CARTA DEL SUMO
PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
PARA LA CONVOCACIÓN DE
UN AÑO SACERDOTAL
CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS
BENEDICTO XVI
PARA LA CONVOCACIÓN DE
UN AÑO SACERDOTAL
CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un
“Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de
Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que
comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del
clero– [1]. Este año desea contribuir a promover el
compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su
testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se
concluirá en la misma solemnidad de 2010.
“El Sacerdocio es el amor del corazón
de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars [2].
Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración
el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino
también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con
humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles
cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y
sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos
apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a
nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a
pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de
“amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el
recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven
sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio
pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave.
También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida
y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos
generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo
Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona
de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de
sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la
experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las
incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar
tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a
veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones,
nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad
de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el
escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la
Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus
ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de
Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos
de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y
pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney
pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy
humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente:
“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que
el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos
de la misericordia divina” [3]. Hablaba del sacerdocio
como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y
de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande
es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos
palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una
pequeña hostia…” [4]. Explicando a sus fieles la importancia
de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no
tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién
ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que
pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para
comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El
sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del
pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el
sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo
entenderá en el cielo” [5]. Estas afirmaciones, nacidas
del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin
embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del
sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad:
“Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra,
moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión
de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la
redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no
hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los
tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo,
sino para vosotros” [6].
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230
habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No
hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que
tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de
la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir
todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión [7]. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su
parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación
cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio,
pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método
pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación
con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda
su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre,
desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo
análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta
identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del
ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de
lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la
santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars
emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como
ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso
materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la
Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no
salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía
necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía [8].
La devota exageración del piadoso
hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también
supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba
sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares
y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y
para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales;
se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que
fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños;
fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve
los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los
laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal [9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio
ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose
mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12,
10)” [10]. En este contexto, hay que tener en cuenta la
encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de
“reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que
tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a
los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su
experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para
poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos” [11].
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus
parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían
los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a
Jesús Eucaristía [12]. “No hay necesidad de hablar
mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está
allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia.
Ésta es la mejor oración” [13]. Y les persuadía: “Venid
a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir
con Él…” [14]. “Es verdad que no sois dignos,
pero lo necesitáis” [15]. Dicha educación
de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era
particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa.
Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que
expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”
[16]. Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al
Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es
obra de Dios” [17]. Estaba convencido de que todo el
fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la
relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el
sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!” [18]. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de
ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote
ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!” [19].
Esta identificación personal con el
Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar
al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus
confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este
sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era
ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval
revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él
intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que
sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la
Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la
presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su
prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles
comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí
encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos.
Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda
Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que
Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas” [20].
Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los pecadores se
convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un
momento de tregua” [21]. En este mismo sentido, el
Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle
perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él” [22]. “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos
busca por todas partes” [23].
Todos los sacerdotes hemos de considerar
como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca
de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy
siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita” [24]. Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de
Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos
impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino
también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El
Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se
acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de
Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la
divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba
afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura
de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza
conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis,
sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el
amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el
futuro, con tal de perdonarnos!” [25]. A quien, en
cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus
propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su
actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis” [26],
decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que
ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno” [27]. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los
tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los
pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si
alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le
mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable
belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de
Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”[28]. Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la
gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz” [29].
El Cura de Ars consiguió en su tiempo
cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles
sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un
anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1
Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan
María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente
porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en
abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía
indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció
siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de
las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una
ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el
Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el
pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de
sus ovejas [30]. Dominaba su cuerpo con vigilias y
ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se
mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas
y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano
sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una
penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos” [31].
Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su
enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan
la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin
participar personalmente en el “alto precio” de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos
difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras,
se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha
observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que
dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque
dan testimonio” [32]. Para que no nos quedemos
existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro
ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente
impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que
vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La
conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta
palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y
forma nuestro pensamiento?” [33]. Así como Jesús llamó
a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo
después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están
llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que
los Apóstoles hicieron suyo [34].
La identificación sin reservas con este
“nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars.
El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri
primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san
Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose
particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios
también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se
impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos
evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le
presenta como el camino real de la santificación cristiana”
[35]. El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su
condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un
religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar
mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras
de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus
huérfanos, sus niñas de la “Providence” [36],
sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy
pobre para sí mismo” .[37] Y explicaba: “Mi
secreto es simple: dar todo y no conservar nada” [38].
Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le
pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros” [39].
Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada…
Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera” [40].
También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su
ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar
habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su
corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían
de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta
cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado [41]. También la obediencia de san Juan
María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias
cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo
para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida,
en soledad” [42]. Sólo la obediencia y la pasión por
las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí
mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola:
servirlo como Él quiere ser servido” [43]. Consideraba
que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede
ser ofrecido al buen Dios” [44].
En el contexto de la espiritualidad
apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar
particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la
nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia,
a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido
positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere.
Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes
imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo” [45]. A este propósito vale la indicación del
Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver
si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe
los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos,
reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”. [46]Dichos
dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien
no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre
ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la
Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y
de la caridad en todos los rincones del mundo”. [47] Quisiera
añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores
dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene
una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la
comunión de los presbíteros con su Obispo [48]. Es
necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada
en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se
traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y
afectiva [49]. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en
plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades
cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del
Evangelio.
El Año Paulino que está por concluir
orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien
podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su
ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si
uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía:
“Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para
el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor
programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la
perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del
150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene
inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150
aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa
Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su
carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en
otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje
de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida
desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria
celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una
devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen;
él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado,
y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854” [50]. El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles
que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos
herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre” [51].
Confío este Año Sacerdotal a la
Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un
generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la
Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars.
Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan
María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia.
Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el
Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar
del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de
Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero
tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el
Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos
sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos
conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de
esperanza, reconciliación y paz.
Con mi bendición.
Vaticano, 16 de junio de 2009.
BENEDICTUS PP. XVI
BENEDICTUS PP. XVI
Notas:
[1] Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.
[2] “ Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus”
(in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé
Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET.
La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1589.
[3] Nodet, p. 101.
[4] Ibíd., p. 97.
[5] Ibíd., pp. 98-99.
[6] Ibíd., pp. 98-100.
[7] Ibíd., p. 183.
[8] A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria
Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.
[9] Cf. Lumen gentium, 10.
[10] Presbyterorum ordinis, 9.
[11] Ibid.
[12] “La contemplación es mirada de fe, fijada en
Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a su santo cura un campesino de Ars que
oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.
[13] Nodet, p. 85.
[14] Ibíd., p. 114.
[15] Ibíd., p. 119.
[16] A. Monnin, o.c., II,
pp. 430 ss.
[17] Nodet, p. 105.
[18] Ibíd., p. 105.
[19] Ibíd., p. 104.
[20] A. Monnin, o.c., II, p. 293.
[21] Ibíd., II, p. 10.
[22] Nodet, p. 128.
[23] Ibíd., p. 50.
[24] Ibíd., p. 131.
[25] Ibíd., p. 130.
[26] Ibíd., p. 27.
[27] Ibíd., p. 139.
[28] Ibíd., p. 28.
[29] Ibíd., p. 77.
[30] Ibíd., p.
102.
[31] Ibíd., p. 189.
[32] Evangelii nuntiandi, 41.
[33] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9
de abril de 2009.
[34] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la
Asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.
[35] P. I.
[36] Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas
abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les
commerces imaginables”, decía sonriendo (Nodet, p. 214).
[37] Nodet, p. 216.
[38] Ibíd., p. 215.
[39] Ibíd., p. 216.
[40] Ibíd., p. 214.
[41] Cf. Ibíd., p. 112.
[42] Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.
[43] Ibíd., p. 75.
[44] Ibíd., p. 76.
[45] Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras
vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.
[46] N. 9.
[47] Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del
Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8
de febrero de 2007 .
[48] Cf. n. 17.
[49] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis,
74.
[50] Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.
[51] Nodet, p. 244.
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