CARTA ENCÍCLICA “ANNUM
SACRUM”
DEL
PAPA LEON XIII
A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS,
OBISPOS Y OTROS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
De la Consagración
del Género Humano
al Sagrado Corazón de Jesús
al Sagrado Corazón de Jesús
Hace poco, como sabéis, ordenamos por cartas
apostólicas que próximamente celebraríamos un jubileo (annum sacrum), siguiendo
la costumbre establecida por los antiguos, en esta ciudad santa. Hoy, en la
espera, y con la intención de aumentar la piedad en que estará envuelta esta
celebración religiosa, nos hemos proyectado y aconsejamos una manifestación
fastuosa. Con la condición que todos los fieles Nos obedezcan de corazón y con
una buena voluntad unánime y generosa, esperamos que este acto, y no sin razón,
produzca resultados preciosos y durables, primero para la religión cristiana y
también para el género humano todo entero.
Muchas veces Nos hemos esforzado en mantener y
poner más a la luz del día esta forma excelente de piedad que consiste en
honrar al Sacratísimo Corazón de Jesús. Seguimos en esto el ejemplo de Nuestros
predecesores Inocencio XII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Pío VII y Pío
IX. Esta era la finalidad especial de Nuestro decreto publicado el 28 de junio
del año 1889 y por el que elevamos a rito de primera clase la fiesta del
Sagrado Corazón.
Pero ahora soñamos en una forma de veneración
más imponente aún, que pueda ser en cierta manera la plenitud y la perfección
de todos los homenajes que se acostumbran a rendir al Corazón Sacratísimo.
Confiamos que esta manifestación de piedad sea muy agradable a Jesucristo
Redentor.
Además, no es la primera vez que el proyecto que
anunciamos, sea puesto sobre el tapete. En efecto, hace alrededor de 25 años,
al acercarse la solemnidad del segundo Centenario del día en que la
bienaventurada Margarita María de Alacoque había recibido de Dios la orden de
propagar el culto al divino Corazón, hubo muchas cartas apremiantes, que
procedían no solamente de particulares, sino también de obispos, que fueron
enviadas en gran número, de todas partes y dirigidas a Pío IX. Ellas pretendían
obtener que el soberano Pontífice quisiera consagrar al Sagrado Corazón de
Jesús, todo el género humano. Se prefirió entonces diferirlo, a fin de ir
madurando más seriamente la decisión. A la espera, ciertas ciudades recibieron
la autorización de consagrarse por su cuenta, si así lo deseaban y se
prescribió una fórmula de consagración. Habiendo sobrevenido ahora otros motivos,
pensamos que ha llegado la hora de culminar este proyecto.
Este testimonio general y solemne de respeto y
de piedad, se le debe a Jesucristo, ya que es el Príncipe y el Maestro supremo.
De verdad, su imperio se extiende no solamente a las naciones que profesan la
fe católica o a los hombres que, por haber recibido en su día el bautismo,
están unidos de derecho a la Iglesia, aunque se mantengan alejados por sus
opiniones erróneas o por un disentimiento que les aparte de su ternura.
El reino de Cristo también abraza a todos los
hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la universalidad del género
humano está realmente sumisa al poder de Jesús. Quien es el Hijo Único de Dios
Padre, que tiene la misma substancia que El y que es “el esplendor de su gloria
y figura de su substancia” (Hebreos 1:3), necesariamente lo posee todo en común
con el Padre; tiene pues poder soberano sobre todas las cosas. Por eso el Hijo
de Dios dice de sí mismo por la boca del profeta: “Ya tengo yo consagrado a mi
rey en Sión mi monte santo… El me ha dicho: Tu eres mi Hijo, yo te he
engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los
confines de la tierra” (Salmo 2: 6-8).
Por estas palabras, Jesucristo declara que ha
recibido de Dios el poder, ya sobre la Iglesia, que viene figurada por la
montaña de Sión, ya sobre el resto del mundo hasta los límites más alejados.
¿Sobre qué base se apoya este soberano poder? Se desprende claramente de estas
palabras: “Tu eres mi Hijo.” Por esta razón Jesucristo es el hijo del Rey del
mundo que hereda todo poder; de ahí estas palabras: “Yo te daré las naciones
por herencia”. A estas palabras cabe añadir aquellas otras análogas de san
Pablo: “A quien constituyó heredero universal.”
Pero hay que recordar sobre todo que Jesucristo
confirmó lo relativo a su imperio, no sólo por los apóstoles o los profetas,
sino por su propia boca. Al gobernador romano que le preguntaba:” ¿Eres Rey
tú?”, Él contestó sin vacilar: “Tú lo has dicho: Yo soy rey!” ( San Juan 18:37)
La grandeza de este poder y la inmensidad infinita de este reino, están
confirmados plenamente por las palabras de Jesucristo a los Apóstoles: “Se me
ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra.” (Mt 28:18). Si todo poder ha
sido dado a Cristo, se deduce necesariamente que su imperio debe ser soberano,
absoluto, independiente de la voluntad de cualquier otro ser, de suerte que
ningún poder no pueda equipararse al suyo. Y puesto que este imperio le ha sido
dado en el cielo y sobre la tierra, se requiere que ambos le estén sometidos.
Efectivamente, El ejerció este derecho
extraordinario, que le pertenecía, cuando envió a sus apóstoles a propagar su
doctrina, a reunir a todos los hombres en una sola Iglesia por el bautismo de
salvación, a fin de imponer leyes que nadie pudiera desconocer sin poner en
peligro su eterna salvación. Pero esto no es todo. Jesucristo ordena no sólo en
virtud de un derecho natural y como Hijo de Dios sino también en virtud de un
derecho adquirido. Pues “nos arrancó del poder de las tinieblas” (Colos. 1:13)
y también “se entregó a sí mismo para la Redención de todos” (1 Tim 2:6).
No solamente los católicos y aquellos que han
recibido regularmente el bautismo cristiano, sino todos los hombres y cada uno
de ellos, se han convertido para El “en pueblo adquirido.” (1 P 2:9). También
san Agustín tiene razón al decir sobre este punto: “¿Buscáis lo que Jesucristo
ha comprado? Ved lo que El dio y sabréis lo que compró: La sangre de Cristo es
el precio de la compra. ¿Qué otro objeto podría tener tal valor? ¿Cuál si no es
el mundo entero? ¿Cuál sino todas las naciones? ¡Por el universo entero Cristo
pagó un precio semejante!” (Tract., XX in Joan.).
Santo Tomás nos expone largamente porque los
mismos infieles están sometidos al poder de Jesucristo. Después de haberse
preguntado si el poder judiciario de Jesucristo se extendía a todos los hombres
y de haber afirmado que la autoridad judiciaria emana de la autoridad real,
concluye netamente: “Todo está sumido a Cristo en cuanto a la potencia, aunque
no lo está todavía sometido en cuanto al ejercicio mismo de esta potencia”
(Santo Tomás, III Pars. q. 30, a.4.). Este poder de Cristo y este imperio sobre los hombres, se ejercen por la
verdad, la justicia y sobre todo por la caridad.
Pero en esta doble base de su poder y de su
dominación, Jesucristo nos permite, en su benevolencia, añadir, si de nuestra
parte estamos conformes, la consagración voluntaria. Dios y Redentor a la vez,
posee plenamente y de un modo perfecto, todo lo que existe. Nosotros, por el
contrario, somos tan pobres y tan desprovistos de todo, que no tenemos nada que
nos pertenezca y que podamos ofrecerle en obsequio. No obstante, por su bondad
y caridad soberanas, no rehúsa nada que le ofrezcamos y que le consagremos lo
que ya le pertenece, como si fuera posesión nuestra. No sólo no rehúsa esta
ofrenda, sino que la desea y la pide: “Hijo mío, dame tu corazón!” Podemos pues
serle enteramente agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestra
s almas.
Consagrándonos a Él, no solamente reconocemos y
aceptamos abiertamente su imperio con alegría, sino que testimoniamos realmente
que si lo que le ofrecemos nos perteneciera, se lo ofreceríamos de todo
corazón; así pedimos a Dios quiera recibir de nosotros estos mismos objetos que
ya le pertenecen de un modo absoluto. Esta es la eficacia del acto del que
estamos hablando, y este es el sentido de sus palabras.
Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la
imagen sensible de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos impulsa a
amarnos los unos a los otros, es natural que nos consagremos a este corazón tan
santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo, pues los homenajes, señales
de sumisión y de piedad que uno ofrece al divino Corazón, son referidos
realmente y en propiedad a Cristo en persona.
Nos exhortamos y animamos a todos los fieles a
que realicen con fervor este acto de piedad hacia el divino Corazón, al que ya
conocen y aman de verdad. Deseamos vivamente que se entreguen a esta
manifestación, el mismo día, a fin de que los sentimientos y los votos comunes
de tantos millones de fieles sean presentados al mismo tiempo en el templo
celestial.
Pero, ¿podemos olvidar esa innumerable cantidad
de hombres, sobre los que aún no ha aparecido la luz de la verdad cristiana?
Nos representamos y ocupamos el lugar de Aquel que vino a salvar lo que estaba
perdido y que vertió su sangre para la salvación del género humano todo entero.
Nos soñamos con asiduidad traer a la vida verdadera a todos esos que yacen en
las sombras de la muerte; para eso Nos hemos enviado por todas partes a los
mensajeros de Cristo, para instruirles. Y ahora, deplorando su triste suerte,
Nos los recomendamos con toda nuestra alma y los consagramos, en cuanto depende
de Nos, al Corazón Sacratísimo de Jesús.
De esta manera, el acto de piedad que
aconsejamos a todos, será útil a todos. Después de haberlo realizado, los que
conocen y aman a Cristo Jesús, sentirán crecer su fe y su amor hacia El. Los
que conociéndole, son remisos a seguir su ley y sus preceptos, podrán obtener y
avivar en su Sagrado Corazón la llama de la caridad. Finalmente, imploramos a
todos, con un esfuerzo unánime, la ayuda celestial hacia los infortunados que
están sumergidos en las tinieblas de la superstición. Pediremos que Jesucristo,
a Quien están sometidos “en cuanto a la potencia”, les someta un día “en cuanto
al ejercicio de esta potencia”. Y esto, no solamente “en el siglo futuro,
cuando impondrá su voluntad sobre todos los seres recompensando a los unos y
castigando a los otros” (Santo Tomás, id, ibidem.), sino aún en esta vida
mortal, dándoles la fe y la santidad. Que puedan honrar a Dios en la práctica
de la virtud, tal como conviene, y buscar y obtener la felicidad celeste y
eterna.
Una consagración así, aporta también a los
Estados la esperanza de una situación mejor, pues este acto de piedad puede
establecer y fortalecer los lazos que unen naturalmente los asuntos públicos
con Dios. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha erigido una especie de
muro entre la Iglesia y la sociedad civil. En la constitución y administración
de los Estados no se tiene en cuenta para nada la jurisdicción sagrada y
divina, y se pretende obtener que la religión no tenga ningún papel en la vida
pública. Esta actitud desemboca en la pretensión de suprimir en el pueblo la
ley cristiana; si les fuera posible hasta expulsarían a Dios de la misma
tierra.
Siendo los espíritus la presa de un orgullo tan
insolente, ¿es que puede sorprender que la mayor parte del género humano se
debata en problemas tan profundos y esté atacada por una resaca que no deja a
nadie al abrigo del miedo y el peligro? Fatalmente acontece que los fundamentos
más sólidos del bien público, se desmoronan cuando se ha dejado de lado, a la
religión. Dios, para que sus enemigos experimenten el castigo que habían
provocado, les ha dejado a merced de sus malas inclinaciones, de suerte que
abandonándose a sus pasiones se entreguen a una licencia excesiva.
De ahí esa abundancia de males que desde hace
tiempo se ciernen sobre el mundo y que Nos obligan a pedir el socorro de Aquel
que puede evitarlos. ¿Y quién es éste sino Jesucristo, Hijo Único de Dios,
“pues ningún otro nombre le ha sido dado a los hombres, bajo el Cielo, por el
que seamos salvados” (Act 4:12). Hay que recurrir, pues, al que es “el Camino,
la Verdad y la Vida”.
El hombre ha errado: que vuelva a la senda recta
de la verdad; las tinieblas han invadido las almas, que esta oscuridad sea
disipada por la luz de la verdad; la muerte se ha enseñoreado de nosotros,
conquistemos la vida. Entonces nos será permitido sanar tantas heridas, veremos
renacer con toda justicia la esperanza en la antigua autoridad, los esplendores
de la fe reaparecerán; las espadas caerán, las armas se escaparán de nuestras
manos cuando todos los hombres acepten el imperio de Cristo y sometan con
alegría, y cuando “toda lengua profese que el Señor Jesucristo está en la
gloria de Dios Padre” (Fil. 2:11).
En la época en que la Iglesia, aún próxima a sus
orígenes, estaba oprimida bajo el yugo de los Césares, un joven emperador
percibió en el Cielo una cruz que anunciaba y que preparaba una magnífica y
próxima victoria. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece
a nuestros ojos: Es el Corazón Sacratísimo de Jesús, sobre él que se levanta la
cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos
poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación
de los hombres.
Finalmente, no queremos pasar en silencio un
motivo particular, es verdad, pero legítimo y serio, que nos presiona a llevar
a cabo esta manifestación. Y es que Dios, autor de todos los bienes, Nos ha
liberado de una enfermedad peligrosa. Nos queremos recordar este beneficio y
testimoniar públicamente Nuestra gratitud para aumentar los homenajes rendidos
al Sagrado Corazón.
Nos decidimos en consecuencia, que el 9, el 10 y
el 11 del mes de junio próximo, en la iglesia de cada localidad y en la iglesia
principal de cada ciudad, sean recitadas unas oraciones determinadas. Cada uno
de esos días, las Letanías del Sagrado Corazón, aprobadas por nuestra
autoridad, serán añadidas a las otras invocaciones. El último día se recitará
la fórmula de consagración que Nos os hemos enviado, Venerables Hermanos, al
mismo tiempo que estas cartas.
Como prenda de los favores divinos y en
testimonio de Nuestra Benevolencia, Nos concedemos muy afectuosamente en el
Señor la bendición Apostólica, a vosotros, a vuestro clero y al pueblo que os
está confiado.
Dado en Roma, el 25 de mayo de 1899,
el 22 de Nuestro Pontificado
León XIII, papa
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