3. El apostolado del saludo
Y va de apostolados menudos.
Y cuenta que les llamo menudos sólo por
la apariencia, que en sí y en sus efectos nada tienen de menudos y sí mucho de
grandes y trascendentales.
Verá,
señor cura si no, qué partido puede sacar en ésa su rebelde o indiferente
feligresía, de esa sencilla manifestación de respeto y aprecio que se llama el
saludo.
Empiezo por sentar esta
regla de práctica pastoral: el párroco que saluda a todos sus feligreses, no tardará en ser saludado y tratado con
cariño por los mismos.
Fijaos que subrayo todos para indicaros que en él entran
ricos y pobres, chicos y grandes, buenos y malos, hombres y mujeres, todos los feligreses.
Precisamente la contestación
a
Un reparo
que paréceme me está usted
haciendo allá en sus adentros, contra la universalidad de la regla sentada, me
va a dar hecho y razonado este articulillo.
-¿Cómo voy yo a saludar a quienes ni conozco
ni me conocen? ¿No está eso contra la razón natural del saludo, que sólo se
debe a los conocidos?
Yo me callaría ante ese
reparo, al parecer tan justo, si no fuera porque él mismo es la razón que me ha
movido a sentar aquella regla de la universalidad del saludo pastoral.
La respuesta
Verá usted lo que yo he
observado en mi vida de cura y en la de otros.
Sobre nosotros, los pastores de almas,
pesa, pero con pesadumbre a veces abrumadora, un encargo del Pastor de los
pastores: «que el pastor conozca a las ovejas y que las ovejas conozcan al
pastor.»
Hemos de conocernos ovejas y pastores, esto es lo mandado.
Pero, ¿cómo? ¿Cómo va a
conocer el pastor que vive en el valle, a las ovejas que riscan por las
montañas inaccesibles? ¿Cómo va a conocer el cura a feligreses que jamás pisan
el umbral de la iglesia y por este no estar nunca en casa, de los hombres del
día, se hacen invisibles?
Deber parroquial es, como
medio de ese conocimiento mutuo, el padrón hecho por el párroco en las mismas
casas de sus feligreses; pero hablando particularmente de las ciudades, ¿se
consigue del todo y siempre ese objeto?
El padrón parroquial
Mis hermanos los curas
saben, como yo, lo que pasa; si son casas ricas, el señor no está, de ordinario, y como no es cosa que reciba la
señora, ausente el marido, el pobre cura se ve precisado a conocer a aquellos
feligreses y llenar su padrón por los datos que le suministra el criado antiguo
o el ama de llaves de la casa.
Si son casas pobres, poco
más o menos resulta lo mismo: el hombre está en el trabajo, la mujer lavando en
casa ajena y el pobre cura tiene que rellenar su padrón con los datos más
equivocados que ciertos, que a regañadientes unas veces y otras bromeando y
casi nunca exactos, le ofrece la casera o portero.
No es mi ánimo rebajar el
gran alcance que en la vida parroquial tiene el padrón o censo de los
feligreses, tan mandado y recomendado por los prelados y concilios.
Sólo es mi intento demostrar
que ese sólo medio no basta para llenar los anhelos de nuestro Señor Jesucristo
de que se conozcan pastores y ovejas.
¿Qué hacer, pues, ante ese
empeño de las ovejas de no dejarse conocer y ese anhelo tan urgente como
irrealizable del pastor, de darse a conocer?
Sin despreciar otros medios
y ateniéndome ahora al fruto de mis experiencias, puedo asegurar que el saludo
ofrecido por el cura, espontánea y cariñosamente a toda persona que se
encuentre por las calles de su feligresía, llena admirablemente ese abismo
abierto entre uno y otros.
¿La explicación?
Sea porque Dios recompensa
ese acto de humildad de su ministro en dar un saludo al que, quizá, responde
con una mueca de desprecio, o peor, con una blasfemia; sea que recibir honores
a todos halaga, aun a los mismos enemigos.
Quizá porque ese saludo, tan
espontáneamente ofrecido, mata en un instante la leyenda del orgullo clerical;
quizá y esto ocurre mucho a los pobres, porque no están acostumbrados a la
delicadeza y buen olor del saludo cristiano...
Sea por cualquier cosa de
ésas o por todas juntas, es lo cierto que de mil saludos que he dado a feligreses desconocidos, he sacado novecientos noventa feligreses que me
saludan agradecidos, que me detienen en la calle a hablarme de sus asuntos, y
que, por fin, se han enterado de que
soy su cura...
Y sólo en esa proporción de diez por mil han entrado los que a mis saludos repetidos han contestado y
contestan, volviendo la cara a otro lado.
Me parece que la estadística ésa enseña y
halaga, ¿verdad?
No sé si a usted o algún otro que lea lo
encontraré incrédulo o desconfiado.
No me enfadaré por eso, tanto más cuanto la
comprobación está en su mano.
Propóngase usted, señor
cura, y todos los que anden en apostolados populares llevar a la práctica, por
espacio de un año y quizá por menos tiempo, el apostolado del saludo, y...
Usted y los otros me avisarán del
resultado y hasta me darán gracias del invento.
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