OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
La liturgia, obra de la Trinidad
3: Dios Espíritu Santo
(CEC 1091-1109)
La liturgia, o acción pública realizada en nombre del pueblo, es
nuestra participación en la oración de Cristo al Padre en el Espíritu Santo.
Esta celebración nos sumerge en la vida divina de la Trinidad, como lo expresa
el Prefacio común IV: “Pues aunque no necesitas nuestra alabanza, tú inspiras y
haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por
Cristo, Señor nuestro”. En consecuencia, la liturgia existía antes de que
hubiéramos podido participar de ella, porque empezó en la Santísima Trinidad, y
Cristo, quien nos enseñó con su ejemplo cómo adorar al Padre en su vida
terrenal, concede a aquellos que creen, los medios necesarios para que sus
vidas sean transformadas mediante la celebración de la liturgia, en la que se
nos comunica la vida de la Trinidad.
La obra del Espíritu Santo en la liturgia, para nuestra
santificación, nos sella con la relación amorosa de la Trinidad, que está en el
corazón de la Iglesia. Es el Espíritu Santo el que inspira la fe y da lugar a
nuestra cooperación. Es esa genuina cooperación, expresión de nuestro deseo de
Dios, que hace de la liturgia una obra en común entre la Trinidad y la Iglesia.
(CEC 1091-1092)
Antes de que la misión salvífica de Cristo en el mundo pudiera
comenzar, el Espíritu Santo sentó las bases para la acogida de Cristo, que
lleva a la realización las promesas de la antigua Alianza, cuyo recuento de las
maravillas de Dios, conforma --no menos--, la columna vertebral de nuestra
liturgia, como lo había hecho para la liturgia de la casa de Israel. Desde el
Antiguo Testamento, con su vasto corpus de literatura, junto con la
belleza de los salmos, ¿dónde estaría la celebración de la iglesia en Adviento
sin el profeta Isaías? ¿O la liturgia de la tarde del Jueves Santo, sin el
anuncio del ritual de la Pascua de Éxodo 12? Por otra parte, ¿cómo marca a la
Vigilia Pascual, así de sorprendente, la armonía entre Antiguo y Nuevo
Testamento, sin la historia de su paso por el Mar Rojo, junto con su cántico,
en Éxodo 14-15? (CEC 1093-1095). Las grandes fiestas del año litúrgico revelan
la relación intrínseca de la liturgia judía y cristiana, como se puede ver en
la celebración de la Pascua, donde es, “Pascua de la historia, orientada hacia
el porvenir en los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de
Cristo en los cristianos, aunque siempre en espera de la consumación
definitiva” (CEC 1096).
Mientras, en la liturgia de la Nueva Alianza, la asamblea tiene que
estar preparada para su encuentro con Cristo y su Iglesia, dicha preparación no
es solamente una recepción intelectual de las verdades teológicas, sino un
asunto interior del corazón donde mejor se expresa la conversión y la
convicción hacia una vida en unión con la voluntad del Padre es más vivamente
reconocida. Esta disponibilidad, o docilidad al Espíritu Santo, precede a la
acogida de las otras gracias ofrecidas en la celebración misma, para sus
posteriores afectos y efectos. (CEC 1097-1098).
La conexión del Espíritu Santo con la Iglesia manifiesta a Cristo y
su obra salvadora en la liturgia. Especialmente en la Misa, la liturgia es el
“memorial del misterio de la salvación”, mientras que el Espíritu Santo es la
“memoria viva de la Iglesia” a causa de su memoria del misterio de Cristo. El
primer modo en que el Espíritu Santo nos recuerda el significado del
acontecimiento de la salvación es por la vida germinada en la palabra de Dios,
proclamada litúrgicamente para que pueda convertirse en un plan de vida para
aquellos que la escuchan. Sacrosanctum
Concilium (SC 24) explica que
la vitalidad de la Sagrada Escritura pone tanto a los ministros y a los fieles
en una relación viva con Cristo. (CEC 1099-1101).
“En la celebración litúrgica, la importancia de la Sagrada
Escritura es sumamente grande. Pues de ella se toman las lecturas que luego se
explican en la homilía, y los salmos que se cantan, las preces, oraciones e
himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu y de ella reciben su
significado las acciones y los signos”. (SC 24).
La asamblea litúrgica, por tanto, no es esencialmente una colección
de diferentes naturalezas, sino una comunión en la fe. La proclamación
litúrgica exige una “respuesta de fe”, indicativo tanto del “consentimiento y
del compromiso” y construido por el Espíritu Santo, que infunde a los miembros
de la asamblea “un recuerdo de las obras maravillosas de Dios” en el desarrollo
de una anamnesis. Después,
el agradecimiento a Dios por todo lo que ha hecho, fluye de forma natural en la
alabanza a Dios o doxología. (CEC 1102-1103).
En las celebraciones del Misterio Pascual, el Misterio Pascual no
se repite. Son las celebraciones las que se repiten. En cada celebración, es la
efusión del Espíritu Santo la que hace presente ese misterio específico. La epíclesis es la invocación del Espíritu Santo, y
al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Sagrada Eucaristía con las
disposiciones correctas, los mismos fieles se convierten en una ofrenda viva a
Dios, deseosos en su esperanza por la herencia celestial y testigos de la vida
del Espíritu Santo, más allá de la misma celebración litúrgica. Entonces,
“Comunión con la Santísima Trinidad y comunión fraterna son un binomio
inseparable del fruto del Espíritu en la liturgia” (CEC 1104-1109). Como
escribió el abad Alcuino Deutsch de Collegeville, en el prefacio de 1926 de la
traducción al inglés hecha por Virgil Michel de La piété de l'Église de Lambert Beauduin, “La liturgia es
la expresión, de una manera solemne y pública, de las creencias, los amores,
las aspiraciones, las esperanzas y los temores de los fieles ante Dios. [...]
Es el producto de una emocionante experiencia; esta palpita con la vida y el
calor del fuego del Espíritu Santo, de cuyas palabras está llena, y bajo cuya
inspiración es por lo que hoy existe. Como ninguna otra cosa, esta tiene el
poder de conmover el alma, de vivificarla y de darle sabor a las cosas de
Dios”. (p. IV).
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