V
Mi
querido Orugario:
Es un
poquito decepcionante esperar un informe detallado de tu trabajo y recibir, en
cambio, una tan vaga rapsodia como tu última carta. Dices que estás
"delirante de alegría" porque los humanos europeos han empezado otra
de sus guerras. Veo muy bien lo que te ha sucedido. No estás delirante, estás
sólo borracho. Leyendo entre las líneas de tu desequilibrado relato de la noche
de insomnio de tu paciente, puedo reconstruir tu estado de ánimo con bastante
exactitud. Por primera vez en tu carrera has probado ese vino que es la
recompensa de todos nuestros esfuerzos —la angustia y el desconcierto de un
alma humana—, y se te ha subido a la cabeza. Apenas puedo reprochártelo. No
espero encontrar cabezas viejas sobre hombros jóvenes. ¿Respondió el paciente a
alguna de tus terroríficas visiones del futuro? ¿Le hiciste echar unas cuantas
miradas autocompasivas al feliz pasado? ¿Tuvo algunos buenos escalofríos en la
boca del estómago? Tocaste bien el violín, ¿no? Bien, bien, todo eso es muy
natural. Pero recuerda, Orugario, que el deber debe anteponerse al placer. Si
cualquier indulgencia presente para contigo mismo conduce a la pérdida final de
la presa, te quedarás eternamente sediento de esa bebida de la que tanto estás
disfrutando ahora tu primer sorbo. Si, por el contrario, mediante una
aplicación constante y serena, aquí y ahora, logras finalmente hacerte con su
alma, entonces será tuyo para siempre: un cáliz viviente y llenó hasta el borde
de desesperación, horror y asombro, al que puedes llevar los labios tan a
menudo como te plazca. Así que no permitas que ninguna excitación temporal te
distraiga del verdadero asunto de minar la fe e impedir la formación de
virtudes. Dame, sin falta, en tu próxima carta, una relación completa de las
reacciones de tu paciente ante la guerra, para que podamos estudiar si es más
probable que hagas un mayor bien haciendo de él un patriota extremado o un
ardiente pacifista. Hay todo tipo de posibilidades. Mientras tanto, debo
advertirte que no esperes demasiado de una guerra.
Por supuesto, una guerra es entretenida. El temor y los
sufrimientos inmediatos de los humanos son un legítimo y agradable refresco
para nuestras miríadas de afanosos trabajadores. Pero ¿qué beneficio permanente
nos reporta, si no hacemos uso de ello para traerle almas a Nuestro Padre de
las Profundidades? Cuando veo el sufrimiento temporal de humanos que al final
se nos escapan, me siento como si se me hubiese permitido probar el primer
plato de un espléndido banquete y luego se me hubiese denegado el resto. Es
peor que no haberlo probado. El Enemigo, fiel a Sus bárbaros métodos de
combate, nos permite contemplar la breve desdicha de Sus favoritos sólo para
tantalizarnos y atormentarnos..., para mofarse del hambre insaciable que,
durante la fase actual del gran conflicto, su bloqueo nos está imponiendo.
Pensemos, pues, más bien, cómo usar que cómo disfrutar esta guerra europea.
Porque tiene ciertas tendencias inherentes que, por sí mismas, no nos son nada
favorables. Podemos esperar una buena cantidad de crueldad y falta de castidad.
Pero, si no tenemos cuidado, veremos a millares volviéndose, en su tribulación,
hacia el Enemigo, mientras decenas de miles que no llegan a tanto ven su
atención, sin embargo, desviada de sí mismos hacia valores y causas que creen
más elevadas que su "ego". Sé que el Enemigo desaprueba muchas de
esas causas. Pero ahí es donde es tan injusto. A veces premia a humanos que han
dado su vida por causas que Él encuentra malas, con la excusa monstruosamente
sofista de que los humanos creían que eran buenas y estaban haciendo lo que
creían mejor. Piensa también qué muertes tan indeseables se producen en tiempos
de guerra. Matan a hombres en lugares en los que sabían que podían matarles y a
los que van, si son del bando del Enemigo, preparados. ¡Cuánto mejor para
nosotros si todos los humanos muriesen en costosos sanatorios, entre
doctores que mienten, enfermeras que mienten, amigos que mienten, tal y como
les hemos enseñado, prometiendo vida a los agonizantes, estimulando la creencia
de que la enfermedad excusa toda indulgencia e incluso, si los trabajadores
saben hacer su tarea, omitiendo toda alusión a un sacerdote, no sea que
revelase al enfermo su verdadero estado! Y cuán desastroso es para nosotros el
continuo acordarse de la muerte a que
obliga la guerra. Una de nuestras mejores armas, la mundanidad satisfecha,
queda inutilizada. En tiempo de guerra, ni siquiera un humano puede creer que
va a vivir para siempre.
Sé que Escarárbol y otros han visto en las guerras una gran
ocasión para atacar la fe, pero creo que ese punto de vista es exagerado. A los
partidarios humanos del Enemigo, Él mismo les ha dicho claramente que el
sufrimiento es una parte esencial de lo que Él llama Redención; así que una fe
que es destruida por una guerra o una peste no puede haber sido realmente
merecedora del esfuerzo de destruirla. Estoy hablando ahora del sufrimiento
difuso a lo largo de un período prolongado como el que la guerra producirá. Por
supuesto, en el preciso momento dé terror, aflicción a dolor físico, puedes
coger a tu hombre cuando su razón está temporalmente suspendida. Pero incluso
entonces, si pide ayuda al cuartel general del Enemigo, he descubierto que el
puesto está casi siempre defendido.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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