Séptimo domingo del Tiempo Ordinario
CEC 1933, 2303: el
amor hacia el prójimo es incompatible con el odio al enemigo
CEC 2262-2267: la
prohibición de hacer mal al prójimo, con la excepción de la legítima defensa
CEC 2842-2845:
oración y perdón de los enemigos
CEC 2012-2016: la
perfección del Padre celeste nos llama a la santidad
CEC 1265: nos
convertimos en templo del Espíritu Santo por medio del Bautismo
CEC 2684: los
santos son el templo del Espíritu Santo
CEC 1933, 2303: el
amor hacia el prójimo es incompatible con el odio al enemigo
1933 Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan
diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las
ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los
enemigos (cf Mt 5, 43-44). La liberación en el espíritu del Evangelio
es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio
al mal que hace en cuanto enemigo.
2303 El odio voluntario es contrario a la caridad. El
odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al
prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave.
“Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial...” (Mt 5, 44-45).
CEC 2262-2267: la
prohibición de hacer mal al prójimo, con la excepción de la legítima defensa
2262 En el Sermón
de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: “No matarás” (Mt 5,
21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún,
Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cf Mt 5,
22-39), amar a los enemigos (cf Mt 5, 44). El mismo no se
defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cf Mt 26,
52).
La legítima defensa
2263 La legítima
defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición
de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. “La acción de
defenderse [...] puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de
la propia vida; el otro, la muerte del agresor” (Santo Tomás de Aquino, Summa
theologiae, 2-2, q. 64, a. 7). “Nada impide que un solo acto tenga dos
efectos, de los que uno sólo es querido, sin embargo el otro está más allá de
la intención” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64,
a. 7).
2264 El amor a sí
mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo
hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es
culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un
golpe mortal:
«Si para defenderse
se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción
ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería
lícita [...] y no es necesario para la salvación que se omita este acto de
protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación
que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro» (Santo Tomás de
Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
2265 La legítima
defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es
responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al
agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que
tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el
uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.
2266 A la exigencia
de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la
difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas
fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el
derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La
pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la
culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un
valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público
y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en
la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.
2267 Durante mucho
tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima,
después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la
gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la
tutela del bien común.
Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la
persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves.
Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las
sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de
detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos,
pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse
definitivamente.
Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena
de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad
de la persona» (Discurso del Santo Padre Francisco con motivo del XXV
Aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de octubre de 2017), y
se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.
CEC 2842-2845:
oración y perdón de los enemigos
... «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2842 Este “como” no
es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro
Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro
Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis
también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el
mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo
divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”,
en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el
Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los
mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5).
Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos
perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2843 Así, adquieren
vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo
del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas,
que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18,
23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial
si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en
el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en
nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece
al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria
transformando la ofensa en intercesión.
2844 La oración
cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5,
43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es
cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que
en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio
de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de
ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición
fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los
hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart.
enc. DM 14).
2845 No hay límite
ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18,
21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados”
según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6,
12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda
que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima
Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3,
19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5,
23-24):
«Dios no acepta el
sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que
antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones
de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la
unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San
Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).
CEC 2012-2016: la
perfección del Padre celeste nos llama a la santidad
2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de
los que le aman [...] a los que de antemano conoció, también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos
hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó,
a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los
glorificó” (Rm 8, 28-30).
2013 “Todos los
fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40).
Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto” (Mt 5, 48):
«Para alcanzar esta
perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don
de Cristo [...] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio
del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a
su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera,
la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra
claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).
2014 El progreso
espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se
llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los
sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima
Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias
especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos
solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.
2015 “El camino de
la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate
espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la
ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el
gozo de las bienaventuranzas:
«El que asciende no
termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo
que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se
detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In
Canticum homilia 8).
2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la
gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre,
por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf
Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes
comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia
divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, [...] que baja del
cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21,
2).
CEC 1265: nos
convertimos en templo del Espíritu Santo por medio del Bautismo
“Una criatura nueva”
1265 El Bautismo no
solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito "una
nueva creatura" (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios
(cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho "partícipe de la
naturaleza divina" (2 P 1,4), miembro de Cristo (cf 1
Co 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del
Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).
CEC 2684: los
santos son el templo del Espíritu Santo
2684 En la comunión
de los santos, se han desarrollado diversas espiritualidades a
lo largo de la historia de la Iglesia. El carisma personal de un testigo del
amor de Dios hacia los hombres puede transmitirse a fin de que sus discípulos
participen de ese espíritu (cf PC 2), como aconteció con el
“espíritu” de Elías a Eliseo (cf 2 R 2, 9) y a Juan Bautista
(cf Lc 1, 17). En la confluencia de corrientes litúrgicas y
teológicas se encuentra también una espiritualidad que muestra cómo el espíritu
de oración incultura la fe en un ámbito humano y en su historia. Las diversas
espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son
guías indispensables para los fieles. En su rica diversidad, reflejan la pura y
única Luz del Espíritu Santo.
“El Espíritu es
verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar
propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado templo suyo” (San
Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto, 26, 62).
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