sábado, 8 de febrero de 2020

La sorprendente actitud de Santa Josefina Bakhita da testimonio de la presencia amorosa de Dios en un mundo con demasiada frecuencia injusto



Dos jóvenes sudanesas de siete y doce años, desbordantes de vida y de gozo, se pasean jugando por los campos.  La naturaleza, el futuro, todo les sonríe en la primavera de la vida. Nada hace presagiar un acontecimiento trágico. Al detenerse a recoger hierbas para cocinar, ven de repente a dos hombres que se acercan a ellas. Uno se dirige a la mayor, pidiéndole como favor que deje marchar a la más joven al bosque para buscar un paquete olvidado. La pequeña, llena de inocencia, hace lo que le piden y parte hacia el bosque con los dos hombres. Al llegar al bosque, se percata de que no hay ningún paquete. Ambos se acercan a ella y la amenazan, uno con un cuchillo y el otro con un revólver: «¡Si gritas, morirás! Ven, síguenos». Aterrorizada, la pequeña intenta gritar pero no lo consigue. Más lejos, los raptores le preguntan cómo se llama; petrificada de miedo, es incapaz de responder. «Bien –dicen–, te llamaremos Bakhita (que significa «afortunada»), pues tienes realmente suerte». Según aquellos hombres, era una ironía llamar «suerte» a lo que era una desgracia. Pero a los ojos de Dios, que dirige todos los acontecimientos para el bien de los elegidos, era realmente una suerte inaudita para Bakhita.

Bakhita nace en Sudán hacia 1869 en el seno de una familia con ocho hijos, de la tribu nubiense de los Dagiù; sus primeros años los pasa en Olgossa, pequeña población de Darfur cercana al Monte Agilerei. Siendo aún pequeña, su hermana mayor es raptada por traficantes de esclavos (y nunca regresó). Ahora le ha tocado el turno a Bakhita de ser conducida durante largas jornadas, a marchas forzadas por un camino difícil, junto a otras personas que, como ella, serán vendidas como esclavas. Será comprada y revendida hasta cinco veces en los mercados de El Obeid y Jartum; servirá a diferentes amos durante unos doce años, en medio de inenarrables sufrimientos. Con uno de ellos especialmente cruel, Bakhita es golpeada todos los días hasta sangrar; con otro, es sometida a tatuajes reservados a los esclavos. La operación consiste en trazar, con el filo de una navaja de afeitar, dibujos en el pecho y el vientre; luego, a las llagas abiertas se les aplica enseguida sal para evitar que cicatricen. De aquellos malos tratos, conservará 144 cicatrices durante el resto de su vida.


Dentro de mí

A pesar de los malos tratos, Bakhita se comporta con lealtad con sus amos. Nunca se sirve comida sin que lo sepan ellos, incluso cuando está hambrienta. Se esfuerza igualmente en ejecutar fielmente las órdenes recibidas, por muy duras y contradictorias que puedan ser. Más tarde, cuando le pregunten si actuaba así por obediencia a Dios, responderá: «Entonces no conocía a Dios. Actuaba así porque sentía dentro de mí que había que hacerlo así ». Bakhita obedecía a su conciencia, iluminada por la ley natural inscrita en el corazón del hombre: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer –explica el Concilio Vaticano II–, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et spes, n. 16).

Unos meses después de ser tatuada, su amo, oficial del ejército turco, se ve obligado a regresar a su país. Al no poder llevarse consigo a los esclavos, se dispone a venderlos. Providencialmente, Bakhita es comprada, en 1883, por el cónsul de Italia en Jartum, Callisto Legnani. Ella contará al respecto: «El nuevo amo era bastante bueno y me tomó cariño« Ya no padecí más reprimendas, ni golpes ni castigos, de tal suerte que, ante aquello, me costaba creer que pudiera existir tanta paz y tranquilidad». Por primera vez desde el día en que había sido secuestrada, Bakhita ya no teme el látigo; es tratada incluso de forma afable y cordial. En la casa del cónsul conoce la serenidad, el afecto y momentos de alegría, aunque sean velados por la nostalgia hacia su familia, perdida para siempre.

En 1885, unos acontecimientos políticos obligan al cónsul a regresar a Italia; como Bakhita desea continuar a su servicio, él se la lleva consigo. A la llegada del diplomático a Génova, un amigo le confía el deseo de su esposa embarazada de tener una sirvienta para que le ayude. El cónsul accede a la petición, y Bakhita entra en una nueva familia, los Michieli. Cuando se produce el nacimiento, que es una niña, se le encarga a Bakhita su educación; más tarde, ambas son confiadas a las Hijas de la Caridad, las llamadas Hermanas Canosianas, del instituto catecumenal de Venecia. Entonces, un amigo le presenta a Bakhita un crucifijo de plata. En el momento de entregárselo, lo besa respetuosamente explicando que Jesucristo es el Hijo de Dios y que murió por nosotros. Bakhita no capta todo el alcance de esas palabras; sin embargo, aprende con las hermanas a conocer a Dios, que siente en su corazón desde la infancia. Un día escribirá: «Viendo el sol, la luna y las estrellas, me decía a mí misma: «¿Quién será el Amo de esas cosas tan bellas?». Y sentía enormes ganas de verlo, de conocerlo y de honrarlo».

Un «Paron» muy diferente

En su encíclica sobre la esperanza cristiana, Spe salvi, del 30 de noviembre de 2007, el Papa Benedicto XVI evocaba el camino espiritual de Bakhita: «Aquí, después de los terribles «dueños» de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a conocer un «dueño» totalmente diferente –que llamó «paron» en el dialecto veneciano que ahora había aprendido–, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo. Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un «Paron» por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el «Paron» supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre». En este momento tuvo «esperanza»; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue «redimida», ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios» (n. 3).

Bakhita sigue les etapas del catecumenado. En aquel momento, la señora Michieli, a punto de seguir a su marido que debe volver a África, piensa en recuperar a su sirvienta. En virtud de la libertad que le da la ley italiana, Bakhita manifiesta su renuncia a regresar a su país, pues desea quedarse con las Hermanas Canosianas para terminar con ellas su formación cristiana. «No puedo regresar a África –dice–, pues si lo hiciera significaría abandonar mi fe en Dios. Quiero mucho a mi ama y a su hija, pero no puedo perder a Dios. Por eso he decidido quedarme». El 9 de enero de 1890, Bakhita recibe, de manos del patriarca de Venecia, los Sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía, con el nombre cristiano de Josefina. Según un testigo que participa en el ágape festivo que sigue a la ceremonia, Bakhita se halla transfigurada: «Hablaba poco, pero la felicidad irradiaba de todos sus gestos, de todas sus palabras». A partir de aquel momento, y con frecuencia, se verá a Bakhita besar la pila bautismal diciendo: «Aquí es donde me convertí en hija de Dios». Día tras día, crece en ella una inmensa gratitud hacia Dios, que no ha dejado de darle la mano para conducirla hasta Él. Experimenta la verdad de la frase de san Pablo: En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman (Rm 8, 28). En efecto, un análisis superficial de los acontecimientos es incapaz de explicar el destino de Bakhita, pues solamente la fe le confiere sentido. Como sigue diciendo Benedicto XVI: «No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona« La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor» (Spes salvi, n. 5).

Todo para Dios

Después de ser bautizada, Bakhita prosigue su formación en la fe, y pronto oye la voz del Señor que la llama a consagrarse totalmente a Él. El 7 de diciembre de 1893, es admitida en el noviciado de las Hermanas Canosianas, y, el 8 de diciembre de 1896, profesa sus primeros votos religiosos, con el nombre de sor Josefina, consagrándose a quien llama familiarmente «Mi Amo». Antes de ser admitida a la profesión, y a fin de certificar que pide libremente ese compromiso, es interrogada, según es costumbre, por el patriarca de Venecia, el cardenal Sarto, futuro Papa san Pío X. Después de escucharla, el prelado le dice con hermosa sonrisa: «Puede profesar sin ningún temor. Jesús le ama. Ámelo y sírvalo siempre como lo ha hecho hasta ahora».

Unos años más tarde, una alumna italiana le preguntará a Bakhita qué haría si se encontrase por casualidad con quienes la habían secuestrado. Ella responde sin dudarlo: «Si me encontrara con los traficantes de esclavos que me secuestraron, e incluso con los que me torturaron, me pondría de rodillas y les besaría las manos. Si lo que me sucedió no hubiera ocurrido, ¿cómo habría podido ser cristiana y religiosa?». Lejos de alimentar sentimientos de odio hacia sus perseguidores, Bakhita se esfuerza por excusarlos. Al igual que Nuestro Señor en la Cruz, reza por ellos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Un día, cuando alguien alude a sus raptores, ella dice: «Siento compasión por ellos. Ignoraban sin duda la angustia que me ocasionaron. Ellos eran los dueños, y yo era la esclava. De igual modo que nos es natural hacer el bien, de igual modo era natural para ellos hacer lo que hicieron conmigo. Lo hicieron por costumbre, y no por maldad».

La sorprendente actitud de esta mujer da testimonio de la presencia amorosa de Dios en un mundo con demasiada frecuencia injusto. Con motivo de una visita a la isla de Gorea a la altura de Dakar, en Senegal, el 22 de febrero de 1992, el Papa Juan Pablo II evocaba a los millones de africanos deportados para ser vendidos en América: «Durante todo un periodo de la historia del continente africano, hombres, mujeres y niños negros fueron traídos aquí, arrancados de su tierra y separados de sus familias para ser vendidos como mercancía. Estos hombres y mujeres han sido víctimas de un vergonzoso comercio en el que han tomado parte personas bautizadas que no han vivido según su fe. ¿Cómo olvidar los enormes sufrimientos infligidos a la población deportada del continente africano, despreciando los derechos humanos más elementales? ¿Cómo olvidar las vidas humanas aniquiladas por la esclavitud? Hay que confesar con toda verdad y humildad este pecado del hombre contra el hombre, este pecado del hombre contra Dios. ¡Cuán largo es el camino que la familia humana debe recorrer antes de que sus miembros aprendan a mirarse y respetarse como imágenes de Dios, hasta amarse por fin como hijos e hijas del mismo Padre celestial!».

Hoy todavía

Sin embargo, tales crímenes no pertenecen únicamente al pasado. En nuestros días, la esclavitud, bajo diferentes formas, es una plaga de la sociedad. El Concilio Vaticano II afirma con fuerza: «Todo lo que viola la integridad de la persona humana, como la mutilación, las torturas corporales o mentales, incluso los intentos de coacción mental; todo lo que ofende la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; así como ciertas condiciones ignominiosas de trabajo, en las que el obrero es tratado como un mero instrumento de lucro y no como persona libre y responsable; todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan a la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (Gaudium et spes, n. 27).

Enviada en 1902 a Schio, al norte de Italia, sor Josefina asume allí diversas responsabilidades: cocinera, lavandera, bordadora y portera. Como cocinera, se deshace en atenciones con todos, sobre todo con los enfermos, a quienes prepara platos apetecibles, ya que su deseo es amar y servir por amor a Cristo. En la portería, cuida mucho a los niños, a quienes gusta bendecir afectuosamente imponiéndoles las manos. Con su amable voz, «la madrecita negra», como se la conoce, se muestra cercana a los pequeños, acogedora con los pobres y los que sufren, y animosa ante todos los que llaman a la puerta del convento. Fiel en su búsqueda de hallar a Dios en los trabajos humildes de la vida cotidiana, posee un corazón de apóstol. Con motivo de su profesión religiosa, compuso la siguiente oración: «Señor bienamado, ¡qué bueno eres! Ojalá pudiese volar hasta África y proclamar bien alto a todo mi pueblo tu bondad para conmigo. ¡Cuántas almas oirían mi voz y volverían su rostro a ti! ¡Haz, Señor, que también ellos te conozcan y te amen!». Ese espíritu misionero fue puesto de manifiesto por el Papa Bene–dicto XVI: «Intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había «redimido» no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos» (Spe salvi, n. 3).

Los verdaderos pobres

En 1935, su superiora le pide que se desplace a diferentes conventos de la congregación para dar testimonio ante las demás hermanas de las maravillas que Dios ha hecho con ella. De naturaleza tímida y profundamente humilde, no muestra entusiasmo por el proyecto, pero acepta por espíritu de obediencia. Su mensaje consiste en animar a las hermanas a la santidad, a la gratitud por tantas gracias recibidas y, también, a rezar por todas las almas que todavía no han tenido la dicha de conocer a Jesucristo. Tras oír su testimonio, a veces recibe muestras de compasión. Ella explica: «Con frecuencia la gente me dice, «¡Pobre!, ¡Pobre!». Pero yo no soy pobre, pues pertenezco al Amo y vivo en su casa. Son «pobres» los que no son por completo de Él». Entre 1936 y 1938, la madre Josefina realiza las funciones de portera en el noviciado de Milán, donde tiene ocasión de edificar a las novicias y a sus familias. Para las que tienen dificultades en asumir que sus hijas partan a un país lejano, siempre encuentra palabras que las conforten: «¡Cuántos africanos aceptarían la fe si hubiera misioneros para predicarles el nombre de Jesucristo, su amor por nosotros y su sacrificio redentor por las almas!».

En 1943, la comunidad y la población de Schio celebran los cincuenta años de profesión de la madre Josefina. Poco después, su salud declina y se ve confinada en una silla de ruedas. Una vez, un prelado le pregunta qué hace sentada en esa silla: «¿Qué hago? Exactamente lo mismo que usted: la voluntad de Dios». En otra ocasión, el médico le cita el pasaje del Cantar de los cantares (1, 4), «Nigra sum, sed formosa», y le explica su significado: «Mi piel puede ser negra, pero mi alma es hermosa y exultante». La madre Josefina responde: «¡Oh, si Nuestro Señor pensara eso de mí cuando vaya a su encuentro!». Ella desea ese encuentro: «Cuando se ama mucho a una persona, se siente un gran deseo de estar con ella. Así pues, ¿por qué tener miedo de la muerte? Es ella la que nos conduce a Dios». Y a quienes le sugieren que, incluso así, el juicio de Dios es algo temible, ella les dice: «Haced ahora lo que habréis querido hacer entonces. Somos nosotros mismos quienes preparamos nuestro juicio».

Esa confianza inquebrantable le ayuda a soportar los sufrimientos de los últimos días. En su agonía, revive los terribles años de esclavitud, y suplica en repetidas ocasiones a la enfermera que le asiste: «Suelte un poco las cadenas« me hacen daño». Al final, sin embargo, la Virgen acude para librarla de todo mal. Las últimas palabras de la moribunda –«¡Nuestra Señora!, ¡Nuestra Señora!»–, así como su última sonrisa, dan testimonio de su encuentro con la Madre del Señor. Era el 8 de febrero de 1947 en el convento de Schio. La comunidad la acompañaba rezando, y una multitud acudió rápidamente para ver por última vez a la «madrecita negra» y para pedirle protección desde el Cielo.

Algo esencial

El 1 de octubre de 2000, la madre Josefina Bakhita fue canonizada por Juan Pablo II, y en 2007, Benedicto XVI la propuso como ejemplo de la esperanza en su encíclica Spe salvi. Esa encíclica contiene además una aclaración que merece una atención particular: «Quisiera añadir aún una pequeña observación sobre los acontecimientos de cada día que no es del todo insignificante. La idea de poder «ofrecer» las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, era parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada. En esta devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta malsanas, pero conviene preguntarse si acaso no comportaba de algún modo algo esencial que pudiera sernos de ayuda. ¿Qué quiere decir «ofrecer»? Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres. Quizás debamos preguntarnos realmente si esto no podría volver a ser una perspectiva sensata también para nosotros» (n. 40).

A la luz de esa delicada sugerencia del Santo Padre, podemos avanzar por el camino de la vida guiados por María, la estrella de la esperanza.

Dom Antoine Marie osb


Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


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