Durante la mañana del sábado 13 de mayo de 2000 *, en Fátima, el Papa
Juan Pablo II beatificaba a Francisco y a Jacinta Marto. En el transcurso de su
homilía, el Santo Padre se expresaba del siguiente modo: «Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado estas cosas a
pequeños (Mt 11, 25). La alabanza de Jesús adquiere en el día de hoy
la forma solemne de la beatificación de los pastorcillos Francisco y Jacinta.
Mediante este rito, la Iglesia desea situar en el lucernario esas dos llamitas
que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus momentos oscuros y llenos
de temor... Que el mensaje de su vida permanezca siempre encendido para
iluminar el camino de la humanidad».
Francisco Marto había nacido el 11 de
junio de 1908, y su hermana Jacinta el 10 de marzo de 1910. Su prima Lucía, que
vería con ellos a la Virgen, había nacido el 22 de marzo de 1907. Los tres eran
oriundos de una aldea llamada Aljustrel, situada cerca de Fátima, en el centro
de Portugal. Entre la familia Marto se respira un ambiente cristiano, basado en
una sólida honradez natural. El amor por la verdad –no hay que decir mentiras–
es una regla fundamental que es respetada con esmero. Otro rasgo característico
de la familia es el amor por la pureza, de tal manera que todo es honesto,
delicado y puro: las diversiones, las expresiones o las actitudes. Entre ellos
son frecuentes la piedad cristiana y la oración, la asistencia a la Misa
dominical y la recepción de los sacramentos.
Los campesinos de Aljustrel viven
pobremente de los recursos procedentes de sus pedregosas tierras y de sus
ovejas. Lucía, Francisco y Jacinta suelen reunir sus rebaños para que pasten
juntos, y organizan juegos que no impiden la vigilancia. Un día de primavera de
1916, se les aparece un ángel, quien, inclinando la cabeza hasta el suelo, dice
tres veces seguidas: «¡Dios mío, yo creo, te adoro, te espero y te amo! ¡Te
pido perdón por quienes no creen, no te adoran, no te esperan y no te aman!». Con
motivo de una segunda aparición, en verano, el ángel les recomienda que
ofrezcan a Dios «plegarias y sacrificios». Regresa después en septiembre,
sosteniendo un cáliz rematado por una Sagrada Forma de donde fluyen gotas de
sangre. El ángel se arrodilla con los niños y les hace repetir tres veces:
«Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente, y os
ofrezco los muy preciosos Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los
ultrajes por los que Él mismo es ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sagrado Corazón y por la intercesión del Corazón Inmaculado de María, os pido
la conversión de los pobres pecadores».
El 13 de mayo de 1917, Lucía, Francisco
y Jacinta han llevado sus rebaños hasta un lugar denominado Cova da Iria. Es
mediodía y el cielo está despejado. De súbito, un relámpago atraviesa el aire.
Creyendo que se acerca una tormenta, los niños empujan el rebaño hacia el fondo
de la cañada. Allí, delante de ellos, se yergue una joven de extraordinaria
belleza, radiante de luz y vestida con una larga túnica blanca y un velo que le
llega hasta los pies, los cuales se apoyan sobre una diminuta nube que roza una
pequeña encina. La joven aparenta tener unos dieciocho años. Lucía le pregunta:
«¿De dónde viene, señora? – Del Cielo. – ¿Y qué desea de nosotros? – He venido
para pediros que regreséis aquí seis veces seguidas, el día 13 de cada mes y a
esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que espero de vosotros. –
¡Viene del Cielo!... y yo, ¿podré ir al Cielo? – Sí. – ¿Y Jacinta? – También. –
¿Y Francisco? – También él irá; que rece también el Rosario...».
¿Quién nos hará ver la dicha? (Sal 4, 7)
La primera enseñanza de la Virgen en
Fátima es el llamamiento a la realidad del Cielo. Dios nos ha traído al mundo
para conocerlo, amarlo y servirlo, y mediante esto alcanzar el Paraíso. Quienes
mueren en gracia y en la amistad de Dios, y que son perfectamente purificados,
consiguen entrar en el Cielo, donde son para siempre semejantes a Dios, porque
lo ven tal cual es (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf.
1 Co 13, 12). Esa vida perfecta de comunión y de amor con la Santísima
Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y los santos, con ser el resultado
de un don gratuito de Dios, es el fin último y la realización de las
aspiraciones más profundas del hombre, el estado de felicidad supremo y
definitivo. En efecto, pues Dios ha depositado en el corazón del hombre el
deseo de la felicidad con el fin de atraerlo hacia Él. La esperanza del Cielo
nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni
en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por más útil que
resulte, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino
solamente en Dios, fuente de todo bien y de todo amor. «Sólo Dios sacia», dice
santo Tomás de Aquino.
Después de fortalecer a los niños con la
inestimable promesa del Cielo, la Señora les introduce en el misterio de la
Redención, pidiéndoles con exquisita delicadeza que se adhieran a él: «¿Queréis
ofreceros a Dios para hacer sacrificios y aceptar de buen grado todos los
sufrimientos que Él quiera enviaros en reparación de los pecados que ofenden a
su divina Majestad? ¿Queréis sufrir para alcanzar la conversión de los
pecadores, para reparar las blasfemias, así como todas las ofensas al Corazón
Inmaculado de María? – ¡Sí, queremos!, responde Lucía. – Sufriréis mucho, pero
la gracia de Dios siempre os asistirá y os dará fuerzas». Sin dejar de hablar,
la Aparición extiende las manos y ese gesto derrama sobre los videntes un haz
de luz misteriosa, el cual, penetrando en sus almas, les hace verse a ellos
mismos en Dios.
En primer lugar, consolar a Jesús
Esa gracia, mediante la cual Dios acaba
de reunirse con los tres niños en lo más profundo de sus seres, maravilla a
Francisco. Por un sorprendente misterio, Dios se le manifiesta como «triste» a
causa de los pecados de los hombres. Una radical transformación tiene lugar
entonces en aquel niño de apenas nueve años. La primera impresión es que se ve
menos favorecido que sus compañeras: Lucía ve a Nuestra Señora y habla con
ella; Jacinta la ve y la oye, pero no habla, y Francisco la ve solamente, pero
no la oye y no habla con ella. Sin embargo, él emprende una intensa vida
espiritual. Al ser consciente de que su entrada en el Cielo está condicionada
por el rezo de muchos rosarios, no permanece en un estado maravilloso de
tranquilidad y de confianza, sino que reza hasta dos rosarios al día, e incluso
más. Su devoción, lejos de convertirse en una repetición mecánica de las
oraciones del rosario, le sumerge en un estado de plegaria continua. Su única
preocupación es hacerle compañía a Nuestro Señor y consolarlo. Una noche, su
padre le oye sollozar, y Francisco le confía lo siguiente: «Pienso en lo triste
que debe estar Jesús a causa de los pecados que se cometen contra Él». Ante la
pregunta que le formula Lucía, «¿Qué te gusta más, consolar a Nuestro Señor o
convertir a los pecadores para que las almas no vayan al infierno?», él
responde: «Preferiría consolar a Nuestro Señor, pero después convertir a los
pecadores para que dejen de ofenderle».
La parábola del hijo pródigo nos revela
que el drama del pecado no consiste solamente en que un hijo se aleje de la
casa del padre, sino también en la tragedia del padre que sufre por ese
alejamiento. Misteriosamente, cuando cometemos un pecado Dios se encuentra en
esa situación. Decimos entonces, en nuestro lenguaje humano, que Dios «sufre»
por nuestro alejamiento. Pero las almas que poseen en su interior ese amor
intenso de Dios se preocupan de las repercusiones que puede tener el pecado en
el Corazón de Dios, al que quieren «consolar». Ése parece haber sido el caso de
Francisco; pero aquel pequeño vidente, que parecía menos favorecido en las
apariciones, alcanzó las más altas cotas de la espiritualidad cristiana.
En Jacinta, el efecto de las apariciones
se manifiesta sobre todo después del 13 de julio, ya que ese día la Virgen
muestra el infierno a los niños. Lucía escribirá lo siguiente: «Nos presentó un
océano de fuego... y, sumergidos en aquel fuego estaban los demonios y las
almas como brasas negras y transparentes... en medio de gritos y gemidos de
dolor y de desesperación que aterrorizaban y hacían temblar de espanto». Pero
la Virgen les pide que mantengan en secreto aquella visión, no permitiendo a
Lucía que la revele hasta 1941. La impresión que produce en Jacinta la marca
profundamente. A partir de aquel día, se muestra muy preocupada por el destino
de las pobres almas que van a parar al infierno. Suele sentarse a menudo en el
suelo o en una piedra, y, pensativa, dice: «¡Ay el infierno! ¡Qué pena me dan
las almas que van al infierno!». Sin embargo, ella no se conforma con una pena
estéril, sino que, bajo la inspiración de una excelsa caridad, reza y se
sacrifica heroicamente por quienes se encuentran en peligro de perderse.
Una penosa realidad
La visión del infierno con la que han
sido favorecidos los niños no es ninguna exageración de la realidad que
representa, sino una presentación al alcance del espíritu humano. El Papa Pablo
VI, en su «Credo del Pueblo de Dios», expone en primer lugar la perspectiva del
amor y de la misericordia de Dios, que nos conducen a la vida eterna. Pero a
continuación añade que «quienes rechazan hasta el final ese amor y esa
misericordia irán al fuego que nunca se apaga». En 1992, Lucía, que es
carmelita en Coimbra (Portugal) desde 1948, le decía lo siguiente a un cardenal
que había ido a visitarla: «El infierno es una realidad... Siga predicando acerca
del infierno, pues el propio Dios habló del infierno en las Sagradas
Escrituras. El Señor no condena a nadie al infierno, sino que son las personas
quienes se condenan a sí mismas al infierno. Dios ha concedido a los hombres
libertad de elección, y es respetuoso con esa libertad humana». Al describir de
antemano el juicio final, Jesús afirma: Entonces dirá también a los de
su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el
Diablo y sus ángeles»... E irán éstos a un castigo eterno, y los
justos a una vida eterna (Mt 25, 41 y 46).
Ante los acontecimientos ocurridos en
Aljustrel, los partidarios de una política anticlerical en Portugal se
inquietan, entre ellos el administrador del distrito de Vila Nova de Ourém, del
que depende la aldea, que es un hombre sectario. El 13 de agosto se dirige a
Fátima, y, valiéndose de su astucia, se lleva a los tres niños a Ourém. Los
pequeños videntes se sienten afligidos por faltar a la cita con la Virgen, pero
ofrecen ese sacrificio al Señor. Interrogados sobre las apariciones, ellos
cuentan lo que han visto, pero permanecen fieles al secreto. Les prometen
monedas de oro, pero nada consigue hacerles vacilar. Como último recurso, el
administrador les conduce a la prisión y les dice: «Si tardáis demasiado en
hablar, acabaréis fritos en aceite». Por la noche, al ver que permanecen
inquebrantables, manda preparar un caldero lleno de aceite. Luego, dirigiéndose
a Jacinta, continúa: «Dime el secreto que pretendes haber recibido. – No puedo.
– ¿No puedes?... ¡Pues bien, voy a procurar que puedas!... ». Y un policía se
lleva a Jacinta. Al cabo de unos minutos, el administrador se dirige a
Francisco: «¡Tu hermana ya está frita!... ¡Ahora te toca a ti!... dime tu
secreto. – No puedo decírselo a nadie». Y se lo llevan también a él. Después le
llega el turno a Lucía. En realidad, no es más que teatro, pero Lucía confesará
más adelante: «Creía que iba en serio y que iba a morir. Pero yo no tenía miedo
y me encomendaba a la Virgen». Semejante valentía, en unos niños, es una prueba
de la intervención sobrenatural de Dios mediante el don de la fortaleza.
El 13 de septiembre, la Virgen confirma
su promesa de un gran milagro para el 13 de octubre. Ese día, la Señora revela
su nombre: «Soy Nuestra Señora del Rosario. Es mi deseo que se construya en
este lugar una capilla en mi honor, y que todos los días se siga rezando el
Rosario». Se calcula que la multitud congregada es de 50.000 personas. Al final
de la aparición, el sol se pone a danzar y a emitir toda suerte de colores; luego
parece precipitarse dando tumbos en zigzag sobre la multitud, recuperando
finalmente su lugar, milagro que acredita las apariciones. Durante los días
siguientes, los pequeños son hostigados con interminables interrogatorios por
parte de toda clase de personas. Siguiendo las recomendaciones de la Virgen,
ellos ofrecen esos sufrimientos a Dios. Para salvar a los pecadores, son
insaciables en sacrificios.
«¡Qué luz tan hermosa!»
En el otoño de 1918, Francisco cae
gravemente enfermo de «gripe española», esperando la muerte con tanta certeza
como paciencia. Nunca se olvida del Rosario, ni siquiera en los momentos de
máxima fiebre. Lucía le pregunta en una ocasión: «¿Sufres mucho? – Me duele
tanto la cabeza... –responde–, pero quiero soportarlo para consolar al Señor».
El 2 de abril de 1919 se confiesa, y al día siguiente toma la primera Comunión,
que es también su último Viático. Después de comulgar deja de sentir dolor
alguno. Hacia las 10 de la noche, le dice a su madre: «Mamá, mira qué luz tan
hermosa, ahí, cerca de la puerta». Y al cabo de un momento: «Ya no la veo». Una
claridad angélica ilumina su rostro y, sin agonía, con una ligera sonrisa en
los labios, su alma se separa del cuerpo y se dirige al encuentro de esa Señora
cuya belleza ha podido entrever aquí en la tierra. El último en la Cova,
Francisco es el primero en entrar en el Paraíso.
También a Jacinta le alcanza la
epidemia. Si antes era una niña enojadiza y delicada, amante hasta la locura de
los juegos y el baile, ahora es paciente, fuerte e incluso tosca ante el
sufrimiento. Sin embargo, no puede decirse que sea insulsa, y, mientras conduce
las ovejas o recoge flores, suele cantar melodías improvisadas: «Dulce Corazón
de María, dame la salvación. Corazón Inmaculado de María, convierte a los pecadores
y preserva sus almas del infierno». Resulta singular su amor hacia el Papa. Con
motivo de la aparición del 13 de julio de 1917, la Virgen había dicho: «El
Santo Padre sufrirá mucho». Algo más tarde, Jacinta recibe dos revelaciones muy
especiales. Un día le dice a Lucía: «He visto al Santo Padre en una casa muy
grande, arrodillado ante una mesa, con las manos en la cabeza y llorando. Fuera
había mucha gente. Unos le arrojaban piedras, otros proferían injurias contra
él y le decían frases horribles. ¡Pobre Santo Padre! ¡Tenemos que rezar mucho
por él!». En otra ocasión ve al Papa rezando, en medio de una multitud, ante el
Corazón Inmaculado de María. Esas revelaciones inspiran en Jacinta un fervor
lleno de amor en sus oraciones por el Santo Padre. El Papa Juan Pablo II,
consciente de haberse beneficiado él mismo de ello, expresó su agradecimiento a
Jacinta en la homilía de la Misa de su beatificación: «Es mi deseo celebrar una
vez más la bondad del Señor hacia mí, cuando, gravemente herido el 13 de mayo
de 1981, fui salvado de la muerte. Quiero expresar igualmente mi gratitud a la
beata Jacinta por sus sacrificios y oraciones a la intención del Santo Padre,
que ella tanto había visto sufrir».
«¡Qué bueno es estar con Él!»
Un día, Jacinta confía lo siguiente a
Lucía: «La Virgen ha venido a verme. Quiere que vaya a dos hospitales, pero no
para curarme sino para sufrir mucho por amor a Nuestro Señor y a los
pecadores». Mientras tanto, reza mucho y no pierde ocasión en hacer
sacrificios: se levanta por la noche para rezar de rodillas la plegaria del
ángel, acepta beber tazones de leche que le producen angustia y no da vueltas
en la cama aunque sienta dolor. Cuando Lucía regresa de oír Misa, le dice:
«Acércate a mí, ya que llevas escondido a Jesús en tu corazón... No sé cómo,
pero siento que el Señor está en mi interior y, sin verlo ni oírlo, entiendo lo
que me dice. ¡Qué bueno es estar con Él!».
Finalmente, la ingresan en el hospital
de Vila Nova de Ourém. Lo que más le cuesta sobrellevar es estar separada de Lucía,
pues solamente su prima es capaz de entenderla. En el costado derecho se le
produce una fístula. «No digas a nadie que la fístula me duele –le confía a
Lucía cuando ésta acude a visitarla... Di a Jesús en el sagrario que le quiero
mucho». Otro día le cuenta a Lucía: «La Virgen me ha informado de que iré a
Lisboa, a otro hospital, y de que ya no te volveré a ver, ni a mis padres.
Después de sufrir mucho, moriré sola». Esa perspectiva le produce un gran
sufrimiento. «¿Qué puede importarte eso –le señala Lucía– si la Virgen acude a
buscarte? – Sí, es verdad, pero hay momentos en que se me olvida que vendrá a
llevarme consigo».
Jacinta es trasladada a Lisboa para una
intervención quirúrgica muy dolorosa, sobre todo porque la debilidad de la
enferma no permite que se le practique anestesia total. Una vez terminada la
operación, las curas hacen sufrir atrozmente a la niña, pero la Santísima
Virgen le hace una visita y le quita todos los dolores. El rostro de María está
muy triste, y confía lo siguiente a su privilegiada: «Los pecados que más almas
conducen a la perdición son los pecados de la carne. Es preciso renunciar y no
obstinarse en el pecado, como se ha hecho hasta ahora. Es imprescindible hacer
mucha penitencia». Varios días después de la operación, se presentan
complicaciones. El 20 de febrero de 1920, al atardecer, Jacinta se confiesa; el
sacerdote considera que puede esperar al día siguiente para traerle la Sagrada
Eucaristía, pero esa misma noche, hacia las diez y media, Jacinta expira
dulcemente.
Todavía algún tiempo...
El 13 de junio de 1917, Lucía había
rogado a la Virgen que se los llevara consigo a los tres al Paraíso. «Sí
–respondió María–, a Jacinta y a Francisco me los llevaré pronto, pero tú
seguirás todavía algún tiempo en este mundo. Jesús quiere servirse de ti para
que me conozcan y me amen. Quiere establecer en el mundo la devoción a mi
Corazón Inmaculado... Nunca te abandonaré. Mi Corazón Inmaculado será tu
refugio y el camino que te conducirá a Dios». Según cuenta Lucía, al pronunciar
esas palabras «la Virgen extendió las manos, transmitiéndonos por segunda vez
el reflejo de la intensa luz que la envolvía, en la cual nos sentimos como
sumergidos en Dios. Jacinta y Francisco parecían encontrarse en una parte que
se elevaba hacia el Cielo, y yo en la que se difundía sobre la tierra. En la
palma de la mano izquierda de Nuestra Señora había un Corazón rodeado de
espinas que se clavaban en él. Comprendimos que se trataba del Corazón
Inmaculado de María, ultrajado por los pecados de la humanidad, que pedía
reparación». Durante su enfermedad, Jacinta había dicho a Lucía: «Dirás a todo
el mundo que el Señor nos envía sus gracias por intercesión del Corazón
Inmaculado de María; que no debemos dudar en pedírselas; que el Corazón de
Jesús quiere ser venerado junto al Corazón Inmaculado de María; que los hombres
deben pedir la paz a ese Corazón Inmaculado, porque Dios se la ha confiado a
él». Desde entonces, Lucía no ha dejado de dar testimonio de los hechos
sobrenaturales que acontecieron en Fátima, y, por un designio deferente de la
Virgen, ha podido asistir a la ceremonia de beatificación de sus dos pequeños
primos.
En esa ocasión, el Papa recordaba lo
siguiente: «Es deseo de Dios que nadie se pierda; por eso envió hace dos mil
años a su Hijo sobre la tierra para buscar y salvar lo que estaba
perdido (Lc 19, 10). Y nos salvó mediante su muerte en la Cruz. ¡Que
nadie considere vana esa Cruz!... En su maternal solicitud, la Santísima Virgen
vino hasta aquí, a Fátima, para pedir a los hombres «que dejaran de ofender a
Dios, Nuestro Señor, porque ya está muy ofendido». Lo que le obligó a hablar
fue el dolor de una madre, pues estaba en juego el destino de sus hijos. Por
ese motivo les pidió a los pastorcillos: «Rezad, rezad mucho y haced
sacrificios por los pecadores; si hay tantas almas que perecen en el infierno
es porque nadie reza ni se sacrifica por ellas»».
Esa llamada de Nuestra Señora va
dirigida a cada uno de nosotros, precisamente en la aurora de este nuevo
milenio. El 20 de abril de 1943, Lucía precisaba al obispo de Leiria qué
penitencias esperaba Dios de sus hijos: «El Señor está apenado de ver que son
muy pocas las almas que se hallan en gracia y que estén dispuestas a las
renuncias necesarias para observar su Ley. Y lo que ahora exige es precisamente
penitencia, el sacrificio que cada uno debe imponerse para vivir una vida justa
de conformidad con su Ley». Y el mensaje sigue diciendo que la única
mortificación que quiere Dios es «el simple y honesto cumplimiento de las
tareas cotidianas y la aceptación de las penas y de los sinsabores; y desea que
mostremos claramente el camino a las almas, pues muchos creen que la penitencia
significa padecer grandes austeridades, y, al no disponer ni de fuerza ni de
magnanimidad para abordarlas, se desaniman y caen en una vida de indiferencia y
de pecado».
Con la ayuda de la gracia, cada uno de
nosotros puede poner en práctica ese sencillo programa de penitencia, a través
del deber de estado cotidiano, consiguiendo la fuerza necesaria del rezo y de
la meditación del Rosario. Es precisamente eso lo que pedimos para usted al
Corazón Inmaculado de María y a san José.
Dom
Antoine Marie osb
*El 13 de Mayo de 2017, en el centenario de las apariciones de la
Virgen de Fátima el Papa Francisco canonizó a los pastorcitos Francisco y Jacinta Marto en la Santa Misa celebrada en la
explanada frente al Santuario de la Virgen en Fátima.
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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