La fe en la presencia del Señor, en especial la eucarística, la
expresa el sacerdote ejemplarmente con la adoración que se muestra en la
reverencia profunda de las genuflexiones durante la Santa Misa y fuera de ella.
En la liturgia postconciliar se reducen al mínimo: la razón aducida es la
sobriedad; el resultado es que se han convertido en raras, o incluso apenas se
esbozan. Nos hemos hecho avaros en gestos hacia el Señor; pero elogiamos a
judíos y musulmanes por su fervor en el modo de rezar.
La genuflexión manifiesta
más que las palabras la humildad del sacerdote, que sabe que sólo es un
ministro, y su dignidad por el poder de hacer presente al Señor en el
sacramento. Pero hay otros signos de devoción. Las manos elevadas en alto por
el sacerdote son para indicar la súplica del pobre y del humilde: “Te pedimos
humildemente”, se subraya en las plegarias eucarísticas II y III del misal de
Pablo VI. El Ordenamiento General del Misal Romano (OGMR) establece que el
sacerdote, “cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con
dignidad y humildad, y, en la forma de comportarse y de pronunciar las palabras
divinas, debe hacer percibir a los fieles la presencia viva de Cristo” (n. 93).
La humildad de la actitud y de la palabra es consonante con el propio Cristo,
manso y humilde de corazón. Él debe crecer y yo disminuir.
Al pasar al altar, el
sacerdote debe ser humilde, no ostentoso, sin complacerse mirando a derecha e
izquierda, casi buscando el aplauso. En cambio, debe mirar a Jesucristo crucificado
y presente en el tabernáculo: a Él se le hacen la inclinación y la genuflexión;
después, a las imágenes sagradas expuestas en el ábside detrás o a los lados
del altar, la Virgen, el santo titular, los demás santos. ¿Están allí para ser
contemplados o sólo para decorar? Es en síntesis la presencia divina. Sigue el
beso reverente del altar y, eventualmente, la incensación; el segundo acto es
el signo de la cruz y el saludo sobrio a los fieles; el tercero es el acto
penitencial, que hay que realizar profundamente y con los ojos bajos, mientras
los fieles podrían arrodillarse – ¿por qué no? – como en la forma
extraordinaria, imitando al publicano grato al Señor.
El sacerdote celebrante no
alzará la voz, y mantendrá un tono claro para la homilía pero sumiso y
suplicante para las plegarias, solemne si son cantadas. Se preparará inclinado
“con espíritu de humildad y con ánimo contrito” a la plegaria eucarística o
anáfora: es la súplica por definición y debe recitarse de modo que la voz
corresponda al género del texto (cf. OGMR 38); el celebrante podría pronunciar
con tono más alto las palabras iniciales de cada párrafo, y recitar el resto en
tono sumiso para permitir a los fieles seguirle y recogerse en lo íntimo del
corazón. Tocará los santos dones con estupor, y purificará los vasos sagrados
con calma y atención, según la recomendación de los santos padres. Se inclinará
sobre el pan y sobre el cáliz al pronunciar las palabras consagrantes de Cristo
y en la invocación al Espíritu Santo (epíclesis). Los elevará separadamente
fijando en ellos la mirada en adoración, y después bajándolo en meditación. Se
arrodillará dos veces en adoración solemne. Continuará con recogimiento y tono
orante la anáfora hasta la doxología, elevando los santos dones en ofrenda al
Padre. El Padrenuestro lo recitará con las manos levantadas y no cogiendo de la
mano a otros, porque esto es propio del rito de la paz; el sacerdote no dejará
el Sacramento sobre el altar para dar la paz fuera del presbiterio, en cambio
fraccionará la Hostia de modo solemne y visible, después se arrodillará ante la
Eucaristía y rezará en silencio pidiendo de nuevo ser librado de toda
indignidad para no comer ni beber la propia condenación, y de ser custodiado
para la vida eterna por el santo Cuerpo y la preciosa Sangre de Cristo; después
presentará a los fieles la Hostia para la comunión, suplicando Domine non sum
dignus, e inclinado, comulgará él primero. Así será de ejemplo a los fieles.
Tras la comunión, el
silencio para la acción de gracias se puede hacer de pie, mejor que sentado, en
signo de respeto, o incluso arrodillado, si es posible, como hizo hasta el
final Juan Pablo II, cuando celebraba en su capilla privada, con la cabeza
inclinada y las manos juntas, con el fin de pedir que el don recibido le sea de
remedio para la vida eterna, como en la fórmula que acompaña la purificación de
los vasos sagrados; muchos fieles lo hacen y son ejemplares. La patena o copa y
el cáliz (vasos que son sagrados por lo que contienen) ¿por qué razón no
deberían ser “de forma encomiable” recubiertos por un velo (OGMR 118; cf. 183)
en signo de respeto – y también por razones de higiene – como hacen los
orientales? El sacerdote, tras el saludo y la bendición final, subiendo al
altar para besarlo, levantará una vez más los ojos al crucifijo y se inclinará,
y se arrodillará ante el tabernáculo. Después volverá a la sacristía, en
recogimiento, sin disipar con miradas o palabras la gracia del misterio
celebrado.
Así se ayudará a los fieles
a comprender los santos signos de la liturgia, que es algo serio, en lo que
todo tiene un sentido para el encuentro con el misterio presente de Dios (para
profundizar: cf. mi reciente libro Come andare a Messa e non perdere la
fede “Cómo ir
a misa sin perder la fe”).
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