POR LUDOVICA Y POR LOS NIÑOS
Homilía de Mons. Héctor Aguer
en la
celebración diocesana de la
Beata María Ludovica De Angelis.
Iglesia Catedral, 25 de febrero de 2005
La Iglesia suele
celebrar la memoria litúrgica de los santos en el día aniversario de su muerte.
Que no es, en realidad, la muerte, sino la entrada en la vida verdadera.
A ese día se lo llama dies natalis, el día del nacimiento al cielo.
El año pasado hemos participado con gozo en dos acontecimientos eclesiales que, sin desmedro de su
universalidad –porque los santos pertenecen a la Iglesia toda– nos atañen
cercanamente a los fieles de La Plata: la beatificación de Sor Ludovica en Roma
y poco después el traslado de sus reliquias a esta Catedral, donde reciben una
constante veneración y constituyen un tesoro preciadísimo de la Arquidiócesis.
Hoy celebramos por primera vez su fiesta, en el día que fue asignado en el
momento de la beatificación y que incluimos en nuestro calendario litúrgico
particular.
La multitud,
congregación o comunidad de los santos –y bien podemos incluir en ella a
quienes han recibido los honores de la beatificación- en su diversidad tan rica
y en su concertada armonía muestran la fecundidad de la Santa Iglesia, activa
en todo tiempo y lugar. Varones y mujeres de todas las épocas, climas y
culturas, personas muy diferentes por su condición, cualidad y oficio, que
recibieron también dones, vocaciones y misiones distintas, se han integrado ya
como piedras vivas, escogidas, bellísimas de la Jerusalén celestial y
reverberan variadamente reflejando la gloria de Dios. Cada santo es único en el
firmamento de la gloria, donde –para usar otra imagen bíblica- una
estrella difiere de otra en resplandor ( 1 Corintios 15, 41).
Corresponde, pues,
que nos alegremos, pero que lo hagamos con aquella alegría espiritual que
encuentra sus motivos en el orden invisible, aunque realísimo, de la fe; la fe,
en efecto, nos da acceso, descorriendo el velo de lo visible, temporal y
provisorio, a la contemplación de cómo se cumplen todas las promesas de
Dios: al vencedor lo haré sentar conmigo en mi trono, así como yo he
vencido y me he sentado con mi Padre en su trono (Apocalipsis 3, 21). Nos
alegramos porque esta promesa de Cristo glorioso se ha cumplido en María
Ludovica De Angelis, y contemplamos su figura, reconociendo en ella los dones
de la gracia que son la fuente de sus méritos, pero también su respuesta libre
y fiel a la fidelidad del Señor.
Me parece oportuno
destacar, ante todo, su sencillez, su humanidad tan femenina y natural,
adornada con aquellos valores que eran apreciados en las mujeres de su pueblo y
que, a pesar de los cambios sociales y culturales, deben ser ponderados con
admiración también entre nosotros. La liturgia romana aplica a las santas
mujeres el elogio de la mujer perfecta recogido en el libro de los Proverbios.
Muchos de los rasgos con que se describe a la esposa ideal pueden ser aplicados
a la Superiora Ludovica: discreta y a la vez rebosante de iniciativas,
previsora, hacendosa, de sentimientos bondadosos para con los pobres y
eficiente en ayudarlos, sabia siempre en sus consejos (cf. Proverbios 31, 10
ss). Sus dotes naturales fueron asumidas por la gracia y realzadas por su
visión de fe. La verdad, la realidad de la fe era para ella algo indiscutible,
sobre lo que no cabía sombra de duda; no fue teóloga –ni tenía por qué serlo-;
le bastaron su catecismo y sus devociones para vivir en el amor de Dios y en su
servicio. Precisamente, sus prácticas de piedad expresaban una fervorosa
devoción, es decir, aquella disposición profunda de una voluntad entregada,
consagrada, como correspondía a su condición de religiosa, para vivir intensamente
su unión con Cristo, su adhesión al orden invisible, eterno, celestial.
Quizá el aspecto más
notable en la personalidad de la Beata Ludovica sea su dedicación generosa al
trabajo. Pero digámoslo mejor evocando una frase del apóstol Pablo: la
actividad de su fe, el trabajo laborioso de su caridad, la constancia de su
esperanza (1 Tesalonicenses 1,3). Porque tal era su trabajo: el empeño
esforzado, las fatigas del amor cristiano. Como sabemos, se consagró durante
medio siglo a la atención de los niños enfermos, especialmente a los más pobres
y abandonados. Sin embargo, se prodigaba por igual, con intuición y cariño de
madre, en favor de cuantos se acercaban a ella aun ocasionalmente, y con mayor
razón de quienes compartían sus preocupaciones y la ayudaban en su empresa de
forjar un hospital modelo. Su sentido práctico tenía algo de genial y abarcaba
las necesidades materiales más inmediatas y aquellas más hondas , muchas veces
inconfesadas, que afligían las almas; ella las descubría delicadamente, con perspicacia,
para ponerles remedio en la medida de lo posible y aguardando siempre con
confianza la hora de Dios.
Causa admiración la
regularidad paciente de esta vida, la perseverancia, la longanimidad, formas
éstas de la fortaleza cristiana, con las que enfrentaba obstáculos y superaba
dificultades y que aseguraban su fidelidad en el cumplimiento del deber
impuesto. Estas virtudes constituían también el fundamento firme que sostenía
su crecimiento interior, su progreso hacia Dios. Durante muchos años, la Superiora
Ludovica reprodujo cotidianamente la escena del encuentro de Jesús con los
niños que hemos escuchado en el Evangelio; lo hizo como una buena discípula que
asimiló las lecciones e interpretó cabalmente los sentimientos del Maestro. Su
ejercicio de la misericordia parecía connatural, espontáneo, porque brotaba de
aquella sensibilidad espiritual que le permitía descubrir en cada uno de los
enfermitos al más pequeño de los hermanos de Cristo (cf. Mt 25, 41). Así como
el Señor los abrazaba y bendecía imponiéndoles las manos ( Marcos 10,
16), ella se desvivía por atenderlos y brindarles cuanto podían necesitar en el
cuerpo y en el alma.
La ejemplaridad de
los santos se ejerce sobre nosotros a la manera de un estímulo, de un
luminoso y cálido atractivo, de una invitación elocuente a responder con
amplitud de miras, coherencia y generosidad al don de la vida en Cristo y a la
gracia peculiar que hemos recibido y que traza el camino de nuestro estado y
vocación. Todos los santos, cada uno de ellos, son nuestros modelos. Pero en su
presentación a la Iglesia, a los fieles, por medio de la beatificación o la
canonización, se verifica un designio providencial de Dios que en algunos casos
resulta particularmente claro y significativo; ellos son ofrecidos a un pueblo,
a una comunidad, a una época, como signo de lo que el Señor desea y propone, de
un aspecto del mensaje de Cristo, de los valores evangélicos, que es preciso
volver a inculcar para que sean asumidos y vividos con una nueva convicción y
diligencia.
Podemos pensar,
pues, que Sor Ludovica nos es ofrecida como signo de lo que la Iglesia y más
concretamente nosotros, argentinos, platenses, debemos hacer hoy a favor de los
niños, en especial de aquellos, numerosísimos, que protagonizan el misterioso
sufrimiento de los inocentes, tempranamente lastimados por la vida. En nuestros
días existe, al parecer, una conciencia muy aguda de los cuidados que merece la
infancia; incluso se recuerdan y exhiben fácilmente los derechos del niño. Pero
se trata, muchas veces, de una proclamación abstracta, ineficaz. En nuestra
sociedad son los niños las primeras víctimas, las más expuestas, de la pobreza
extrema y de la marginalidad a la que son arrojadas sus familias, víctimas
también de las secuelas de semejante injusticia, muchas de ellas irreparables,
que resultan un estigma fatal. En todos los sectores sociales hay, además,
niños sometidos al maltrato o al abandono afectivo que son consecuencia de la
destrucción de la familia y de la incapacidad educativa de los mayores; niños
sin padre a los que se impide alcanzar la plena identidad y madurez. Muchos,
¡demasiados! quedan al margen de un proceso digno y conveniente de educación
integral, de los caminos normales de acceso a la verdad. Hay algo peor, si
cabe: la cultura consumista y mediática, como una máquina despiadada, avasalla
y arruina el alma de los niños, les arrebata el pudor, falsifica el
conocimiento de las realidades más esenciales y entrañables de la condición
humana y los empuja subrepticiamente al ejercicio de una libertad sin norte que
resulta de la confusión del bien y del mal.
Los desvelos de la
Superiora Ludovica, su trayectoria consagrada a prolongar la obra de Jesús,
médico de las almas y de los cuerpos, tienen que inspirarnos y decidirnos a una
acción múltiple y concertada que actualice su carisma y sea como una
continuación de su presencia y de su trabajo en nuestra Iglesia particular.
Propongámonos, validos de su intercesión, ampliar y mejorar todo lo que se hace
en nuestras parroquias, capillas, colegios y demás instituciones para ayudar a
los niños: obra delicada y urgentísima de sanación, de promoción humana y de
crecimiento en la fe, para que los más pequeños hermanos de Cristo puedan vivir
en plenitud su condición de hijos de Dios.
Al emplearnos de
este modo en una tarea tan santa, podemos aspirar a ir comprendiendo un poco
más el misterio de la infancia verdadera revelado por el Hijo único del Padre y
de María, de aquella infancia que dispone el corazón para recibir el Reino y
afirma la esperanza de entrar en él.
Mons. Héctor
Aguer, arzobispo de La Plata
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