5. El apostolado de dorar espaldas
Ved otra menudencia y dentro
de ella un campo extenso para la caridad apostólica.
El nombre
¿Dorar espaldas? Si me
leyeran sevillanos, y a fuer de tales cofradieros
hasta la médula, exclamarían al punto: ¿pero va usted a dedicar a los apóstoles
a preparar armados? (soldados
romanos).
¡Vaya si llevan las espaldas
doradas!
No, no llamo ahora la
atención de los lectores hacia esas espaldas forradas de armaduras de dorada
lata y de capas festoneadas de oro de más o de menos ley, sino, en general,
hacia las espaldas de cualquier prójimo.
Porque supongo que os
habréis fijado en que lo peor que solemos tratar de nuestros prójimos es... la
espalda ¡Como que es quizá en donde todo el mundo anuncia y pega su papel!
Por muy dura, grosera e insolentemente
que se trate a las veces a los presentes y por muchos dicterios y necedades con
que alguna vez, sobre todo, cuando la ira nos saca de quicio, se escupa en su
propia cara, todo es nada en comparación de lo que, cuando falta la caridad y
sobran los celos y recelos de la envidia, se echa sobre las espaldas del
prójimo ausente.
¡Pobres espaldas de los
ausentes, qué mal paradas quedan en las reuniones de amigos! Y ¡no digo nada si son de enemigos!
El uno, porque por ser amigo no ha querido darle el mal
rato de cantarle las verdades; el otro, porque no le gusta meterse donde no lo
llaman; el de aquí porque su amigo es así,
pero también comprende que es asao;
el de allí, porque a él no se la pega nadie, y cada uno por un título, y todos,
en realidad, porque está ausente, ¡qué
modo de escupir, golpear, arañar y hasta apuñalar la espalda del que no está!
Es un hecho éste tan visto,
repetido y lamentado que no necesito detenerme en describirlo más al por menor
ni en pintarlo con más colores. Me basta sacar de la sola presentación de ese
hecho una cosa digna de compasión; a saber: la
espalda del prójimo ausente.
¿No os parece buen oficio
para un alma que comulga, con la caridad de Jesús ejercer esa compasión? ¿No os
parece que será una excelente obra de caridad ese apostolado en favor de la buena ausencia, ejercido entre miembros
de una familia, entre los contertulios de una visita o entre los comensales de
una mesa, en donde quiera que peligre la salud y el buen color de la espalda
del prójimo? Y como caridad es oro,
saliendo con ella a defender la espalda atacada ¿no se podrá decir que se dora?
Modo de dorar
Hay varios: comenzando por
el más fuerte, que es al fuego, y
terminando por el más suave, que es al
agua.
La caridad, que es de Dios,
tiene de Él la discreción, y ésta enseñará el procedimiento más conveniente en
cada caso.
A las veces hará falta una
protesta enérgica y contundente contra los murmuradores y una defensa calurosa
del ausente (dorado a fuego) y a las
veces bastará un sencillo gesto, una palabra de explicación o cambio de
conversación (dorado al agua).
Espaldas indorables
¡Que las hay también! ¡De
puro negras!
Y ¿para ese caso en que el prójimo
ausente no tenga defensa posible? Todavía el apóstol de mi caso tiene un oficio
que hacer. Buscarle una buena intención.
Después de todo, sólo Dios
las conoce y fuera de él nadie tiene derecho a atribuir mala intención a la
obra de su prójimo por depravada que sea.
Un gran dorador de espaldas
Un día fue a buscar a san
Vicente de Paúl una aristocrática duquesa con el loco empeño de que aconsejara
a la reina de Francia que propusiera a su hijo suyo para obispo, más apto,
según la fama, para ceñir la corona de pámpanos de Baco que la mitra.
El bueno del señor Vicente
se esforzó con todos los recursos de su ingenio y de su delicadeza en
disuadirla y, sin decirle una palabra de la desarreglada vida del hijo,
procuraba demostrarle que todavía no tenía las condiciones requeridas por los
sagrados cánones.
La respuesta de la
contrariada dama a la dulce firmeza del pobre viejo fue montar en cólera y como
furia del infierno, con sus uñas y sus pies y con las sillas que encontró, caer
sobre él hasta tirarlo al suelo, rasgado, herido y manando sangre.
Al ruido de la caída penetró
en la estancia el hermano portero que, estupefacto y asombrado, no sabía a
quien acudir primero, si a su buen padre o a hacer pagar caro a la enfurecida
duquesa su sacrílega crueldad.
El señor Vicente cortó la
indecisión, llamando al portero para que le ayudara a levantarse, y, cuando
hubo salido su agresora, no hubo de decir, mientras con su pañuelo se limpiaba
la sangre de las heridas de su rostro, más que estas palabras: ¡Lo que puede el cariño de una madre! Eso es dorar...
lo indorable...
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