctrina de las
relaciones: Dios "es todo lo que tiene, excepto las relaciones, en virtud
de las cuales cada persona se refiere a la otra" 112. Desarrolló la teología sobre el Espíritu Santo, que
procede del Padre y del Hijo, pero "principaliter" del Padre, porque
"de toda la divinidad, o mejor, de la deidad el principio es el
Padre" 113; y Él ha dado al Hijo
el espirar al Espíritu Santo 114, que procede como
Amor y por lo tanto no es engendrado 115. Luego, para
responder a los "gárrulos raciocinadores" 116, propuso la explicación "psicológica", de la
Trinidad buscando su imagen en la memoria, en la inteligencia y en el amor del
hombre, estudiando con ello al mismo tiempo el más augusto misterio de la fe y
la más alta naturaleza del creado, cual es el espíritu humano.
Pero hablando de la
Trinidad, tiene siempre fija la mirada en Cristo, revelación del Padre, y en la
obra de la salvación. Desde que, poco antes de su conversión, entendió bien los
términos del misterio del Verbo encarnado 117, no deja en adelante
de seguir profundizando en él, resumiendo su pensamiento en fórmulas tan densas
y eficaces, que adelantan de algún modo la de Calcedonia. He aquí un texto
significativo tomado de una de sus últimas obras: "El cristiano fiel cree
y confiesa en Cristo la verdadera naturaleza humana, esto es, la nuestra, pero
asumida de manera singular por Dios Verbo, sublimada en el único Hijo de Dios,
de suerte que quien asumió y aquello que fue asumido sean una única persona en
la Trinidad... una sola persona Dios y el hombre. Porque nosotros no decimos
que Cristo es sólo Dios... y tampoco decimos que Cristo es sólo hombre..., como
no decimos que es un hombre con algo menos de lo que ciertamente pertenece a la
naturaleza humana... Por el contrario nosotros decimos que Cristo es verdadero
Dios, nacido del Padre... y que Él mismo es verdadero hombre, nacido de madre
que fue creatura humana... y que su humanidad, con la cual es menor que el
Padre, no quita nada a su divinidad, con la cual es igual al Padre: dos
naturalezas, un solo Cristo" 118. O más brevemente:
"Aquel que es hombre, ese mismo es Dios, y aquel que es Dios ese mismo es
hombre, no por la confusión de las naturalezas, sino por la unidad de la
persona" 119, "una persona en
dos naturalezas"120.
Con esta firme visión
de la unidad de la persona en Cristo, "totus Deus et totus
homo" 121, Agustín se pasea por
el amplio panorama de la teología y de la historia. Si la mirada de águila se
fija en Cristo Verbo del Padre, no insiste menos en Cristo como hombre. Más
aún, afirma enérgicamente: sin Cristo hombre no hay mediación, ni
reconciliación, ni justificación, ni resurrección, ni posibilidad de pertenecer
a la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo 122. Sobre estos temas
trata una y otra vez y los desarrolla ampliamente, tanto para justificar la fe
que había reconquistado a los 32 años, como por las exigencias de la
controversia pelagiana.
Cristo,
hombre-Dios 123, es el único mediador
entre Dios justo e inmortal y los hombres mortales y pecadores, pues es mortal
y justo contemporáneamente 124; por lo tanto es la
vía universal de la libertad y de la salvación. Fuera de esta vía, que
"nunca faltó al género humano, nadie ha sido jamás liberado, nadie es
liberado, nadie será liberado" 125.
La mediación de Cristo
se realiza en la redención, que no consiste sólo en el ejemplo de justicia,
sino sobre todo en el sacrificio de reconciliación que fue absolutamente
verdadero 126, libérrimo 127, perfectísimo 128. La redención de
Cristo tiene como carácter esencial la universalidad, la cual demuestra la
universalidad del pecado. En este sentido Agustín repite e interpreta las
palabras de San Pablo: "Si uno murió por todos, luego todos son
muertos" (2 Cor 5, 14), muertos a causa del pecado. "Toda la fe
cristiana consiste, pues, en la causa de dos hombres" 129, "uno y uno: uno que lleva a la muerte, uno que da la
vida"130. De donde se sigue
que "todo hombre es Adán, como en los que creen todo hombre es
Cristo" 131.
Negar esta doctrina
quería decir para Agustín "desvirtuar la cruz de Cristo" (1
Cor 1, 17). Para que esto no sucediera habló y escribió mucho sobre la
universalidad del pecado, incluida la doctrina del pecado original, "que
la Iglesia, escribe él, cree desde la antigüedad" 132. De hecho Agustín enseña que "el Señor Jesucristo no
se hizo hombre por otro motivo..., sino para vivificar, salvar, liberar,
redimir e iluminar a quienes antes estaban en la muerte, en la enfermedad, en
la esclavitud, en la cárcel, en las tinieblas del pecado. Es lógico que nadie
podrá pertenecer a Cristo si no tiene necesidad de estos beneficios de la
redención" 133.
Y como único mediador
y redentor de los hombres Cristo es Cabeza de la Iglesia, Cristo y la Iglesia
son una sola Persona mística, el Cristo total. Con atrevimiento escribe:
"Nos hemos convertido en Cristo. Pues si Él es la Cabeza, nosotros somos
sus miembros; el hombre total somos Él y nosotros" 134. Esta doctrina del Cristo total es una de las más queridas
del obispo de Hipona y también una de las más fecundas de su teología
eclesiológica.
Otra verdad
fundamental es la del Espíritu Santo, alma del Cuerpo místico —"lo que es
el alma para el cuerpo, eso mismo es el Espíritu Santo para el Cuerpo de Cristo
que es la Iglesia" 135—, del Espíritu Santo
principio de la comunión que une a los fieles entre sí y con la Trinidad. De
hecho "el Padre y el Hijo han querido que nosotros entráramos en comunión
entre nosotros mismos y con Ellos por medio de Aquel que es común a ambos, y
nos han recogido en la unidad mediante el único don que tienen en común, esto
es, por medio del Espíritu Santo, Dios y Don de Dios" 136. Por ello escribe en el mismo lugar: "La comunión de
la unidad de la Iglesia o la societas unitatis, fuera de la cual no se da
perdón de los pecados, es la obra propia del Espíritu Santo, con quien obran
conjuntamente el Padre y el Hijo, dado que en cierto modo el mismo Espíritu
Santo es el elemento unificante y la societas que une al Padre y al
Hijo" 137.
Mirando a la Iglesia,
Cuerpo de Cristo y vivificada por el Espíritu Santo, que es el Espíritu de
Cristo, Agustín desarrolló en diversas maneras una noción acerca de la cual el
reciente Concilio ha tratado con particular interés: la Iglesia comunión 138. Habla de ella de tres modos diversos, pero convergentes:
la comunión de los sacramentos o realidad institucional fundada por Cristo
sobre el fundamento de los Apóstoles 139, de la cual discute
ampliamente en la controversia donatista, defendiendo su unidad, universalidad,
apostolicidad y santidad 140, y demostrando que
tiene por centro la "Sede de Pedro", "en la que siempre estuvo
vigente el primado de la Cátedra Apostólica" 141; la comunión de los santos o realidad espiritual, que une
a todos los justos desde Abel hasta la consumación de los siglos 142; la comunión de los bienaventurados o realidad
escatológica, que congrega a cuantos han conseguido la salvación, es decir, a
la Iglesia "sin mancha ni arruga" (Ef 5, 27) 143.
Otro tema predilecto
de la eclesiología agustiniana fue el de la Iglesia Madre y Maestra. Sobre este
argumento Agustín escribió páginas profundas y conmovedoras, dado que
interesaba de cerca su experiencia de convertido y su doctrina de teólogo. En
su camino de vuelta a la fe encontró a la Iglesia no opuesta a Cristo, como le
habían hecho creer 144, sino más bien como
manifestación de Cristo, "madre altamente verdadera de los
cristianos"145, y depositaria de la
verdad revelada 146.
La Iglesia es madre
que engendra a los cristianos 147: "Dos nos
engendraron para la muerte, dos nos engendraron para la vida. Los padres que
nos engendraron para la muerte son Adán y Eva; los padres que nos engendraron
para la vida Cristo y la Iglesia" 148. La Iglesia es madre
que sufre por los que se alejan de la justicia, especialmente por quienes
laceran su unidad 149; es la paloma que
gime y llama para que todos regresen y se cobijen bajo sus alas 150; es la manifestación de la paternidad universal de Dios
mediante la caridad, la cual "para los unos es cariñosa, para los otros
severa. Para ninguno es enemiga, para todos es madre" 151.
Es madre, pero
también, como María, es virgen: madre por el ardor de la caridad, virgen por la
integridad de la fe que custodia, defiende y enseña 152. Con esta maternidad virginal está relacionada su misión
de maestra, que la Iglesia ejerce obedeciendo a Cristo. Por esto Agustín mira a
la Iglesia como depositaria de las Escrituras 153 y proclama que
él se siente seguro en ella, cualesquiera que sean las dificultades que se
presenten 154, enseñando
insistentemente a los demás a hacer lo mismo. "Así, como he dicho muchas
veces y repito insistentemente: seamos lo que seamos nosotros, vosotros estáis
seguros: vosotros que tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por
Madre" 155. De esta convicción
nace su fervorosa exhortación a amar a Dios y a la Iglesia, precisamente a Dios
como Padre y a la Iglesia como Madre 156. Tal vez nadie ha
hablado de la Iglesia con tanto afecto y con tanta pasión como Agustín. He aquí
que acabo de proponeros algunos de sus acentos. Realmente pocos, pero confío en
que suficientes para hacer comprender la profundidad y la belleza de una
doctrina que nunca se podrá estudiar en demasía, especialmente bajo el punto de
vista de la caridad que anima a la Iglesia por efecto de la presencia en ella
del Espíritu Santo. "Tenemos el Espíritu Santo", escribe, "si
amamos a la Iglesia; y amamos a la Iglesia si permanecemos en su unidad y en su
caridad" 157.
4. Libertad y gracia
Sería cosa de nunca
acabar el indicar, aunque no fuera más que sumariamente, los diversos aspectos
de la teología agustiniana. Otro tema importante, es más, fundamental,
relacionado también con su conversión, es el de la libertad y de la gracia.
Como he recordado ya, fue en vísperas de su conversión cuando tomó conciencia
de la responsabilidad del hombre en sus acciones y de la necesidad de la gracia
del único Mediador 158, cuya fuerza
experimentó en el momento de la decisión final. Un testimonio elocuente lo
constituye el libro VIII de las Confessiones 159. Las reflexiones personales y las controversias que
sostuvo después, especialmente contra los secuaces de los maniqueos y de los
pelagianos, le ofrecían la ocasión de estudiar más a fondo los términos del
problema, y proponer, aunque con gran modestia dado el carácter misterioso de
la cuestión, una síntesis.
Sostuvo siempre que la
libertad es un punto fundamental de la antropología cristiana. Lo sostuvo
contra sus antiguos correligionarios 160, contra el
determinismo de los astrólogos, de quienes él mismo había sido víctima 161, y contra toda forma de fatalismo 162, explicó que la libertad y la presciencia divina no son
incompatibles 163, como tampoco lo son
la libertad y la ayuda de la gracia divina. "Al libre albedrío no se le
suprime porque se le ayude, sino que se le ayuda precisamente porque no se le
elimina" 164. Por lo demás, es
célebre el principio agustiniano: "Quien te ha creado sin ti, no te
justificará sin ti. Así, pues, creó a quien no lo sabía, pero no justifica a
quien no lo quiere" 165.
A quien ponía en tela
de juicio esta inconciliabilidad o afirmaba lo contrario Agustín le demuestra
con una larga serie de textos bíblicos que libertad y gracia pertenecen a la
divina Revelación y que hay que defender firmemente ambas verdades 166. Llegar a ver a fondo su conciliación es cuestión
sumamente difícil, que pocos llegan a comprender 167 y que puede incluso crear angustia para muchos 168, porque al defender la libertad se puede dar la impresión
de negar la gracia, y viceversa 169. Pero es preciso
creer en su conciliabilidad como en la conciliabilidad de dos prerrogativas esenciales
de Cristo, de las que una y otra dependen respectivamente. Efectivamente,
Cristo es al mismo tiempo salvador y juez. Pues bien, "si no existe la
gracia, ¿cómo salva al mundo? Y si no existe el libre albedrío, ¿cómo juzga al
mundo?" 170.
Por otro lado, Agustín
insiste en la necesidad de la gracia, que es al mismo tiempo necesidad de la
oración. A quien decía que Dios no manda cosas imposibles y que por lo tanto no
es necesaria la gracia, le respondía: sí, es verdad, "Dios no manda cosas
imposibles, pero como mandato te advierte que hagas lo que puedas y que pidas
lo que no puedas" 171, y ayuda al hombre
para que pueda, Él que "no abandona a nadie si no se le abandona a
Él" 172.
La doctrina sobre la
necesidad de la gracia se convierte en la doctrina sobre la necesidad de la
oración, en la que tanto insiste Agustín 173, porque, como escribe
él, "es cierto que Dios ha preparado algunos dones incluso para quien no
los pide, como, por ejemplo, el comienzo de la fe, pero otros sólo para quien
los implora como la perseverancia final" 174.
Por lo tanto, la
gracia es necesaria para apartar los obstáculos que impiden a la voluntad huir
del mal y realizar el bien. Estos obstáculos son dos, "la ignorancia y la
flaqueza" 175, sobre todo la
segunda, "porque incluso cuando comienza a aparecer claro lo que hay que
hacer..., no se actúa, no se realiza, no se vive bien" 176. Por eso la gracia adyuvante es sobre todo "la
inspiración de la caridad, en virtud de la cual hacemos con santo amor lo que
conocemos que tenemos que hacer" 177.
Ignorancia y flaqueza
son dos obstáculos que es preciso superar para poder respirar la libertad. No
será inútil recordar que la defensa de la necesidad de la gracia para Agustín
es la defensa de la libertad cristiana. Tomando como punto de partida las
palabras de Cristo: Si el Hijo os libera, entonces seréis verdaderamente
libres (Jn 8, 36), Agustín se hizo defensor y cantor de aquella
libertad que es inseparable de la verdad y del amor. Verdad, amor, libertad, he
aquí los tres grandes bienes que apasionaron el alma de Agustín y estimularon
su genio. Sobre ellos derramó él mucha luz de comprensibilidad.
Deteniéndonos un
momento sobre este último bien —el de la libertad— es el caso de advertir que
él describe y exalta la libertad cristiana en todas sus formas. Estas van desde
la libertad con respecto al error —porque, por el contrario, la libertad del
error es "la peor muerte del alma" 178— mediante el don de
la fe, que somete el alma a la verdad 179, hasta la libertad
última e indefectible, la mayor, que consiste en no poder morir y en no poder
pecar, esto es, en la inmortalidad y la justicia plena 180. Entre estas dos, que indican el comienzo y el término de
la salvación, explica y proclama todas las demás: la libertad con respecto al
pecado como obra de la justificación; la libertad del dominio de las pasiones
desordenadas, obra de la gracia que ilumina la inteligencia y da a la voluntad
la fuerza necesaria para hacerla invencible al mal, como él mismo experimentó
en su conversión, cuando se vio libre de la esclavitud 181; la libertad con relación al tiempo, que devoramos y que a
su vez nos devora 182, en cuanto el amor
nos permite vivir asidos a la eternidad 183.
Acerca de la
justificación, cuyas inefables riquezas expone —la vida divina de la gracia 184, la inhabitación del Espíritu Santo 185, la "deificación" 186—, él hace una distinción importante entre la remisión de
los pecados, que es plena y total, plena y perfecta, y la renovación interior,
que es progresiva y sólo será plena y total después de la resurrección, cuando
todo el hombre participará de la inmutabilidad divina 187.
En cuanto a la gracia
que fortifica la voluntad, insiste diciendo que obra por medio del amor y que
por lo tanto hace invencible la voluntad contra el mal sin quitarle la
posibilidad de no querer. Al tratar de las palabras de Jesús en el Evangelio de
Juan: Nadie viene a mí si el Padre no lo atrae (Jn 6, 44),
comenta él: "No creas que vas a ser atraído contra tu voluntad: al alma le
atrae también el amor" 188. Pero el amor,
observa él también, obra con "liberal suavidad" 189; por eso "observa la ley libremente quien la cumple
con amor" 190: "La ley de la
caridad es ley de libertad" 191.
No es menos insistente
la enseñanza de Agustín a propósito de la libertad del tiempo, libertad que
Cristo, Verbo eterno, ha venido a traernos entrando en el mundo con la
Encarnación: "Oh Verbo, exclama Agustín, que existes antes de los tiempos,
por medio del cual los tiempos fueron hechos, nacido Tú también en el tiempo no
obstante que eras la vida eterna; Tú llamas a la existencia a los seres
temporales y los haces eternos" 192. Es sabido que
nuestro Doctor escudriñó mucho el misterio del tiempo 193 y sintió y repitió la necesidad que tenemos de
transcender el tiempo para ser de verdad. "Si también tú quieres ser,
transciende el tiempo. Pero, ¿quién puede transcender el tiempo con sus solas
fuerzas? Que nos eleve a lo alto Aquel que dijo al Padre: Quiero que donde
yo estoy, allí estén también ellos conmigo (Jn 17, 24)" 194.
La libertad cristiana,
de la que no he hecho sino una breve alusión, la estudia él en la Iglesia, la
Ciudad de Dios, que muestra sus efectos y, sostenida por la gracia divina y por
cuanto de ella depende, los participa a todos los hombres. En efecto, está
fundada sobre el amor "social", que abraza a todos los hombres y
quiere unirlos en la justicia y en la paz; al contrario de la ciudad de los
inicuos, que divide y enfrenta unos contra otros porque está fundada sobre el
amor "privado" 195.
Vale la pena recordar
aquí algunas de las definiciones de la paz que acuñó Agustín según las
realidades a las que se aplique. Partiendo de la noción de que "la paz de
los hombres es la concordia ordenada", define la paz de la casa como
"la concordia ordenada de los habitantes en mandar y en obedecer",
igualmente la paz de la ciudad. Después continúa: "La paz de la ciudad
celeste es la ordenadísima y concordísima sociedad de los que gozan de Dios y
de los unos y los otros en Dios". Luego da la definición de la paz de
todas las cosas, que es la tranquilidad del orden. Y así define el orden mismo,
que no es otra cosa que "la disposición de realidades iguales y
desiguales, que da a cada cual su propio puesto" 196.
Por esta paz obra y
por esta paz "suspira el Pueblo de Dios durante su peregrinación desde el
comienzo del viaje hasta el regreso" 197.
5. La caridad y las ascensiones del espíritu
Esta breve síntesis de
las enseñanzas agustinianas quedaría gravemente incompleta si no se hablase
algo de la doctrina espiritual, estrechamente unida a la doctrina filosófica y
teológica, y no menos rica que una y otra. Hay que volver una vez más al tema
de la conversión, con el cual empecé. Fue entonces cuando decidió dedicarse por
completo al ideal de la perfección cristiana. A este propósito se mantuvo siempre
fiel; y no sólo eso, sino que se comprometió con todas sus fuerzas a enseñar el
camino a otros. Lo hizo inspirándose en su experiencia personal y en la Sagrada
Escritura, que es para todos el primer alimento de la piedad.
Fue un hombre de
oración; es más, se podría decir: un hombre hecho de oración —baste recordar
las célebres Confesiones, escritas en forma de carta dirigida a Dios— y
repitió a todos con increíble perseverancia la necesidad de la oración:
"Dios ha dispuesto que combatamos más con la plegaria que con nuestras
fuerzas" 198; describe su
naturaleza, tan sencilla por una parte, pero tan compleja por otra 199; la interioridad, en base a la cual identificó la plegaria
con el deseo: "Tu mismo deseo es tu oración: y el deseo continuo es una oración
continua" 200; el valor social:
"Oremos por quienes no han sido llamados, escribe él, a fin de que lo
sean: tal vez han sido predestinados de forma que sean concedidos a nuestras
oraciones" 201; la inserción
insustituible en Cristo, "que reza por nosotros, reza en nosotros, y a
quien nosotros rezamos; reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en
nosotros como nuestro jefe, y nosotros le rezamos a Él como a nuestro Dios:
reconozcamos, por lo tanto, en Él nuestra voz y en nosotros la suya" 202.
Con progresiva
diligencia fue subiendo los peldaños de las ascensiones interiores y describió
su programa para todos: un programa amplio y articulado, que comprende el
movimiento del alma hacia la contemplación —purificación, constancia y
serenidad, orientación hacia la luz, morada en luz 203—, los peldaños de la caridad —incipiente, adelantada,
intensa, perfecta 204—, los dones del
Espíritu Santo relacionados con las bienaventuranzas 205, las peticiones del Padre nuestro 206 y los ejemplos de Cristo 207.
Si las
bienaventuranzas evangélicas constituyen el clima sobrenatural en el que debe
vivir el cristiano, los dones del Espíritu Santo dan el toque sobrenatural de
la gracia, que hace posible ese clima. Las peticiones del Padre nuestro,
o, en general, la plegaria, que toda ella se reduce a esas peticiones, como
alimento necesario; el ejemplo de Cristo, el modelo que hay que imitar; la
caridad, por su parte, constituye el alma de todo, el centro de irradiación, el
resorte secreto del organismo espiritual. Fue mérito no pequeño del obispo de
Hipona el haber vuelto a conducir toda la doctrina y toda la vida cristiana a
la caridad, entendida como "adhesión a la verdad para vivir en la
justicia" 208.
Así lo hace, en
efecto, con la Escritura, que, toda ella, "narra Cristo y recomienda la
caridad" 209, la teología, que en
ella encuentra su fin 210, la filosofía 211, la pedagogía 212 y hasta la
política 213. En la caridad cifró
él la esencia y la medida de la perfección cristiana 214, el primer don del Espíritu Santo 215, la realidad con la que nadie puede ser malo 216, el bien con el cual se poseen todos los bienes y sin el
cual todos los otros bienes no sirven para nada. "Ten la caridad y lo
tendrás todo, porque sin ella todo lo que puedas tener no valdrá para
nada" 217.
De la caridad puso de
relieve todas sus inagotables riquezas: hace fácil lo que es difícil 218, mueve lo que es habitual 219, hace insuprimible el
movimiento hacia el Sumo Bien, porque aquí en la tierra la caridad nunca es
completa 220, libra de todo interés
que no sea Dios 221, es inseparable de la
humildad —"donde hay humildad, allí está la caridad" 222—, es la esencia de toda virtud —de hecho, la virtud no es
más que amor ordenado 223—, don de Dios. Punto
crucial este último, que distingue y separa la concepción naturalista y la
concepción cristiana de la vida. "¿De dónde procede en los hombres la
caridad de Dios y del prójimo sino de Dios mismo? Porque si ella no procede de
Dios sino de los hombres, los pelagianos tendrían razón; si, por el contrario,
procede de Dios, nosotros hemos vencido a los pelagianos" 224.
De la caridad nacía en
Agustín el ansía de la contemplación de las cosas divinas, que es propia de la
sabiduría 225. De las formas más
altas de contemplación tuvo experiencia más de una vez, no sólo en aquella
célebre visión de Ostia 226, sino también otras
veces. De sí mismo dice: "Con frecuencia hago esto —es decir, recurre a la
meditación de la Escritura para que no le opriman sus graves ocupaciones—, es
mi alegría, y en esta satisfacción me refugio siempre que logro verme libre del
cerco de las ocupaciones... A veces me introduces en un sendero interior del
todo desconocido e indefiniblemente dulce que, cuando llegue a alcanzar en mí
su plenitud, no sé decir cuál va a ser; ciertamente no será esta
vida" 227. Si se suman estas
experiencias a la penetración teológica y psicológica de Agustín y a su rara
capacidad como escritor, se comprende cómo pudo describir con tanta precisión
las ascensiones místicas, hasta el punto de que alguien haya podido llamarlo
príncipe de los místicos.
No obstante el amor
predominante de la contemplación, Agustín aceptó la "carga" del
Episcopado y enseñó a los demás a hacer lo mismo, respondiendo así con humildad
a la llamada de la Iglesia Madre 228, pero enseñó también
con el ejemplo y los escritos cómo conservar, en medio de las ocupaciones de la
actividad pastoral, el gusto por la oración y por la contemplación. Vale la
pena citar la síntesis —ya clásica— que nos ofrece en La Ciudad de
Dios. "El amor de la verdad busca el descanso de la contemplación, el
deber del amor acepta la actividad del apostolado. Si nadie nos impone este
peso, hay que dedicarse a la búsqueda y a la contemplación de la verdad; pero
si nos lo imponen, hay que asumirlo por deber de caridad. Pero aun en este caso
no se deben abandonar los consuelos de la verdad, para que no suceda que,
privados de esta dulzura, nos veamos aplastados por aquella
necesidad" 229. La profunda doctrina
expuesta en estas palabras merece una larga y atenta reflexión. Resulta más
fácil y eficaz si se mira al mismo Agustín, que dio espléndido ejemplo de cómo
conciliar ambos aspectos, aparentemente contrarios, de la vida cristiana:
oración y acción.
III. El Pastor
No será inoportuno
dedicar un recuerdo a la acción pastoral de este obispo a quien nadie
encontrará dificultad de catalogar entre los más grandes Pastores de la
Iglesia. También esta acción tuvo origen en su conversión, pues de ella nació
el propósito de servir a Dios solamente. "Ya no amo más que a Ti... y a Ti
solo quiero servir..." 230. Cuando después se
dio cuenta de que este servicio debía extenderse a la acción pastoral; no duda
en aceptarla; con humildad, con temor, con pena, pero la acepta por obedecer a
Dios y a la Iglesia 231.
Tres fueron los campos
de esta acción, campos que se fueron ampliando como tres círculos concéntricos:
la Iglesia local de Hipona, no grande pero inquieta y necesitada; la Iglesia
africana, miserablemente dividida entre católicos y donatistas; la Iglesia
universal, combatida por el paganismo y por el maniqueísmo, y agitadas por
movimientos heréticos.
El se sintió en todo
siervo de la Iglesia —"siervo de los siervos de Cristo" 232—, sacando de este presupuesto todas las consecuencias,
incluso las más atrevidas, como la de exponer su vida por los fieles 233. Efectivamente, pedía al Señor poder amarles hasta el
punto de estar dispuesto a morir por ellos, "o en la realidad o en la
disposición" 234. Estaba convencido de
que quien, puesto al frente del pueblo, no tuviera esta disposición, más que
obispo se parecía "al espantapájaros que está en la viña" 235. No quiere verse salvo sin sus fieles 236 y está preparado a cualquier sacrificio con tal de
poder llevar de nuevo a los descarriados al camino de la verdad 237. En un momento de extremo peligro a causa de la invasión
de los Vándalos, enseña a los sacerdotes a permanecer en medio de sus fieles,
incluso con peligro de la propia vida 238. Con otras palabras,
quiere que obispos y sacerdotes sirvan a los fieles como Cristo les sirvió.
"¿En qué sentido es servidor quien preside? En el mismo sentido en que fue
siervo el Señor" 239. Este fue su
programa.
En su diócesis, de la
que no se alejó nunca sino por necesidad 240, fue asiduo en la
predicación —predicaba el sábado y el domingo y con frecuencia durante toda la
semana 241—, en la
catequesis 242, en la
"audientia episcopi", a veces durante toda la jornada, olvidándose
hasta de comer 243, en el cuidado de los
pobres 244, en la formación del
clero 245, en la guía de los
monjes, muchos de los cuales fueron llamados al sacerdocio y al
episcopado 246, y de los monasterios
de las "sanctimoniales" 247. Al morir "dejó
a la Iglesia un clero muy numeroso, así como también monasterios de hombres y
de mujeres repletos de personas consagradas a la continencia bajo la obediencia
de sus superiores, además de bibliotecas..." 248.
Trabajó igualmente sin
descanso en favor de la Iglesia africana: se prestó a la predicación
dondequiera que le llamaran 249, estuvo presente en
los numerosos Concilios regionales, no obstante las dificultades del viaje, se
dedicó con inteligencia, asiduidad y pasión a terminar con el cisma donatista
que dividía en dos a aquella Iglesia. Fue ésta su gran tarea, pero también, en
vista del éxito obtenido, su gran mérito. Ilustró con numerosas obras la
historia y la doctrina del donatismo, propuso la doctrina católica sobre la
naturaleza de los sacramentos y de la Iglesia, promovió una conferencia
ecuménica entre obispos católicos y donatistas, la animó con su presencia,
propuso y obtuvo que se eliminaran todos los obstáculos que se oponían a la
reunificación, incluido el de la eventual renuncia de los obispos donatistas al
episcopado 250, divulgó las
conclusiones de dicha conferencia 251 y preparó para
un éxito definitivo el proceso de pacificación 252. Perseguido a muerte,
una vez salió indemne de las manos de los "circumceliones" donatistas
porque el guía se equivocó de camino 253.
Para la Iglesia
universal compuso muchas obras, escribió numerosas cartas, y en favor de la
misma sostuvo innumerables controversias. Los maniqueos, los pelagianos, los
arrianos y los paganos fueron el objeto de su preocupación pastoral en defensa
de la fe católica. Trabajó infatigablemente de día y de noche 254. En los últimos años de su vida todavía dictaba de noche una
obra y, cuando estaba libre, otra de día 255. Al morir, a los 76
años, dejó incompletas tres. Son ellas el testimonio más elocuente de su
continua laboriosidad y de su insuperable amor a la Iglesia.
IV. Agustín a los hombres de hoy
A este hombre extraordinario
queremos preguntarle, antes de terminar, qué tiene que decir a los hombres de
hoy. Pienso que tenga realmente mucho que decir, tanto con su ejemplo como con
sus enseñanzas.
A quien busca la
verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo enseña con su
ejemplo —él la encontró después de muchos años de laboriosa búsqueda— y con su
actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta que escribió
después de su conversión. "A mí me parece que hay que conducir de nuevo a
los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" 256. Y así, enseña a buscarla "con humildad, desinterés y
diligencia" 257, a superar: el
escepticismo mediante el retorno a sí mismo, donde habita la verdad 258; el materialismo, que impide a la mente percibir su unión
indisoluble con las realidades inteligibles 259; el racionalismo,
que, al rechazar la colaboración de la fe, se pone en condición de no entender
el "misterio" del hombre 260.
A los teólogos, que
justamente se afanan por comprender mejor el contenido de la fe, deja Agustín
el patrimonio inmenso de su pensamiento, siempre válido en su conjunto, y
especialmente el método teológico al que se mantuvo firmemente fiel. Sabemos
que este método suponía la adhesión plena a la autoridad de la fe, una en su
origen —la autoridad de Cristo 261—, se manifiesta a
través de la Escritura, la Tradición y la Iglesia; el ardiente deseo de
comprender la propia fe —"aspira mucho a comprender" 262, dice a los demás y se aplica a sí mismo 263—; el sentido profundo del misterio— "es mejor la
ignorancia fiel", exclama Agustín, "que la ciencia
temeraria" 264—; la seguridad
convencida de que la doctrina cristiana viene de Dios y tiene por lo mismo una
propia originalidad que no sólo hay que conservar en su integridad —es ésta la
"virginidad" de la fe, de la que él hablaba—, sino que debe servir
también como medida para juzgar filosofías conformes o contrarias a ella 265.
Se sabe cuánto amaba
Agustín la Escritura, cuyo origen divino exalta 266, así como también su inerrancia 267, su profundidad y
riqueza inagotable 268, y cuánto la
estudiaba. Pero él estudia y quiere que se estudie toda la Escritura, que se
ponga de relieve su verdadero pensamiento o, como él dice, su
"corazón" 269, poniéndola, cuando
sea preciso, de acuerdo consigo misma 270. A estos dos
presupuestos los considera leyes fundamentales para entenderla. Por esto la lee
en la Iglesia, teniendo en cuenta la Tradición, cuyas propiedades 271 y fuerza obligatoria 272 pone de relieve.
Es célebre su expresión: "Yo no creería en el Evangelio si no me indujera
a ello la autoridad de la Iglesia católica" 273.
En las controversias
que nacen en torno a la interpretación de la Escritura recomienda que se
discuta "con santa humildad, con paz católica, con caridad
cristiana" 274, "hasta que la
verdad salga a flote, verdad que Dios ha puesto en la cátedra de la
unidad" 275. Entonces se podrá
constatar cómo la controversia no surgió inútilmente, puesto que se ha
convertido en "ocasión de aprender" 276, ocasionando un
progreso en la inteligencia de la fe.
Hablando un poco más a
propósito sobre las enseñanzas de Agustín a los hombres de hoy, a los
pensadores les recuerda el doble objeto de toda investigación que debe ocupar
la mente humana: Dios y el hombre. "¿Qué quieres conocer?", se
pregunta a sí mismo. Y responde: "Dios y el hombre". "¿Nada más?
Absolutamente nada más" 277. Frente al triste
espectáculo del mal, recuerda a los pensadores además que tengan fe en el
triunfo final del bien, esto es, de aquella Ciudad "donde la victoria es
verdad, la dignidad santidad, la paz felicidad y la vida eternidad" 278.
A los hombres de
ciencia les invita también a reconocer en las cosas creadas las huellas de
Dios 279 y a descubrir en
la armonía del universo las "razones seminales" que Dios ha
depositado en ellas 280. Finalmente, a los
hombres que tienen en sus manos los destinos de los pueblos les recomienda que
amen sobre todo la paz 281 y que la
promuevan no con la lucha, sino con los métodos pacíficos, porque, escribe él
sabiamente, "es título de gloria más grande matar la guerra con la palabra
que los hombres con la espada, y procurar o bien mantener la paz con la paz, no
con la guerra" 282.
Para terminar, voy a
dedicar una palabra a los jóvenes, a quienes Agustín amó mucho como profesor
antes de su conversión 283, y como Pastor,
después 284. Él les recuerda su
gran trinomio: verdad, amor, libertad; tres bienes supremos que se dan juntos.
Y les invita a amar la belleza, él que fue un gran enamorado de ella 285. No sólo la belleza de los cuerpos, que podría hacer
olvidar la del espíritu 286, ni sólo la belleza
del arte 287, sino la belleza
interior de la virtud 288, y sobre todo la
belleza eterna de Dios, de la que provienen la belleza de los cuerpos, del arte
y de la virtud. De Dios, que es "la belleza de toda belleza" 289, "fundamento, principio y ordenador del bien y de la
belleza de todos los seres que son buenos y bellos" 290. Agustín, recordando los años anteriores a su conversión,
se lamenta amargamente de haber amado tarde esta "belleza tan antigua y
tan nueva" 291, y quiere que los
jóvenes no le sigan en esto, sino que, amándola siempre y por encima de todo,
conserven perpetuamente en ella el esplendor interior de su juventud 292.
V. Conclusión
He recordado la
conversión y he trazado rápidamente un panorama del pensamiento de un hombre
incomparable, de quien todos en la Iglesia y en Occidente nos sentimos de
alguna manera discípulos e hijos. Una vez más manifiesto el vivo deseo de que
se estudie y sea ampliamente conocida su doctrina y de que se imite su celo
pastoral, para que el magisterio de tan gran Doctor y Pastor continúen en la
Iglesia y en el mundo en beneficio de la cultura y de la fe.
El XVI centenario de
la conversión de San Agustín brinda una ocasión muy propicia para incrementar
los estudios y para difundir la devoción a él. A tal fin y compromiso exhorto
especialmente a las Órdenes religiosas —masculinas y femeninas— que llevan su
nombre, viven bajo su patrocinio o de cualquier modo siguen su regla y le
llaman padre. Que todos ellos aprovechen esta ocasión para revivir y hacer
revivir más intensamente sus ideales.
Con ánimo agradecido y
con los mejores augurios de bien estaré presente en las diversas iniciativas y
celebraciones que con este motivo se organicen por todas partes. Para cada una
de ellas invoco de corazón la protección celestial y el auxilio eficaz de la
Virgen María, a la que el obispo de Hipona exaltó como Madre de la
Iglesia 293. Sea prenda de ello
mi bendición apostólica, que me es grato impartir mediante esta Carta.
Roma, junto a San Pedro, 28 de agosto de 1986,
fiesta de San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia, año VIII de mi
pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
Notas
1 Celestino I, Ep. Apostolici verba, mayo
431: PL 50, 530 A.
2 Cf. León XIII, Carta Encícl. Aeterni Patris ,
4 agosto 1879: Acta Leonis XIII, I, Roma 1881, pág. 270.
3 Cf. Pío XII, Carta Encícl. Ad salutem
humani generis, 22 abril 1930: AAS 22, 1930, pág. 233.
4 Pablo VI, Discurso a los religiosos de
la Orden de San Agustín con ocasión de la inauguración del Instituto Patrístico
“Augustinianum”, 4 mayo 1970: AAS 62, 1970, pág.
426; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 31 mayo 1970, pág.
10.
5 Juan Pablo II, Discurso a los profesores y
alumnos del Instituto Patrístico “Augustinianum” de Roma, 7 mayo
1982: AAS 74, 1982, pág. 800; L'Osservatore Romano, Edición en
Lengua Española, 18 julio 1982, pág. 9.
6 Juan Pablo II, Discurso al capítulo
general de la Orden de San Agustín, 25 agosto 1983; L'Osservatore
Romano Edición en Lengua Española, 11 septiembre 1983, pág. 12.
7 Cf. San Agustín, Serm. 93, 4; 213,
7: PL 38, 575; 38, 1063.
(En adelante, donde no se cita expresamente el nombre del autor, léase “San
Agustín”).
8 Cf. De beata vita, 4: PL 32,
961; Contra Acad., 2, 2, 4-6: PL 32, 921-922; Solil., 1, 1,
1-6: PL 32, 869-872.
9 De dono persev., 20, 53: PL 45
1026.
10 Cf. Confess., 1, 11,
17: PL 32, 669.
11 Cf. Confess.,
9, 8, 17-9, 13, 17: PL 32, 771-780.
12 Cf. Confess.,
6, 5, 8: PL 32, 723.
13 Confess.,
3, 4, 8: PL 32, 686; ib., 5, 14, 25: PL 32, 718.
14 Contra
Acad., 2, 2, 5: PL 32, 921.
15 Confess., 3,
4, 7: PL 32, 685.
16 Confess.,
3, 6, 10: PL 32, 687.
17 De
beata vita, 4: PL 32, 961.
18 Serm.,
51, 5, 6: PL 38, 336.
19 De
utilitate cred., 1, 2: PL 42, 66.
20 De
utilitate cred., 1, 2: PL 42, 66.
21 Cf. Confess.,
5, 3, 3: PL 32, 707.
22 Cf. Confess.,
5, 10, 19; 5, 13, 23; 5, 14, 24: PL 32, 715, 717, 718.
23 De
beata vita, 4: PL 32, 961; cf. Confess., 5, 9, 19; 5, 14, 25; 6, 1,
1: PL 32, 715, 718, 719.
24 Cf. De
utilitate credendi, 8, 20: PL 42, 78-79.
25 Confess.,
6, 11, 18: PL 32, 729.
26 Cf. Confess.,
3, 12, 21: PL 32, 694.
27 Cf. Contra
Acad., 3, 20, 43: PL 32, 957; Confess., 6, 5,
7: PL 32, 722-723.
28 De
ordine, 2, 9, 26: PL 32, 1007.
29 Cf. Confess.,
7, 19, 25: PL 32, 746.
30 Cf. Confess.,
6. 5,
7; 6, 11, 19; 7, 7, 11: PL 32, 723, 729, 739.
31 Cf. Confess.; 7, 7,
11: PL 32. 739.
32 Confess.,
7, 10, 16: PL 32, 742.
33 Cf. Confess.,
7, 1, 1; 7, 7, 11: PL 32, 733, 739.
34 Cf. Confess.,
7, 5, 7: PL 32, 736.
35 Confess., 7,
13, 19: PL 32, 743.
36 Cf. Confess.,
7, 12, 18: PL 32, 743.
37 Cf. Confess.,
7, 3, 5: PL 32, 735.
38 Confess.,
8, 10, 22: PL 32, 759; cf. ib., 8, 5, 10-11: PL 32,
753-754.
39 Cf. Confess.,
7, 17, 23: PL 32, 744-745.
40 Cf. Confess.,
7, 21, 26: PL 32, 749.
41 Confess.,
7, 21, 27: PL 32, 747.
42 Contra
Acad., 2, 2, 6: PL 32, 922.
43 Cf. Confess.,
7, 21, 27: PL 32, 748.
44 Confess.,
1, 11, 17: PL 32, 669.
45 Cf. Confess.,
6, 11, 18; 8, 7, 17: PL 32, 729, 757.
46 Cf. Confess.,
8, 5, 11-12: PL 32, 754.
47 Cf. Confess.,
6, 12, 21: PL 32, 730.
48 Cf. Confess.,
6, 6, 9: PL 32, 730.
49 Cf. Confess.,
6, 15, 25: PL 32, 732.
50 Cf. Confess.,
8, 1, 2: PL 32, 749.
51 Cf. Confess.,
8, 6, 13-15: PL 32, 755-756.
52 Confess.,
8, 11, 27: PL 32, 761.
53 Cf. Confess.,
8, 7, 16-12, 29: PL 32, 756-762.
54 Confess.,
8, 12, 30: PL 32, 762.
55 Cf. Confess.,
9, 2, 2-4: PL 32, 763.
56 Cf. Confess.,
9, 4, 7-12: PL 32, 766-769.
57 Cf. Confess.,
9, 5, 13: PL 32, 769.
58 Confess.,
9, 6, 14: PL 32, 769.
59 Cf. Confess.,
9, 6, 14: PL 32, 769.
60 Cf. Confess.,
9, 12; 28 S. PL 32, 775 s.
61 Cf. De mor. Eccl. cath., 1, 33,
70: PL 32, 1340.
62 Posidio, Vita S. Augustini, 3,
1: PL 32, 36.
63 Cf. Serm., 355, 2: PL 39,
1569.
64 Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 11,
2: PL 32, 42.
65 Cf. L. Verheijen, La règle de Saint
Augustin, París 1967, I-II.
66 Confess.,
9, 2, 3: PL 32, 764; cf. ib., 10, 6, 8: PL 32, 782.
67 Tractatus in Io, 26, 5: PL 35,
1609.
68 De Trin., 1, 5, 8: PL 42, 825.
69 Contra Acad., 3, 20, 43: PL 32,
957.
70 Cf. De ordine, 2, 9,
26: PL 32, 1007.
71 Cf. Serm., 43. 9: PL 38,
258.
72 Cf. De utilitate credendi: PL 42,
65-92.
73 Cf. Confess., 6, 4,
6: PL 32, 722; De serm. Domini in monte. 2, 3,
14: PL 34, 1275.
74 Cf. Ep.,
118, 5, 32: PL 33, 447.
75 Cf. Serm.,
51, 5, 6: PL 38, 337.
76 Cf. De quantitate animae, 7,
12: PL 32, 1041-1042.
77 De vera relig., 24, 45: PL 34,
1041-1042.
78 Ep., 120, 2, 8: PL 33, 456.
79 De praed. sanctorum, 2, 5: PL 44,
962-963.
80 Contra ep. Man., 4, 5: PL 42,
175.
81 Cf. p. es. De civ. Dei, 2, 29,
1-2: PL 41, 77-78.
82 De civ. Dei, 19, 17: PL 41,
645.
83 Cf. Solil., 1, 2, 7: PL 32,
872.
84 Confess.,
1, 5, 5: PL 32, 663.
85 Serm.,
117, 5: PL 38, 673.
86 Ep., 120, 3, 13: PL 33, 459.
87 De Trin., 5, 1, 2: PL 42, 912;
cf. Confess., 4, 16, 28: PL 32, 704.
88 De civ. Dei, 8, 4: PL 41,
228.
89 De
civ. Dei, 8, 10, 2: PL 41, 235.
90 Confess.,
9, 4, 10: PL 32, 768.
91 Cf. Confess.,
1, 4, 4: PL 32, 662.
92 Ep., 187, 4, 14: PL 33, 837.
93 Cf. De magistro, 11, 38-14,
46: PL 32, 1215-1220.
94 Cf. Confess.,
13, 9, 10: PL 32, 848-849.
95 Confess.,
3, 6, 11: PL 32, 687-688.
96 Confess.,
10, 27, 38: PL 32, 795.
97 Confess., 5, 2, 2: PL 32, 707.
98 Confess., 1, 1, 1: PL 32, 661.
99 De Trin., 14, 8, 11: PL 42, 1044.
100 De Trin., 14, 4, 6: PL 42, 1040.
101 De civ. Dei, 12, 1,
3: PL 41, 349.
102 De vera relig., 39, 72: PL 34,
154.
103 Cf. Confess., 13, 9,
10: PL 32, 848-849.
104 Cf. De bono coniugali, 1,
1: PL 40, 373.
105 De civ. Dei, 12, 27: PL 41,
376.
106 Confess., 4, 14, 22: PL 32, 702.
107 Confess., 4, 4, 9: PL 32, 697.
108 Constitución pastoral sobre la Iglesia en
el mundo contemporáneo, Gaudiun et spes, n. 10; cf. nn. 12-18.
109 De civ. Dei, 12, 27: PL 41, 376.
110 De Trin., 13, 19, 24: PL 42,
1034.
111 Ep., 118, 5, 33: PL 33, 448.
112 De civ. Dei, 11, 10,
1: PL 41, 325.
113 De Trin., 4, 20, 29: PL 42, 908.
114 Cf. De Trin., 15, 17,
29: PL 42, 1081.
115 Cf. De Trin., 15, 27,
50: PL 42, 1097; ib., 1, 5, 8: PL 42, 824-825; 9, 12,
18: PL 42, 970-971.
116 De Trin., 1, 2, 4: PL 42, 822.
117 Cf. Confess., 7, 19,
25: PL 32, 746.
118 De dono persev., 24, 67: PL 45,
1033-1034.
119 Serm., 186,
1, 1: PL 38, 999.
120 Serm.,
294, 9: PL 38, 1340.
121 Serm.,
293, 7: PL 38, 1332.
122 Cf. Tractatus
in Io, 66, 2: PL 35, 1810-1811.
123 Cf. Serm.,
47, 12-20: PL 38, 308-312.
124 Cf. Confess.,
10, 42, 68: PL 32, 808.
125 De civ. Dei, 10, 32,
2: PL 41, 315.
126 De Trin., 4, 13, 17: PL 42, 899.
127 De Trin., 4, 13, 16: PL 42, 898.
128 De Trin., 4, 14, 19: PL 42, 901.
129 De gratia Christi et de pecc.
orig. 2, 24 28: PL 44, 398.
130 Serm.,
151, 5: PL 38, 817.
131 Enarr.
in ps., 70, d. 2, 1: PL 36, 891.
132 De nupt. et concup., 2, 12,
25: PL 44, 450-451.
133 De pecc. mer. et rem., 1, 26,
39: PL 44, 131.
134 Tractatus in lo, 21, 8: PL 35,
1568.
135 Serm., 267, 4: PL 38, 1231.
136 Serm., 71, 12, 18: PL 38, 454.
137 Serm.,
71, 20, 33: PL 38, 463-464.
138 Cf.
Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium,
nn. 13-14; 21 etc.
139 Cf. De civ. Dei, 1, 35; 18,
50: PL 41, 46; 612.
140 Cf. p. es. De unitate Ecclesiae: PL 43,
391-446.
141 Ep., 43, 7: PL 33, 163.
142 Cf. De civ. Dei, 18,
51: PL 41, 613.
143 Cf. Retract.,
2, 18: PL 32, 637.
144 Cf. Confess.,
6, 11, 18: PL 32, 728-729.
145 De mor. Eccl. cath., 1, 30,
62: PL 32, 1336.
146 Cf. Confess.,
7, 7, 11: PL 32, 739.
147 Cf. Ep.,
48, 2: PL 33, 188.
148 Serm., 22, 10: PL 38, 154.
149 Cf. p. es. Psalmus contra partem
Donati, epilogus: PL 43, 31-32.
150 Cf. Tractatus
in Io, 6, 15: PL 35, 1432.
151 De
catech. rud., 15, 23: PL 40, 328.
152 Cf. Serm.,
188, 4: PL 38, 1004.
153 Cf. Confess.,
7, 7, 11: PL 32, 739.
154 Cf. De
bapt., 3, 2, 2: PL 43, 139-140.
155 Contra litt. Petil., 3, 9,
10: PL 43, 353.
156 Cf. Enarr.
in ps., 88, d. 2, 14: PL 37, 1140.
157 Tractatus
in lo, 32, 8: PL 35, 1646.
158 Cf. Confess.,
8, 10, 22; 7, 18, 24: PL 32, 759-745.
159 Cf. p. es. Confess., 8, 9, 21; 8, 12,
29: PL 32, 758-759; 762.
160 Cf. De libero arb., 3, 1,
3: PL 32, 1272; De duabus animabus, 10, 14: PL 42,
104-105.
161 Cf. Confess., 4, 3,
4: PL 32, 694-695.
162 Cf. De civ. Dei, 5,
8: PL 41, 148.
163 Cf. De libero arb. 3, 4,
10-11: PL 32, 1276; De civ. Dei, 5, 9,
1-4: PL 41, 148-152.
164 Ep., 157, 2, 10: PL 33, 677.
165 Serm., 169, 11, 13: PL 38, 923.
166 Cf. De gratia et lib. arb.; 2, 2-11,
23: PL 44, 882-895.
167 Cf. Ep., 214, 6: PL 33, 970.
168 Cf. De pecc. mer. et rem., 2, 18,
28; PL 44, 124-125.
169 Cf. De gratia Christi et de pecc.
orig., 47, 52: PL 44, 383-384.
170 Ep., 214, 2: PL 33, 969.
171 De natura et gratia, 43,
50: PL 44, 271; cf. Conc. Trid., DS.
172 De natura et gratia, 26, 29: PL 44,
261.
173 Cf. Ep., 130: PL 33, 494-507.
174 De dono perserv., 16, 39: PL 45,
1017.
175 De pecc. mer. et rem., 2, 17,
2: PL 44, 167.
176 De spiritu et littera, 3,
5: PL 44, 203.
177 Contra duas epp. Pel., 4, 5,
11: PL 44, 617.
178 Ep., 105, 2, 10: PL 33, 400.
179 Cf. De libero arb., 2, 13,
37: PL 32, 1261.
180 De corrept. et gratia, 12,
33: PL 44, 936.
181 Cf. Confess.,
8, 5, 10; 8, 9, 21: PL 32, 753; 758-759.
182 Cf. Confess.,
9, 4, 10: PL 32, 768.
183 Cf. De vera relig., 10,
19: PL 34, 131.
184 Cf. Enarr.
in ps., 70, d. 2, 3: PL 36, 893.
185 Cf. Ep. 187: PL 33,
832-848.
186 Enarr.
in p., 49, 2: PL 36, 565.
187 Cf. De
pecc. mer. et rem., 2, 7, 9: PL 44, 156-157; Serm., 166,
4: PL 38, 909.
188 Tractatus
in lo, 26, 25: PL 35, 1607-1609.
189 Contra
Iulianum, 3, 112: PL 45, 1296.
190 De
gratia Christi et de pecc. orig., 1, 13, 14: PL 44, 368.
191 Ep. 167,
6, 19: PL 33, 740.
192 Enarr.
in ps., 101, d. 2, 10: PL 37, 1311-1312.
193 Cf. Confess.,
lib. 11°: PL 32, 809-826.
194 Tractatus
in lo, 38, 10: PL 35, 1680.
195 De
Gen. ad litt., 11, 15, 20: PL 34, 437.
196 De
civ. Dei, 19, 13: PL 41, 840.
197 Confess.,
9, 13, 37: PL 32, 780.
198 Contra Iulianum, 6, 15: PL 45,
1535.
199 Cf. De serm. Domini in monte, 2, 5,
14: PL 34, 1236.
200 Enarr. in ps., 37, 14: PL 36,
404.
201 De dono perserv., 22, 60: PL 45,
1029.
202 Enarr. in ps., 85, 1: PL 37,
1081.
203 Cf. De quantitate animae, 33,
73-76: PL 32, 1075-1077.
204 Cf. De natura et gratia, 70,
84: PL 44, 290.
205 Cf. De serm. Domini in monte, 1, 1,
3-4: PL 34, 1231-1232; De doctr. Christ., 2, 7,
9-11: PL 34, 39-40.
206 Cf. De serm. Domini in monte, 2, 11,
38: PL 34, 1286.
207 Cf. De sancta virginitate, 28,
28: PL 40, 411.
208 De Trin., 8, 7, 10: PL 42, 956.
209 De catech. rudibus, 4, 8: PL 40,
315.
210 Cf. De Trin., 14, 10,
13: PL 42, 1047.
211 Cf. Ep., 137, 5, 17: PL 38,
524.
212 Cf. De catech. rudibus, 12, 17: PL 40,
323.
213 Cf. Ep., 137, 5, 17; 138, 2,
15: PL 38, 524; 531-532.
214 Cf. De natura et gratia, 70,
84: PL 44, 290.
215 Cf. Tractatus
in lo, 87, 1: PL 35, 1852.
216 Cf. Tractatus
in ep. Io, 7, 8; 10, 7: PL 35, 1441; 1470-1471.
217 Tractatus in lo, 32, 8: PL 35,
1646.
218 Cf. De bono viduitatis, 21,
26: PL 40, 447.
219 Cf. De
catech. rudibus, 12, 17: PL 40, 323.
220 Cf. Serm.,
169, 18: PL 38, 926; De perf. iust. hom.: PL 44,
291-318.
221 Cf. Enarr.
in ps., 53, 10: PL 36, 666-667.
222 Tractatus in ep. Io,
prol.: PL 35, 1977.
223 Cf. De civ. Dei, 15,
22: PL 41, 467.
224 De gratia et lib. arb., 18,
37: PL 44, 903-904.
225 Cf. De
Trin., 12, 15, 25: PL 42, 1012.
226 Cf.
Confess., 9, 10, 24: PL 32, 774.
227 Confess.,
10, 40, 65: PL 32, 807.
228 Cf. Ep.,
48, 1: PL 33, 188.
229 De civ. Dei, 19, 19: PL 41,
647.
230 Solil.,
1, 1, 5: PL 32, 872.
231 Cf. Serm.,
335, 2: PL 39, 1569.
232 Ep.,
217: PL 33, 978.
233 Cf. Ep.,
91, 10: PL 33, 317-318.
234 Miscellanea
Ag., I, 404.
235 Miscellanea
Ag., I, 568.
236 Cf. Serm.,
17, 2: PL 38, 125.
237 Cf. Serm.,
46, 7, 14: PL 38, 278.
238 Cf. Ep.,
128, 3: PL 33, 489.
239 Miscellanea
Ag., I, 565.
240 Cf. Ep.,
122, 1: PL 33, 470.
241 Cf. Miscellanea
Ag., I, 353; Tractatus in lo, 19, 22: PL 35, 1543-1582.
242 Cf. De
catech. rudibus: PL 40, 309 s.
243 Cf. Posidio, Vita
S. Augustini, 19, 2-5: PL 32, 57.
244 Cf. Posidio, Vita S.
Augustini, 24, 14-25: PL 32, 53-54; Serm., 25.
8: PL 38, 170; Ep., 122, 2: PL 33, 471-472.
245 Cf. Serm.,
335, 2: PL 39, 1569-1570: Ep., 65: PL 33, 234-235.
246 Cf. Posidio, Vita S.
Augustini, 11, 1: PL 32, 42.
247 Cf. Ep., 211, 1-4: PL 33,
958-965.
248 Posidio, Vita S. Augustini, 31,
8: PL 32, 64.
249 Cf. Retract., prol.,
2: PL 32, 584.
250 Cf. Ep., 128, 3: PL 33,
489; De gestis cum Emerito, 7: PL 43, 702-703.
251 Cf. Post collationem contra
Donatistas: PL 43, 651-690.
252 Cf. Posidio, Vita S.
Augustini, 9-14: PL 32, 40-45.
253 Cf. Posidio, Vita S.
Augustini, 12, 1-2: PL 32, 43.
254 Cf.
Posidio, Vita S. Augustini, 24, 11: “ ...in die laborans et in nocte
lucubrans”: PL 32, 54.
255 Cf. Ep.,
224, 2: PL 33, 1001-1002.
256 Ep., 1, 1: PL 33, 61.
257 De quantitate animae, 14,
24: PL 32, 1049; cf. De vera relig., 10, 20: PL 34,
131.
258 Cf. De vera relig., 39,
72: PL 34, 154.
259 Cf. Retract.,
1, 8, 2: PL 32, 594: 1, 4, 4: PL 32, 590.
260 Cf. Ep.,
118, 5, 33: PL 33, 448.
261 Cf. Contra Acad., 3, 20,
43: PL 32, 957.
262 Ep., 120, 3, 13: PL 33, 458.
263 Cf. De Trin., 1, 5,
8: PL 42, 825.
264 Serm., 27, 4: PL 38, 179.
265 Cf. De doctrina Christ., 2, 40,
60: PL 34, 55; De civ. Dei, 8, 9: PL 41, 233.
266 Cf. Enarr.
in ps., 90, d. 2, 1: PL 37, 1159-1160.
267 Cf. Ep., 28, 3, 3: PL 33,
112; 82, 1. 3: PL 33, 277.
268 Cf. Ep., 137, 1, 3: PL 33,
516.
269 De doctrina Christ., 4, 5,
7: PL 34, 91-92.
270 Cf. De perf. iust. hom., 17,
38: PL 44, 311-312.
271 Cf. De baptismo, 4, 24,
31: PL 43, 174-175.
272 Cf. Contra Iulianum, 6,
6-11: PL 45, 1510-1521.
273 Contra ep. Man. 5,
6: PL 42, 176: cf. C. Faustum, 28, 2: PL 42,
485-486.
274 De baptismo, 2, 3, 4: PL 43,
129.
275 Ep., 105, 16: PL 33, 403.
276 De civ. Dei, 16, 2,
1: PL 41, 477.
277 Solil., 1, 2, 7: PL 32, 872.
278 De civ. Dei, 2, 29,
2: PL 41, 78.
279 Cf. De diversis quaestionibus, 83. q.
46, 2: PL 40, 29-31.
280 Cf. De
Gen. ad litt., 5, 23, 44-45: 6, 6; 17-6, 12, 20: PL 34, 337-338: 346-347.
281 Cf. Ep.,
189, 6: PL 33, 856.
282 Ep.,
229, 2: PL 33, 1020.
283 Cf. Confess.,
6, 7, 11-12: PL 32, 725; De ordine, 1, 10, 30: PL 32,
991.
284 Cf. Ep.,
26: 118; 243; 266: PL 33, 103-107; 431-449; 1054-1059; 1089-1091.
285 Cf.
Confess., 4, 13, 20: PL 32, 701.
286 Cf. Confess.,
10, 8, 15: PL 32, 785-786.
287 Cf. Confess.,
10, 34, 53: PL 32, 801.
288 Cf. Ep.,
120, 4, 20: PL 33, 462.
289 Confess.,
3, 6, 10: PL 32, 687.
290 Solil.,
1, 1, 3: PL 32, 870.
291 Confess.,
10, 27, 38: PL 32, 795.
292 Cf. Ep. 120,
4, 20: PL 33, 462.
293 Cf. De sancta virginitate, 6,
6: PL 40, 339.
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