OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
La liturgia, obra de la Trinidad 1: Dios Padre (CIC 1077-1083)
Sin la mediación del Hijo,
no habríamos conocido al Padre, y no habríamos recibido el Espíritu que nos
permite reconocer al Hijo como Señor y adorar al Padre en él. El padre ha
realizado una elección tal que nos ha hecho capaces de todo esto, es decir, adoptarnos
como hijos, antes de la creación del mundo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 1077). La capacidad de obrar
como individuos y como miembros de un pueblo elegido y consagrado se llama
"liturgia", definida con acierto como obra del misterio de las tres
Personas. La acción trinitaria, es por así decirlo, el prototipo de la acción
sagrada o litúrgica. Sin embargo, visto el activismo eclesiástico y litúrgico
que ha llevado a adoptar términos como "actor" y
"operador", incluso en la sagrada liturgia, debemos definir, a salvo
de equívocos, la naturaleza de esta acción. La acción sagrada de la liturgia es
esencialmente una "bendición", un término conocido por todos, pero no
en su verdadero significado. Lo hace el siguiente artículo del Catecismo que
conviene citar completo: «Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya
fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don ("bene-dictio", "eu-logia").
Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su
Creador en la acción de gracias.» (CIC, 1078).
Por lo tanto, la liturgia
es bendición divina, palabra y don, y adoración humana, es decir, acción de
gracias (eucaristía) y ofrenda. ¿No está toda la misa en esta definición? Nadie
puede omitir el definir así la sagrada liturgia. La adoración no es otra cosa
que la liturgia misma. Cualquier intento de separar las dos cosas va en contra
de la fe y de la verdad católica.
¿No se sostiene hoy que el
hombre adora a Dios con todo su ser? Esto significa con el alma y con el
cuerpo. Por lo tanto en la Biblia toda «la obra de Dios es bendición»
(CIC, 1079-1081): es la dimensión cósmica que vertebra la sagrada escritura
desde el Génesis hasta el Apocalipsis, y del mismo modo a la liturgia. Si
bendecir quiere decir adorar, la bendición o adoración en la Biblia se expresa
en la postración y el doblar físicamente las rodillas y metafísicamente el
corazón. Sólo el diablo no se arrodilla, porque —lo dicen los Padres del
desierto—, no tiene rodillas. Así, san Pablo ve delante de Jesús la armonía
entre historia sagrada y el cosmos: toda rodilla se doble en los cielos, en la
tierra y en el abismo. Como consecuencia concreta: el gesto de arrodillarse
debe volver a ser lo principal en el rito de la Misa, en el desarrollo,
inspiración y sabor de la música sacra, en el mobiliario sagrado: una iglesia
sin reclinatorios no es una iglesia católica.
¿Por qué postrarse? Debido
a que la bendición divina se produce especialmente con «la presencia de Dios en
el templo» (CIC, 1081): ante su presencia, el primer y fundamental gesto es la
adoración. No se diga que el templo ha sido abolido, porque Jesús lo ha
purificado sustituyéndolo con su cuerpo en el que habita corporalmente su
divinidad: así, la presencia divina es ahora la del Cuerpo de Cristo y, en modo
máximo coincide con el Santísimo Sacramento. Tengamos en cuenta que hasta ahora
hemos hablado de las cosas reveladas por el mismo Señor en la Sagrada
Escritura. En Introducción al espíritu de la liturgia,
Joseph Ratzinger ha mostrado cuánto ha perjudicado la reforma litúrgica, al
haber roto el vínculo entre el templo judío y la iglesia cristiana: lo vemos
hoy en las nuevas iglesias, justo cuando a nivel ecuménico se dialoga con los
judíos. Si el cuerpo de Cristo está formado por el edificio espiritual de sus
miembros (cf. 1 P 2,5), se debe saber que donde la Iglesia se reúne para los
Misterios, nace un "espacio santo".
Ahora, se puede entender lo
que el Catecismo dice claramente: «En la liturgia de la Iglesia, la bendición
divina es plenamente revelada y comunicada: el Padre es reconocido y adorado
como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación;
en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus
bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos
los dones: el Espíritu Santo.» (CIC, 1082). Así, de ahí sale ulteriormente
definida la doble dimensión de la liturgia de la Iglesia: por un lado es
bendición del Padre con la adoración, la alabanza y la acción de gracias; y por
el otro, es ofrecimiento al Padre de uno mismo y de sus dones y la imploración
del Espíritu a fin de que redunde en todo el mundo. Pero todo pasa por la
mediación sacerdotal, es decir de la ofrenda y «por la comunión en la muerte y
en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el poder del Espíritu» (CIC,
1083).
Si la resurrección de
Cristo no se hubiera producido históricamente y no hubiese “llenado”
originalmente la historia, imprimiéndole la dirección final, los sacramentos no
tendrían ningún efecto y podría socavar la finalidad por la cual se
administran: nuestra resurrección al final de la vida y de la historia de la
humanidad. A un planteamiento exegético desmitificador, normalmente le sigue
una teología reducida al simbolismo; pero el pensamiento católico, con el
Apóstol, habla del "poder de su resurrección": a las apariciones del
Resucitado no sólo siguió el kerigma y la fe de los discípulos, sino la
expansión de la potencia de la resurrección en los Sacramentos. Así, la verdad
de la resurrección corporal de Cristo es decisiva para la eficacia de los
sacramentos, para su incidencia real en la transformación del ser humano.
El misterio pascual,
precisamente porque vio al Hijo pasar de la muerte a la vida, así ve pasar a
los hijos de Dios. Por eso se llama pascual, por este paso producido gracias al
sacrificio del Hijo de Dios. Por eso el sacrificio eucarístico es el centro de
gravedad de todos los sacramentos (cf. CIC, 1113), como la Pascua lo es del año
litúrgico.
El plan divino de salvación
es uno: llevar a los hombres y a las cosas, las del cielo y las de la tierra,
bajo el señorío de Cristo. La primera obra de las tres Personas mira a
reconducir al hombre a su naturaleza original, para que sea restaurada en él
aquella imagen que había sido desfigurada por el pecado.
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