El apostolado de dar la razón a los que mandan.
El nombre
Rarillo, ¿verdad?, pero en
un momento quedará disuelta la rareza.
Han de saber ustedes, señores y amigos
lectores, que una de las cosas que voy aprendiendo en mi ministerio de tratar y
salvar prójimos, es que a la mayor parte de ellos les cuesta más trabajo dar la razón a otros que dar el dinero.
Y ¡cuenten que hay epidemia de bolsas y manos cerradas!
¡Dar la razón!
Ahí es nada la generosidad
que esa dádiva supone en la mayor parte, y casi diría en la totalidad del
género humano civilizado y... ¡no digo nada del por civilizar!
Y dar la razón a los que están un dedo más alto que nosotros, con
prontitud y sinceridad, sin reservas ni recámaras de segundas o terceras
intenciones... ¡heroísmo, heroísmo!
Lo razonable y lo no razonable
Ante todo advierto que el
apostolado que ahora preconizo no es apostolado de dar la razón a troche y
moche, ni a ojos cerrados.
El negar la razón a lo no
razonable puede ser tan meritorio como darla a lo razonable.
El error, el vicio, el
escándalo y lo que envuelve peligro de unos u otros males, expóngase por quien
se exponga, por alto que esté y preséntese como se presente, no merece más que
esto sólo: desprecio y reprensión.
Pero fuera de lo no razonable, ¡cuántas cosas
razonables se dicen y hacen por nuestros superiores que no sólo no logran el
agasajo de nuestra razón sino que tienen que sufrir el arañazo, el desplante o
la burla de nuestra contrariada, mohina y descontentadiza razón!
Y no se diga que son cosas
del otro jueves o de las que depende el equilibrio europeo contra las que nos ensañamos (ésta es la palabra harta
veces), quitándoles la razón, sino minucias y nonadas y, cuando más,
manifestación de opiniones o sentimientos personales para las que no nos piden
voz ni voto, ni nos dan arte ni parte.
¿No habéis observado, por ejemplo,
con qué calor y enfado solemos negar o discutir la razón que nuestro pariente,
amigo, vecino y transeúnte tiene para ir quejándose o riéndose, vestido de
blanco, de negro o de verde, mirando hacia arriba o hacia abajo, diciendo que
hace buen tiempo o malo y una lista de etcéteras interminables y de cosas tan transcendentales como las de la lista
anterior? Pues bien, si ese prójimo
discutido tiene la suerte de ser superior, ¡que busque impermeable o
coraza para defenderse del chaparrón de discusiones sobre sus gestos, dichos,
actos, intenciones y hasta asomos de intención!
Yo creo que hay hombres y
mujeres para los que el día más feliz de su vida sería aquel en que se
convencieran de que en todo el mundo nadie llevaba
razón más que ellos...
Una nueva clase de avaricia
Y ahondando un poco en la
psicología de este fenómeno tan extendido y tan intenso, de esa fuerte
propensión del corazón humano a quitar o
no dar razón, me inclino a establecer
una nueva clase de avaricia: la de no dar
la razón, como la hay de no dar dinero.
Sus leyes
¡Así! ¡leyes orgánicas de
avaricia!
En general, con más fuerza, tesón y, hartas
veces diría, con saña, se niega la razón a un superior que a un inferior, a un
superior próximo que a un lejano...
Quizá pudiera establecerse
una ley parecida a la de la atracción
universal; como ésta se ejerce en proporción directa de las masas e inversa
del cuadrado de las distancias, la avaricia
de razón se ejerce en proporción directa con las categorías e inversa con
las distancias; esto es, que mientras más
categorías tiene sobre mí un prójimo, más ganas o más avaricia me entra de quitarle la razón de cuanto dice,
dispone, opina, aconseja o hace y que mientras más lejos de mí en tiempo o en espacio está ese superior, menos ganas o avaricia siento de
quitarle la razón.
¿Qué os parece la formulita?
¡Casi, casi estoy por gritar
el Eureka de Arquímedes al dar con su
famosa ley del peso específico de los cuerpos...!
¿Pruebas?
Al alcance de la más modesta fortuna intelectual están
cuantas se quieran y del calibre que se deseen.
¿Quién ordinariamente da menos la razón a un padre o a una madre, que saben y quieren serlo de
verdad? ¿Los vecinos de enfrente? ¿El barrendero de la calle? ¿Los habitantes
de la luna? ¡Ca! ¡ca! ¡Sus propios hijos y sus propias hijas!
Ya pueden esos buenos papás
pedir a sus hijos besos, caricias,
palabras buenas y hasta sacrificios de comodidad y de dinero y los obtendrán
con facilidad... ¿pero que les den la
razón en cuanto les mandan o les prohíben, singularmente en puntos de
amistades, modas, espectáculos, lecturas?
¡Son tan antiguos, tan maniáticos, tan machacones,
tan intransigentes, tan... nuestros papás!...
¿Verdad, niños y niñas, mozos
y mozas?
En cambio, los papás y las
mamás de los Estados Unidos y de la gran China, ¡qué gente tan razonable!
¿Verdad?
Y en vez de papá y mamá, poned rey, presidente,
archipámpano, rector, superior, maestro, jefe de cualquier grado, y en vez de
hijos e hijas poned los respectivos súbditos y contad que la ley de las masas y
de las distancias en la avaricia de no
dar la razón a los respectivos jefes se cumple en una enormidad de casos
por los respectivos súbditos, quizá con más exactitud que la misma ley de
atracción de los cuerpos.
Jamás se me olvida la frase
de profunda psicología en que una gran persona que había ejercido autoridad
muchos años condensaba sus experiencias:
-«Mire usted -decía a un superior que se
lamentaba de la indocilidad y dureza de sus súbditos- no se apure, de
ordinario, para los súbditos, el mejor
superior es el PENÚLTIMO». ¿Veis
la ley del cuadrado de las distancias...?
Un capítulo de cumbres
Suponed que todos los que
han sido puestos por Dios para mandar en cualquier orden o esfera de la vida
pudieran celebrar capítulo o asamblea con el consabido fin de obtener mejoras de clase...
Como es tan penoso este
oficio de mandar a gente tan desmandada como esta inquieta familia de Adán y
Eva, yo propondría este tema previo: «Declaren qué prefieren los gobernantes de
sus súbditos, ¿su dinero? ¿sus honores y reverencias? ¿sus halagos de buenas
caras y palabras dulces? ¿su razón?», y yo estoy seguro, segurísimo, de que el capítulo se pronunciaría con unanimidad
aplastante por esta conclusión: «CON QUE SINCERAMENTE NOS DEN LA RAZÓN nuestros
respectivos súbditos, siempre que no conste de modo evidente que no la llevamos, tenemos bastante».
¡Pobres superiores, víctimas
predilectas de la avaricia de razón
de sus subordinados...
¡Y de las uñas y dientes
afilados por esa avaricia; y de las babas y salivas por ella envenenadas y
escupidas!
¡Pobres buena fama, buenas
intenciones, buena fe, buena voluntad de los que mandan, condenadas a arañazos
y mordiscos perpetuos de sus avaros súbditos!
El remedio
Contra el mal del amor
propio, que no es otro ese taimado y levantisco avaro en dar razones, el remedio de la justicia, el de la caridad y
el de la humildad de un corazón sinceramente cristiano y piadoso.
Y ante mi afán desordenado
de comentar en público o a mis solas cada orden, precepto o consejo del que
está sobre mí o junto a mí con el gesto de la desconfianza o de la rebeldía, la
mueca de la burla o del ridículo con la palabra de la duda, discusión o
tergiversación de las intenciones rectas... Frente a ese afán inconsiderado y
temerario de mi amor propio, la inclinación habitual de mi espíritu a aceptar generosamente la determinación, el
consejo, el aviso, el ruego de mi superior.
Las leyes del remedio
Como es natural, han de ser
a la inversa de las del mal que se trata de curar.
Si la justicia me dice que mi superior tiene más asistencia de Dios y más
abundancia de elementos de juicio para acertar mandándome, que yo para
censurarlo, a más categoría sobre mí,
más generosidad en darle la razón.
Si la caridad, que debo a los que, como superiores hacen de padre
conmigo, me dice que se duele y se resiente harto con las discusiones, riñas y
recelos de mi inconsiderado y altanero proceder, de quitar la razón a los que
tengo más cerca, la misma caridad me pide que a más proximidad menos avaricia en dar la razón.
La humildad, por último, me dice que debo recelar siempre de mi propio
juicio, y, por consiguiente, fuera de los casos en que tengo certeza
sobrenatural o natural, no romper lanzas con altos, bajos ni iguales, por
quitarles su razón o imponerles la mía.
Apostolado menudo
llamé a éste al principio y tentado estoy de elevarlo
a grande, inmenso, al cerrar estas
reflexiones.
¡Cómo están pidiendo a
gritos la paz de los pueblos, de las familias, de las comunidades, hermandades
y agrupaciones de hombres y la amistad de los corazones y el buen orden de la
vida la intervención y multiplicación de los apóstoles de dar la razón y por medio de su apostolado el
apaciguamiento, el consuelo, la rehabilitación, la concordia, la cordialidad de
las almas
heridas y lastimadas por esta funesta avaricia de no dar la razón al que manda!
Corazón de Jesús, tan generoso en dar la razón al
César en lo que es del César y tan sereno y apacible en negarla en lo que no lo
es, multiplica entre tu pueblo los menudos apóstoles de dar la razón al que en
tu Nombre manda...
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