«Al contemplarte todo se rinde»
Reflexiones sobre la Eucaristía
a la luz del «Adoro te devote»
R.P. Raniero
Cantalamessa O.F.M.Cap.
3 DICIEMBRE 2004
En la capilla «Redemptoris Mater» del
Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa ha centrado su predicación en una
serie de reflexiones Eucarísticas a la luz del «Adoro te devote» –«Al
contemplarte todo se rinde» ha sido el tema de esta meditación–, en el contexto
del Año de la Eucaristía convocado por Juan Pablo II.
Primera predicación
ADORO TE DEVOTE
En respuesta al deseo y a las
intenciones del Santo Padre de dedicar el año en curso a la Eucaristía, la
predicación de este Adviento –y, si es voluntad de Dios, también la de la
próxima Cuaresma— será un comentario, estrofa a estrofa, del «Adoro te devote».
Con su encíclica «Ecclesia de Eucharistia»
el Santo Padre Juan Pablo II se ha propuesto, dice, renovar en la Iglesia «el
estupor eucarístico» [1] y el «Adoro te devote» se presta maravillosamente para
lograr este objetivo. Aquél puede servir para dar un soplo espiritual y un alma
a todo lo que se hará, en este año, para honrar la Eucaristía.
Un cierto modo de hablar de la
Eucaristía, lleno de cálida unción y devoción, y además de profunda doctrina,
expulsado por la llegada de la teología llamada «científica», se refugió en los
antiguos himnos eucarísticos y es ahí donde debemos ir a buscar si queremos
superar un cierto conceptualismo árido que ha afligido al sacramento del altar
después de tantas disputas a su alrededor.
La nuestra, sin embargo, no quiere ser
una reflexión sobre el «Adoro te devote», ¡sino sobre la Eucaristía! El himno
es sólo el mapa que nos sirve para explorar el territorio, la guía que nos
introduce en la obra de arte.
1. Una presencia escondida
En esta meditación reflexionamos sobre
la primera estrofa del himno. Dice así:
Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondida bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
verdaderamente escondida bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
Se hicieron intentos de establecer el
texto crítico del himno en base a los pocos manuscritos existentes anteriores a
la imprenta. Las variaciones respecto al texto que conocemos no son muchas. La
principal se refiere precisamente a los dos primeros versos de esta estrofa
que, según Wilmart, al principio resonaban así: Adoro devote latens
veritas / Te qui sub his formis vere latitas, donde «veritas» estaría por
la persona de Cristo y «formis» sería el equivalente a «figuris».
Pero aparte del hecho de que esta
lectura es todo menos segura [2], hay otro motivo que empuja a atenerse al
texto tradicional. Éste, como otros venerables himnos litúrgicos latinos del
pasado, pertenecen a la colectividad de los fieles que lo han cantado durante
siglos, lo han hecho propio y casi recreado, no menos que el autor que lo ha
compuesto, frecuentemente, por lo demás, anónimo. El texto divulgado no tiene
menos valor que el texto crítico y es con él de hecho que el himno sigue siendo
conocido y cantado en toda la Iglesia.
En cada estrofa del «Adoro te devote»
hay una afirmación teológica y una invocación que es la respuesta orante del
alma al misterio. En la primera estrofa la verdad teológica evocada se refiere
al modo de presencia de Cristo en las especies eucarísticas. La expresión
latina «vere latitas» es densísima en significado; quiere decir: estás
escondido, pero estás verdaderamente (en la parte en que el acento está en
«vere»), y quiere decir también: estás verdaderamente, pero escondido (donde el
acento se pone en «latitas», en el carácter sacramental de esta presencia).
Para comprender este modo de hablar de
la Eucaristía hay que tener en cuenta el «gran cambio» que se verifica en torno
a la Eucaristía en el paso de la teología simbólica de los Padres a la
dialéctica de la Escolástica. Ella tiene sus remotos inicios en el siglo IX,
con Pascasio Radberto y Ratramno de Corbie: el primero defensor de una
presencia física y material de Cristo en el pan y en el vino, el segundo de una
presencia verdadera y real, pero sacramental, no física; explota en cambio
abiertamente sólo más tarde, con Berengario de Tours (H 1088), que acentúa
hasta tal punto el carácter simbólico y sacramental de Cristo en la Eucaristía
como para comprometer la fe en la realidad objetiva de tal presencia.
Mientras que antes se decía que Cristo
en la Eucaristía está presente sacramentalmente, o, según los orientales,
mistéricamente, ahora, con un lenguaje tomado prestado desde Aristóteles, se
dice que está presente sustancialmente, o según la sustancia. Figura no
indica ya, como sacramentum, el conjunto de los signos con que se
realiza la presencia de Cristo, sino sencillamente las «especies o apariencias»
del pan y del vino, en el lenguaje técnico los accidentes [3].
Nuestro himno se sitúa claramente en
este lado del cambio, si bien evita el recurso a los nuevos términos
filosóficos, poco apropiados en un texto poético. En el verso «quae sub his
figuris vere latitas», el término figura indica las especies del
pan y del vino en cuanto que ocultan lo que contienen y contienen lo que
ocultan [4].
2. En devota adoración
Decía que en cada estrofa del himno
hallamos una afirmación teológica seguida de una invocación con la que el
orante responde a aquella y se apropia de la verdad evocada. A la afirmación de
la presencia real, si bien escondida, de Cristo en el pan y en el vino el
orante responde derritiéndose literalmente en devota adoración y arrastrando
consigo, en el mismo movimiento, las innumerables formaciones de almas que
durante más de medio milenio han orado con sus palabras.
Adoro: esta palabra con la que se abre
el himno es por sí sola una profesión de fe en la identidad entre cuerpo
eucarístico y el cuerpo histórico de Cristo, «nacido de María Virgen, que
verdaderamente padeció y fue inmolado en la cruz por el hombre». Es sólo
gracias a esta identidad de hecho y a la unión hipostática en Cristo entre
humanidad y divinidad que podemos estar en adoración ante la hostia consagrada
sin pecar de idolatría. Ya decía San Agustín: «En esta carne [el Señor] caminó
aquí y esta misma carne nos ha dado para comer para la salvación; y ninguno
come esa carne sin haberla adorado antes… Nosotros no pecamos adorándola, pero
pecamos si no la adoramos» [5].
¿Pero en qué consiste exactamente y cómo
se manifiesta la adoración? La adoración puede estar preparada por prolongada
reflexión, pero termina con una intuición y, como toda intuición, no dura mucho.
Es como un rayo de luz en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz
de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza,
majestad, belleza, y a la vez de la bondad de Dios y de su presencia lo que
quita la respiración. Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y
sin fondo de la majestad de Dios.
Una expresión de adoración, más eficaz
que cualquier palabra, es el silencio. Adorar, según la estupenda expresión de
San Gregorio Nacianceno, significa elevar a Dios un «himno de silencio». Hubo
un tiempo en que, para entrar en un clima de adoración ante el Santísimo, me
bastaba repetir las primeras palabras de un himno del místico alemán del siglo
XVII Gerhard Tersteegen, que aún hoy se canta en las iglesias protestantes y
católicas de Alemania:
«Dios está aquí presente; ¡venid,
adoremos!
Con santa reverencia, entremos en su presencia.
Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia». [6]
Con santa reverencia, entremos en su presencia.
Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia». [6]
Tal vez porque las palabras de una
lengua extranjera están menos agotadas por el uso y la banalización, lo cierto
es que aquellas palabras me producían cada vez un estremecimiento interior.
«Gott ist gegenwärtig, Dios está presente, ¡Dios está aquí!: las palabras se
desvanecían rápidamente, quedaba sólo la verdad que habían transmitido, el
«sentimiento vivo de la presencia» de Dios.
El sentido de la adoración está
reforzado, en nuestro himno, por el de la devoción: «adoro te devote».
La Edad Media dio a este término un significado nuevo respecto a la antigüedad
pagana y cristiana. Con él se indicaba al principio la adhesión a una persona,
expresada en un fiel servicio y, en la costumbre cristiana, toda forma de
servicio divino, sobre todo el litúrgico de la recitación de los salmos y de las
oraciones.
En los grandes autores espirituales de
la Edad media la palabra se interioriza; pasa a significar no las prácticas
exteriores, sino las disposiciones profundas de corazón. Para San Bernardo
indica «el fervor interior del alma encendida por el fuego de la caridad» [7].
Con San Buenaventura y su escuela la persona de Cristo se convierte en el
objeto central de la devoción, entendida como el sentimiento de conmovida
gratitud y amor suscitado por el recuerdo de sus beneficios. El Doctor angélico
dedica dos artículos enteros de la Suma a la devoción, que considera el primero
y más importante acto de la virtud de la religión [8]. Para él consiste en la
prontitud y disponibilidad de la voluntad para ofrecerse a sí misma a Dios que
se expresa en un servicio sin reservas y pleno de fervor.
Este rico y profundo contenido
lamentablemente se perdió en gran parte después, cuando al concepto de
«devoción» se arrimó el de «devociones», esto es, de prácticas exteriores y
particulares, dirigidas no sólo a Dios, sino más a menudo a santos o a lugares
determinados, advocaciones e imágenes. Se volvió en la práctica al viejo
significado del término.
En nuestro himno el adverbio devote conserva
intacta toda la fuerza teológica y espiritual que el propio autor (si él es
Tomás de Aquino) había contribuido a dar al término. La mejor explicación de
qué se entiende aquí por devotio está en las palabras que
siguen en la segunda parte de la estrofa: Tibi se cor meum totum
subiicit; «a ti se somete mi corazón por completo». Disponibilidad total y
amorosa a hacer la voluntad de Dios.
3. La contemplación eucarística
Queda por tomar la llamarada más alta
que es la que se eleva de los dos últimos versos de la estrofa: Quia te
contemplans totum deficit: Al contemplarte todo se rinde. La característica
de ciertos venerables himnos litúrgicos latinos, como el «Adoro te devote», el
«Veni creator» y otros, es la extraordinaria concentración de significado que
se realiza en cada palabra. En ellos cada palabra está llena de contenido.
Para comprender plenamente el sentido de
esta frase, como de todo el himno, es necesario tener en cuenta el ambiente y
el contexto en que nace. Estamos, decía, en este lado del gran cambio de la
teología eucarística ocasionado por la reacción a las teorías de Berengario de
Tours. El problema sobre el que se concentra casi exclusivamente la reflexión
cristiana es el de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que a veces
excede en la afirmación de una presencia física y casi material [9]. De Bélgica
partió la gran oleada de fervor eucarístico que contagiará en poco tiempo toda
la cristiandad y, en 1264, llevará a la institución de la fiesta del Corpus
Domini por parte del Papa Urbano IV.
Se acrecienta el sentido de respeto de
la Eucaristía y, paralelamente, aumenta el sentido de indignidad de los fieles
de acercarse a ella, a causa de las condiciones casi impracticables
establecidas para recibir la comunión (ayuno, penitencias, confesión,
abstinencia de las relaciones conyugales). La comunión por parte del pueblo
pasó a ser un hecho tan raro que el Concilio Lateranense IV en 1215 tuvo que
establecer la obligación de comulgar al menos en Pascua. Pero la Eucaristía
sigue atrayendo irresistiblemente a las almas y así, poco a poco, la falta del
contacto comestible de la comunión se remedia desarrollando el contacto visual
de la contemplación. (Observamos que en Oriente, por las mismas razones, a los
laicos se les sustrae también el contacto visual porque el rito central de la
Misa se desarrolla tras una cortina que después de convertirá en el muro del
iconostasio).
La elevación de la hostia y del cáliz en
el momento de la consagración, antes desconocido (el primer testimonio escrito
de su institución es de 1196), se transforma para los laicos en el momento más
importante de la Misa, en el que desahogan sus sentimientos de devoción y
esperan recibir gracias. Se tocan en ese momento las campanas para advertir a
los ausentes y algunos corren de una Misa a otra para asistir a varias
elevaciones. Muchos himnos eucarísticos, entre ellos el «Ave verum», nacen para
acompañar este momento; son himnos para la elevación. A ellos pertenece también
nuestro «Adoro te devote». Desde el principio hasta el final su lenguaje es el
de ver, contemplar: te contemplans, non intueor, nunc aspicio, visu sim
beatus.
Nosotros ya no tenemos la misma
concepción de la Eucaristía; hace tiempo que la comunión se convirtió en parte
integrante de la participación en la Misa; las conquistas de la teología
(movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico) que confluyeron en el Concilio
Vaticano II y en la reforma litúrgica han restablecido en valor, junto a la fe
en la presencia real, otros aspectos de la Eucaristía, el banquete, el
sacrificio, el memorial, la dimensión comunitaria y eclesial…
Se podría pensar que en este nuevo clima
ya no hay lugar para el «Adoro te devote» y las prácticas eucarísticas nacidas
en aquel período. En cambio es precisamente ahora cuando esos nos resultan más
útiles y necesarios para no perder, a causa de las conquistas de hoy, las de
ayer. No podemos reducir la Eucaristía a la sola contemplación de la presencia
real de la Hostia consagrada, pero sería también una gran pérdida renunciar a
ella. El Papa no hace sino recomendarla desde su primera carta «El
misterio y el culto de la Santísima Eucaristía», del Jueves Santo de 1980:
«La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar su expresión
en diversas formas de devoción eucarística: oración personal ante el Santísimo,
horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales… Jesús nos espera
en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la
adoración y en la contemplación llena de fe».
Nuestros hermanos ortodoxos no comparten
este aspecto de la piedad católica; alguno de ellos señala amablemente que el
pan está hecho para ser comido, no para ser mirado. Otros, también entre los
católicos, observan que la práctica se desarrolló en un tiempo de grave
ofuscamiento de la vida litúrgica y sacramental.
Pero a favor de la bondad de la
contemplación eucarística no hay especiales explicaciones teológicas y
teóricas, sino el imponente testimonio de los hechos, literalmente «una nube de
testimonios». Uno bastante reciente es el de Charles de Foucauld, quien hizo de
la adoración de la Eucaristía uno de los puntos fuertes de su espiritualidad y
de la de sus seguidores. Innumerables almas han alcanzado la santidad
practicándola y está demostrada la contribución decisiva que ésta ha dado a la
experiencia mística [10]. La Eucaristía, dentro y fuera de la Misa, ha sido
para la Iglesia católica lo que en la familia era hasta hace poco el fuego
doméstico durante el invierno: el lugar en torno al cual la familia
reencontraba su propia unidad e intimidad, el centro ideal de todo.
Esto no quiere decir que no existan
también razones teológicas en la base de la contemplación eucarística. La
primera es la que brota de la palabra de Cristo: «Haced esto en memoria mía».
En la idea de memorial hay un aspecto objetivo y sacramental que consiste en
repetir el rito realizado por Cristo que recuerda y hace presente su
sacrificio. Pero existe también un aspecto subjetivo y existencial que consiste
en cultivar el recuerdo de Cristo, «en tener constantemente en la memoria
pensamientos que se refieren a Cristo y a su amor» [11]. Esta «dulce memoria de
Jesús» (Jesu dulcis memoria) no está limitada al tiempo que uno pasa
ante el tabernáculo; se la puede cultivar con otros medios, como la
contemplación de los iconos; pero es cierto que la adoración ante el Santísimo
es un medio privilegiado para hacerlo.
Los dos aspectos del memorial
–celebración y contemplación de la Eucaristía–, no se excluyen recíprocamente,
sino que se integran. La contemplación de hecho es el medio con el que nosotros
«recibimos», en sentido fuerte, los misterios, con el cual los interiorizamos y
nos abrimos a su acción; es el equivalente de los misterios en el plano
existencial y subjetivo; es un modo para permitir a la gracia, recibida en los
sacramentos, plasmar nuestro universo interior, esto es, los pensamientos, los
afectos, la voluntad, la memoria.
Hay una gran afinidad entre Eucaristía y
Encarnación. En la Encarnación –dice San Agustín– «María concibió al Verbo
antes con la mente que con el cuerpo» (Prius concepit mente quam corpore).
Es más, añade, de nada le habría valido llevar a Cristo en su vientre si no lo
hubiera llevado con amor también en su corazón [12]. También el cristiano debe
acoger a Cristo en su mente antes de acogerlo y después tenerlo en su cuerpo. Y
acoger a Cristo en la mente significa, concretamente, pensar en él, tener la
mirada puesta en él, hacer memoria de él, contemplando el signo que él mismo
eligió para permanecer entre nosotros.
4. Olvido de todo
Te contemplans, «al contemplarte», dice nuestro himno.
¿Qué encierra el pronombre «te»? Ciertamente a Cristo realmente presente en la
hostia, pero no una presencia estática e inerte; indica todo el misterio de
Cristo, la persona y la obra; es volver a escuchar silenciosamente el Evangelio
o una frase suya en presencia del autor mismo del Evangelio que da a la palabra
una fuerza e inmediatez particular.
Pero esto no es aún la cumbre de la
contemplación. Los grandes maestros del espíritu han definido la contemplación:
«Una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo de San Víctor), o bien: «Una
mirada afectiva en Dios» (San Buenaventura). Estar en contemplación eucarística
significa, por lo tanto, concretamente, establecer un contacto de corazón a
corazón con Jesús presente realmente en la Hostia y, a través de él, elevarse
al Padre en el Espíritu Santo. En la meditación prevalece la búsqueda de
la verdad, en la contemplación, en cambio, el gozo de la Verdad encontrada. La
contemplación tiende siempre a la persona, al todo y no a las partes.
Contemplación eucarística es mirar a quien me mira.
Esta fase de contemplación es la
descrita por el autor del «Adoro te devote» cuando afirma: te
contemplans totum deficit, al contemplarte todo se rinde. Estas son
palabras nacidas ciertamente de la experiencia. «Todo se rinde», ¿el qué? No
sólo el mundo exterior, las personas, las cosas, sino también el mundo interior
de los pensamientos, de las imágenes, de las preocupaciones. «Olvido de todo
excepto de Dios», escribía Pascal describiendo una experiencia similar a ésta.
Y Francisco de Asís amonestaba a sus hermanos: «¡Gran miseria sería, y
miserable mal si, teniéndole a Él así presente, os ocuparais de cualquier otra
cosa que hubiera en todo el universo!» [13].
Por la misma época en que se componía
nuestro himno, o sea a finales del siglo XIII, Roger Bacon, un gran enamorado
de la Eucaristía, escribía estas palabras que parecen un comentario a la
primera estrofa del «Adoro te devote» y una confirmación de la experiencia que
de ella se trasluce: «Si la majestad divina se hubiera manifestado
sensiblemente, no habríamos podido sostenerla y nos habríamos rendido (deficeremus!)
del todo por la reverencia, la devoción y el estupor… La experiencia lo
demuestra. Los que se ejercitan en la fe y en el amor de este sacramento no
consiguen soportar la devoción que nace de una pura fe sin deshacerse en
lágrimas y sin que su alma, saliendo de sí misma, se licue por la dulzura de la
devoción, hasta el punto de no saber ya dónde se encuentra ni por qué» [14]
La contemplación eucarística es todo
menos indulgencia al quietismo. Se ha observado cómo el hombre refleja en sí, a
veces también físicamente, lo que contempla. No se está por mucho tiempo
expuesto al sol sin que se note en la cara. Permaneciendo prolongadamente y con
fe, no necesariamente con fervor sensible, ante el Santísimo asimilamos los pensamientos
y los sentimientos de Cristo, por vía no discursiva, sino intuitiva; casi «ex
opere operato».
Sucede como en el proceso de
fotosíntesis de las plantas. En primavera brotan de las ramas las hojas verdes;
éstas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción de la luz
solar, se «fijan» y transforman en alimento de la planta. ¡Tenemos que ser como
esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas que, contemplando
el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu
Santo mismo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras
palabras, es lo que dice el apóstol Pablo: «Mas todos nosotros, que con el
rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos
transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el
Señor, que es Espíritu» (2Co 3,18).
Si ahora, sin embargo, de estos
fragmentos de luz que el autor del himno nos ha hecho entrever volvemos con el
pensamiento a nuestra realidad y a nuestro pobre modo de estar ante la
Eucaristía, nos arriesgamos a sentirnos acobardados y desanimados. Sería del
todo erróneo. Es ya un aliento y un consuelo saber que estas experiencias son
posibles; que lo que nosotros mismos hemos tal vez experimentado en los momentos
de mayor fervor de nuestra vida y después perdido puede volver a encenderse,
gracias también al año eucarístico que se nos ha dado a vivir.
Lo único que el Espíritu Santo requiere
de nosotros es sólo que le demos nuestro tiempo, aunque al principio pudiera
parecer tiempo perdido. Nunca olvidaré la lección que un día se me dio al
respecto. Decía a Dios: «Señor, dame el fervor y yo te daré todo el tiempo que
quieras para la oración». En mi corazón hallé la respuesta: «Raniero, dame tu
tiempo y yo te daré todo el fervor que quieras en la oración». Lo recuerdo por
si puede servirle a alguien como a mí.
—————————————–
[1] Enc. Ecclesia de Eucharistia,
6.
[2] La expresión “latens veritas”
recurre en Isidoro de Sevilla, Sent. III, col. 688, l. 22, pero no está
referida a Cristo. A favor de «latens Deitas» está el paralelismo con «latens
humanitas» de la tercera estrofa y también la posible alusión a Is 45,15: “vere
tu es Deus absconditus”.
[3] Cfr. de Lubac, op. cit., p. 287.
[4] Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Comentario
al Evangelio de Juan, VI, lez. 6, n. 954: «El maná sólo prefiguraba,
mientras que este pan contiene aquello que representa» (continet quod
figurat).
[5] S. Agustín, In Ps. 98,9 (PL 37,
1264).
[6] G. Tersteegen, Geistliches
Blumengärtlein 11, Stuttgart 1969, p.340 s.:
«Gott ist gegenwärtig; laßet uns anbeten,
Und in Ehrfurcht vor ihn treten!
Gott ist in der Mitte; alles in uns schweige
Und sich innigst vor ihm beuge! »
«Gott ist gegenwärtig; laßet uns anbeten,
Und in Ehrfurcht vor ihn treten!
Gott ist in der Mitte; alles in uns schweige
Und sich innigst vor ihm beuge! »
[7] Cfr. J. Charillon, art. Devotio,
in Dict. Spir. 3, col. 715.
[8] Sto. Tomás, S. Th. II, IIae, q.82
a.1-2, cf. J.W. Curran, art. Dévotion, Fondement théologique, in
Dict. Spir. III, coll. 716 ss.
[9] La primera fórmula de fe que se hizo
suscribir a Berengario sostenía que, en la comunión, el cuerpo y la sangre de
Cristo estaban presentes en el altar «sensiblemente y eran en verdad tocados, y
partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los
fieles» : Denzinger – Sch`nmetzer, Enchiridion symbolorum, 690.
Sto. Tomás de Aquino corrige esta afirmación, diciendo que el cuerpo de Cristo
«no es partido, ni quebrado, ni dividido por quien lo recibe»: cfr. S. Th. III,
q. LXXVII, a.7.
[10] Cfr. E. Longpré, Eucharistie
et expérience mystique, in Dict. Spir. IV, coll.1586-1621.
[11] N. Cabasilas, Vita in
Cristo, VI,4 (PG 150,653).
[12] Cf Agustín, Sulla santa
verginità, 3 (PL 40, 398).
[13] S. Francisco, Lettera a
tutti I frati, 2 (FF 220).
[14] Roger Bacon, De sacramento
altaris, in Moralis philosophia, ed. E. Massa, Zurigo 1953, pp.
231 s.
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