VI
Mi
querido Orugario:
Me
encanta saber que la edad y profesión de tu cliente hacen posible, pero en modo
alguno seguro, que sea llamado al servicio militar. Nos conviene que esté en la
máxima incertidumbre, para que su mente se llene de visiones contradictorias
del futuro, cada una de las cuales suscita esperanza o temor. No hay nada como
el suspense y la ansiedad para parapetar el alma de un humano contra el
Enemigo. Él quiere que los hombres se preocupen de lo que hacen; nuestro
trabajo consiste en tenerles pensando qué les pasará.
Tu
paciente habrá aceptado, por supuesto, la idea de que debe someterse con
paciencia a la voluntad del Enemigo. Lo que el Enemigo quiere decir con esto
es, ante todo, que debería aceptar con paciencia la tribulación que le ha caído
en suerte: el suspense y la ansiedad actuales. Es sobre esto por
lo que debe decir: "Hágase tu voluntad", y para la tarea cotidiana de
soportar esto se le dará el pan cotidiano. Es asunto tuyo procurar que
el paciente nunca piense en el temor presente como en su cruz, sino sólo en las
cosas de las que tiene miedo. Déjale considerarlas sus cruces: déjale olvidar
que, puesto que son incompatibles, no pueden sucederle todas ellas. Y déjale
tratar de practicar la fortaleza y la paciencia ante ellas por anticipado.
Porque la verdadera resignación, al mismo tiempo, ante una docena de diferentes
e hipotéticos destinos, es casi imposible, y el Enemigo no ayuda demasiado a
aquellos que tratan de alcanzarla: la resignación ante el sufrimiento presente y
real, incluso cuando ese sufrimiento consiste en tener miedo, es mucho más
fácil, y suele recibir la ayuda de esta acción directa.
Aquí
actúa una importante ley espiritual. Te he explicado que puedes debilitar sus
oraciones desviando su atención del Enemigo mismo a sus propios estados de
ánimo con respecto al Enemigo. Por otra parte, resulta más fácil dominar el
miedo cuando la mente del paciente es desviada de la cosa temida al temor
mismo, considerado como un estado actual e indeseable de su propia mente; y
cuando considere el miedo como la cruz que le ha sido asignada, pensará en él,
inevitablemente, como en un estado de ánimo. Se puede, en consecuencia,
formular la siguiente regla general: en todas las actividades del pensamiento
que favorezcan nuestra causa, estimula al paciente a ser inconsciente de sí
mismo y a concentrarse en el objeto, pero en todas las actividades favorables
al Enemigo haz que su mente se vuelva hacia sí mismo. Deja que un insulto o el
cuerpo de una mujer fijen hacia fuera su atención hasta el punto en que no
reflexione: "Estoy entrando ahora en el estado llamado Ira... o el estado
llamado Lujuria". Por el contrario, deja que la reflexión: "Mis
sentimientos se están haciendo más devotos, o más caritativos" fije su
atención hacia dentro hasta tal punto que ya no mire más allá de sí mismo para
ver a nuestro Enemigo o a sus propios vecinos.
En
lo que respecta a su actitud más general ante la guerra, no debes contar
demasiado con esos sentimientos de odio que los humanos son tan aficionados a
discutir en periódicos cristianos o anticristianos. En su angustia, el paciente
puede, claro está, ser incitado a vengarse por algunos sentimientos vengativos
dirigidos hacia los gobernantes alemanes, y eso es bueno hasta cierto punto.
Pero
suele ser una especie de odio melodramático o mítico, dirigido hacia cabezas de
turco imaginarias. Nunca ha conocido a estas personas en la vida real; son
maniquíes modelados en lo que dicen los periódicos. Los resultados de este odio
fantasioso son a menudo muy decepcionantes, y de todos los humanos, los
ingleses son, en este aspecto, los más deplorables mariquitas. Son criaturas de
esa miserable clase que ostentosamente proclama que la tortura es demasiado
buena para sus enemigos, y luego le dan té y cigarrillos al primer piloto
alemán herido que aparece en su puerta trasera.
Hagas
lo que hagas, habrá cierta benevolencia, al igual que cierta malicia, en el
alma de tu paciente. Lo bueno es dirigir la malicia a sus vecinos inmediatos, a
los que ve todos los días, y proyectar su benevolencia a la circunferencia
remota, a gente que no conoce. Así, la malicia se hace totalmente real y la
benevolencia en gran parte imaginaria. No sirve de nada inflamar su odio hacia
los alemanes si, al mismo tiempo, un pernicioso hábito de caridad está
desarrollándose entre él y su madre, su patrón, y el hombre que conoce en el
tren. Piensa en tu hombre como en una serie de círculos concéntricos, de los
que el más interior es su voluntad, después su intelecto, y finalmente su
imaginación. Difícilmente puedes esperar, al instante, excluir de todos los
círculos todo lo que huele al Enemigo; pero debes estar empujando
constantemente todas las virtudes hacia fuera, hasta que estén finalmente
situadas en el círculo de imaginación, y todas las cualidades deseables hacia
dentro, hacia el círculo de la voluntad. Sólo en la medida en que alcancen la
voluntad y se conviertan en costumbres nos son fatales las virtudes. (No me
refiero, por supuesto, a lo que el paciente confunde con su voluntad, la furia
y el apuro conscientes de las decisiones y los dientes apretados, sino el
verdadero centro, lo que el Enemigo llama el corazón.) Todo tipo de virtudes
pintadas en la imaginación o aprobadas por el intelecto, o, incluso, en cierta
medida, amadas y admiradas, no dejarán a un hombre fuera de la casa de Nuestro
Padre: de hecho, pueden hacerle más divertido cuando llegue a ella.
Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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