1.- Sin fe no hay
vida cristiana.
La mediocridad, en
la que el mundo actual mantiene sumergidos a sus habitantes, constituye el gran
obstáculo a la fe cristiana. A partir de la Resurrección, Cristo no podrá ser
visto sino por la fe. Así lo aprenden sus seguidores o discípulos durante aquellos
días previos a la Ascensión. El deseo de verlo - como antes - sufrió la
desilusión manifestada por Tomás al negarse a creer que el Maestro muerto en la
Cruz había resucitado. ¡Qué claro lo afirma el Señor, cuando reitera lo que
ocurrirá después de la Resurrección!: “Dentro de poco el mundo ya no me verá,
pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán” (Juan 14,
19). Este texto parece tener como referente el aducido por el Apóstol San
Pablo: “El justo vivirá por la fe”. El tema de la fe, que está ocupando el
espacio principal en estas sugerencias, no parece despertar mediático interés.
Sin embargo, tanto en la enseñanza de Jesús, como en la predicación apostólica,
ocupa el lugar central. Sin fe no hay vida cristiana. Sin adhesión personal al
Misterio profesado, el mundo no distinguirá el mensaje que le ofrece el
Evangelio y la necesidad que tiene de él.
2.- La cizaña de la
incredulidad se mezcla con el trigo de la fe. El mal que causa la avalancha de males sobre la humanidad, se llama:
incredulidad. Se caracteriza por su clandestina difusión, como la cizaña
mezclada con el trigo. La referencia bíblica de la parábola del trigal,
amenazado por la siembra maligna de la cizaña, incluye la descripción de una
situación actualmente innegable. Su acción invade subrepticiamente todos los
órdenes, y debilita a la misma Iglesia. Todo tipo de deserción, en la práctica
religiosa, constituye un debilitamiento de la fe. Es preciso, a la luz de las
palabras del mismo Jesús, comprender su sentido: “El que me ama será fiel a mi
palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama
no es fiel a mis palabras” (Juan 14, 23-24). La fidelidad a la Palabra - que es
el mismo Cristo - es esencial a la fe. La fe está viva por el amor, o por la
fidelidad a Cristo. Cuando el Señor elogia la fe de alguien, reconoce la
sincera adhesión del mismo a su divina persona. Es la fe que todo lo logra,
hasta el traslado de una montaña al mar, comparada al lozano florecimiento de
la humildísima mostaza (Mateo 17, 20).
3.- El trágico
descuido de la práctica religiosa.
Todos debieran examinarse, si se declaran cristianos, acerca de la
práctica de su fe. De ella depende su auténtica identidad social y religiosa.
Me refiero a todo bautizado, sea sacerdote, consagrado o laico. La fe,
exclusivamente alimentada por la práctica religiosa que le corresponde, logra
una identificación que destaca al creyente en su compromiso en medio de los
desafíos y riesgos de un mundo en conflicto - como el nuestro - y, por ende,
necesitado de continua conversión. El descuido, en la práctica religiosa -
lectura y escucha de la Palabra, celebración de los sacramentos y oración -
reviste una gravedad mayúscula. Se acaba de producir una confusión, entre la
legítima libertad religiosa y la existencia virósica de expresiones calificadas
“religiosas”, frontalmente opuestas a la fe cristiana de la mayoría. No se
entiende que en ciertas determinaciones oficiales - mediante directivas
emanadas del orden nacional - se intente equiparar el sincretismo religioso,
que encubre el umbandismo, con la fe católica y otras denominaciones
cristianas. La Iglesia Católica se destaca por su defensa de la libertad
religiosa y de conciencia de todos los ciudadanos pero, reclama, en resguardo
de sus propios fieles - mayoría en la Argentina - que no se los desoriente con
un discurso oficial confuso, como acaba de ocurrir, con el pretexto de un
incomprensible “pluralismo cultural”.
4.- Su fuente de
alimentación es Cristo. Para que la fe
mantenga su pureza original necesita el acceso a las fuentes que garanticen la
pureza de su alimentación. En la Iglesia Católica son los Pastores quienes,
mediante la predicación de la Palabra y la celebración de los sacramentos,
ponen al servicio de los fieles el alimento que corresponde. De allí la
necesidad del ejercicio del ministerio sagrado al servicio de las diversas
comunidades. Incluye, ciertamente, la conveniente formación, espiritual e
intelectual de sus responsables. Se producen empeñosos esfuerzos para que esa asistencia
sea eficaz, pero, con frecuencia se invierten los valores. Jesús, con su
ejemplo de fidelidad al Padre, remarca el valor de la fidelidad personal - o el
amor - para decidir quién lo representará. Ocurre así en el clásico diálogo con
Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” después de repetir por
tres veces la misma demanda, le dirige el siguiente encargo: “Apacienta mis
ovejas” (Juan 21, 15-17). Los Santos Apóstoles extraen de su amor a Cristo la
fuerza evangelizadora que los impulsa hasta el martirio. Aquella jerarquía de
valores mantiene hoy íntegra su validez, con particular urgencia.
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