8. El apostolado de la sonrisa
Los apóstoles iban muy gozosos... (Hch 5,45)
No me diréis que me he ido
al fondo de las cosas terribles o difíciles para buscar el instrumento de
apostolado que hoy hónrome en presentaros. ¡La alegría! ¡La sonrisa! ¿Qué os
parece mi misionero?
Y, ¡cuidadito con que os creáis que
a ese misionero está confiado sólo el negociado de los chascarrillos y donaires
y le está vedado decir y enseñar cosas de provecho y hasta muy hondas! Para el apostolado de la sonrisa no hay
zonas vedadas; a todas partes debe y puede llegar ese gracioso apostolado, que
pudiera llamar tan fructuoso como difícil.
Y para que nos entendamos mejor, comenzaré por definiros.
La sonrisa apostólica
Nace de un corazón en paz con Dios y con los hombres y en guerra
constante consigo mismo. San Juan Crisóstomo dijo que nada hay más violento, o
que cueste más violencia, que la mansedumbre apostólica.
Se alimenta de Eucaristía y de este principio: La gloria y el
cuidado de mí y de mis cosas para Dios, el trabajo de este instante para mí.
La digestión y asimilación de este alimento y principio produce un
estado de alma en el que ésta no se ocupa ni preocupa más que de esto solo:
hacer muy bien y muy en paz lo de ahora,
lo que en este instante me pide Dios por medio de mi deber.
Y ese estado de alma
habitual a la par que abre todas las válvulas del corazón para que por él
circule en corriente libre el oxígeno de una sólida esperanza y de un sano
optimismo, afloja todos los músculos duros y tirantes de la cara y dibuja en
ella la más angelical y beatífica de las sonrisas. Sonrisa que no es el gesto de la
hipocresía ni de la ligereza, ni de la disipación, ni de la broma picante, ni
del chiste a todo pasto, ni de la despreocupación... sino de la cara buena y del alma buena.
Lo difícil de la sonrisa apostólica
¡Que si lo es!
Primero, por la dificultad
de sus padres, que, como he dicho, son la guerra
constante con nuestras pasiones, nerviosidades y egoísmos, que son los que
ponen las caras agrias, duras, tiesas y largas, y la paz con Dios y con los prójimos. ¡Con lo difíciles que son algunos
mandamientos de Aquél y lo inaguantables que se ponen a las veces algunos de
éstos...!
Y segundo, que es a su vez
efecto de lo primero, por la facilidad de cambiar los términos del programita: la gloria y cuidado para mí, el trabajo para
Dios o para los demás.
Y ¡claro! el buscar nuestra
gloria nos trae el orgullo, la vanidad y la ambición con toda su familia de
hambres sin saciar, de inquietudes sin descanso y de envidias corrosivas y el
pechar con todos nuestros cuidados sin confiarlos a Padre Dios es meter en el
corazón, en la cabeza y en la sensibilidad un torbellino de afanes, recelos,
miedos, suspicacias, desasosiegos, capaces de poner triste, sombría y amarga la
vida más llena de bienestares y elementos de felicidad terrena.
Y dicho se está, que si
faltan los padres de la criatura, o sea, la sonrisa habitual, o a ésta le falta
su alimento, se queda sin nacer o se muere presto.
Lo fructuoso de la sonrisa
apostólica
¡El bien que puede hacer la
palabra apostólica que sale al mundo acompañada de esa sonrisa! Diríase que es aceite que suaviza engranajes y quita
chirridos y estridencias, que es resplandor
de cielo irradiando sobre las sombras de nuestras tristezas y miedos.
Es aroma y es dulzura que
obliga sin violencia a oler y a tragar lo desagradable y lo repugnante a
nuestra sensualidad. Es lo difícil presentado fácil, lo grande de Dios, de su
doctrina y de sus preceptos desmenuzado en pedacitos muy chicos, para que hasta
los más pequeñuelos e inapetentes lo coman...
La sonrisa habitual del apóstol en
lo próspero y en lo adverso, en lo que le halaga como en lo que le denigra; en
la apoteosis como en el martirio, es el gesto más parecido al de Dios cuando nos
mira a través de su cara de Niño de Belén, de predicador del sermón de las
bienaventuranzas y de paciente Amigo que espera detrás de la puertecita dorada
del Sagrario...
El libro de los Hechos Apostólicos nos describe la primera salida de la cárcel, después
de haber sido cruelmente azotados los apóstoles, con estas tres palabras: Salían muy gozosos.
¡Sonrisa de los apóstoles de
Jesús, que no te borras ni en las cárceles ni en los tormentos, sé el adorno
imborrable de la cara de mis sacerdotes y de sus auxiliares las Marías y
personas de celo, de mis seminaristas y de la mía!
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