domingo, 25 de octubre de 2020

Meditaciones del tiempo ordinario con textos de Santo Tomás de Aquino 207

 

Domingo de la 30ª semana

"NO TENDRÁS DIOSES EXTRAÑOS DELANTE DE MÍ"

 

El primer precepto de la ley es que se nos prohíbe adorar si no es al único Dios. Y a esto somos llevados por cinco razones.

 

La primera se desprende de la dignidad de Dios, pues si se la suprime se hace injuria a Dios, como puede verse por la costumbre de los hombres. En efecto, a toda dignidad se le debe reverencia. Por lo cual es traidor al rey el que le retira lo que debería ofrecerle. Y esto hacen algunos con Dios. (Rom 1, 23): Trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible. Lo cual desagrada extremadamente a Dios: No doy mi gloria a ningún otro, ni mi alabanza a los ídolos (Is 42, 8).

 

Y se debe considerar que la dignidad de Dios es tal que lo sabe todo. Por lo cual Dios viene del verbo ver. En efecto, esta es una de las señas de la Divinidad: Anunciadnos lo por venir para que sepamos así que sois dioses (Is 41, 23). Todas las cosas están desnudas y manifiestas a sus ojos (Hebr 4, 13). Pues bien, tal dignidad se la arrebataron los adivinos, contra los cuales dice Isaías (8, 19): ¿Acaso no consultará el pueblo a su Dios? ¿Se habla a los muertos en favor de los vivos?

 

La segunda razón se desprende de su liberalidad. En efecto, todo lo bueno lo tenemos de Dios. Y también esto pertenece a la dignidad de Dios, que es el hacedor y el dador de todos los bienes: Abres tu mano, y sáciense de todo bien (Sal 103, 28). Y esto se incluye en el nombre de Dios, que viene de distribución, o sea, dador de las cosas, porque todo lo sacia con su bondad.

 

Por lo tanto, harto ingrato eres sí lo que por Él te ha sido dado no lo reconoces; y aun te fabricas otro Dios, así como los hijos de Israel sacados de Egipto hicieron un ídolo: Iré tras de mis amadores (Os 2, 5). Esto ocurre también cuando alguien pone su esperanza en otro que no sea Dios, o sea, cuando pide auxilio de quien no sea El: Bienaventurado el varón cuya esperanza es el nombre del Señor (Salmo 39, 5). Dice el Apóstol (Gal 4, 9- 10): Ahora que habéis conocido a Dios, ¿cómo de nuevo os volvéis a los flacos y pobres elementos...? Observáis los días y los meses, las estaciones y los años.

 

La tercera razón se desprende de la firmeza de la promesa. En efecto, hemos renunciado al diablo, y prometimos fidelidad a Dios solo; por lo cual no debemos quebrantarla: Si el que menosprecia la ley de Moisés, sin ninguna misericordia muere sobre la palabra de dos o tres testigos, ¿de cuánto mayor castigo pensáis que será digno el que pisotea al Hijo de Dios y reputa por inmunda la sangre de su testamento, en el cual Él fue santificado, e insulta al Espíritu de la Gracia? (Hebr 10, 28-29). Viviendo el marido será llamada adúltera si se une a otro hombre (Rom 7, 3). Así es que ay de los pecadores que andan en la tierra por dos caminos y que cojean de dos lados.

 

La cuarta razón se toma de lo pesado del yugo del diablo: Serviréis día y noche a dioses extraños, que no os darán reposo (Jer 16, 13). En efecto, el demonio no se conforma con un solo pecado, sino que más se esfuerza por llevar a otro. Quien comete pecado, siervo es del pecado (Juan 8, 34); por lo cual no fácilmente se sale del pecado. San Gregorio dice: "El pecado que no se deshace por la penitencia, en seguida arrastra por su peso a otro pecado".

 

Lo contrario ocurre con la soberanía divina, porque sus preceptos no son pesados: Pues mi yugo es suave, y mi carga ligera (Mt 11, 30). En efecto, puede decirse que hace suficiente el que por Dios trabaja tanto cuanto obró para el pecado: Como pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad para la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros al servicio de la justicia para la santidad (Rom 6, 19). Pero de los esclavos del demonio dice la Sabiduría (5,7): cansados estamos en los caminos de iniquidad y perdición, y hemos caminado por sendas difíciles. Y Jeremías (9, 5): Penaron para obrar inicuamente.

 

La quinta razón se toma de la inmensidad del premio o recompensa. En efecto, en ninguna otra ley se prometen tales premios como en la ley de Cristo. En efecto, a los sarracenos se les prometen ríos de leche y miel, a los judíos la tierra de promisión; pero a los cristianos la gloria de los ángeles: Serán como ángeles de Dios en el cielo (Mt 22, 30). Considerando esto, San Pedro dice, en Juan (6, 69): Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.

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