CARTA EN EL
50º ANIVERSARIO
DE LA
ATRIBUCIÓN A SAN ANTONIO
DEL TÍTULO
DE DOCTOR DE LA IGLESIA
S. S. JUAN PABLO II
Al Reverendísimo Padre Bonaventura Midili T.O.R.
Presidente de turno de la Unión de Ministros Generales Franciscanos
1. La celebración del quincuagésimo aniversario de la atribución a san
Antonio del título de doctor de la Iglesia me brinda la agradable ocasión de
recordar su figura significativa de maestro de teología y espiritualidad. Él,
«al que –como escribió un contemporáneo suyo– Dios le dio “la inteligencia de
las Escrituras” y el don de predicar a Cristo al mundo entero con palabras más
dulces que la miel» (1 Celano 48), resplandece en el amplio panorama de
santidad de la Iglesia por la autenticidad del perfil evangélico de sus
enseñanzas. Por esta razón, mi predecesor Pío XII, el 16 de enero de 1946, lo
inscribió en el catálogo de los doctores de la Iglesia universal, señalándolo
como maestro seguro de la verdad revelada. En esa circunstancia el Papa, con la
carta apostólica Exulta, Lusitania felix; o felix Padua, gaude (cf.
AAS 38, 1946, 200-204), invitó al gozo y al júbilo a los fieles de Portugal,
tierra natal del santo, y a los habitantes de la ciudad de Padua, que conserva
sus restos mortales.
En la carta que envié a la familia franciscana para conmemorar el octavo
centenario del nacimiento del santo, recordé que «de la sed de Dios y del
anhelo de Cristo nace la teología que, para san Antonio, era irradiación del
amor a Cristo (…). Vivió este método de estudio con una pasión que lo acompañó
durante toda su vida franciscana» (Cf. Sel Fran 69, 1994,
328). Las celebraciones que acaban de concluir han vuelto a proponer la figura
de Antonio como hombre evangélico revestido de sabiduría y caridad.
2. La intensa formación cultural, teológica y bíblica ayudaron al primer
Lector de teología de la Orden seráfica a recorrer el camino de una búsqueda
asidua de Dios, alimentada por una intensa piedad y una insaciable nostalgia de
la contemplación. En ese itinerario, la Sagrada Escritura, meditada
constantemente según el ritmo marcado por la liturgia de la Iglesia, se convirtió
en la fuente principal de conocimiento para su teología, de modo que ésta fue
para él «el cántico nuevo, que resuena suavemente en los oídos de Dios y
renueva el espíritu» (Sermones, I, 255).
Acercándose a las Escrituras a través de
los libros de oración y de las celebraciones de la Iglesia, contempló y predicó
los misterios de Cristo, «modelo de humildad y de paciencia», «Salvador y rey»,
«siervo pobre y obediente» que hay que seguir hasta la cruz, en compañía de su
santísima Madre, «la Virgen pobre».
Frente a un ambiente social que estaba elaborando perspectivas éticas y
culturales innovadoras, junto con modelos de espiritualidad y culto inspirados
en un evangelismo sin Iglesia, el doctor evangélico volvió a proponer con
claridad y fuerza una nueva evangelización, que no fuera sólo una exhortación
moral, sino también un camino en la Iglesia y con la Iglesia.
La sequela Christi, tan querida para el movimiento de
los frailes menores, lo impulsó a insistir con particular intensidad en la aurea
paupertas, que no es sólo el desapego de las cosas del mundo, sino
ante todo la reafirmación del primado de Dios en la vida del hombre y el deseo
fascinante de las «cosas celestiales» (Sermones, III, 86).
3. Sólo la Iglesia, a pesar de la fragilidad de sus hijos, sostenida por
la acción del Espíritu Santo y habitada por el esplendor de la Verdad, sigue
siendo la «tierra buena y fecunda» donde el anuncio evangélico da fruto, porque
«la verdad de la fe nace de la madre Iglesia. Pero la Verdad la precedió, para
que la Iglesia la siguiera» (Sermones, III, 196). Y la Iglesia
sigue a Cristo, que afirma: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). Ella –escribe el
santo– es el totum Christi corpus (cf. Sermones, I,
55), que se deja guiar por él, para verse libre de los peligros (cf. Sermones, I,
493).
San Antonio anunció esta Verdad, difundiéndola en los sermones entre sus
contemporáneos «como rocío que baja del cielo y alivia la tierra sedienta»,
para usar la imagen de mi predecesor, el papa Sixto V (cf. bula Immensa
divinae sapientiae, 24 de enero de 1586: Bull. Rom. IV,
181-182). Así, escuchando la palabra de Dios proclamada y celebrada en la
Iglesia, el hombre no sólo encuentra el sentido pleno de sus acciones, sino que
también se encuentra a sí mismo y la luz que le trae el don de la paz interior
(cf. Sermones, I, 76-78).
4. La urgencia de la predicación se manifiesta en todos los Sermones que
san Antonio nos ha dejado. El que evangeliza –escribe– es un contemplador
gozoso de Dios y un testigo de la «vida angélica», que ha alcanzado la «ciencia
madura» (Sermones, I, 483). Antonio, discípulo fiel de
Francisco de Asís, nos ha dejado el ejemplo de un esfuerzo asiduo en la
evangelización, mediante una predicación infatigable, acompañada por la
apremiante exhortación a acercarse a los sacramentos de la Iglesia,
especialmente a los de la reconciliación y la Eucaristía.
Sin embargo, es necesario subrayar que la acción apostólica de san
Antonio se alimentó constantemente de la contemplación de las cosas
celestiales. En la oración se elevaba a contemplar con los ojos de la fe el
esplendor del verdadero sol, Dios trino, y de esa fuente recibía luz y calor
que, después, irradiaba a las almas (cf. Sermones, I, 332).
Así, en plena comunión con la Iglesia, transmitía a los demás las riquezas
interiores de su alma.
5. Reverendísimo padre, ojalá que esta conmemoración del quincuagésimo
aniversario de la proclamación de san Antonio como doctor de la Iglesia sea
motivo, para toda la familia franciscana, de un renovado interés por el estudio
del pensamiento teológico y de la praxis evangelizadora del santo.
La reflexión académica, junto con las manifestaciones culturales
programadas, sabrá investigar su rica doctrina y los elementos de su
actualidad, de modo que los discípulos del Poverello de Asís, hermanos
del doctor evangélico, puedan seguir con mayor vigor en la obra de la nueva
evangelización en el mundo contemporáneo, en sintonía con la Iglesia.
Con estos sentimientos, invocando la ayuda del Maestro divino por
intercesión de san Antonio, imparto de corazón una especial bendición
apostólica a usted y a toda la Orden franciscana, extendiéndola complacido a
todos los devotos del santo.
Vaticano, 16 de enero de 1996,
decimoctavo de pontificado.
Juan Pablo II
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