Cuarto domingo del Tiempo Ordinario
CEC 459, 520-521:
Jesús, modelo de las Bienaventuranzas para todos nosotros
CEC 1716-1724: la
vocación a las Bienaventuranzas
CEC 64, 716: los
pobres, los humildes y los “últimos” traen la esperanza del Mesías
CEC 459, 520-521:
Jesús, modelo de las Bienaventuranzas para todos nosotros
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí ... "(Mt 11, 29). "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración,
ordena: "Escuchadle" (Mc 9, 7;cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las
bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: "Amaos los unos a los otros
como yo os he amado" (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda
efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
520 Durante toda
su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2,
5): Él es el "hombre perfecto" (GS 38) que nos invita a ser sus
discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que
imitar (cf. Jn 13, 15); con su oración atrae a la oración
(cf. Lc 11, 1); con su pobreza, llama a aceptar libremente la
privación y las persecuciones (cf. Mt 5, 11-12).
521 Todo lo que
Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva
en nosotros. "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto
modo con todo hombre"(GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que
una sola cosa con Él; nos hace comulgar, en cuanto miembros de su Cuerpo, en lo
que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:
«Debemos continuar y
cumplir en nosotros los estados y misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia
que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia [...]
Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y
continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia [...] por las gracias
que Él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros
gracias a estos misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros» (San
Juan Eudes, Tractatus de regno Iesu).
CEC 1716-1724: la
vocación a las Bienaventuranzas
I. Las bienaventuranzas
1716 Las
bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús
recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las
perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de
los cielos:
«Bienaventurados los pobres
de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
(Mt 5,3-12)
1717 Las
bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad;
expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su
Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida
cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya
incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los
santos.
II. El deseo de felicidad
1718 Las
bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de
origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo
hacia Él, el único que lo puede satisfacer:
«Ciertamente todos
nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé
su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente
enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).
«¿Cómo es, Señor,
que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te
busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive
de ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).
«Sólo Dios
sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo
in Deum» expositio, c. 15).
1719 Las
bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de
los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se
dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo
nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.
III. La bienaventuranza cristiana
1720 El Nuevo
Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la
que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4,
17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a
Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13,
12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21. 23); la
entrada en el descanso de Dios (Hb 4, 7-11):
«Allí descansaremos
y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que
acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no
tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30).
1721 Porque Dios
nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo.
La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1,
4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre
entra en la gloria de Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la
vida trinitaria.
1722 Semejante
bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto
del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también
llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo
divino.
«“Bienaventurados
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su
grandeza y su inexpresable gloria, “nadie verá a Dios y seguirá viviendo”,
porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su
omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a
Dios [...] “porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”»
(San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 20, 5).
1723 La
bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos
invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor
de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en
la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna
obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni
en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:
«El dinero es el
ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de
los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna
también, miden la honorabilidad [...] Todo esto se debe a la convicción [...]
de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los
ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro [...] La notoriedad, el hecho
de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama
de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien
soberano, un objeto de verdadera veneración» (Juan Enrique Newman, Discourses
addresed to Mixed Congregations, 5 [Saintliness the Standard of
Christian Principle]).
1724 El Decálogo,
el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos
que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante
los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados
por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria
de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).
CEC 64, 716: los
pobres, los humildes y los “últimos” traen la esperanza del Mesías
64 Por los
profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera
de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones
(cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del
pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las
naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los
humildes del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres
santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester
conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más
pura es María (cf. Lc 1,38).
716 El Pueblo de
los "pobres" (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los
mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que
esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es,
finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el
tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de
corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en
los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor "un pueblo
bien dispuesto" (cf. Lc 1, 17).
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