CONSTITUCIÓN
APOSTÓLICA
«FIDEI DEPOSITUM»
por la que se promulga y establece,
después del Concilio Vaticano II,
y con carácter de instrumento de derecho público,
el Catecismo de la Iglesia Católica
después del Concilio Vaticano II,
y con carácter de instrumento de derecho público,
el Catecismo de la Iglesia Católica
A los Venerables Hermanos Cardenales, Arzobispos, Obispos, Presbíteros,
Diáconos y demás miembros del Pueblo de Dios
JUAN PABLO II, OBISPO,
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
PARA PERPETUA MEMORIA
PARA PERPETUA MEMORIA
1. Introducción
Conservar el depósito de la fe es la misión que el Señor confió a su
Iglesia y que ella realiza en todo tiempo. El Concilio Ecuménico
Vaticano II, inaugurado hace treinta años por mi predecesor Juan XXIII, de
feliz memoria, tenía como propósito y deseo hacer patente la misión apostólica
y pastoral de la Iglesia, y conducir a todos los hombres, mediante el
resplandor de la verdad del Evangelio, a la búsqueda y acogida del amor de
Cristo que está sobre toda cosa (cf. Ef 3, 19).
A esta asamblea el Papa Juan XXIII le
fijó como principal tarea la de custodiar y explicar mejor el depósito
precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los
fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para ello, el
Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino, ante
todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la
doctrina de la fe. «Confiamos que la Iglesia —decía él—, iluminada por la luz
de este Concilio, crecerá en riquezas espirituales, cobrará nuevas fuerzas y
mirará sin miedo hacia el futuro [...]; debemos dedicarnos con alegría, sin
temor, al trabajo que exige nuestra época, prosiguiendo el camino que la
Iglesia ha recorrido desde hace casi veinte siglos» [1].
Con la ayuda de Dios, los padres
conciliares pudieron elaborar, a lo largo de cuatro años de trabajo, un
conjunto considerable de exposiciones doctrinales y directrices pastorales
ofrecidas a toda la Iglesia. Pastores y fieles encuentran en ellas
orientaciones para la «renovación de pensamiento, de actividad, de costumbres,
de fuerza moral, de renovación de alegría y de la esperanza, que ha sido el
objetivo del Concilio» [2].
Desde su clausura, el Concilio no ha
cesado de inspirar la vida eclesial. En 1985, yo pude afirmar: «Para mí —que tuve
la gracia especial de participar en él y colaborar activamente en su
desarrollo—, el Vaticano II ha sido siempre, y es de una manera particular en
estos años de mi pontificado, el punto constante de referencia de toda mi
acción pastoral, en un esfuerzo consciente por traducir sus directrices en
aplicaciones concretas y fieles, en el seno de cada Iglesia particular y de
toda la Iglesia Católica. Es preciso volver sin cesar a esa fuente» [3]
En este espíritu, el 25 de enero de 1985
convoqué una asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, con ocasión del
vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. El fin de esta asamblea era
dar gracias y celebrar los frutos espirituales del concilio Vaticano II,
profundizando en sus enseñanzas para una más perfecta adhesión a ellas y
promoviendo el conocimiento y aplicación de las mismas por parte de todos los
fieles cristianos.
En la celebración de esta asamblea, los padres
del Sínodo expresaron el deseo de que fuese redactado un Catecismo o compendio
de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, que sería
como el punto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en
los diversos países. La presentación de la doctrina debería ser bíblica y
litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a
la vida actual de los cristianos [4]. Desde la clausura del Sínodo, hice mío
este deseo juzgando que «responde enteramente a una verdadera necesidad de la
Iglesia universal y de las Iglesias particulares» [5].
De todo corazón hay que dar gracias al
Señor, en este día en que podemos ofrecer a toda la Iglesia, con el título de
«Catecismo de la Iglesia católica», este «texto de referencia» para una
catequesis renovada en las fuentes vivas de la fe.
Tras la renovación de la Liturgia y el
nuevo Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de los Cánones de las
Iglesias Orientales Católicas, este Catecismo es una contribución
importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial, promovida y llevada
a la práctica por el Concilio Vaticano II.
2. Itinerario y espíritu de la
preparación del texto
El Catecismo de la Iglesia católica es
fruto de una amplísima colaboración. Es el resultado de seis años de trabajo
intenso, llevado a cabo en un espíritu de atenta apertura y con perseverante
ánimo.
El año 1986, confié a una Comisión de
doce cardenales y obispos, presidida por el cardenal Joseph Ratzinger, la tarea
de preparar un proyecto del Catecismo solicitado por los padres sinodales. Un
Comité de redacción de siete obispos de diócesis, expertos en teología y en
catequesis, fue encargado de realizar el trabajo junto a la Comisión.
La Comisión, encargada de dar
directrices y de velar por el desarrollo de los trabajos, ha seguido
atentamente todas las etapas de la redacción de las nueve versiones sucesivas.
El Comité de redacción, por su parte, recibió el encargo de escribir el texto,
de introducir en él las modificaciones indicadas por la Comisión y de examinar
las observaciones que numerosos teólogos y maestros en la presentación de la
doctrina cristiana, diversas instituciones y, sobre todo, obispos del mundo
entero, formularon en orden al perfeccionamiento el texto. Los miembros del
Comité redactor han llevado a cabo su tarea en un intercambio enriquecedor y
fructuoso que ha contribuido a garantizar la unidad y homogeneidad del texto.
El proyecto fue objeto de una amplia
consulta a todos los obispos católicos, a sus Conferencias Episcopales o
Sínodos, a institutos de teología y de catequesis. En su conjunto, el proyecto
recibió una acogida considerablemente favorable por parte de los obispos. Puede
decirse ciertamente que este Catecismo es fruto de la colaboración de todo el
Episcopado de la Iglesia católica, que ha acogido cumplidamente mi invitación a
corresponsabilizarse en una iniciativa que atañe de cerca a toda la vida
eclesial. Esa respuesta suscita en mí un profundo sentimiento de gozo,
porque el concurso de tantas voces expresa verdaderamente lo que se puede
llamar sinfonía de la fe. Aún más, la realización de este Catecismo
refleja la naturaleza colegial del Episcopado: atestigua la catolicidad de la
Iglesia.
3. Distribución de la materia
Un Catecismo debe presentar fiel y
orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva de la
Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los
Padres, de los santos y santas de la Iglesia, para que se conozcan mejor los
misterios cristianos y se reavive la fe del Pueblo de Dios. Debe recoger
aquellas explicitaciones de la doctrina que el Espíritu Santo ha sugerido a la
Iglesia a lo largo de los siglos. Es preciso también que ayude a iluminar con la
luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que en el pasado aún no se
habían planteado.
El Catecismo, por tanto, contiene «lo
nuevo y lo viejo» (cf. Mt 13, 52), pues la fe es siempre la
misma y fuente siempre de luces nuevas.
Para responder a esa doble exigencia, el
Catecismo de la Iglesia católica, por una parte recoge el orden antiguo,
tradicional, y seguido ya por el Catecismo de san Pío V, dividiendo el
contenido en cuatro partes: el Credo, la Sagrada
Liturgia, con los Sacramentos en primer plano; el obrar cristiano,
expuesto a partir de los mandamientos, y, finalmente, la oración
cristiana. Pero, al mismo tiempo, es expresado con frecuencia de una forma
«nueva», con el fin de responder a los interrogantes de nuestra época.
Las cuatro partes se articulan entre sí:
el misterio cristiano es el objeto de la fe (primera parte); es celebrado y
comunicado mediante acciones litúrgicas (segunda parte); está presente para
iluminar y sostener a los hijos de Dios en su obrar (tercera parte); es el fundamento
de nuestra oración, cuya expresión principal es el "Padre Nuestro",
que expresa el objeto de nuestra súplica, nuestra alabanza y nuestra
intercesión (cuarta parte).
La liturgia es, por sí misma, oración;
la confesión de fe tiene su justo lugar en la celebración del culto. La gracia,
fruto de los sacramentos, es la condición insustituible del obrar cristiano,
igual que la participación en la liturgia de la Iglesia requiere la fe.
Si la fe no se concreta en obras permanece muerta (cf. St 2,
14-26). Y no puede dar frutos de vida eterna.
En la lectura del Catecismo de la
Iglesia católica se puede percibir la admirable unidad del misterio de Dios, de
su designio de salvación, así como el lugar central de Jesucristo, Hijo único
de Dios, enviado por el Padre, hecho hombre en el seno de la Virgen María por
el Espíritu Santo, para ser nuestro Salvador. Muerto y resucitado, está siempre
presente en su Iglesia, particularmente en los Sacramentos; es la fuente de la
fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración.
4. Valor doctrinal del texto
El Catecismo de la Iglesia católica que
aprobé el 25 de junio pasado, y cuya publicación ordeno hoy en virtud de
la autoridad apostólica, es la exposición de la fe de la Iglesia y de la
doctrina católica, atestiguadas e iluminadas por la sagrada Escritura, la
Tradición apostólica y el Magisterio de la Iglesia. Lo declaro como regla
segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al
servicio de la comunión eclesial. Dios quiera que sirva para la renovación a la
que el Espíritu Santo llama sin cesar a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en
peregrinación a la luz sin sombra del Reino.
Aprobar el Catecismo de la Iglesia
católica, y publicarlo con carácter de instrumento de derecho público pertenece
al ministerio que el sucesor de Pedro quiere prestar a la Santa Iglesia
Católica, a todas las Iglesias particulares en paz y comunión con la Sede
Apostólica: es decir, el ministerio de sostener y confirmar la fe de todos los
discípulos del Señor Jesús (cf. Lc 22, 32), así como
fortalecer los lazos de unidad en la misma fe apostólica.
Pido, por tanto, a los pastores de la
Iglesia, y a los fieles, que reciban este Catecismo con espíritu de comunión y
lo utilicen constantemente cuando realicen su misión de anunciar la fe y llamar
a la vida evangélica. Este Catecismo les es dado para que les sirva de texto de
referencia seguro y auténtico en la enseñanza de la doctrina católica, y muy
particularmente, para la composición de los catecismos locales. Se ofrece también,
a todos aquellos fieles que deseen conocer mejor las riquezas inagotables de la
salvación (cf. Jn 8, 32). Quiere proporcionar un punto de
apoyo a los esfuerzos ecuménicos animados por el santo deseo de unidad de todos
los cristianos, mostrando con diligencia el contenido y la coherencia suma y
admirable de la fe católica. El Catecismo de la Iglesia Católica es finalmente
ofrecido a todo hombre que nos pide razón de la esperanza que hay en nosotros
(cf. 1 P 3, 15) y que quiera conocer lo que cree la Iglesia
católica.
Este Catecismo no está destinado a
sustituir los catecismos locales debidamente aprobados por las autoridades
eclesiásticas, los Obispos diocesanos o las Conferencias episcopales, sobre
todo cuando estos catecismos han sido aprobados por la Sede Apostólica. El
Catecismo de la Iglesia católica se destina a alentar y facilitar la redacción
de nuevos catecismos locales que tengan en cuenta las diversas situaciones y
culturas, siempre que guarden cuidadosamente la unidad de la fe y la fidelidad
a la doctrina católica.
5. Conclusión
Al concluir este documento, que presenta
el Catecismo de la Iglesia católica, pido a la Santísima Virgen María, Madre
del Verbo Encarnado y Madre de la Iglesia, que sostenga con su poderosa
intercesión el trabajo catequético de la Iglesia entera en todos sus niveles,
en este tiempo en que es llamada a un nuevo esfuerzo de evangelización. Que la
luz de la fe verdadera libre a los hombres de la ignorancia y de la esclavitud
del pecado, para conducirlos a la única libertad digna de este nombre
(cf. Jn 8, 32): la de la vida en Jesucristo bajo la guía del
Espíritu Santo, aquí y en el Reino de los cielos, en la plenitud de la
bienaventuranza de la visión de Dios cara a cara (cf. 1 Co 13,
12; 2 Co 5, 6-8).
Dado el 11 de octubre de 1992, trigésimo
aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y año
decimocuarto de mi pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
Notas:
[1] Juan XXIII, Discurso de apertura
del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962: AAS 54
(1962), pp. 788-791.
[2] Pablo VI, Discurso de clausura del
concilio ecuménico Vaticano II, 8 de diciembre de 1965: AAS 58
(1966), pp. 7-8.
[3] Juan Pablo II, Homilía del 25 de
enero de 1985, cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 3 de febrero de 1985, p. 12).
[4] Relación final del Sínodo
extraordinario, 7 de diciembre de 1985, II, B, a, n. 4; Enchiridion
Vaticanum, vol. 9, p. 1.758, n. 1.797.
[5] Juan Pablo II, Discurso de
clausura de la II Asamblea general extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 7
de diciembre de 1985; AAS 78 (1986), p. 435; cf. L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 1985, p. 11.
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