«Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios»
Reflexiones sobre la Eucaristía
a la luz del «Adoro te devote»
R.P. Raniero
Cantalamessa O.F.M.Cap.
10 DICIEMBRE 2004
En la capilla «Redemptoris Mater» del
Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa ha centrado su predicación en una
serie de reflexiones Eucarísticas a la luz del «Adoro te devote» –« Creo todo loe que ha dicho el Hijo de Dios» ha sido el tema de esta segunda meditación–, en el contexto
del Año de la Eucaristía convocado por Juan Pablo II.
CREO TODO LO QUE HA DICHO EL HIJO DE
DIOS
Segunda predicación de Adviento a la Casa
Pontificia
La historia del «Adoto te devote» es
bastante singular. Es atribuido frecuentemente a Santo Tomás de Aquino, pero
los primeros testimonios de tal atribución se remontan a no menos de cincuenta
años desde la muerte del Doctor Angélico, ocurrida en 1274. Aunque la
paternidad literaria está destinada a permanecer hipotética (como por lo demás,
para los otros himnos eucarísticos que se atribuyen a su nombre) es cierto que
el himno se sitúa en el surco de su pensamiento y de su espiritualidad.
El texto permaneció casi desconocido
durante más de dos siglos y tal vez así habría seguido si San Pío V no lo
hubiera introducido entre las oraciones de preparación y de acción de gracias
de la Misa impresas en el Misal por él reformado de 1570. Desde aquella fecha
el himno se ha impuesto en la Iglesia universal como una de las oraciones
eucarísticas más amadas por el clero y por el pueblo cristiano. El nuevo Ritual
Romano editado por orden de Pablo VI, lo acogió según el texto crítico
establecido por Wilmart entre los textos para el culto eucarístico fuera de la
Misa [1].
El abandono del latín corre el riesgo de
volver a echarlo en el olvido del que lo rescató San Pío V; por esto es
deseable que el año de la Eucaristía contribuya a volver a resaltarlo. Existen
de él versiones métricas en los principales idiomas; una, en inglés, por obra
del gran poeta jesuita Gerard Manley Hopkins.
Orar con las palabras del «Adoro te
devote» significa hoy para nosotros introducirnos en la cálida ola de la piedad
eucarística de las generaciones que nos han precedido, de los muchos santos que
lo han cantado. Significa tal vez revivir emociones y recuerdos que nosotros
mismos hemos experimentado al cantarlo en ciertos momentos de gracia de nuestra
vida.
1. Palabra y Espíritu en la consagración
Visus, tactus, gustus in te fállitur,
sed audítu solo tuto créditur.
Credo quidquid dixit Dei Fílius;
nil hoc verbo veritátis vérius
sed audítu solo tuto créditur.
Credo quidquid dixit Dei Fílius;
nil hoc verbo veritátis vérius
Traducida la segunda estrofa del «Adoto
te devote» dice:
La vista, el tacto, el gusto, se
equivocan sobre ti,
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.
La única observación acerca del texto
crítico de esta estrofa se refiere al último verso. Así como está, tanto en el
canto como en la recitación, se está obligado por la métrica a partir en dos la
palabra veritatis (veri – tatis), por lo que parece preferible
la variante que cambia el orden de las palabras y lee Nil hoc veritatis
verbo verius [2].
No es que los sentidos de la vista, del
tacto y del gusto, por sí mismos, se engañen acerca de las especies
eucarísticas, sino que somos nosotros los que podemos engañarnos al interpretar
aquello que ellos nos dicen. No se engañan, porque el objeto propio de los
sentidos son las apariencias –lo que se ve, se toca y se gusta– y las
apariencias son realmente las del pan y del vino. «En este sacramento, escribe
Santo Tomás, no hay ningún engaño. Los accidentes de hecho que se perciben por
los sentidos están verdaderamente, mientras el intelecto que tiene por objeto
la sustancia de las cosas es preservado de caer en engaño por la fe» [3].
La frase «basta con el oído para creer
con firmeza, auditu solo tuto créditur», se refiere a la afirmación
de Romanos 10,17, que en la Vulgata sonaba: «Fides ex auditu, la fe
viene de la escucha». Aquí, sin embargo, no se trata de la escucha de la
palabra de Dios en general, sino de la escucha de una palabra precisa
pronunciada por aquél que es la verdad misma. Por esto me parece importante
mantener, en el último verso, el adjetivo demostrativo «esta palabra» (hoc
verbo).
Está claro de qué palabra se trata: de
la palabra de la institución que el sacerdote repite en la Misa: «Esto es mi
cuerpo» (Hoc est corpus meum); «Éste es el cáliz de mi sangre» (Hic
est calix sanguinis mei). La misma palabra con la que, según el autor del Pange
lingua, «el Verbo hecho carne transforma el pan en su carne» (verbo
carnem éfficit).
Un pasaje de la Suma de
Santo Tomás, que nuestro himno parece haber puesto simplemente en poesía, dice:
«Que el verdadero cuerpo y sangre de Cristo está presente en este sacramento,
es algo que no se puede percibir ni con los sentidos ni con el intelecto, sino
con la sola fe, la cual se apoya en autoridad de Dios. Por esto, comentando el
pasaje de San Lucas 22,19: Este es mi cuerpo que es entregado por
vosotros, Cirilo dice: No pongas en duda si esto es verdad, sino más bien
acepta con fe las palabras del Salvador: porque siendo él la verdad no miente»
[4].
Sobre esta palabra de Cristo se ha basado
la Iglesia al explicar la Eucaristía; ella es la roca de nuestra fe en la
presencia real. «Aunque los sentidos te sugieren lo contrario, decía el mismo
San Cirilo de Jerusalén, la fe debe hacerte seguro. No debes, en este caso,
juzgar según el gusto, sino dejarte guiar únicamente por la fe» [5].
San Ambrosio es, entre los Padres
latinos, quien escribió las cosas más penetrantes sobre la naturaleza de esta
palabra de Cristo: «Cuando se llega al momento de realizar el venerable
sacramento, el sacerdote no usa ya palabras suyas, sino de Cristo. Es por lo
tanto la palabra la que obra (conficit) el sacramento… El Señor dio una
orden y fueron hechos los cielos…, dio un mandato y todo empezó a existir. ¿Ves
qué eficaz (operatorius) el hablar de Cristo? Antes de la consagración
no estaba el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración yo te digo que
ya está el cuerpo de Cristo. Él ha hablado y se ha hecho, ha dado un mandato y
ha sido creado (Cf. Sal 33,9)» [6].
El santo doctor dice que la palabra
«Esto es mi cuerpo» es una palabra «operativa», eficaz. La diferencia entre una
proposición especulativa o teórica (por ejemplo, «el hombre es
un animal racional») y una proposición operativa y práctica
(por ejemplo: fiat lux, hágase la luz) es que la primera contempla
la cosa como ya existente, mientras la segunda la hace existir, la llama al
ser.
Si hay algo que añadir a la explicación
de San Ambrosio y a las palabras de nuestro himno es que esa «fuerza operativa»
ejercitada por la palabra de Cristo es debida al Espíritu Santo. Era el
Espíritu Santo el que daba fuerza a las palabras pronunciadas en vida por
Cristo, como declara en un caso él mismo a sus enemigos (Cf. Mt. 12,28). Fue en
el Espíritu Santo, dice la carta a los Hebreos, que Jesús «se ofreció a sí mismo
a Dios» en su pasión (Cf. Hb 9,14) y es en el mismo Espíritu Santo por lo mismo
que él renueva sacramentalmente este ofrecimiento en la Misa.
En toda la Biblia se observa una
maravillosa sinergia entre la palabra de Dios, la dabar, y el
aliento, la ruach, que la vivifica y la conduce: «Por la palabra
del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca
toda su mesnada» (Sal 33,6); «Su palabra será una vara que
herirá al violento, con el soplo de sus labios matará al
malvado» (Is 11,4). ¿Cómo se puede pensar que esta mutua compenetración se haya
interrumpido precisamente en el momento culminante de la historia de la
salvación?
Ésta fue, al principio, una convicción
común tanto a los Padres latinos como a los Padres griegos. A la afirmación de
San Gregorio Nacianceno: «Es la santificación del Espíritu Santo lo que
confiere al pan y al cáliz la energía que los hace cuerpo y sangre de Cristo»
[7], le hace eco, en occidente, la de San Agustín: «El don no es santificado de
forma que se convierta en este gran sacramento más que por obra del Espíritu de
Dios» [8].
Fue el deterioro de las relaciones entre
las dos Iglesias lo que llevó a endurecer cada uno su propia postura y a hacer,
también de esto, un punto de disputa. Para oponerse a quien sostenía que «sólo
por la virtud del Espíritu Santo el pan se convierte en el cuerpo de Cristo»,
los latinos, basándose en la autoridad de San Ambrosio, acabaron por insistir
exclusivamente sobre las palabras de la consagración [9].
Desde que se renunció al intento indebido
de determinar «el instante preciso» en que acontece la conversión de las
especies y se considera más justamente el conjunto del rito y la intención de
la Iglesia en realizarlo ha habido un reacercamiento entre Ortodoxia e Iglesia
Católica también en este punto y cada una reconoce la validez de la Eucaristía
de la otra. Palabras de la institución e invocación del Espíritu, juntas, obran
el prodigio.
2. Transustanciación y transignificación
Sin usar el término, en esta estrofa del
himno está contenida la doctrina de la transustanciación, esto es, como la
define el concilio de Trento, de la «admirable y singular conversión de toda la
sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre de
nuestro Señor Jesucristo» [10].
¿Es posible hacer comprensible hoy este
término filosófico, fuera del exiguo círculo de los especialistas? Yo una vez
lo intenté en una transmisión televisiva sobre el Evangelio, poniendo un
ejemplo que espero que no parezca irreverente. Al ver a una señora salir de la peluquería
con un peinado completamente nuevo, es espontáneo exclamar: «¡Qué
transformación!». Ninguno sueña con decir: «¡Qué transustanciación!».
Exactamente; han cambiado de hecho la forma y el aspecto externo, pero no el
ser profundo y la personalidad. Si antes era inteligente, lo es ahora; si no lo
era, tampoco ahora lo es. Han cambiado las apariencias, no la sustancia.
En la Eucaristía sucede exactamente lo
contrario: cambia la sustancia, pero no las apariencias. El pan es
transustanciado, pero no (al menos en este sentido) transformado; las
apariencias de hecho (forma, sabor, color, peso) siguen siendo las de antes,
mientras que ha cambiado la realidad profunda, se ha convertido en el cuerpo de
Cristo. Se ha realizado la promesa de Jesús escuchada al comienzo: «El pan que
yo daré es mi carne para la vida del mundo».
En tiempos recientes la teología ha
perseguido este mismo intento de traducir a un lenguaje moderno el concepto de
transustanciación con una instrumentación y seriedad muy distinta, recurriendo
a las categorías existenciales de transignificación y transfinalización. Con
estas palabras es designado «el acto divino (no humano) en el que la sustancia
(o sea, el significado y el poder) de un signo religioso es transformado con la
revelación personal de Dios» [11].
Como siempre, el intento no salió a la
primera. En algunos autores (no en todos) estas nuevas perspectivas, más que
explicar la transustanciación, acababan por reemplazarla. En este sentido, en
la encíclica Mysterium fidei Pablo VI desaprueba los términos
transignificación y transfinalización; más exactamente, desaprueba, escribe, «a
quienes se limitan a usar sólo estos términos, sin hacer mención también de la
transustanciación».
En realidad, el Papa mismo hace ver, en
la citada encíclica, cómo estos nuevos conceptos pueden ser útiles si buscan
sacar a la luz nuevos aspectos e implicaciones del concepto de
transustanciación sin pretender sustituirlo. «Acontecida la transustanciación,
escribe, las especies del pan y del vino sin duda adquieren un nuevo fin, no
siendo ya el habitual pan y la habitual bebida, sino el signo de una cosa
sagrada y el signo de un alimento espiritual; pero adquieren nuevo significado
y nuevo fin en cuanto contienen una nueva “realidad”, que justamente
denominamos ontológica» [12].
Aún más claramente se expresó en una
homilía por la solemnidad del Corpus Domini pronunciada cuando era arzobispo de
Milán: «Este símbolo sagrado de la vida humana que es el pan quiso elegir
Cristo para hacer de él símbolo, aún más sagrado, de sí. Lo ha transustanciado,
pero no le ha quitado su poder expresivo; es más, ha elevado este poder
expresivo a un significado nuevo, a un significado superior, a un significado
místico, religioso, divino. Hizo de él una escalera para una ascensión que trasciende
el nivel natural. Como un sonido se hace voz, y como la voz se hace palabra, se
hace pensamiento, se hace verdad; así el signo del pan ha pasado, del humilde y
piadoso ser suyo, a significar un misterio; se ha hecho sacramento, ha
adquirido el poder de demostrar presente el cuerpo de Cristo» [13].
La teología católica ha procurado
revisar y profundizar en el concepto de transignificación y transfinalización a
la luz de las reservas de Pablo VI [14]. Tal vez, a pesar de estos esfuerzos,
no se ha llegado aún a una solución ideal que responda a todas las exigencias,
pero no se puede renunciar a proseguir en el esfuerzo de «inculturar» en el
mundo de hoy la fe en la Eucaristía, como los Padres de la Iglesia y Santo
Tomás de Aquino hicieron, cada uno en su tiempo y en su cultura.
El próximo sínodo de los obispos sobre
«La Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia» podrá
dar una preciosa contribución en esta dirección. No es posible de hecho
mantener viva y nueva la compresión de la Eucaristía en la Iglesia de hoy si
nos detenemos en la fase de la reflexión teológica alcanzada hace muchos
siglos, como si la exégesis, la teología bíblica, el movimiento ecuménico y la
propia teología dogmática no hubieran aportado mientras tanto nada nuevo en
este campo. También frente a los nuevos intentos de explicación del misterio
eucarístico debemos aplicar el principio de discernimiento indicado por el
Apóstol: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).
3. Misterio de la fe
Pasemos ahora a la respuesta que el
autor del himno nos invita a gritar con él a la verdad enunciada. Está
condensada en una palabra: ¡Creo! Credo quidquid dixit Dei Filius.
Al término de la consagración del cáliz (en el antiguo Canon romano,
directamente en medio de ella) resuena la exclamación: Mysterium fidei!
¡Misterio de la fe!
La fe es necesaria para que la presencia
de Jesús en la Eucaristía sea no sólo «real», sino también «personal», esto es,
de persona a persona. Una cosa es «estar ahí» y otra «estar presente». Sin la
fe Cristo está en la Eucaristía, pero no está para mí. La presencia supone uno
que está presente y uno para quien está presente; supone comunicación
recíproca, el intercambio entre dos sujetos libres, que se percatan el uno del
otro. Es mucho más, por lo tanto, que el simple estar en un determinado lugar.
Ya en el tiempo en que Jesús estaba presente físicamente en la tierra, se
necesitaba la fe; si no –como repite muchas veces él mismo en el Evangelio— su
presencia no servía de nada, más que de condena: «¡Ay de ti Corazín, ay de ti
Cafarnaúm!».
«Todos aquellos que vieron al Señor
Jesucristo según la humanidad, amonestaba Francisco de Asís, y no vieron ni
creyeron, según el Espíritu y la divinidad, que Él es el verdadero Hijo de
Dios, están condenados; y así ahora todos los que ven el sacramento del cuerpo
de Cristo, que es consagrado por medio de las palabras del Señor sobre el altar
por las manos del sacerdote bajo las especies del pan y del vino, y no ven y no
creen según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo
cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, están condenados» [15]. «No
abráis de par en par la boca, sino el corazón, decía San Agustín. No nos
alimenta lo que vemos, sino lo que creemos» [16].
¿Pero qué significa exactamente la
exclamación Mysterium fidei en la Misa? No sólo aquello que
como misterio indica el lenguaje corriente, esto es, una verdad inaccesible
para la razón humana y cognoscible sólo por revelación (misterio de la
Trinidad, misterio de la encarnación); no indica sólo algo que no se puede
comprender, sino también «lo que no se acaba nunca de comprender».
Con la expresión «Misterio de la fe», al
principio se quiso probablemente afirmar que «la Eucaristía contiene y desvela
toda la economía de la redención» [17]. Actualiza todo el misterio cristiano.
«Cada vez que se celebra el memorial de este sacrificio –dice una oración del
Sacramentario gelasiano aún hoy en uso— se realiza la obra de nuestra
redención» [18]. «Cuando el sacerdote proclama “¡Misterio de la fe!”, los
presentes, observa Juan Pablo II en su encíclica, responden evocando lo
esencial de toda la historia de la salvación: “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”» [19].
No sólo toda la historia de la salvación
está presente en la Eucaristía, sino también toda la Trinidad que es su
artífice; no sólo lo que los Padres llamaban la oikonomia, sino
también lo que llamaban la theologia. El Padre tanto amó al mundo
que le dio su Unigénito para salvarlo; el Hijo tanto amó a los hombres que dio
por ellos su vida; Padre e Hijo han querido unir tan íntimamente consigo a los
hombres que infunden en ellos el Espíritu Santo, para que su misma vida more en
sus corazones. ¡Y la Misa es todo esto!
Un fruto del año eucarístico esperado
por el Papa, se decía la vez pasada, es renovar el estupor ante el misterio
eucarístico. «Oh, Dios mío, esto es demasiado mayor que nosotros: sé tu sólo,
por favor, responsable de esta enormidad». Así Paul Claudel expresa, como
poeta, su estupor frente a la Eucaristía [20].
El peligro más grave que corre la
Eucaristía es el acostumbramiento, darla por descontado y por lo tanto
banalizarla. Sucede que cada tanto se vuelve a oír entre nosotros el grito de
Juan Bautista: «En medio de vosotros está uno a quien no conocéis» (Jn 1,26).
Nos horrorizamos justamente de las noticias de tabernáculos violados, copones
robados para fines execrables. Tal vez de ellos Jesús repite lo que dijo de los
que le crucificaban: «No saben lo que hacen», pero lo que más le entristece es
quizá la frialdad de los suyos. A ellos –o sea, a nosotros– les repite las
palabras del salmo: «Si todavía un enemigo me ultrajara, podría soportarlo…;
pero tú, mi compañero, mi amigo y confidente» (Sal 54,13-14). En las
revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque, Jesús no se lamentaba tanto
de los pecados de los ateos del tiempo como de la indiferencia y frialdad de
las almas a él consagradas.
El Señor se sirvió de una mujer no
creyente para hacerme entender qué debería experimentar uno que se tomara la
Eucaristía en serio. Le había dado a leer un libro sobre este tema, al verla
interesada sobre el problema religioso, aunque era atea. Tras una semana, me lo
devolvió diciéndome: «Usted no me puso entre las manos un libro, sino una
bomba… ¿Pero se da cuenta de la enormidad del tema? Según lo que está aquí
escrito, bastaría abrir los ojos para descubrir que existe todo un mundo
diferente en torno a nosotros; que la sangre de un hombre muerto hace dos mil
años nos salva a todos. ¿Sabe que al leerlo me temblaban las piernas y a cada
rato debía dejar de leerlo y levantarme? Si esto es cierto, cambia todo».
Junto al gozo de ver que la semilla no
había sido echada en vano, al oírla experimentaba una gran sensación de
humillación y vergüenza. Yo había recibido la comunión pocos minutos antes,
pero no me temblaban las piernas. No estaba del todo equivocado aquel ateo que
dijo un día a un amigo creyente: «Si yo pudiera creer que en aquella hostia
está verdaderamente el Hijo de Dios, como decís vosotros, creo que caería de
rodillas y no me levantaría nunca más».
La estrofa del «Adoro te devote» que
hemos comentado en esta meditación llama de cerca la del Pange lingua que
dice:
La palabra es carne
y hace carne y cuerpo
con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos,
basta fe, si existe
corazón sincero.
y hace carne y cuerpo
con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos,
basta fe, si existe
corazón sincero.
Cantémosla juntos en latín, intentado
expresar con ella nuestra fe y nuestro estupor eucarístico:
Verbum caro panem verum
verbo carnem éfficit:
fitque sanguis Christi merum.
Et si sensus déficit,
ad firmándum cor sincérum
sola fides súfficit.
verbo carnem éfficit:
fitque sanguis Christi merum.
Et si sensus déficit,
ad firmándum cor sincérum
sola fides súfficit.
———————————————————–
[1] Rituale Romanum. «De
sacra communione et de cultu Mysterii Eucharistici extra Missam», Typis
Polyglottis Vaticanis 1973, pp. 61.s.
[2] Wilmart, La tradition
littéraire et textuelle de “l’Adoro te devote” , en Recherches de
Théologie ancienne et médiévale, 1, 1929, p. 159, se lee “nichil
veritatis verbo verius” ; yo creo que, con la mayoría de los
manuscritos, hay que mantener el adjetivo «esta» (hoc verbo) por el motivo que
explicaré más adelante.
[3] S. Th. III, q. 75,
a. 5, ad 2.
[4] S. Th. , IIIª, q.
75, a. 1.
[5] S. Cirilo de Jerusalén, Catechesi
mistagogiche, IV, 2.6.
[6] S. Ambrosio, De sacramentis,
IV, 14-15.
[7] S. Gregorio Nacianceno, PG 33, 1113.
1124.
[8] S. Agustín, De Trinitate,
III, 4,10 (PL, 42, 874).
[9] Cf. S. Tomás de Aquino, S.Th,
III, q. LXXVIII, a.4: la frase citada se atribuye al Damasceno.
[10] Denzinger – Schönmetzer, n. 1652.
[11] J.M. Powers, Teologia eucaristica,
Brescia 1969, p.220.
[12] Mysterium fidei, 47.
[13] G.B. Card. Montini, Pane
celeste e vita sociale, en “Rivista diocesana milanese”, 1959, pp. 428 ss,
reproducido en Il Gesú di Paolo VI, a cargo de v. Levi, Milán, Mondadori 1985,
p.189.
[14] Cfr., por ejemplo, J.-M. R. Tillard,
en Eucharistia. Encyclopédie de l’Eucharistie, a cargo de M.
Brouard, du Cerf, París 2002, pp. 407
[15] S. Francisco, Ammonizioni,
I (FF, 142).
[16] S. Agustín, Sermo 112,
5 (PL 38, 645)
[17] Cfr. M. Righetti, Storia
liturgica, III, Milán 1966, p. 396 (la explicación es de B. Botte).
[18] Véase la oración del II domingo del
tiempo ordinario.
[19] Enc. Ecclesia de Eucaristia,
5.
[20] P. Claudel, Hymne du Saint
Sacrement, en Oeuvre poétique complète, París 1967, p. 402:
«Soyez tout seul, mon Dieu, car pour moi ce n’est pas mon affaire, responsable
de cette énormité» .
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