«Cuando ayuneis no os
pongáis caritristes como los hipócritas, que desfiguran sus rostros para
mostrar a los hombres que ayunan. En verdad, os digo, que ya recibieron su
galardón.
Tú, al contrario, cuando
ayunes, perfuma tu cabeza y lava bien tu cara (Mt 5, 16-17).
Conocéis, sin duda, el apostolado
de la buena palabra, predicada o escrita; pero el de la buena cara, ¿verdad que no estaba catalogado?
Pues allá voy a ver si lo
consigo con estos rengloncillos.
Si el refrán popular enseña
que el mejor partido que se puede sacar del tiempo
malo es ponerle cara buena, una
experiencia larga y nutrida me ha enseñado que no sólo del tiempo malo se puede
sacar partido con esa simple receta, sino de otras muchas más cosas y aun
personas.
Qué es
Y ante todo, lector amigo,
hágote saber que esa buena cara de
este menudo apostolado no es la cara buena de los tontos o bobalicones que a todo dicen amén, ni la de los payasos,
que de todo sacan risa; ni la de los burlones,
que todo lo convierten en tijeras; ni la de los caramelosos, que chorrean almíbar hasta el empalago...; no, esas
caras no las quiero yo para mis menudos apóstoles.
La cara buena de mi caso es una cara, ante todo, muy natural (claro, a fuerza de fuerza sobrenatural), con un par de ojos abiertos para mirar con
benevolencia a todo el que me busque. Con un par de oídos dispuestos a oír con interés a todo el que me quiera hablar. Con una boca ni arrugada ni estirada por males de genio, de nervios o
de humor, sino pronta a entreabrirse para dejar pasar una sonrisa que venga a
decir, sin decirlo, algo de esto: ¡Qué bueno es usted! ¡Qué interesante su
conversación! ¡Qué ganas tengo de servirle! ¡Qué gracia me hace usted!, y esto a pesar de la revolución de bilis, de
nervios o de sangre que las majaderías, insulseces o injusticias, durezas,
oídas o presenciadas, levantan o provoquen, y multiplicado por tantas horas
cuantas tiene el día y tantas personas agradables o desagradables y tantos
asuntos gratos o ingratos que me busquen u ocupen...
¿Qué os parece mi cara? Buena, pero... cara ¿verdad?
Lo que cuesta
¡Ahí es nada! Como el celo es la llama del fuego de la
caridad del apóstol, la buena cara
habitual es la flor del roble de la fortaleza apostólica.
¡Con cuánta razón decía san
Juan Crisóstomo, que hablaba de lo que por él pasaba: nada más violento o fuerte de conseguir que la mansedumbre apostólica! ¡Vaya si cuesta cara esa buena cara de todas
las horas!
Lo que produce
En compañía de otros
apostolados y solo.
Acompañado: Es de tal eficacia esta buena cara, que sin ella los
otros apostolados, los clásicos, el de la palabra y el de las obras, se exponen
a la esterilidad, si no caen en ella.
Un apóstol, un misionero,
un propagandista con toda la elocuencia que queráis y hasta con el don de
milagros, pero con cara de pocos amigos, con ojos acusadores, con oídos
indiferentes a lo que escuchan, con gesto o aburrido o avasallador ¿verdad que
tiene mucho andado para una plaza de predicador
en el desierto?
Solo: Ponedlo en medio del pueblo o grupo más indiferente u
hostil al sacerdote o al apóstol. Decidle que ponga su mejor cara para el pequeñuelo que alborota o le tira piedras, para
el altanero transeúnte que no le responde al saludo, para el impío que ha
jurado comérselo crudo, para el calumniador que a todas horas lo muerde, para
el empalagoso que lo asedia y abruma... es poco orador y predica torpemente, es
pobre y no tiene qué dar, carece, si se quiere, hasta del atractivo de una
figura, es feo... pero, pero dejad que las gentes, las buenas, las malas y las
regulares se den cuenta de su cara siempre,
y, a pesar de todo, buena, y ya me diréis de quién es el triunfo.
Jamás falta el triunfo al
que se vence hasta el fin.
Y éste es, precisamente, el apostolado de la
buena cara.
Lo que renta
¡Vaya si renta interés una cara bien administrada!
Y lo renta en la tierra y en
el cielo.
En la tierra cuenta con la bienaventuranza ofrecida a los mansos: la posesión de la tierra o de
los corazones de los que viven en la tierra que, al fin y a la postre, acaban
por rendírsele. Y en el cielo, ¡allí
sí que le esperan pingües ganancias!
Cuando el Maestro daba el
precepto de la buena cara a los que
dan limosna, oran y se mortifican, según el capítulo sexto de san Mateo, a
cambio de esas ocultas, silenciosas y generosas abnegaciones y victorias de sí
mismo, ofrecía este regaladísimo y sabroso premio: vuestro Padre, que ve en lo escondido, os pagará.
¡La mirada complacida del
Padre que está en los cielos descansando e irradiando por los siglos de los
siglos sobre la cara buena de su apóstol!
¿Qué más premio?
Maestro de la cara buena de todas las páginas del Evangelio y de
todas las horas de Sagrarios de la tierra ¡que te imitemos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario