OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
La liturgia, obra de la Trinidad 2: el Hijo de Dios
(CEC 1084-1090)
(CEC 1084-1090)
En la segunda parte de la
sección sobre la liturgia como obra de la Santísima Trinidad, dedicada a Dios
Hijo, el Catecismo de la Iglesia
Católica presenta los elementos
esenciales de la doctrina sacramental. Cristo, resucitado y glorificado,
derramando el Espíritu Santo en su Cuerpo que es la Iglesia, actúa ahora en los
sacramentos y a través de ellos comunica su gracia. El Catecismo recuerda la
definición clásica de los sacramentos, que son: 1) «signos sensibles (palabras
y acciones)», 2) instituidos por Cristo; 3) que «realizan eficazmente la gracia
que significan» (n. 1084).
En la celebración de los
sacramentos, es decir en la sagrada liturgia, Cristo, con el poder del Espíritu
Santo, significa y realiza el Misterio pascual de su pasión, muerte en la cruz
y resurrección. Este misterio no es simplemente una serie de eventos del pasado
remoto (¡aunque no se puede ignorar la historicidad de estos eventos!), sino
que entra en la dimensión de la eternidad, porque el «actor» —es decir, Aquel
que ha realizado y sufrido estos hechos—, ha sido el Verbo encarnado. Por lo
tanto, el misterio pascual de Cristo «domina así todos los tiempos y en ellos
se mantiene permanentemente presente» (n. 1085) a través de los sacramentos,
que él mismo ha confiado a su Iglesia, en especial el sacrificio eucarístico.
Este don único fue dado
primero a los apóstoles cuando el Resucitado, con el poder del Espíritu Santo,
les dio su poder de santificación. Los apóstoles han conferido a la vez este
poder a sus sucesores, los obispos, y por lo tanto los beneficios de la
salvación se transmiten y se actualizan en la vida sacramental del pueblo de
Dios hasta la Parusía, cuando el Señor venga en su gloria para dar cumplimiento
al Reino de Dios. Así, la sucesión apostólica asegura que en la celebración de
los sacramentos, los fieles sean inmersos en la comunión con Cristo, quien los
bendice con el don de su amor salvífico, sobre todo en la Eucaristía donde se
ofrece a sí mismo bajo las apariencias del pan y del vino.
La participación
sacramental en la vida de Cristo tiene una forma específica, dada en el «rito»,
que el entonces cardenal Ratzinger en 2004 explicó como «la forma de
celebración y de oración que madura en la fe y en la vida de la Iglesia». El
rito —o la familia de ritos que provienen de las Iglesias de origen
apostólico—, «es una forma condensada de la Tradición viva [...] volviéndose
así experimentable, al mismo tiempo, la comunión entre las generaciones, la
comunión con aquellos que oran antes de nosotros y después de nosotros. Así, el
rito es como un don hecho a la Iglesia, una forma viviente de parádosis
[tradición]» (30Giorni, num. 12-2004).
Refiriéndose a la enseñanza
de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, el Catecismo recuerda
los diferentes modos de la presencia de Cristo en las acciones litúrgicas. En
primer lugar, el Señor está presente en el Sacrificio eucarístico en la persona
del ministro ordenado, porque «ofrecido una vez en la cruz, se ofrece una vez
más a sí mismo a través del ministerio de los sacerdotes» [Concilio de Trento],
y sobre todo bajo las especies eucarísticas. Por otra parte, Cristo está
presente con su virtud en los sacramentos, en su palabra cuando se proclama la
Sagrada Escritura, y finalmente, cuando los miembros de la Iglesia, Esposa
amadísima de Cristo, se congregan en su nombre por la oración y la alabanza
(cf. n. 1088, Sacrosanctum
Concilium, n. 7). Por lo tanto, en la liturgia terrena, se lleva a cabo la
doble finalidad de todo el culto divino, es decir, la glorificación de Dios y
la santificación del hombre (cf. n. 1089).
De hecho la celebración
terrestre, tanto en el esplendor de una de las grandes catedrales como en los
lugares más simples pero dignos, participa de la liturgia celeste de la nueva
Jerusalén y hace pregustar un anticipo de la gloria futura en la presencia del
Dios vivo. Este dinamismo da a la liturgia su grandeza, e impide a cada
comunidad cerrarse sobre sí misma y la abre a la asamblea de los santos en la
ciudad celeste, tal como se lee en la carta a los Hebreos: «Ustedes, en cambio,
se han acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén
celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos
inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los
justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza,
y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.» (Hb 12, 22-24).
Es oportuno, por lo tanto,
concluir estas breves reflexiones con las felices palabras del beato cardenal
Ildefonso Schuster, quien describió la liturgia como «un poema sagrado, en el
que verdaderamente han puesto la mano cielo y tierra».
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