miércoles, 19 de febrero de 2020

La crisis de la catequesis - Card. Joseph Ratzinger


TRANSMISION DE LA FE Y FUENTES DE LA FE *

traducción castellana de la conferencia pronunciada
en Lyon y París los días 15 y 16 de enero del año 1983

Cardenal JOSEPH RATZINGER


1. LA CRISIS DE LA CATEQUESIS Y EL PROBLEMA DE LAS FUENTES. l.-Características generales de la crisis. 2.-Catequesis, Biblia y dogma.
2. PARA LA SUPERACIÓN DE LA CRISIS. l.-¿Qué es la fe? 2.-¿Qué son las fuentes? 3.-La estructura de la catequesis: a) Las cuatro piezas maestras. b) Reflexiones sobre dos problemas de contenido. e) Sobre la estructura formal de la catequesis.

La última palabra que el Señor resucitado dirigió a sus Apóstoles, era el encargo de ir por todo el mundo y de ser sus testigos (Mt 28, 19s; Mc 15,16; Act 1,8). Pertenece a: la esencia de la fe cristiana la exigencia de su transmisión: es la interiorización de un mensaje que se dirige a todos porque es la verdad y porque el hombre no puede ser salvado sin la verdad (1 Tim. 2,4). Por este motivo, la catequesis, la transmisión de la fe, ha sido, desde el principio, una función vital y central en la Iglesia, y debe seguir siéndolo mientras dure la Iglesia.

1. LA CRISIS DE LA CATEQUESIS Y EL PROBLEMA DE LAS FUENTES

1. Características generales de la crisis

Las dificultades actuales de la catequesis constituyen un lugar común que no hay necesidad de probar en detalle. Las causas de la crisis y sus consecuencias han sido descritas con frecuencia y amplitud 1. Digamos algo sobre ellas.

En el mundo de la técnica, que es una creación del hombre mismo, no es el Creador lo que se encuentra de inmediato, sino que es el hombre el que se encuentra a sí mismo. Su estructura fundamental es la facticidad (Machbarkeit) y el modo de su certeza es el de lo calculable (Errechenbaren). Por eso, el problema de la salvación no se plantea en función de Dios, que no aparece por ningún lado, sino en función del poder del hombre, que quiere negar a ser el constructor de sí mismo y de su historia.

En consecuencia, el hombre no extrae ya sus criterios morales a partir de una reflexión sobre la creación o sobre el Creador, cuyo lenguaje ahora le es desconocido. La creación no tiene ya resonancias morales para el hombre: no le habla sino en el lenguaje de la matemática, de la utilidad técnica, a menos que proteste por las violencias que el hombre le hace sufrir. Incluso entonces, la apelación moral que la creación dirige al hombre permanece indeterminada: en última instancia, la moral viene a identificarse de un modo u otro con la sociabilidad, con la apertura del hombre para consigo mismo y con su medio. Desde este punto de vista, también la moral pasa a ser un mero problema de cálculo sobre las mejores condiciones de configuración del futuro. Todo esto ha hecho que la sociedad cambie profundamente: la familia, que es la célula básica portadora de la cultura cristiana, parece estar en vías de disolución; cuando los vínculos metafísicos ya no cuentan, otros tipos de vínculos no pueden mantenerla por mucho tiempo.


Esta imagen o concepción total del mundo se refleja, por una parte, en los «mass media», y, por otra, se nutre de ellos: la representación del mundo y de los acontecimientos, que ofrecen los «mass media», configura hoy la conciencia de las gentes con más fuerza de lo que lo hace la experiencia personal de la realidad. Todo esto repercute sobre la catequesis, que ha visto romperse sus soportes clásicos -familia y parroquia- y, en consecuencia, ya no puede apoyarse sobre la experiencia de fe vivida en la Iglesia viva. Así, la catequesis parece condenada al silencio en una época en que el lenguaje y el pensamiento no se nutren ya sino de las experiencias del mundo que el hombre mismo se ha fabricado.

La teología práctica en los últimos decenios se ha empleado a fondo en el estudio de estos problemas, a fin de trazar caminos nuevos a la transmisión de la fe, mejor adaptados a la nueva situación. Muchos, ciertamente, han llegado a convencerse entretanto de que estos esfuerzos han contribuido a agravar, más que a resolver, la crisis.

Sería injusto generalizar esta afirmación, pero también sería totalmente falso negarla simplemente. Una primera falta grave en la tarea emprendida fue la de suprimir el catecismo y declarar superado el género mismo «catecismo». Es cierto que el catecismo, como libro, no llegó a ser de uso común sino en tiempos de la Reforma; pero una estructura fundamental de la transmisión de la fe, nacida de la lógica de la fe, es tan antigua como el catecumenado, o sea, tan antigua como la misma Iglesia. Esa estructura fundamental se desprende, en efecto, de la naturaleza misma de la misión de la Iglesia, y es, por tanto, irrenunciable. Esta ruptura con la idea de transmitir la fe por medio de una forma fundamental (Grundgestalt), estructurada y extraída del conjunto de la Tradición, ha tenido como consecuencia la fragmentación de la doctrina de la fe. La doctrina de la fe, en consecuencia, no sólo quedó entregada a la arbitrariedad en su exposición, sino que en su misma verdad fue puesta en duda en sus partes concretas, que, por pertenecer a un todo, separadas de él aparecen como accidentales e inconexas.

         ¿Qué había detrás de esta decisión errónea, precipitada y universal? Las razones son variadas y apenas si han sido examinadas hasta ahora. Sin duda, hay que ponerlas en relación con la evolución general de la didáctica y de la pedagogía, evolución que se caracteriza por una hipertrofia del método con respecto al contenido. El método pasa a ser criterio para el contenido, y no ya su vehículo; la oferta se regula por la demanda: así ha sido definido, en relación con el Catecismo holandés, el camino de la nueva catequesis 2. En consecuencia, era necesario limitarse a las cuestiones que se plantean los principiantes, en lugar de buscar caminos que permitieran ir más allá y llegar hasta aquello que antes no había sido comprendido, que es la manera de cambiar positivamente al hombre y al mundo. De esta manera, el potencial de cambio, que es propio de la fe, quedó paralizado.

Desde estos presupuestos, la teología práctica ya no fue comprendida como desarrollo y concreción de la teología dogmática o sistemática, sino como criterio sustante en sí mismo. Lo cual se correspondía, una vez más, a la subordinación de la verdad a la praxis, que, en el contexto de las filosofías neo-marxistas y positivistas, se abrió camino incluso en la teología 3. Todos estos hechos contribuyeron a un generalizado reduccionismo antropológico: preeminencia del método sobre el contenido significa predominio de la antropología sobre la teología, obligada a buscar su puesto dentro de esta antropocéntrica radical. Pero con la ruina de la antropología entraron en escena nuevos centros de gravedad: el dominio de la sociología, o también el primado de la experiencia, que se erige ahora en criterio para la comprensión de la fe tradicional.

Estas, y otras que podían señalarse, son las razones que están en la base del rechazo del catecismo y del consiguiente derrumbamiento de la catequesis clásica. Sin embargo, detrás de esas causas, hay que buscar un proceso de naturaleza más profunda. El hecho de que no se tenga ya el coraje de presentar la fe como un todo orgánico en sí mismo, sino sólo como una selección de momentos reflejos de experiencias antropológicas parciales, procedía, en última instancia, de que ya no se tenía confianza en esta totalidad dé la fe. Esto se explica, a su vez, por una crisis de la fe, o más exactamente: de la fe común a la Iglesia de todos los tiempos. Resultó de ahí que la catequesis omitiera de ordinario la exposición del dogma y que se intentara reconstruir la fe directamente a partir de la Biblia. Ahora bien, el dogma no es otra cosa, por definición, que interpretación de la Escritura; pero esta interpretación, forjada en la fe de siglos, ya no parecía poder coordinarse con la compresión del texto bíblico a la que había conducido, entretanto, el método histórico.

De este modo, coexistían dos formas de interpretación, aparentemente irreductibles: la interpretación histórica y la interpretación dogmática. Pero esta última, según las concepciones contemporáneas, no podía ser considerada sino como una etapa pre-científica respecto a la nueva interpretación. Se hacía, pues, difícil reconocerle un peso específico, porque allí donde la certeza científica se considera como la única forma válida, e incluso la única posible, de la certeza, la certeza del dogma debía parecer o bien una etapa superada de un pensamiento arcaico, o bien la expresión de la voluntad de poder de instituciones «establecidas». Debía, pues, la exégesis dogmática ser juzgada desde los criterios de la exégesis científica; aquella podía, en todo caso, servir para confirmar las declaraciones de ésta; pero 10 que no podía ya es pretender ser la última instancia.

2. Catequesis, Biblia y dogma

Con esto hemos llegado al punto central de nuestro tema, al problema del lugar que ocupan las «fuentes» en el proceso de la transmisión de la fe. En efecto, una catequesis que explicara la fe, por decirlo así, directamente a partir de la Biblia, sin hacer el camino a través del dogma, podía pretender ser una catequesis especialmente derivada de las fuentes. Pero entonces se dio un fenómeno curioso. La impresión de frescura, provocada en un primer momento por el contacto directo con la Biblia, no fue duradera. Cierto, al comienzo este contacto con la Biblia infundió mucha fecundidad, belleza y riqueza a la transmisión de la fe: se sentía «el olor de la tierra de Palestina», se revivía el drama humano en el que la Biblia nació; todo se hizo más concreto, humanamente más verdadero. Sin embargo, pronto apareció la ambigüedad del proceso que J. H. Mohler, en su Einheit in der Kirche, había descrito de manera clásica hace ciento cincuenta años. Lo que la Biblia aporta de bello, de inmediato, de irrenunciable, Mohler lo describe así:

«Sin la Escritura, permanecería oculta para nosotros la forma propia de las palabras de Jesús; no sabríamos cómo hablaba el Hijo del Hombre, y yo creo que no podría seguir viviendo si ya no le oyera hablar.»

Pero Mohler subraya inmediatamente por qué la Escritura no puede ser separada de la comunidad vivente, sólo en la cual la Escritura puede ser «la Escritura». Mohler, en efecto, continúa:

         «Pero sin la Tradición, no sabríamos quién es el que allí hablaba, ni qué es lo que predicaba, y la alegría que fluye de su modo de hablar desaparecería al instante» 4.

         El proceso que recorre una catequesis que quiere basarse sólo en el estudio de las fuentes literarias aparece también descrito -desde un horizonte completamente diverso- en la Geschichte der Leben- ]esu-Forschung de Albert Schweitzer:

«Es curioso lo que ha sucedido en la investigación sobre la vida de Jesús. Esa investigación partió en búsqueda del Jesús de la historia, y creyó que podría volver a colocarlo en nuestro tiempo tal como era, como Maestro y Salvador. Esa investigación deshizo los vínculos que, desde hacía siglos, lo unían a la roca de la enseñanza de la Iglesia, y se alegró cuando su silueta volvió a tomar vida y movimiento y al ver que el Jesús histórico venía de nuevo a su encuentro. Pero he aquí que, al llegar, no se detuvo: pasó al lado de nuestro tiempo y regresó hacia el suyo» 5.

         En realidad, este proceso, cuya evolución teológica Schweitzer creyó haber detenido hace casi un siglo, se repite siempre en forma nueva y con variadas modificaciones en la teología moderna y en la catequesis moderna. Porque los documentos que se quería leer' sin ningún otro intermediario que no fuera el del pensamiento histórico, se alejaron por eso mismo a la distancia de lo histórico. Una exégesis, en la que la Biblia no vive y no se comprende en y a partir del organismo vivo de la Iglesia, llega a convertirse en «necrofilia»: muertos que entierran a muertos.

         Esto se ve, ante todo y de manera bien concreta, en que con este planteamiento la Biblia desaparece como Biblia, para no ser ya más que una colección de libros heterogéneos. De ahí la pregunta: ¿cómo situarse en esta literatura, y con qué criterios escoger los textos para construir la catequesis? La rapidez con la que se ha producido esta evolución, se ';'e, por ejemplo, en la siguiente propuesta hecha recientemente en Alemania a través de la carta de un lector a una revista: imprimir en las nuevas ediciones de la Biblia en 'tipos pequeños lo que está condicionado por el tiempo y superado y, destacar, por el contrario, lo que sigue estando vige11te. Pero ¿qué es lo vigente? ¿qué es lo superado? A fin de cuentas, decide el gusto de cada cual, y la Biblia será el instrumento perfecto para dar autoridad a nuestros propios caprichos.

         Pero la Biblia se disgrega también de otra manera. Al buscar el «elemento primitivo», que se considera a la vez el único seguro y fiable, uno trata de situarse ante «las fuentes que están detrás de las fuentes», y éstas, finalmente, llegan a ser más importantes que «la fuente» misma. Una mamá alemana me contaba un día que su hijo, que asistía a la escuela primaria, estaba comenzando a iniciarse en la cristología de la fuente de los «logia»; por supuesto, de los siete sacramentos y de los artículos del Credo no había oído aún una palabra. La anécdota quiere decir que con el criterio de considerar la capa literaria más antigua como el testimonio histórico más seguro, la verdadera Biblia desaparece en beneficio de una Biblia reconstruida, de una Biblia como «debería» ser.

         Lo mismo sucede con Jesús. El de los Evangelios es considerado como un Cristo notablemente modificado por el dogma, detrás del cual sería preciso volver al Jesús de los «logia», o de otra hipotética fuente, para volver a encontrar al Jesús real. Pero entonces, este Jesús «real» no dice ni hace sino lo que nos agrada. Nos ahorra, por ejemplo, la cruz como sacrificio expiatorio: la cruz adquiere las dimensiones de un lamentable accidente, en el que no conviene detenerse demasiado. La Resurrección se convierte, a su vez, en una «experiencia» de los discípulos, según la cual Jesús, o al menos «la causa de Jesús», continúa viva. En los relatos de la Resurrección no encontramos acontecimientos (Ereignissen), sino la conciencia de los discípulos y de la «comunidad» que formaron . La certeza de la fe viene sustituida por la seguridad de la hipótesis histórica.

         Ahora bien, este procedimiento me parece irritante. La confianza en la hipótesis histórica, en numerosas exposiciones de catecismos; toma claramente la delantera sobre la certeza de la fe, que parece degradarse al nivel de una vaga confianza; sin contenidos precisos Pero la vida no es una hipótesis, como tampoco lo es la muerte: uno se encierra en la vitrina de un mundo intelectual, que se ha creado a sí mismo y que, igualmente, podría desaparecer. Pero precisamente por esto surge nuestra perplejidad frente a lo propiamente personal: la vida y la muerte. Tal vez esté en conexión con todo esto algo que cada vez más aparece en el horizonte: se trataría de poder «hacen al hombre mismo. Si, en efecto, el hombre llegara a ser algo «hecho»; algo «fabricado», el misterio de la vida habría finalmente desaparecido. Y quizá, también se podría entonces, sin remordimientos de con ciencia, «hacer» la muerte, antes de que ella se haga un misterio, que sitúe a los hombres ante el misterio abismal de la nada y el ser.

         Pero volvamos a nuestro tema. Si resumimos las reflexiones he chas hasta aquí, podemos comprobar, ante todo, que el cambio radical que se ha operado en la catequesis de los últimos' 20 ó 30 años se caracteriza por un nuevo inmediatismo con respecto a las fuentes escritas de la fe, a la Biblia. Si en otros tiempos, la Biblia no entraba en la enseñanza de la fe sino bajo el aspecto de una doctrina de la Iglesia, ahora se intenta acceder al cristianismo por un diálogo directo entre la experiencia actual y la palabra bíblica. Lo positivo de este esfuerzo fue un crecimiento de humanidad y de concreción en la exposición de los fundamentos del hecho Cristiano. Al hacerlo, generalmente no se negaba el dogma, pero caía al nivel de una especie de marco orientador externo, de escasa importancia para el contenido y la estructura de la catequesis. Pero, detrás, había una cierta perplejidad frente al dogma, que provenía del hecho de que no se había aclarado la cuestión de las relaciones entre la lectura dogmática y la lectura histórico-crítica de la Escritura.

         A medida que progresaba esta evolución, quedó claro que la Escritura, dejada a sí misma, comenzaba a disolverse. Se la sometía continuamente a nuevas «relecturas»: en el intento de actualizar el pasado, fue en realidad la propia experiencia lo que llegaba a ser, con toda evidencia, el criterio decisivo para determinar lo que permanece actual. Nacía así una especie de empirismo teológico, en que la experiencia del grupo, de la comunidad o de los «expertos» (= los administradores de la experiencia) llegó a ser la fuente suprema. Con lo cual, las fuentes comunes vienen canalizadas de tal modo que ya no se reconoce gran cosa de su dinamismo original. Si en su momento se reprochó a la catequesis tradicional el no remontarse a las fuentes, sino hacer llegar sus aguas a los hombres a través de un filtro, hoy día esas «canalizaciones» del pasado parecerían más bien torrentes caudalosos si se las compara a los nuevos métodos de manipular las fuentes.

         Con todo 10 cual ha emergido clara una cuestión, que es propiamente la nuestra: ¿cómo puede conservarse pura el agua de las fuentes en la transmisión de la fe? Esta es la cuestión central para la catequesis de hoy. Con esta pregunta aparecen dos problemas esenciales para la situación actual; resolverlos es de la máxima importancia:

         a) El problema de las relaciones entre exégesis dogmática y exégesis histórico-crítica es el que debe ser examinado con prioridad. Este es también el problema de las relaciones que han de establecerse entre el tejido vivo de la Tradición, por una parte, y los métodos racionales de reconstrucción del pasado, por otra. Pero es también el problema de los dos niveles del pensamiento y de la vida: ¿cuál es, pues, propiamente, el lugar de la articulación racional de la ciencia en el conjunto de la existencia humana y el de su encuentro con la realidad?

         b) El segundo problema nos parece consistir en la determinación de las relaciones entre método y contenido, entre experiencia y fe. Es claro que la fe sin experiencia caería en un verbalismo de fórmulas vacías. Pero, al revés, es igualmente evidente que reducir la fe a la experiencia equivale a privarla· de su núcleo: porque la fe pretende adentrarnos en el ámbito de 10 no experimentable, en ese «campo. abierto» de que nos habla el Salmo (31,9), donde brota la verdadera vida.

II PARA LA SUPERACION DE LA CRISIS

1.    ¿Qué es la fe?

Sería hacer gala de un academicismo inadmisible si, para promover una renovación de la catequesis, hubiera que esperar a «que se hayan terminado de discutir» estas cuestiones. La vida no puede esperar a que la teoría haya llegado al final de su elaboración; más bien es la teoría la que tiene necesidad de las iniciativas de la vida, que es siempre «de hoy». La misma fe es anticipación de 10 actualmente inaccesible. Es precisamente así como ella 10 alcanza en nuestra vida y la conduce a transcenderse a sí misma.

Dicho de otro modo: para una justa superación teórica y práctica de la crisis de nuestra transmisión de la fe, así como para una verdadera renovación de la catequesis, es indispensable que los problemas que acaban de ser enunciados sean reconocidos como tales y encaminados hacia su solución. Ahora bien, el carácter irrenunciable de la teoría, también en la Iglesia y a propósito de la fe, no significa ni que la fe tenga que resolverse en teoría ni que pueda prescindir de ella. Por principio, la discusión teológica no es posible y significativa si en ella no hay, de manera permanente, una incisión de 10 real, y precisamente porque la hay.

De este dato es del que habla, con fuerza, la primera epístola de San Juan, a propósito de una crisis en todo semejante a la nuestra: «Vosotros tenéis la unción del Santo, y todos vosotros poseéis la ciencia» (1 Ioh 2,20). Lo que quiere decir: vuestra fe bautismal el conocimiento que os ha sido transmitido por la unción (sacramental), son un contacto con la realidad misma, y, por tanto, desde ese momento, tienen la precedencia sobre la teoría. No es la fe bautismal la que debe justificarse ante la teoría, sino que es la teoría la que debe justificarse ante la realidad, ante la «ciencia» de la verdad concedida en la confesión de fe bautismal. Algunos versículos más adelante, el Apóstol traza una frontera precisa a las exigencias intelectuales que la «gnosis» -es decir, las teorías intelectuales acerca de la «pistis»- había planteado; porque 10 que aquí nos jugamos es si el Cristianismo es consistente en sí mismo o hay que recuperarlo a través de la filosofía del tiempo. Dice el Apóstol:

«La unción que habéis recibido de El (= el conocimiento de la fe en la comunidad espiritual de la Iglesia), permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su Espíritu (SQ unción = la fe cristológica de la Iglesia, don del Espíritu) os enseña acerca de todas las cosas, y la enseñanza es verdadera y no mentirosa, debéis permanecer en El» (1 Ioh 2,27).

Este pasaje advierte, por la autoridad apostólica de aquel que había palpado al Verbo encarnado, que los fieles deben oponerse a toda disolución de la fe en teorías que ahogan la fe en nombre de la autoridad de la pura razón. El Apóstol dice a los cristianos que la fe sencilla de la Iglesia tiene una autoridad más alta que la de las teorías teológicas, porque su fe expresa la vida de la Iglesia, que está por encima de las explicaciones teológicas y de sus hipotéticas certezas 6.

Ahora bien, con esta remisión al primado de la fe bautismal por encima de todas las teorías didácticas y teológicas, nos encontramos ya en plena respuesta a los problemas fundamentales planteados en nuestra exposición. A fin de elaborar mejor y de profundizar estas intuiciones, nos es preciso ahora formular mejor nuestra pregunta. Se trata de la cuestión acerca de la transmisión de la fe y de las fuentes de la fe. Para responderla exactamente nos es necesario aclarar lo que debe entenderse por fe y qué es propiamente una «fuente de la fe».

La ambigüedad del término «creer» viene de que designa dos actitudes espirituales totalmente diferentes. En el lenguaje cotidiano, «creer» significa «opinar, suponer»; indica, por tanto, un grado del saber acerca de aquellas realidades de las que no poseemos aún una certeza. Esto ha generado la idea, muy extendida, de que también la fe cristiana es un conjunto de suposiciones sobre materias acerca de las cuales todavía no tenemos un conocimiento exacto. Pero tal concepción de la fe atenta radicalmente a su esencia.

El más importante Catecismo católico, el Catecismo Romano, publicado por San Pío V en conexión con el Concilio de Trento, dice, a propósito del fin y contenido de la catequesis, que la síntesis del saber cristiano está expresada en una palabra del Redentor que nos trasmite San Juan: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Ioh 17,3) 7. El Catecismo quiere con esto precisar el contenido y el fin de toda catequesis y, a la par, precisa efectivamente que es radicalmente la fe: la fe apunta y se finaliza en la vida, da «potencia para vivir» (Glaube zielt auf das Lebenkonnen). En la fe no se trata de un poder cualquiera, que uno podría adquirir o dejar de lado, sino precisamente de esto: de aprehender la vida misma, y una vida que vale y es capaz de permanecer eternamente.

San Hilario de Poitiers, que vivió en el siglo IV, describió de manera parecida en su De Trinitate el punto de partida de su propia búsqueda de Dios. Por una parte, había llegado a la conclusión final de que la vida no podía habernos sido dada sólo para morir. Simultáneamente, se le había hecho evidente que los dos fines vitales, que se imponen como contenido de la vida, no son suficientes: no bastan, dice, ni la posesión de una vida placentera ni la firme seguridad de gozarla siempre. «Bienes y seguridad»: esto no puede ser la vida, dice Hilario, porque entonces el hombre sólo obedecería a su vientre y a su pereza 8.

El punto culminante de la vida no puede alcanzarse sino allí don"' de existe todavía otra cosa: el conocimiento y el amor. También se podría decir que solamente la «relación» da a la vida su riqueza: la relación con el «tú» y la relación con el universo. Sin embargo, esta doble relación tampoco basta, porque «la vida eterna consiste en que te conozcan a Ti». La fe es vida porque es «relación», es decir, un conocimiento que se convierte en amor, un amor que proviene del conocimiento y que conduce a él. Del mismo modo que la fe designa otro poder distinto del mero poder de realizar acciones aisladas, es decir, designa la fundamental potencia para vivir, así la fe posee igualmente como propio otro campo del ser y del conocimiento distinto del conocimiento de los seres particulares, a saber, el mismo conocimiento fundamental, en el cual tomamos conciencia de nuestro fundamento, aprendemos a aceptarlo y, porque tenemos un fundamento, podemos vivir. La tarea esencial de la catequesis es, pues, conducir al conocimiento de Dios y de su enviado, Jesucristo; o, como dice con sabiduría el Catecismo Romano, recordar al hombre este conocimiento, pues está grabado en lo más profundo de todos nosotros 9.

Con estas reflexiones hemos trazado lo que podría llamarse el carácter personalista de nuestra fe. Pero esto no es sino la mitad de un todo. Existe un segundo aspecto, que encontramos también descrito en la primera Carta de San Juan. En su primer versículo, la experiencia del Apóstol es calificada de «visión» y de «contacto» con el Verbo, que es la vida y que se ofrece para ser palpado porque se hizo carne. De aquí surge la misión del Apóstol, que es la de transmitir lo que oyó y vio «a fin de que vosotros también, con nosotros, podáis entrar en comunión con la Palabra» (1 Joh 1, 1-4). La fe no se dirige solamente a situarnos frente a frente con el Tú de Dios y de Cristo: es también el contacto que abre al hombre a la comunión con aquellos a los cuales Dios mismo se ha comunicado. Esta comunión, podemos agregar nosotros, es el don del Espíritu, que nos echa un puente hacia el Padre y el Hijo. La fe no es, pues, solamente un «yo» y un «tú», sino que es también un «nosotros». En este «nosotros» está vivo el memorial que nos hace volver a encontrar lo que habíamos olvidado: Dios y su enviado.

Dicho de otra manera: no hay: fe sin la Iglesia. Henride Lubac ha demostrado que el «yo» de la confesión de fe cristiana no es el «yo» aislado del individuo, sino el «yo» colectivo de la Iglesia 10. Cuando digo: «Yo creo», eso quiere decir que yo supero las fronteras de mi aislada subjetividad para integrarme en el sujeto común que es la Iglesia, al mismo tiempo que me integro en su saber, que sobrepasa los tiempos y los límites del tiempo. El acto de fe es siempre un acto por medio del cual se entra en la comunión de un todo. Es un acto de communio, por medio del cual uno se deja integrar en la Communio de los testigos, de tal manera que, en ellos y a través de ellos, tocamos lo intocable, oímos lo no-oíble, vemos lo invisible. De Lubac ha explicado que nosotros no creemos en la Iglesia. del mismo modo como creemos en Dios, sino que nuestra fe es fundamentalmente un «co-creer» con toda la Iglesia y sólo así es, por: principio, representable e inteligible teoréticamente 11.

Así pues, cada vez que en la catequesis se estima poder prescindir más o menos de la fe de la Iglesia, por poco que ello sea, bajo el pretexto de recoger en la Escritura un conocimiento más directo y más preciso, entramos en el terreno de la abstracción. Entonces, en efecto, ya no se piensa, ni se vive, ni se habla en función de una certeza que sobrepasa las posibilidades de mi «yo» individual y que se funda sobre una memoria anclada en las bases de la fe y que deriva de ella; ya no se habla en virtud de una potencia (Vollmacht) que sobrepasa los poderes del individuo; sino que uno se sumerge, por el contrario, en aquella otra especie de fe que no es más que una opinión, más o menos fundada, acerca de lo desconocido. ·· En tales condiciones, la catequesis se reduce a no ser más que una teoría al lado de otras, un poder (Konnen) junto a otros; y ya no puede ser aprehensión y recepción de la vida verdadera, es decir, de la vida eterna. No es, pues, de extrañar que en la catequesis moderna apenas si encuentra sitio la vida eterna, y que la cuestión de la muerte sólo sea tocada, la mayoría de las veces, a propósito de qué se puede hacer para diferirla o para que suceda con el menor sufrimiento posible.

2. ¿Qué son las «fuentes»?

         Si se considera la fe en esta perspectiva, el problema de las «fuentes» se plantea de otro modo. Cuando, hace treinta años, trataba yo de hacer un estudio de la comprensión de la Revelación en la teología del siglo XIII, tropecé con un hecho inesperado: en efecto, nadie había tenido la idea, en esa época, de llamar a la Biblia «la Revelación» y tampoco le fue aplicado el término de «fuente». No es que entonces se haya tenido a la Biblia en menor estima que hoy día. Todo lo contrario, se tenía hacia ella un respeto mucho menos condicionado, y era claro que la teología no podía y no debía ser cosa que la interpretación de la Escritura. Pero lo que era diferente es la idea que se tenía acerca de la armonía entre Escritura y vida. Por eso la palabra «revelación» sólo se aplicaba, por una parte, al acto único, inexpresable en palabras humanas, por el cual Dios se da a conocer a su creatura, y por otra, al acto de recepción por el cual la condescendencia divina llega a ser perceptible al hombre bajo forma de revelación. Todo cuanto debe fijarse en palabras, y por 10 tanto también la Escritura, atestigua la Revelación sin ser la Revelación misma en el sentido estricto de la palabra. Y sólo la Revelación misma es, hablando con propiedad, «fuente», la fuente de la que también bebe la Escritura. Si se la desgaja de esta donación que la condescendencia divina hace al «nosotros» de los creyentes, la fe, en ese mismo momento, queda arrancada de su suelo natural, para no ser más que «letra» y «carne» 12.

         Cuando, mucho después, se aplicó a la Biblia el concepto historicista de «fuente», se eliminó simultáneamente su interna capacidad de autotranscenderse, que pertenece, no obstante, a su esencia, y así su lectura pasó a ser unidimensional: esta no podía alcanzar ya otra cosa que lo históricamente verosímil. Pero el que Dios actúe, pertenece a un orden de cosas que el «historiador» no podía tener por verosímil.

         Cuando a la Biblia se la considera sólo como una fuente en el sentido del método histórico (cosa que también es, ciertamente), el historiador pasa a ser el único competente para interpretarla; pero entonces tampoco la Biblia puede proporcionarnos otra cosa que informaciones históricas, y el historiador debe tratar de hacer todo lo posible para mostrar que un Dios que actúa en la historia no es más que una hipótesis inútil.

                  Si, por el contrario, la Biblia es la condensación de un proceso de revelación mucho más grande e inagotable; si su contenido sólo es perceptible al lector cuando éste se ha abierto a esta más alta dimensión, entonces la significación de la Biblia no resulta disminuida; lo que cambia, entonces, diametralmente son las competencias para interpretarla. Porque esto significa que la Biblia pertenece a una red de referencias, a través de las cuales el Dios vivo se comunica en Cristo por el Espíritu. O lo que es lo mismo, que la Biblia es expresión e instrumento de aquella comunión en la que el «yo» divino y el «tú» humano se tocan en el «nosotros» de la Iglesia fundada por Cristo. Ella, la Biblia, es, entonces, parte de un organismo vivo, del cual toma por lo demás su origen; de un organismo que -a través de las vicisitudes de la Historia- conserva sin embargo su identidad y que, por consiguiente, puede hablar sobre la Biblia, con derecho de autor, como sobre un bien que le pertenece. Que la Biblia, como toda obra de arte y más aún que cualquier obra de arte, diga más de lo que ahora podemos comprender de su letra, es el resultado de que ella expresa por medio de palabras una revelación, reflejada pero no agotada por la palabra.

         Así se explica también que, cuando la Revelación ha sido «percibida» y ha llegado a ser viva, se produce una unión con la palabra, más profunda que cuando la Biblia es analizada solamente como si fuera un texto. La «simpatía» de los santos por la Biblia, sus sufrimientos compartidos con la palabra, se la hacen comprender más profundamente de lo que pudieron entenderla los sabios de la Ilustración: es una consecuencia lógica de lo que decimos. Pero, al mismo tiempo, se hacen también comprensibles los fenómenos de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia 13.

¿Cuál es la relación de estos análisis con nuestro tema? Si son exactos, quieren decir que en la catequesis las fuentes históricas deben ser estudiadas en conexión con la fuente en sentido estricto, a saber, Dios que actúa en Cristo. Esta fuente no es accesible de otro modo que en el organismo viviente que ella ha creado y que ella mantiene vivo. En este organismo, los libros de la Escritura y las declaraciones de la Iglesia que explican la fe, no son testimonios muertos de acontecimientos pasados, sino elementos portadores de una vida comunitaria. Aquí, siempre han estado en el presente y, a la vez, abriendo las fronteras hacia el futuro; puesto que nos conducen hacia Aquel que tiene el tiempo en su mano, hacen también permeables las fronteras del tiempo. Pasado y futuro se encuentran en el hoy de la fe 14.


3. La estructura de la catequesis

a) Las cuatro piezas maestras

Esta interna conexión, entre la palabra y el organismo que la sostiene, traza también el camino que debe seguir la catequesis. Su estructura resulta de los mismos acontecimientos fundamentales de la vida de la Iglesia, que corresponden a las dimensiones esenciales de la existencia cristiana. Así nació, en los primeros tiempos, una estructura catequética cuyo núcleo remonta al origen de la Iglesia, es decir, es tan antiguo o casi tan antiguo como el canon de la Sagrada Escritura. Lutero utilizó esta estructura para su catecismo con tanta naturalidad como los autores del Catecismo Romano. Esto fue posible porque no se trataba de un sistema artificial, sino simplemente de la síntesis del material memorizable indispensable para la fe, y que refleja al mismo tiempo, los elementos vitales de la Iglesia: el símbolo de la fe, los sacramentos, el decálogo y la oración del Señor.

Estas cuatro clásicas «piezas maestras» (Hauptstücke) de la catequesis han servido durante siglos como elementos estructurantes y como lugares de concentración de la enseñanza catequética, y han abierto también el acceso tanto a la Biblia como a la vida de la Iglesia. Ya hemos dicho que corresponden a las dimensiones de la existencia cristiana. Es lo que afirma el Catecismo Romano al decir que allí se encuentra lo que el cristiano debe creer (el símbolo), lo que debe esperar (el Padrenuestro), lo que debe hacer (el decálogo como explicitación de los modos de amar), y se nos describe el espacio vital en que todo esto hunde sus raíces (sacramentos e Iglesia) 15.

De este modo, se hace perceptible, al mismo tiempo, la coherencia con los cuatro grados de la exégesis de los que hablaba la Edad Media, que los consideraba también como respuesta a las etapas de la existencia humana. Se da, en primer lugar, el sentido literal de la Escritura, que se obtiene atendiendo al suelo histórico de los acontecimientos bíblicos. Sigue el sentido llamado alegórico, es decir, la mirada a la interna trascendencia de esos acontecimientos, por fuerza de los cuales la historia allí descrita puede ser calificada como historia de la salvación. Hay, en fin, el sentido moral y el sentido anagógico, que muestran cómo la acción proviene del ser y cómo la historia, más allá del acontecimiento, es esperanza y sacramento del porvenir 16. Sería necesario hoy día estudiar de nuevo esta doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura, pues ella muestra el lugar insustituible de la exégesis estrictamente histórica (streng historischer) pero señala también claramente sus fronteras y su necesario contexto.

La colección memorizable de las materias de la fe, que representan las cuatro «piezas maestras» que acabamos de enumerar, está presidida por una innegable lógica interna. Por eso, el Catecismo Romano las caracterizó, con toda razón, como «los lugares interpretativos» (Auslegungsorte) de la Biblia. En el lenguaje científico y teórico de hoy, habría que decir que el Catecismo Romano los considera como los puntos inamovibles de una tópica y hermeneútica de la Escritura 17.

No se ve por qué hoy día se cree un deber abandonar, cueste lo que cueste, esta estructura sencilla, tan justa teológica como pedagógicamente. En las primeras etapas del nuevo movimiento catequístico, esta estructura pasaba por ingenua. Se creía sin vacilación que era un deber edificar una sistematización de lo cristiano que fuera contundente por su lógica. Pero esas sistematizaciones pertenecen a la investigación teológica, no a la catequesis; por lo demás, rara vez sobreviven a sus autores. El extremo opuesto, es decir, la abolición de toda estructura y la caducidad de cualquier opción acuñada por las situaciones actuales, eran las consecuencias casi necesarias de aquellos entusiasmos por la sistemática perfecta.

b) Reflexiones sobre dos problemas de contenido

         La finalidad de esta exposición no es la de detallar el contenido de estas cuatro «piezas maestras»: debemos limitarnos, en principio, a problemas de estructura. No puedo evitar, sin embargo, algunas breves reflexiones a propósito de dos elementos de esta estructura que me parecen especialmente amenazados hoy día.

         El primer punto se refiere a la posición que la fe en Dios Creador y en la Creación tiene en el Símbolo de fe de la Iglesia. De tiempo en tiempo, se hace presente el temor de que una insistencia demasiado fuerte sobre este aspecto de la fe podría comprometer la posición central de la cristología 18. Si se consideran algunas fases más recientes del desarrollo teológico, podría parecer justificado este temor. Hoy día, sin embargo, es el temor inverso el que me parece mucho más justificado: la marginación de la doctrina de la Creación reduce la noción de Dios y, por vía de consecuencia, reduce también la cristología. A lo religioso se le reconoce sede propia en el ámbito psicológico y sociológico; pero el mundo material resta abandonado en manos de la física y de la técnica. Ahora bien, sólo si el ser -incluido el que es propio de la materia- ha salido de las manos de Dios y está en las manos de Dios, sólo entonces Dios puede ser realmente también nuestro Salvador y darnos la vida, la Vida verdadera.

         Hoy día, sobre todo cuando en el mensaje de fe entra en juego la materia, existe una lamentable tendencia a dar explicaciones evasivas, retirándose hacia el campo de lo simbólico: comenzando por la creación, siguiendo con el nacimiento virginal de Jesús y su resurrección, para terminar en la presencia real de Cristo por la conversión del pan y el vino, en nuestra propia resurrección y en la Parusía del Señor. No estamos ante una simple quaestío dísputata entre teólogos cuando se sostiene que la resurrección acontece en el momento de la muerte: con ello no sólo se niega el alma, sino, sobre todo, se pone en tela de juicio la corporalidad real de la salvación 19. Por este motivo, una renovación decisiva de la fe en la Creación constituye una condición necesaria y previa para la credibilidad y la profundización tanto de la cristología, como de la escatología.

         El segundo punto que quisiera subrayar se refiere al Decálogo. A causa de una básica incomprensión de la crítica de la Ley hecha por San Pablo, muchos han llegado a pensar que el Decálogo, en cuanto ley, debía ser eliminado de la catequesis y reemplazado por las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Con 10 cual, se demuestra que no sólo se desconoce 10 que es el Decálogo, sino también el Sermón de la Montaña, y, en esa misma medida, toda la estructura interna de la Biblia. Pablo, por el contrario, caracterizó el giro propio del Nuevo Testamento respecto de la Ley como «la plenitud de la Ley por el amor», y para explicar esta plenificación se refirió expresamente al Decálogo (Rom 13,8-10; cf Lev 19,8; Ex 20,13ss.; Dt 5,17) 19. Cuando el Decálogo es expulsado de la catequesis, queda ésta afectada en Sll misma estructura fundamental. Y entonces no se logra realmente acceder a la fe de la Iglesia 21.

c) Sobre la estructura formal de la catequesis

         Quisiera terminar mis reflexiones con dos observaciones acerca de los problemas teológicos esenciales que han sido objeto de nuestra consideración en la primera parte de esta exposición.

         La primera observación se refiere a las relaciones entre la exégesis dogmática y la exégesis histórica. En el origen del acceso directo a la Escritura, que fue al mismo tiempo el del abandono de la tradición catequética y dogmática, estuvo el temor de que el vínculo con el dogma no permitiera realmente una lectura libre y abarcante de la Biblia. La manera en que la tradición dogmática había ejercitado de hecho la exégesis escriturística justificaba en gran medida este temor. Pero, hoy día, comprobamos que únicamente el contexto de la Tradición eclesial pone al catequista en condiciones de referirse a toda la Biblia y a la verdadera Biblia. Vemos hoy día que sólo en el contexto de la fe comunitaria de la Iglesia se puede tomar la Biblia al pie de la letra y creer lo que ella dice como realidad, como acontecimientos de este mundo nuestro y como historia (Geschichte). Esta circunstancia legitima la interpretación dogmática de la Biblia incluso desde un punto de vista histórico (historisch): el lugar hermenéutico constituido por la Iglesia es el único que puede hacer afirmar los escritos de la Biblia como Escritura Santa y que puede hacer admitir las propias declaraciones de la Iglesia como verdaderas y llenas de sentido. Habrá siempre, sin embargo, una cierta tensión entre los problemas nuevos de la historia y la continuidad de la fe. Pero, al mismo tiempo, nos queda en claro que la fe tradicional no es el enemigo, sino más bien el garante de una fidelidad a la Biblia que esté conforme con los métodos de la historia.

         La segunda y última reflexión nos hace volver al problema de las relaciones entre método y contenido de la catequesis. El lector de hoy puede extrañarse de que el Catecismo Romano haya tenido en el siglo XVI una conciencia tan viva de los problemas del método catequético. Dice el Catecismo, efectivamente, que era muy importante saber si tal o cual materia debía ser enseñada de esta o de otra manera. Es por eso -agrega- por lo que hay que estar exactamente al corriente de la época, de las capacidades de comprensión, de los hábitos de vida y de la situación social de los oyentes: sólo así puede hacerse uno todo para todos. El catequista debe saber a quién hay que dar leche, a quién alimento sólido, a fin de adaptar su enseñanza a la capacidad de cada cual. Sin embargo, lo admirable para nosotros es que el Catecismo Romano haya dejado al catequista mucha mayor libertad de la que le deja de ordinario la catequética actual. En efecto, deja a la iniciativa del docente el orden que ha de adoptar en su catequesis, en función de las personas y las circunstancias. Lo cual presupone también, es cierto, que el catequista viva y haga suya, la materia de su enseñanza, por medio de una continua meditación y de una asimilación interior, y que -al hacerse su propio plan- no pierda de vista la necesidad de ordenarlo en función de las cuatro «piezas maestras» de la catequesis 22.

         El Catecismo Romano no exige que se prescriba tal o cual método didáctico. Dice, más bien, que cualquiera que sea el orden escogido por el catequista, «nosotros queremos organizarlo siguiendo la autoridad de los Padres» 23. Dicho de otro modo: esto significa que el Catecismo Romano pone a disposición del catequista las piezas básicas indispensables de la catequesis, así como sus contenidos concretos, pero no le dispensa de buscar él mismo cuál es el camino más apropiado para Su transmisión en talo cual situación concreta. Sin duda alguna, el Catecismo Romano presuponía ya de este modo la existencia de un segundo nivel de literatura que podía ayudar al catequista en su tarea, sin que se pueda, sin embargo, programar previamente todas las situaciones particulares.

         Esta distinción de niveles es, a mi modo de ver, extraordinariamente importante. La miseria de la nueva catequesis consiste, en definitiva, en que ha olvidado a ojos vistas la distinción entre el «texto» y su «comentario». El texto, o sea, el contenido propiamente dicho de 10 que hay que decir, se diluye cada vez más en su comentario; pero, entonces, el comentario no tiene ya nada que comentar, ha llegado a ser su propia medida, y pierde, por lo mismo, su seriedad. Soy de la opinión de que la distinción hecha por el Catecismo Romano entre el texto de base de las afirmaciones de la fe y los textos hablados o escritos de su transmisión, no es sólo «un» camino didáctico, posible entre otros, sino que pertenece a la esencia de la catequesis 24. Esta distinción está al servicio, por una parte, de la necesaria libertad del catequista para tratar las situaciones particulares, y es indispensable, por otra parte, para garantizar la identidad del contenido de la fe.

         A esto no puede objetarse que todo discurso humano relativo a la fe es ya un comentario y no el texto primitivo, puesto que la Palabra de Dios no puede ser jamás aprisionada en términos humanos. Que la Palabra de Dios sea siempre infinitamente más grande que cualquier palabra humana, más grande incluso que las palabras inspiradas de la misma Escritura, eso no quita al mensaje de la fe ni su rostro ni sus contornos. Muy por el contrario, esto nos obliga tanto más a salvaguardar -como nuestro fundamental bien común- eso previamente ofrecido a nuestro pensar, es decir, la fe de la Iglesia que se alimenta de la Escritura. Es esa fe la que debemos tratar de explicar en situaciones siempre cambiantes, con palabras siempre nuevas, a fin de corresponder así, a través del tiempo, a la inagotable riqueza de la Revelación. Creo, por consiguiente, que es necesario distinguir de nuevo, claramente, los grados del discurso catequético, incluso en los libros destinados a la catequesis y al catequista. Esto quiere decir que hay que atreverse a presentar el catecismo como catecismo, a fin de que el comentario pueda seguir siendo comentario, y para que las fuentes y su transmisión puedan reencontrar sus exactas interrelaciones.

         No podría encontrar mejor conclusión para mis reflexiones que las palabras con las que el Catecismo Romano} que he citado con tanta frecuencia, describe la catequesis:

         « Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no termina jamás. Porque, ya se exponga 10 que se debe creer, o lo que se debe esperar o 10 que se debe hacer, de tal manera debe resaltarse en todo ello el amor de Cristo, que cada cual comprenda que todos los actos perfectos de las virtudes cristianas no tienen otro origen que el amor, ni pueden ordenarse a otro fin que el amor» 25.
                 
Notas:
* Este texto es la traducción castellana de la conferencia que el autor pronunció en Lyon y París los días 15 y 16 de enero del año 1983. La traducción ha sido realizada por el Director de la Revista Prof. Dr. Pedro Rodríguez, a partir ·del original alemán, todavía inédito, que el Cardenal Ratzinger ha tenido la amabilidad de enviarnos. Este original contiene algunos desarrollos no incluidos en el texto francés, que ha sido publicado en «La Documentation Catholique» 65 (1983) 260-267: La Redacci6n de Scripta Theologica agradece al Cardenal Prefecto de la S. C. para la Doctrina de la Fe la autorizaci6n para publicar en nuestra Revista la versi6n castellana de esta importante exposici6n doctrinal.

1.    Cfr. CONFÉRENCE EPISCOPAL FRAN(,;AISE, La catéchese des enfants. Texte de référence, París, Le Centurion 1980, pp. 11-26; GEMEINSAME SYNODE DER BISTÜMER IN DER BUNDESREPUBLIK DEUTSCHLAND, Offizielle Gesamtausgabe, 1, Freiburg 1976, pp. 123 ss.

2.    Cfr. indicaciones en ] . RATZINGER, Dogma und Verkündigung, München 1973, p. 70.

3.    Cfr. J. RATZINGER, Theologische Prinzipienlehre, München 1982, pp. 334 ss.

4.    J. A. MOEHLER, Die Einheit in der Kirche, edición J. R. GEISELMANN, Darmstadt 1957, p. 54.

5.    Cita tomada de \Y!, G, K ÜMMEL, Das Neue Testament, Geschichte der Er/orschung seiner Probleme, Freiburg 1958, p. 305.

6.    Esta es a la vez la actitud fundam~ntal de San Ireneo en su lucha contra la gnosis, que ha pasado a ser la base misma de la teología católica y que ha tenido y tiene una importancia decisiva para la configuración y la existencia misma de la Iglesia católica.

7.    Catechismus Romanus, Proemium, n. 10.

8.    S. HILARlO, De Trinitate, 1, 1 Y 2; Corpus Christ. LXII (ed. SMULDERS) p. 1 s.

9.    EL texto del Catecismo Romano dice: «Illud igitur primum videtur esse,ut semper meminerint omnem christiani hominis scientiam hoc capite comprehendi, ve! potius, quemadmodum Salvator noster ait: Haec est vita aeterna, ut cognoséant te solum verum Deum, et quem misisti, Iesum Christum» (N. del T.).

10.  H. DE LUBAC, Paradoxe et mystere de l'Eglise, París 1967

11.  H. DE LUBAC, La foi chrétienne. Essai sur la structure du Symbole des ApDtres, París 197CJ2, pp. 201-234; cfr. J. RATZINGER, o.c. en nota 3, pp. 15-27. Importante y clarificador para el tema es lo que subraya L. BOUYER, Le métier du théologien, París 1979, pp. 207-227.

12.  Diversas circunstancias han determinado que, hasta ahora, sólo haya podido publicar algunos fragmentos de aquella investigación; cfr. Offenbarung-Schrift-tJberlieferung, en «Trier Theologische Zeitschrift» 67 (1958) 13-27; Wesen und Weisen der auctoritas im Werk des hlg. Bonaventura, en Die Kirche und ihre Amter und Stande (Festgabe f. Kardinal Frings), Koln 1960, pp. 58-72; algunas indicaciones también en mi libro Die Geschichtstheologie des hlg. Bonaventura, München 1959. Para toda la cuestión, cfr. H. DE LUBAC, Exégese médiévale, 2 vols., París 1959-1964.

13.  P. G. MÜLLER, Der Traditionsprozess im Neuen Testament, Freiburg 1981, ha demostrado de manera convincente, con la ayuda del método lingüístico, que es la Biblia misma la que presupone esta conexión y que no puede ser leída en su propia perspectiva sino en la medida en que se accede a ella de .esta manera. Interesantes puntos de vista a este respecto en H. GESE, Zur biblischen Theologien, München 1977, pp. 9-30. Acerca de la Iglesia como sujeto, vid. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La unidad de la fe y el pluralismo teológico, Madrid 1976, especial- mente mi comentario a las tesis IV-VII.

14.  Por eso el «hodie» y el «eras videbitis» de la liturgia de Adviento y Cuaresma, no es un juego verbal, sino interpretación de la realidad en el interior de la fe

15.  Catechismus Romanus, Proemium, n. 12.

16.  Cfr. H. DE LUBAC, Histoire et esprit. L'intelligence de l'Ecriture d'apres Origene, París 1950.

17.  El Catecismo Romano habla en el n. 12 de su proemio de «quatuor his quasi communibus sacrae theologiae locis»; en el n. 13 se refiere a los «prima illa quatuor genera»; la palabra «fuente» aparece poco antes en ese mismo n. 13, al afirmar que cada enunciado de la Biblia se deja reconducir a uno de estos «loci», a los que el catequista debe recurrir como a la «fuente» de la doctrina que hay que aplicar en cada caso: «quo tanquam eius doctrinae fontem ... confugient». Esta observación me parece de no escasa importancia a la hora del uso lingüístico de la palabra «fuente» y de la comprensión certera de los factores que intervienen en la educación cristiana; aquí no se considera la Biblia como la fuente, en contraposición a los cuatro «capita», que serían sólo un esquema organizativo, sino que los «capita» son la fuente de la que salen las afirmaciones bíblicas singulares. Esto que decimos, por lo que se refiere al Decálogo en relación con los libros legales del Antiguo Testamento, ha sido puesto de relieve de la manera más convincente y con los métodos de la exégesis moderna, por H. GESE, O.C. en nota 12, pp. 55-84. Se podría hacer lo mismo -no igual, pero sí de manera análoga~ en lo que se refiere a los otros tres «capita».
18.  Este temor resuena también en La catéchese des enfants, o.c. en nota 1, p. 37, cuya tesis de que la doctrina de la Creación debe ser leída en perspectiva cristológica es, por lo demás, plenamente válida.
19.  Cfr., para este conjunto de cuestiones, J. RATZINGER, Eschatologie, Regensburg 1977, así como el artículo Zwischen Tod und Auferstehung, en «Int. Kath. Zeitschrift Communio» 9 (1980) 209-223, que contiene afirmaciones complementarias y profundizadas.
20.  Cfr. H. GESE, o.c. en nota 12, principalmente p. 55.
21.  Es un mérito de La catéchese des enfants, Texte de référence, o.c. en nota 1, el haber subrayado con toda claridad el valor permanente del Decálogo (p. 59). También la alusión al carácter sacramental de la catequesis (un «paso sacramentalmente estructurado», p. 57) se relaciona con lo que aquí intentamos decir
22.  Catechismus Romanus, proeminum, n. 13: «Docendi autem ordinem eum adhibebit, qui et personis et tempori accommodatus videbitur». Las otras citas proceden del n. 12 del proemio.
23.  Catechismus Romanus, Proemium, n. 13.
24.  Esta gradación o distinción de niveles está ya clara en el siglo II, al establecerse la estructura de relaciones Símbo1o-Regu1a Fidei-Tratados catequéticos. El Símbolo representa la palabra común de la confesión orante; la Regula -que no puede ser fijada en palabras- es la estructura fundamental de los «capita» del Cristianismo, estructura que es previa y le viene dada al maestro; la literatura teológica, a su vez, hace a la Regula objeto de reflexión, concreción y aplicación a las diferentes situaciones. Cfr., para la relación entre Símbolo, Regula y Teología, H. ]. ]ASCHKE, o.c. en nota 6, passim, sobre todo, pp. 36-44, y 140-147.
25.  Catechismus Romanus, Proemium, n. 10.

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