2. HACIA
EL PADRE
2.3. MISERICORDIOSO Y BENIGNO ES El SEÑOR
(Sal. 102, 8).
I
Alguien
que, por una rápida infección en la cara se halló a un paso de la muerte sin
perder el conocimiento, ha narrado las angustias de ese momento para el que
quiere prepararse al juicio de Dios. Sentía necesidad de dormir, pero luchaba
por no abandonarse al sueño, porque tenía la sensación de que éste era ya la
muerte y que en cuanto se durmiese despertaría en el fuego del purgatorio si no
ya en el infierno. Aunque había hecho confesión general y recibido los
sacramentos le faltaba todo consuelo, y la certeza de la futura pena se le
imponía como una necesidad de justicia, pues tenía, claro está, conciencia de
haber pecado muchas veces, pero no la tenía de haberse justificado
suficientemente ante Dios.
Una
religiosa enfermera, a quien le confió esa tremenda angustia espiritual, no
hizo sino confirmarle esos temores, como si debiera estar aún muy satisfecho si
ese fuego no fuese el del infierno.
Salvado
casi milagrosamente de aquel trance —agrega—, consulté con un sacerdote, que me
aconsejó leer y estudiar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, y allí encontré lo que asegura la paz
del alma, pues al comprender que "nadie es bueno sino uno, Dios" (Luc. XVIII, 19), comprendí que sólo por la misericordia
podemos salvarnos y que en eso precisamente consiste nuestro consuelo, en que
podemos salvarnos por los méritos de Jesucristo, pues para eso se entregó El en
manos de los pecadores.
Maravillosa
e insuperable verdad, que nos llena más que ninguna otra de admiración,
gratitud y amor hacia Jesús y
hacia el Padre que nos lo dió. Ella quedará grabada para siempre en el alma que
haya meditado este misterio de la misericordia divina.
II
Es
notable la consecuencia que de esta verdad saca el salmista, que conoce tan
admirablemente los pliegues del corazón del Padre eterno. Siendo Dios infinitamente misericordioso y
nosotros tan necesitados de su continua ayuda, ¿cómo podría ser posible que El
nos juzgue fríamente como un juez cualquiera? De allí que le pida:
"Hazme sentir al punto tu misericordia" (Sal. CXLII, 8); "escúchame pronto"
(ibid. v. 7); "Dios mío, no
tardes" (Sal. XXXIX, 18).
Y ante todo: “No entres en juicio con tu siervo, porque ningún viviente es
justo delante de Ti" (Sal.
CXLII, 2).
He aquí, mil años antes de Cristo, la enseñanza
fundamental del cristianismo, de que nadie puede salvarse por sus propios
recursos, o sea, que todos hemos de aceptar la limosna que sin merecerla, nos
ofrece Cristo de los méritos suyos, únicos que pueden limpiarnos y abrirnos la
casa del Padre. "Si Tu, Señor, recordaras las iniquidades, ¿quién, oh
Señor, quedaría en pie?" (Sal. CXXIX, 3). Pero Tú borras las iniquidades
según la grandeza de tus bondades, en la medida de tu misericordia (Sal. L, 3).
¿No es excesiva tanta audacia en boca de David? De ninguna manera. En el mercado de Dios se compra
"sin dinero" y sin ninguna otra permuta (Is. LV, 1); pues el Padre no vende sus compasiones, sino que
perdona por pura bondad al arrepentido.
Por eso el salmista no se empeña en encubrir sus
pecados, como si fuese un hombre justo y bueno. Expone, al contrario, la humana
miseria, que Dios conoce desde los días de Adán, pues esto es lo que le
mueve a la misericordia. El elogio más repetido en toda la Biblia es el de la
misericordia divina: "porque su misericordia es eterna" (cf. Sal.
CXXXV y notas), por donde vemos que ninguna otra alabanza es más grata a Dios
que ésta que se refiere a su corazón de Padre.
El
himno a la bondad del Padre misericordioso que entonó David, inspirado por el Espíritu Santo, se convirtió en
maravillosa realidad "cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador y su amor a los hombres” (Tito
III, 4), es decir, cuando Dios movido por su infinita misericordia nos
hizo el regalo de su Hijo.
III
Todo esto es cuestión de creer, y más aún, cuestión
de confianza. El proceso milagroso que Dios obra en la salvación de cada
uno de nosotros a costa de la sangre preciosísima de su Hijo, sólo exige de
nuestra parte esa disposición inicial que después se deja llevar por los
caminos de la divina gracia.
Y aun resulta que ese buen espíritu nos lo da Él
mismo y lo promete a todo el que se lo pida. "Si vosotros, aunque malos,
sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre dará desde el
cielo el Espíritu Santo (Vulgata: espíritu bueno) a quienes se lo pidan” (Luc.
XI, 13; cf. Sant. I, 5). Por lo cual sólo carece de ese buen espíritu el que no
quiere aceptar ese don de Dios, o el que le opone el único obstáculo que lo
impide: la desconfianza, la duda sobre esa suavidad del Padre, que viene de su
bondad y del amor infinito con que nos ama. Faltar a esa confianza es fallar en
la fe, pues entonces, ya no creemos en el misterio de la Redención, según el cual
Dios, el Padre, por puro amor, nos dió su Hijo único (Juan III, 16).
Dudar de la Misericordia de Dios es el
pecado de Caín y de Judas.
"Mi pecado es demasiado grande para que consiga perdón”, gritó el primero
hacia las peñas del desierto (Gén. IV,
13), y siguió errando como vagabundo por el orbe desconocido, temiendo
que alguien le diera muerte. El segundo devolvió las treinta monedas a los
Sumos Sacerdotes y se ahorcó (Mat.
XXVII, 3-4), porque su pecado le parecía imperdonable. Los dos
desgraciados no sabían o no querían saber que dudar de la misericordia es
impedirla, pues el Padre celestial la concede en la medida en que confiamos en
ella.
Cristo confirma la extrema bondad del Padre
misericordioso en la parábola del hijo pródigo. Estando el hijo todavía lejos, lo vió el padre, y se le enternecieron las
entrañas de tal manera, que corriendo a su encuentro, le cayó sobre el cuello y
lo cubrió de besos (Luc. XV, 20). Jesús revela en esta parábola, más real que
cualquier historia, los más íntimos sentimientos de su divino Padre, que lejos
de entregarnos al verdugo, sólo piensa en salvarnos.
Perder la fe y la confianza en la misericordia de
Dios es propio de los que no quieren salvarse. Su postrer estado será peor que el
primero (II Pedro II, 20), porque rechazan la mano del que los ayuda y salva.
No menos peligroso es el estado de quienes miran la
misericordia del Padre como una pequeñez. "El alma fiel sabe bien que el
Señor perdona; mas lejos de hallar en esa misericordia divina un motivo para
dejarse llevar más libremente al pecado, comprende que si el Señor la da a
conocer es para estimular o despertar la piedad sincera” (Desnoyers).
¡Ay de aquel que desprecia la bondad de Dios o abusa de ella! ¡Dichosos todos
los que confían en ella con corazón sincero y recto! Porque
"misericordioso y benigno es el Señor, tardo en airarse y lleno de
clemencia” (Sal. CII, 8).
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