El 10 de junio de 2004, durante la última procesión del Corpus Christi que presidió San Juan Pablo II rogaba, una y otra vez, poder arrodillarse ante el Santísimo, ante a la negativa de sus acompañantes, que temían un accidente del anciano Pontífice. Al final lo consiguió, con grandes dificultades físicas y mucha ayuda. Así lo contó su ceremoniero pontificio, monseñor Konrad Krajewski, en la edición especial de L’Osservatore Romano con motivo de la beatificación
Cuando era mi turno
de asistirlo durante las celebraciones, quedaba siempre conmovido por lo que
ocurría en la sacristía, antes y después de la celebración. Cuando el Papa
venía, se ponía de rodillas o, en los últimos años del pontificado, permanecía
en su silla y rezaba en silencio. Parecía que el Pontífice no estuviera
presente entre nosotros. En un momento dado, alzaba la mano derecha, y nosotros
nos acercábamos para comenzar a revestirlo en absoluto silencio. Estoy
convencido de que Juan Pablo II, antes de dirigirse a la gente, pedía a Dios
poder ser su imagen viva delante de los hombres. Lo mismo ocurría después de la
celebración: en cuanto se quitaba los ornamentos sagrados, se arrodillaba en la
sacristía y oraba.
¡Aquí está Jesús! Por favor…
Durante la última
celebración del Corpus
Christi, presidida por el Papa, ya no podía caminar. El maestro de
celebraciones y yo lo habíamos alzado con la silla sobre la plataforma del
coche, expresamente preparada para la procesión: delante del Papa, sobre el
reclinatorio, estaba puesto el ostensorio con el Santísimo Sacramento. Durante
la procesión, el Pontífice se dirigió a mí en polaco, pidiendo poder
arrodillarse. Me quedé desconcertado, porque físicamente el Papa no estaba en
condiciones de hacerlo. Con gran delicadeza, le sugerí la imposibilidad de
arrodillarse, dado que el coche oscilaba durante el trayecto, y habría sido muy
peligroso. El Papa respondió con su famoso dulce murmullo. Transcurrido un
poco de tiempo, repitió de nuevo: ¡Quiero
arrodillarme!,y yo, con gran dificultad al tener que repetir el
rechazo, sugerí que sería más prudente intentar hacerlo en las cercanías de Santa
María la Mayor; de nuevo escuché el murmullo. Sin embargo,
después de unos instantes, al llegar a la Curia de los padres redentoristas,
exclamó con determinación, casi gritando, en polaco: ¡Aquí está Jesús! Por favor… El maestro de celebraciones fue
testigo de aquellos momentos. Nuestras miradas se encontraron, y, sin decir
nada, comenzamos a ayudarlo a arrodillarse. Lo hicimos con gran dificultad, y
prácticamente sujetándolo nosotros sobre el reclinatorio. El Papa se aferraba
al borde del reclinatorio y trataba de sostenerse; pero las rodillas no lo
soportaban, y tuvimos que volver a colocarlo en la silla, entre dificultades
que no eran sólo físicas, sino que se debían también al obstáculo de los
ornamentos litúrgicos.
Asistimos a una gran
demostración de fe: aunque el cuerpo ya no respondía a la llamada interior, la
voluntad permanecía firme y fuerte. El Pontífice había demostrado, no obstante
su gran sufrimiento, la fuerza interior de la fe, que quería manifestarse a
través del gesto de ponerse de rodillas. No contaban para nada nuestras
sugerencias de no llevar a cabo aquel gesto. El Papa siempre sostuvo que, ante
Cristo presente en el Santísimo Sacramento, hay que ser muy humilde y expresar
esta humildad a través del gesto físico.
Desde que Juan Pablo II
regresó a la Casa del Padre, he sugerido a distintas personas que vayan a la
tumba del Beato a rezar. Porque él se superaba a sí mismo. Superaba su propio
cuerpo, sus propios sufrimientos. Mediante mi sencillo servicio al Romano
Pontífice, también yo me he vuelto mejor, como hombre y como sacerdote.
Konrad Krajewski
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