PIDO LO QUE PIDIÓ EL
LADRÓN ARREPENTIDO
Reflexiones sobre la Eucaristía
Reflexiones sobre la Eucaristía
a la luz del «Adoro te devote»
R.P. Raniero
Cantalamessa O.F.M.Cap.
17 DICIEMBRE 2004
En la capilla «Redemptoris Mater» del
Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa ha centrado su predicación en una
serie de reflexiones Eucarísticas a la luz del «Adoro te devote» –«Pido lo que
pidió el ladrón arrepentido» ha sido el tema de esta tercera y última meditación–,
en el contexto del Año de la Eucaristía convocado por Juan Pablo II.
Una laude de Jacopone de Todi, compuesta
en torno al año 1300, contiene una clara alusión a la segunda estrofa del
«Adoro te devote» que hemos comentado la vez pasada: «Visus, tactus, gustus…» .
En ella Jacopone imagina una especie de contienda entre los distintos sentidos
humanos a propósito de la Eucaristía: tres de ellos (la vista, el tacto y el
gusto) dicen que es sólo pan, «sólo el oído» se resiste, asegurando que «bajo
estas formas visibles está escondido Cristo» [1]. Si ello no basta para afirmar
que el himno es de Santo Tomás de Aquino, muestra sin embargo que es más
antiguo de cuanto se pensaba hasta ahora y, al menos por la fecha, no es
incompatible con una atribución al Doctor Angélico. Si Jacopone puede aludir a
él como a texto conocido debía haber sido compuesto al menos una veintena de
años antes y gozar ya de cierta popularidad.
1. Contemporáneos del buen ladrón
Vayamos ahora a la tercera estrofa del
himno que nos acompañará en esta meditación:
In cruce latébat sola déitas;
at hic latet simul et humánitas.
Ambo tamen credens atque cónfitens
peto quod petívit latro poénitens.
at hic latet simul et humánitas.
Ambo tamen credens atque cónfitens
peto quod petívit latro poénitens.
En la Cruz se escondía sólo la
divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad.
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
pero aquí también se esconde la humanidad.
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
Se acerca ya la Navidad. Cierta
tendencia romántica ha acabado por hacer de la Navidad una fiesta toda humana
de la maternidad y de la infancia, de los regalos y de los buenos sentimientos.
En la galería Tetriakov de Moscú el cuadro de la Virgen de la Ternura de
Vladimir que estrecha hacia sí a Jesús Niño, durante el régimen comunista
llevaba la leyenda: «Maternidad». Pero los expertos saben qué significa en esa
imagen la mirada preocupada y dibujada de tristeza de la Madre que parece casi
querer proteger al niño de un peligro amenazador: anuncia la pasión del Hijo
que Simeón le ha hecho entrever en la presentación en el templo.
El arte cristiano ha expresado en mil
modos este vínculo entre el nacimiento y la muerte de Cristo. En algunos
cuadros de pintores célebres Jesús Niño duerme en las rodillas de la Madre o
tendido sobre un paño, en la postura exacta en la que se le representa
habitualmente en el descendimiento de la cruz; el cortero atado que a menudo se
ve en las representaciones de la Natividad alude al cordero inmolado. En una
pintura del siglo XV, uno de los Magos ofrece en regalo al Niño un cáliz con
monedas dentro, signo del precio del rescate que él ha venido a pagar por los
pecados. (¡El Niño está en actitud de tomar una de las monedas y ofrecerla a
quien se la da, signo de que morirá también por él!) [2].
Los artistas han expresado en tal modo
una profunda verdad teológica. «El Verbo se hizo carne, escribe San Agustín,
para poder morir por nosotros» [3]. Nace para poder morir. En los Evangelios
mismos los relatos de la infancia nacieron en un segundo tiempo, como premisa
de los relatos de la pasión.
No nos apartamos por lo tanto del
significado de la Navidad si, tras los pasos de esta estrofa del himno,
meditamos sobre la relación entre la Eucaristía y la cruz. El año de la
Eucaristía nos ayuda a comprender el aspecto más profundo de la Navidad. La
verdadera y viviente memoria de la Navidad no es el pesebre sino precisamente
la Eucaristía. «La Eucaristía, escribe el Papa, mientras remite a la pasión y
la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María
concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su
cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza
sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del
vino, el cuerpo y la sangre del Señor» [4].
En la tercera estrofa del «Adoro te
devote» el autor se traslada espiritualmente al Calvario. En una estrofa
sucesiva, la que comienza con las palabras «O memoriale mortis Domini», él
contemplará la relación intrínseca y objetiva entre la Eucaristía y la cruz, la
relación, esto es, que existe entre acontecimiento y sacramento. Aquí está
expresada más bien la relación subjetiva entre lo que sucede en quienes
asistieron a la muerte del Señor y lo que debe ocurrir en quien asiste a la
Eucaristía; la relación entre quien vivió el acontecimiento y quien celebra el
sacramento.
Es una invitación a hacerse
«contemporáneos» del acontecimiento conmemorado. Hacerse contemporáneos, en el
sentido fuerte y existencial del término, significa no considerar la muerte de
Cristo a la luz del después, quiere decir prescindir, al menos por un momento,
del halo de gloria que la resurrección le ha conferido e identificarse con
aquellos que vivieron en toda su crudeza el «escándalo» de la cruz.
Entre todos los personajes presentes en
el Calvario el autor escoge a uno en particular con quien identificarse, el
buen ladrón. Un profundo y franco sentimiento de humildad y contrición invade
toda la estrofa que quien canta es invitado a hacer suyo. En el estilo alusivo
del himno el episodio entero del buen ladrón y todas las palabras por él
pronunciadas en la cruz son evocadas por el autor, no sólo la oración final:
«Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino».
Él ante todo reprocha al compañero que
insulta a Jesús: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y
nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en
cambio, éste nada malo ha hecho» (Lc 23,40ss). El buen ladrón hace una
confesión completa de pecado. Su arrepentimiento es de la más pura calidad
bíblica. El verdadero arrepentimiento consiste en acusarse uno mismo y excusar
a Dios, atribuirse a sí la responsabilidad del mal y proclamar «Dios es
inocente». La fórmula constante del arrepentimiento en la Biblia es: «Tú eres
justo en todo lo que has hecho, rectos tus caminos y justos tus juicios,
nosotros hemos pecado» (Cf. Dn 3, 28 ss; cf Dt 32, 4 ss).
«Él nada malo ha hecho»: el buen ladrón
(o, en todo caso, el Espíritu Santo que ha inspirado estas palabras) se muestra
aquí un excelente teólogo. Sólo Dios en efecto sufre como inocente; cualquier
otro ser que sufre debe decir: «yo sufro justamente», porque aunque no se sea
responsable de la acción que le es imputada, no está nunca del todo sin culpa.
Sólo el dolor de los niños inocentes se parece al de Dios y por esto es tan
misterioso y tan precioso.
Existe una profunda analogía entre el
buen ladrón y quien se acerca con fe a la Eucaristía. El buen ladrón en la cruz
vio a un hombre, además condenado a muerte, y creyó que era Dios,
reconociéndole el poder de acordarse de él en su Reino. El cristiano está
llamado a hacer una acto de fe, desde cierto punto de vista, aún más difícil: «In
cruce latébat sola déitas; at hic latet simul et humánitas»: En la Cruz se
escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad.
pero aquí también se esconde la humanidad.
Pero el orante no duda un instante; se
eleva a la altura de la fe del buen ladrón y proclama que cree tanto en la
divinidad como en la humanidad de Cristo: «Ambo tamen credens atque
cónfitens»: Creo y confieso ambas cosas. Dos verbos; credo, confiteor,
creo y confieso. No se trata de una repetición. San Pablo ha ilustrado la
diferencia entre creer y confesar: «Con el corazón se cree para conseguir la
justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rm 10,10).
No basta creer en lo secreto del
corazón, también hay que confesar públicamente la propia fe. En el tiempo en
que fue escrito nuestro himno, la Iglesia había instituido hacía poco tiempo la
fiesta del Corpus Domini justamente con este objetivo. En el fondo existía ya
el recuerdo de la institución de la Eucaristía el Jueves Santo; si se instituyó
esta nueva fiesta no es tanto para conmemorar el acontecimiento como para
proclamar públicamente la propia fe en la presencia real de Cristo en la
Eucaristía. Y de hecho, con la solemnidad extraordinaria que ha asumido y las
manifestaciones que la han caracterizado en la piedad cristiana (procesiones,
adornos de flores…), la fiesta ha llevado a cabo justamente esta tarea [5].
2. Cuerpo, sangre, alma y divinidad
La verdad teológica central en esta
estrofa (cada estrofa, hemos observado, tiene una) es que en la Eucaristía está
realmente presente Cristo con su divinidad y humanidad, «en cuerpo, sangre,
alma y divinidad», según la fórmula tradicional. Vale la pena detenerse un poco
en esta fórmula y sus presupuestos, porque al respecto la teología bíblica
moderna ha traído alguna novedad de la que no se puede prescindir.
La teología escolástica afirmaba que por
las palabras «Esto es mi cuerpo» sobre el altar se hace presente por fuerza del
sacramento (vi sacramenti) sólo el cuerpo –esto es, su carne, formada
por huesos, nervios, etcétera–, mientras que su sangre y su alma se hacen
presentes sólo por fuerza del principio de la «natural concomitancia», por el
cual donde existe un cuerpo vivo allí también está necesariamente su sangre y
su alma. Paralelamente, con las palabras: «Esta es mi sangre», por fuerza del
sacramento se hace presente sólo la sangre, mientras el cuerpo y el alma están
sólo por natural concomitancia [6].
Toda esta problemática se debe al hecho
de que se toma «cuerpo» en el significado que tiene en la antropología griega,
esto es, como aquella parte del hombre que, unida al alma y a la inteligencia,
forma el hombre completo. El progreso de las ciencias bíblicas en cambio nos ha
hecho advertir que en el lenguaje bíblico, que es el de Jesús y de Pablo,
«cuerpo» no indica, como para nosotros hoy, una tercera parte del hombre, sino
el hombre entero en cuanto que vive en una dimensión corpórea.
En los contextos eucarísticos cuerpo
tiene el mismo significado que tiene en Juan la palabra carne. Sabemos qué
significa para Juan decir que el Verbo se hizo «carne»: no que se hizo «carne,
huesos, nervios», sino que se hizo hombre. La conclusión liberadora es que el
alma de Cristo no está presente en la Eucaristía sólo por la natural
concomitancia con el cuerpo, casi indirectamente, sino también por fuerza del
sacramento, directamente, estando incluida en lo que Jesús entendía hablando de
su cuerpo.
Si se entiende «cuerpo» a la manera
filosófica griega, se hace difícil refutar la objeción: ¿qué necesidad había de
consagrar aparte la sangre, desde el momento en que aquella no es sino una
parte del cuerpo, al nivel de los huesos, de los nervios y de los demás
órganos? La respuesta que se daba en un tiempo a esta objeción era la
siguiente: «Porque en la pasión de Cristo, de la que el sacramento es memorial,
ningún otro componente fue separado de su cuerpo más que la sangre» [7]. ¿Pero
puede aún satisfacer una explicación tal?
La explicación, bastante más sencilla,
es que la sangre, en la Biblia, es la sede de la vida y el derramamiento de la
sangre es por ello el signo elocuente de la muerte. La consagración de la
sangre se explica teniendo en cuenta que los sacramentos son signos sagrados y
Jesús ha elegido tal signo para dejarnos un vivo «memorial de su pasión». Decir
que la Eucaristía es el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo
significa decir que es el sacramento de la vida y de la muerte de Cristo, en su
realidad ontológica y en su desenvolvimiento histórico. Cuerpo, sangre y alma,
todo por lo tanto, para nuestro consuelo, está presente en la Eucaristía por
fuerza de las mismas palabras de Cristo, no por algún efecto colateral.
En nuestro himno toda esta problemática
se mantiene afortunadamente fuera y todo se reduce sobriamente a la presencia
de humanidad y divinidad de Cristo en la Eucaristía. La presencia de la
divinidad, tanto en el cuerpo como en la sangre de Cristo, está asegurada por
la unión indisoluble (hipostática, en lenguaje teológico) realizada entre el
Verbo y la humanidad en la encarnación. De ello resulta que la Eucaristía no se
explica sino a la luz de la encarnación; es, por así decir, la prolongación en
clave sacramental [8].
3. Con el corazón se cree
Esto nos impulsa a pasar de la
afirmación teológica a la aplicación orante, un movimiento presente en cada
estrofa del «Adoro te devote». El aspecto existencial en este caso es la
invitación a un renovado acto de fe en la plena humanidad y divinidad de
Cristo: Ambo tamen credens atque confitens: Creo y confieso ambas
cosas. También la primera estrofa contenía una profesión de fe: Credo
quidquid dixit Dei Filius, creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios. Pero
allí se trataba sólo de fe en la presencia real de Cristo en el sacramento;
aquí el problema es otro; se trata de saber quién es el que se hace presente en
el altar; el objeto de la fe es la persona de Cristo, no la acción sacramental.
Credens atque confitens: creo y confieso. Hemos dicho que no
basta creer, también hay que confesar. Debemos añadir inmediatamente: ¡no basta
confesar, también hay que creer! El pecado más frecuente en los laicos es creer
sin confesar, ocultando la propia fe por respetos humanos; el pecado más
frecuente en nosotros, hombre de Iglesia, puede ser el de confesar sin creer.
Es posible de hecho que la fe se convierta poco a poco en un «credo» que se
repite con los labios, como una declaración de pertenencia, una bandera, sin
nunca preguntarse si se cree verdaderamente en lo que se dice, se escribe o se
predica. Corde creditur, nos ha recordado Pablo, una frase que San
Agustín traduce: «De las raíces del corazón sale la fe» [9].
Es necesario sin embargo distinguir la
falta de fe de la oscuridad de la fe y de las tentaciones contra ella. En esta
tercera semana de Adviento nos acompaña aún la figura de Juan Bautista, pero de
una forma nueva e inédita. Es el Bautista que en el Evangelio del domingo
pasado envía discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o
debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).
No se nos debe escapar el drama que se
esconde tras este episodio de la vida del Precursor. Está en la cárcel,
excluido de todo; sabe que su vida pende de un hilo; pero la oscuridad exterior
es nada en comparación con la oscuridad que se ha hecho en su corazón. Ya no
sabe si todo aquello por lo que ha vivido es verdadero o falso. Ha señalado al
Rabí de Nazaret como el Mesías, como el Cordero de Dios, ha empujado al pueblo
e incluso a sus discípulos a unirse a él y ahora la duda punzante de que todo
esto pueda haber sido un error suyo, que no sea él el esperado. Qué distinto es
este Juan Bautista de aquél de los domingos anteriores en los que tronaba a
orillas del Jordán.
¿Pero cómo es que Jesús, que se muestra
tan severo frente a la falta de fe de la gente y reprocha a sus discípulos ser
«hombres de poca fe», se muestra en esta circunstancia tan comprensivo ante su
Precursor? No rechaza dar los «signos» requeridos, como hace en otros casos:
«Id y contad a Juan lo que oís y veis…»; habiéndose marchado los enviados, hace
del Bautista el mayor elogio jamás salido de su boca: «No ha surgido entre los
nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Añade sólo: «Dichoso, dijo
Jesús en esa circunstancia, aquél que no halle escándalo en mí» (Mt 11,6).
Sabía lo fácil que era «escandalizarse» de él, de su aparente impotencia, del
aparente desmentido de los hechos.
La del Bautista es una prueba que se
renueva en cada época. Ha habido almas grandes que han vivido sólo de fe y que,
en una fase de la vida, con frecuencia justo en la final, han caído en la
oscuridad más densa, atormentadas por la duda de haber errado en todo y vivido
de engaño. De un obispo amigo suyo supe que un momento de este tipo atravesó
antes de morir también Don Tonino Bello, el inolvidable obispo de Molfetta. En
estos casos la fe está, y más robusta que nunca, pero escondida en un rincón
remoto del alma, donde sólo Dios puede leer.
Si Dios glorificó tanto a Juan Bautista
quiere decir que en la oscuridad él nunca dejó de creer en el Cordero de Dios
que un día había indicado al mundo. El testamento del apóstol Pablo es también
el suyo: «He llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7).
La fe es el anillo nupcial que une en
alianza a Dios y al hombre (no por nada el anillo nupcial, al menos en
italiano, se llama precisamente así, la «fede») [término que designa «fe» y
«alianza». Ndt.]. Aquella, dice la Primera Carta de Pedro, al igual que el oro,
debe purificarse en el crisol (Cf. 1 P 1,7) y el crisol de la fe es el
sufrimiento, sobre todo el sufrimiento causado por la duda y por la que San
Juan de la Cruz llama la noche oscura del espíritu. Según la doctrina católica
del Purgatorio, todo se puede seguir purificando tras la muerte –la esperanza,
la caridad, la humildad…–, excepto la fe. Esta puede purificarse sólo en esta
vida, antes que de la fe se pase a la visión, por esto la prueba tan
frecuentemente se concentra sobre ella en esta tierra.
No se trata sólo de algunas almas
excepcionales. La misma dificultad que empujó al Bautista a enviar mensajeros a
Jesús es la que impide aún al pueblo judío reconocer en Jesús de Nazaret al
Mesías esperado. Y no sólo ellos. La Segunda Carta de Pedro nos refiere la
pregunta que serpenteaba en su tiempo entre los cristianos: «¿Dónde queda la
promesa de su venida? Pues desde que murieron los Padres, todo sigue como al
principio de la creación» (2 P 3,4). También hoy es ésta la razón que tiene más
gente lejos de creer en la redención acontecida: «¡Todo sigue como antes!».
Pedro sugiere una explicación: Dios «usa
de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos
lleguen a la conversión» (2 P 3,9). Pero más que razones especulativas hay que
sacar del propio corazón la fuerza que hace triunfar la fe sobre la duda y el
escepticismo. Es en el corazón donde el Espíritu Santo hace oír al creyente que
Jesús está vivo y real, en un modo que no se puede traducir en razonamientos,
pero que ningún razonamiento es capaz de vencer.
Basta con una palabra de la Escritura a
veces para hacer inflamar esta fe y renovar la certeza. Para mí esta semana ha
realizado esta tarea el oráculo de Balaam proclamado en la primera lectura del
lunes pasado: «Lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de
Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24,17). Nosotros
conocemos esta estrella, sabemos a quién pertenece este cetro. No por abstracta
deducción, sino porque desde hace dos mil años la realización de la profecía
está bajo nuestros ojos.
Nos preparamos para celebrar, como cada
año, la aparición de la estrella. Hemos recordado al principio que la
Eucaristía es el verdadero pesebre en el que es posible adorar al Verbo de Dios
no en imagen, sino en realidad. El signo más claro de la continuidad entre el
misterio de la encarnación y el misterio eucarístico es que con las mismas
palabras con las que, en el «Adoro te devote», saludamos al Dios escondido bajo
las apariencias del pan y del vino, podemos, en Navidad, saludar al Dios
escondido bajo las apariencias de un niño. Pongámonos por lo tanto en espíritu
ante Jesús Niño en el pesebre y cantemos juntos la primera estrofa de nuestro
himno, como si hubiera sido escrita para él:
Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figuris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
quae sub his figuris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
————————————————-
[1] Jacopone de Todi, Laude XLVI:
“Li quattro sensi dicono: / Questo si è vero pane. /Solo audito resistelo, /
Ciascun de lor fuor remane. / So’ queste visibil forme / Cristo occultato ce
stane” [«Los cuatro sentidos dicen: Esto no es sino pan. Sólo el oído se opone
y les obliga a la retirada. Bajo estas formas visibles está escondido Cristo»].
Cf. F.J.E. Raby, The Date and Authorship of the Poem Adoro te devote,
en “Speculum”, 20, 1945, pp. 236-238. El texto confirmaría la lección «quae sub
his formis», en lugar de «quae sub his figuris», en la primera estrofa.
[2] Las pinturas con este tema han
constituido una sección de la exposición titulada «La salvación en imágenes»
(“Seeing Salvation”) celebrada en Londres en el año 2000 y reproducida en parte
en el catálogo de la exposición: cfr. The Images of Christ, Londres
2000, pp. 62-73.
[3] San Agustín, Sermo 23°,
3 (CCL 41, 322); lo mismo afirma Gregorio de Nissa, Or. cat., 32 (PG 45, 80).
[4] Ecclesia de Eucharistia,
55
[5] Cfr. M. Righetti, Storia
liturgica, II, Milán 1969, pp.329-339
[6] Cfr. S.Th. III, q.
76, a. 1. El principio de la natural concomitancia es retomado por el concilio
de Trento (Denzinger – Sch`nmetzer, 1640) que en cambio en este punto no hace
sino citar a Santo Tomás, sin dar a esta explicación valor dogmático.
[7] S. Th. III, q.76.
a.2,ad 2.
[8] Es el punto en que basa toda su
exposición de la Eucaristía M.J. Scheeben, I misteri del cristianesimo,
cap. 6, Morcelliana, Brescia 1960, pp. 458- 526.
[9] San Agustín, In Ioh.,
26, 2 (PL 35, 1077).
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