Mi
querido Orugario:
Veo
con verdadero disgusto que tu paciente se ha hecho cristiano. No te permitas la
vana esperanza de que vas a conseguir librarte del castigo acostumbrado; de
hecho, confío en que, en tus mejores momentos, ni siquiera querrías eludirlo.
Mientras tanto, tenemos que hacer lo que podamos, en vista de la situación. No
hay que desesperar: cientos de esos conversos adultos, tras una breve temporada
en el campo del Enemigo, han sido reclamados y están ahora con nosotros. Todos
los hábitos del paciente, tanto mentales como corporales, están todavía de
nuestra parte.
En
la actualidad, la misma Iglesia es uno de nuestros grandes aliados. No me
interpretes mal; no me refiero a la Iglesia de raíces eternas, que vemos
extenderse en el tiempo y en el espacio, temible como un ejército con las
banderas desplegadas y ondeando al viento. Confieso que es un espectáculo que
llena de inquietud incluso a nuestros más audaces tentadores; pero, por
fortuna, se trata de un espectáculo completamente invisible para esos humanos;
todo lo que puede ver tu paciente es el edificio a medio construir, en estilo
gótico de imitación, que se erige en el nuevo solar. Y cuando penetra en la
iglesia, ve al tendero de la esquina que, con una expresión un tanto zalamera,
se abalanza hacia él, para ofrecerle un librito reluciente, con una liturgia
que ninguno de los dos comprende, y otro librito, gastado por el uso, con
versiones corrompidas de viejas canciones religiosas —por lo general, malas—,
en un tipo de imprenta diminuto; al llegar a su banco, mira en torno suyo y ve
precisamente a aquellos vecinos que, hasta entonces, había procurado evitar. Te
trae cuenta poner énfasis en estos vecinos, haciendo, por ejemplo, que el
pensamiento de tu paciente pase rápidamente de expresiones como "el cuerpo
de Cristo" a las caras de los que tiene sentados en el banco de al lado.
Importa muy poco, por supuesto, la clase de personas que realmente haya en el
banco. Puede que haya alguien en quien reconozcas a un gran militante del bando
del Enemigo; no importa, porque tu paciente, gracias a Nuestro Padre de las
Profundidades, es un insensato, y con tal de que alguno de esos vecinos
desafine al cantar, o lleve botas que crujan, o tenga papada, o vista de modo
extravagante, el paciente creerá con facilidad que, por tanto, su religión
tiene que ser, en algún sentido, ridícula. En la etapa que actualmente
atraviesa, tiene una idea de los "cristianos" que considera muy
espiritual, pero que, en realidad, es predominantemente gráfica: tiene
la cabeza llena de togas, sandalias, armaduras y piernas descubiertas, y
hasta el simple hecho de que las personas que hay en la iglesia lleven ropa
moderna supone, para él, un auténtico (aunque inconsciente, claro está)
problema. Nunca permitas que esto aflore a la superficie de su conciencia; no
le permitas que llegue a preguntarse cómo esperaba que fuesen. Por ahora,
mantén sus ideas vagas y confusas, y tendrás toda la eternidad para divertirte,
provocando en él esa peculiar especie de lucidez que proporciona el Infierno.
Trabaja
a fondo, pues, durante la etapa de decepción o anticlímax que, con toda
seguridad, ha de atravesar el paciente durante sus primeras semanas como hombre
religioso. El Enemigo deja que esta desilusión se produzca al comienzo de todos
los esfuerzos humanos: ocurre cuando el muchacho que se deleitó en la escuela
primaria con la lectura de las Historias de la Odisea, se pone a
aprender griego en serio; cuando los enamorados ya se han casado y acometen la
empresa efectiva de aprender a vivir juntos. En cada actividad de la vida, esta
decepción marca el paso de algo con lo que se sueña y a lo que se aspira a un
laborioso quehacer. El Enemigo acepta este riesgo porque tiene la curiosa
ilusión de hacer de esos asquerosos gusanillos humanos lo que Él llama Sus
"libres" amantes y siervos ("hijos" es la palabra que Él
emplea, en Su incorregible afán de degradar el mundo espiritual entero a través
de relaciones "contra natura" con los animales bípedos). Al desear su
libertad, el Enemigo renuncia, consecuentemente, a la posibilidad de guiarles,
por medio de sus aficiones y costumbres propias, a cualquiera de los objetivos
que Él les propone: les deja que lo hagan "por sí solos".
Ahí
está nuestra oportunidad; pero también, tenlo presente, nuestro peligro: una
vez que superan con éxito esta aridez inicial, los humanos se hacen menos
dependientes de las emociones y, en consecuencia, resulta mucho más difícil
tentarles.
Cuanto
te he escrito hasta ahora se basa en la suposición de que las personas de los
bancos vecinos no den motivos racionales para que el paciente se sienta
decepcionado. Por supuesto, si los dan —si el paciente sabe que la mujer del
sombrero ridículo es una jugadora empedernida de bridge, o que el hombre
de las botas rechinantes es un avaro y un chantajista—, tu trabajo resultará
mucho más fácil. En tal caso, te basta con evitar que se le pase por la cabeza
la pregunta: "Si yo, siendo como soy, me puedo considerar un cristiano,
¿por qué los diferentes vicios de las personas que ocupan el banco vecino
habrían de probar que su religión es pura hipocresía y puro formalismo?"
Te preguntarás si es posible evitar que incluso una mente humana sé haga una
reflexión tan evidente. Pues lo es, Orugario, ¡lo es! Manéjale adecuadamente, y
tal idea ni se le pasará por la cabeza. Todavía no lleva él tiempo suficiente
con el Enemigo como para haber adquirido la más mínima humildad auténtica: todo
cuanto diga, hasta si lo dice arrodillado, acerca de su propia pecaminosidad,
no es más que repetir palabras como un loro; en el fondo, todavía piensa que ha
logrado un saldo muy favorable en el libro mayor del Enemigo, sólo por haberse
dejado convertir, y que, además, está dando prueba de una gran humildad y de
magnanimidad al consentir en ir a la iglesia con unos vecinos tan engreídos y
vulgares. Manténle en ese estado de ánimo tanto tiempo como puedas.
Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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