Homilía de
Mons. Agustín
García Gasco Vicente
en la Fiesta de San Blas
Parroquia El Salvador (Burriana)
3 febrero 2001
en la Fiesta de San Blas
Parroquia El Salvador (Burriana)
3 febrero 2001
1. Los cristianos siempre celebramos con gran alegría a los
mártires porque sabemos que "Dios los puso a prueba y los halló dignos de
sí" (Sab 3,5), como dice el libro de la Sabiduría. Veneramos,
especialmente, a aquellos Santos Pastores que supieron dar su vida por Cristo y
por su Iglesia. Tal es el caso de San Blas.
Cuenta la tradición que Blas nació en el último cuarto del siglo
III, en la ciudad de Sebaste, (en Asia Menor, dentro de la actual Turquía). Fue
educado en la fe cristiana por sus padres. Pronto se desarrollaron en él
grandes cualidades humanas y espirituales. Hombre piadoso, de sana conducta y
modales, inteligente, hombre seducido por las maravillas de Dios. Estudió
filosofía y ciencias naturales. Admirado de la belleza de la creación también estudió
medicina. En el ejercicio de esta profesión, conoció de cerca la naturaleza
humana y sus dolencias corporales y espirituales. Proyectó retirarse a la
oración. Pero Dios tenía sus propios planes.
A principios del siglo IV murió el Obispo de Sebaste. La comunidad
cristiana aclamó a San Blas y fue elegido, según las costumbres de la época,
como nuevo Pastor de aquella Iglesia. Esto prueba el gran prestigio y fama de
santidad que tenía. Blas no quería la elección, pero se manifestó muy clara la
voluntad de Dios y terminó aceptando.
Se reveló como un Obispo modélico. Fue un magnífico educador,
moderador y acompañante de la comunidad de los fieles cristianos. Deseoso de
afianzarse "en la esperanza de la gloria de Dios" (Rom 5,2), se
retiraba con frecuencia a una cueva del monte Arceo, para orar en la soledad al
Señor. Algunas personas cercanas a él llegaron a constituir un pequeño grupo de
ermitaños y oraban junto con él. Dios confirmaba su palabra y su ministerio
otorgándole el don de hacer milagros (cf. Mc 16,20) y su fama se extendió por
toda Armenia.
En el año 315, el emperador de Oriente, Licinio, desató una cruel
persecución contra los cristianos. La región de Capadocia fue la que sufrió
mayor violencia. Se trataba de un auténtico santuario donde muchos cristianos,
desde tiempos de los Apóstoles, se consagraban enteramente a la contemplación
al abrigo de las silenciosas montañas.
El gobernador, Agricolao, actuó con mucha crueldad y saña. En
cierta ocasión envió a sus soldados a cazar fieras para el circo, donde eran
arrojados los que confesaban a Cristo. Llegados al monte Arceo dieron con la
cueva donde estaba el Santo Obispo orando con sus discípulos. La tradición dice
que muchos animales salvajes estaban recostados a la entrada, como mansos
corderillos.
Los soldados avisaron al gobernador, quien mandó apresar a San
Blas. La gente se enteró. Una multitud salió al camino, por donde iba la
comitiva, para manifestar su apoyo al Obispo de Sebaste. En el trayecto,
ocurrió algo que quedó grabado en la memoria del pueblo fiel. Una mujer con un
niño en brazos se abrió paso y logró colocarse delante del Prelado. Su hijo se
moría asfixiado porque tenía clavada una espina en la garganta. San Blas oró al
Señor y la espina salió de la garganta del muchacho y se curó del todo. Esto
hizo que la gente presionara más a los soldados para que liberaran al Obispo.
Pero también provocó que el gobernador se enfureciera más y deseara acabar con
él lo antes posible.
San Blas fue sometido a la prueba de ofrecer sacrificios a los
ídolos. En vez de eso, aprovechó el momento para predicar el Evangelio al
gobernador y su corte. Agricolao mandó apalearlo hasta la muerte. Pero su
cuerpo resistió la paliza. A la vista de eso, lo encarcelaron. El testimonio de
su fe y los signos que Dios obraba a través de él, provocaban la conversión de
muchos al cristianismo. El gobernador optó por someterle a crueles torturas.
Pero las superó todas. En un ataque de ira, el gobernador decidió que lo
arrojaran públicamente a una laguna para que se ahogara. Pero el Señor puso de
manifiesto a la vista de todos la fortaleza de la fe del Prelado y no se
hundió. Finalmente, en el año 316, el Obispo Blas de Sebaste, "teniendo
total esperanza en la inmortalidad" (Sab 3,4) fue decapitado.
La fuerza de este testimonio de fe traspasó los siglos y llega
hasta nosotros. Más que las tradiciones milagreras, hemos de resaltar la
lección de fortaleza y fidelidad que este santo, Pastor de la Iglesia y mártir
de Cristo, nos da.
2. La Iglesia ha venerado siempre a sus mártires, no solo los del
pasado, sino también los de nuestro tiempo. Hombres y mujeres que, procedentes
de distintos estados de vida, supieron dar testimonio de su fe hasta el
derramamiento de su sangre. Cuando la Iglesia reconoce que fueron testigos de la
fe, dice de ellos: "Estos son los que vienen de la gran tribulación: han
lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero. Por eso están ante el
trono de Dios dándole culto día y noche en su templo" (Ap. 7,14-15).
San Pablo advierte, con claridad, que "todo el que se proponga
vivir como buen cristiano será perseguido" (2Tim 3,12). El seguimiento de
Cristo compromete toda la vida con la Verdad del ser humano. No siempre el
mundo está dispuesto a escuchar la Verdad. Este testimonio, que confiesa la Palabra
de Dios "que no está encadenada" (2Tim 2,9), suscita dos tipos de
reacciones: la acogida del Evangelio o el rechazo del mismo. El testigo de
Cristo es un signo de contradicción porque con su testimonio pone en evidencia
la luz de Dios que ilumina a todo hombre y denuncia las tinieblas de las
idolatrías. El que vive el Evangelio se ve sometido a toda clase de pruebas,
pero dichoso quien soporta la prueba porque "recibirá la corona de la vida
que el Señor ha prometido a los que lo aman" (Sant 1, 12).
3. Sería sencillo acomodarse a lo fácil. San Blas pudo haberse
librado de la muerte, si hubiera adorado a los ídolos. Pero eso le hubiera
llevado al abismo. Amaba al Señor y era consciente de que él le había mandado
"predicar el Evangelio a toda la creación" (Mc 16,15). Y sabía que su
confianza se apoyaba en que "la esperanza no falla, porque el amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado" (Rom 5,5). San Blas también sabía que el discípulo de Cristo es
aquel que permanece en su amor y goza de su amistad (cf. Jn 15,9.15).
"¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o
se perjudica a sí mismo?" (Lc 9,25). Jesús lo advertía a sus discípulos:
"si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su
parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también
lo negaré ante mi Padre del cielo" (Mt 10, 32-33). La opción por los
ídolos, en contra de Jesucristo, coloca al que no da testimonio de su fe en el
abismo del absurdo. ¿Hay algo más absurdo que traicionar el amor cuando éste se
ha descubierto en su plenitud?
4. Cuando la Iglesia celebra a sus mártires recuerda la insondable
riqueza del amor de Dios, que nos introduce en la plenitud de su gloria y nos
hace partícipes de su ser. La fuerza que transmiten los creyentes en Cristo
muestra quién es El. Este testimonio habla por sí solo y manifiesta al
Resucitado allí donde se localizan los testigos veraces de la fe. Y no hay
testigo más veraz de la fe que el que da la vida por Cristo.
Los mártires nos permiten reconocer cómo "los discípulos de
Cristo, unidos íntimamente en su vida y en su trabajo con los hombres, esperan
poder ofrecerles el verdadero testimonio de Cristo y trabajar por su salvación,
incluso donde no pueden anunciar a Cristo plenamente. Así se ayuda a los
hombres a conseguir la salvación por el amor de Dios y del prójimo y empieza a
esclarecerse el misterio de Jesucristo, en quien apareció el hombre nuevo,
creado según Dios, y en quien se revela el amor divino" (AG 12).
En realidad, todos los cristianos estamos llamados a este
testimonio. "Es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya
entregado al Reino sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y
anuncia" (Pablo VI. Evangelii Nuntiandi, 24). Esto fue lo que movió
siempre la vida de San Blas y la de todos los mártires cristianos, hasta el día
de hoy.
5. En el siglo XX, tal vez más que en el primer período del
cristianismo en nuestras tierras, son muchos los que dieron el testimonio de la
fe con sufrimientos a menudo heroicos.
¡Cuántos cristianos pagaron su amor a Cristo también derramando su
sangre! Sufrieron formas de persecución antiguas y nuevas, experimentaron el
odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Su fidelidad al Evangelio se
pagó con un precio muy alto.
Su recuerdo no debe perderse, más bien debe recuperarse de modo
documentado. Los nombres de algunos fueron manchados por sus perseguidores, que
añadieron al martirio la ignominia. Otros fueron ocultados por sus verdugos.
Sin embargo en mis visitas a numerosas parroquias de nuestra
archidiócesis he podido comprobar que los cristianos conservan el recuerdo de
gran parte de ellos.
La Iglesia misma lo reconoce así. El próximo 11 de marzo se
proclamará solemnemente el martirio de muchos sacerdotes, religiosos,
religiosas y fieles cristianos laicos, hermanos nuestros que supieron dar la
vida por Cristo.
Una Iglesia de mártires se convierte en señal orientadora para los
hombres que buscan a Dios. Del sufrimiento de los mártires deriva una fuerza de
purificación y de renovación porque actualizan el sufrimiento de Cristo y
transmiten en el presente su fuerza salvífica.
El martirio no es una reprobación de nadie, ni siquiera una especie
de propuesta ideológica en contra de ningún régimen social o político. El
reconocimiento del martirio es siempre un deber de justicia para con los que
dieron su vida por Cristo. También es un maravilloso reconocimiento de la
dignidad de la naturaleza humana, que está invitada a la Salvación por el
seguimiento de Jesucristo. Y, por si fuera poco, es una llamada a la
reconciliación y a la paz que brotan de la fe: "habiendo, pues, recibido
de la fe la justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor
Jesucristo" (Rom 5,1).
Aprovecho para dar gracias a Dios por el don del testimonio en la
fe de estos hermanos y también doy gracias al Santo Padre por elevarlos a los
altares.
6. La causa de las persecuciones es siempre la misma: hacer perecer
el nombre de Cristo, haciendo desaparecer a su Iglesia. Pero el efecto es
contrario. "Los mártires fueron asesinados para que muriese de nuevo
Cristo, no en la Cabeza, sino en su Cuerpo, pero la sangre santa derramada ha
sido capaz de multiplicar la Iglesia y la muerte de los mártires ha constituido
una siembra mayor" (San Agustín. Sobre los Salmos: Salmo 40, 1).
El testimonio de San Blas nos alienta a ser cristianos auténticos,
manteniéndonos firmes en la fe, alegres en la esperanza y unidos en la caridad.
Como San Blas, estamos llamados a proclamar, con hechos y con palabras, que
Jesucristo es el Señor de la historia y que el Evangelio dignifica a la persona
humana y la dispone para alcanzar la plenitud de su propio ser. Por nuestro
testimonio paciente, en medio de la adversidad, "toda la vida de la
Iglesia significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que
da la vida" (Juan Pablo II. Dominum et vivificantem, 54).
Como dice Su Santidad, Juan Pablo II, "el mayor homenaje que
todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio, será la
demostración de la omnipotente presencia del Redentor mediante frutos de fe,
esperanza y caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han
seguido a Cristo en las distintas formas de vocación cristiana" (Juan
Pablo II. Tertio millennio adviniente, 37).
Tenemos que proclamar, sin miedo, a Jesucristo frente a las
idolatrías de nuestro tiempo.
Los cristianos no podemos aceptar la violencia como método de
imposición legal o ideológica. No podemos aceptar una cultura de la muerte
donde no se respete el valor sagrado de la vida humana —don de Dios—, desde el
momento de la concepción hasta su último instante.
Tampoco podemos aceptar unos modelos sociales y económicos que
generan desigualdades intencionadas y esclavos de sistemas insolidarios.
No podemos callar cuando la familia se ve amenazada por el riesgo
de la confusión y por planteamientos que conducen a equiparar cualquier modelo
de relaciones al multisecular y fecundo modelo de familia de fundación
matrimonial, consagrado por Dios.
No podemos conformarnos con una educación deficiente o parcial de
nuestros niños y jóvenes. No podemos ceder ante las idolatrías que hieren el
rostro humano, invitado al encuentro con el Dios verdadero.
Creemos en el Dios de Jesucristo, por eso testimoniamos al hombre
según Jesucristo. Y no podemos olvidar que esto nos coloca ante el riesgo de
ser perseguidos.
Hay muchas formas de persecución: ideológica, política, cultural,
mediática, económica, educativa... pero siempre ha de prevalecer la convicción
de que el Señor, nuestro Dios, no nos abandonará en los momentos de prueba.
El Señor sostiene con su misericordia a los que esperan en Él y, en
el día final, saldremos siempre victoriosos.
7. Jesucristo "se sentó a la derecha de Dios" (Mc 16,19)
y nos envió con poder a predicar el Evangelio. Se trata de comunicar a Cristo
para iluminar, testificando verazmente la riqueza insoldable de Dios. Este Dios
Viviente, que es comunión y comunicación de amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
es el único que podemos adorar en espíritu y en verdad. El único que nos libera
y nos da vida, una vida que no se agota jamás.
Nosotros, los cristianos, somos nacidos de la luz e hijos del día.
Confiamos en el Señor y sabemos la verdad. "Los fieles a su amor
permanecerán a su lado, pues la gracia y la misericordia están destinados a sus
elegidos" (Sab 3,9). El mismo nos ha elegido, como a San Blas, para ser
sus testigos ante las naciones.
Hermanos míos. Pidamos a San Blas que interceda por nosotros al
Señor, para que se desembocen nuestras gargantas. Que nos libere de las espinas
que nos asfixian para que, sin miedo y ejercitados en la paciencia, podamos ir
a anunciar el Evangelio a toda criatura.
Que así sea.
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