viernes, 16 de octubre de 2020

Santa Margarita María de Alacoque, en el umbral de los tiempos modernos, ha sido elegida por la divina Providencia para recordar a toda la Iglesia y al mundo entero la profundidad del amor de Cristo

 


«En todas partes, en la sociedad, en los pueblos, en los barrios, en las fábricas y oficinas, en las encrucijadas entre pueblos y razas, el corazón de piedra, el corazón seco, debe mudarse en corazón de carne, abierto a los hermanos y abierto a Dios. Está en juego la paz. Está en juego la supervivencia de la humanidad. Esto sobrepasa nuestras fuerzas, pues es un don de Dios, un don de su amor» (Juan Pablo II, 5 de octubre de 1986 en Paray-le-Monial). Ese don del amor había sido ya anunciado por el profeta Ezequiel: Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36, 26).

Pero ¿cómo es posible esta transformación tan necesaria para el bien de la humanidad y la salvación de las almas? ¿Cómo penetra el Espíritu Santo en el corazón de los hombres? La respuesta es: por obra de Jesucristo. En el Calvario, el Corazón de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, se convierte en fuente de donde el Padre celestial hace descender sobre los hombres la gracia de la conversión y la gracia de la participación en la vida divina.

Santa Margarita María, en el umbral de los tiempos modernos, ha sido elegida por la divina Providencia para recordar a toda la Iglesia y al mundo entero la profundidad del amor de Cristo. Ella «conoció el conmovedor misterio del amor divino. Ella conoció en toda su profundidad las palabras de Ezequiel: os daré un corazón. A lo largo de su vida oculta en Cristo, ella estuvo marcada por el don de ese Corazón que se ofrece sin límite alguno a todos los corazones humanos» (Juan Pablo II, id.).

Santa Margarita María es hija de Filiberta Lamyn y de Claudio Alacoque, juez y notario real en la comarca francesa del Charolais, en Borgoña. El matrimonio tiene ya tres hijos cuando viene al mundo, el 22 de julio de 1647, una niña que será bautizada tres días después con el nombre de Margarita. A la edad de tres o cuatro años, Margarita pasa un largo período en casa de su madrina, la señora de Fautrière, donde oye hablar por primera vez de la vida consagrada a Dios y de los votos religiosos, pues la hija de su madrina, María Benigna de Fautrière es religiosa en el convento de la Visitación de Santa María en Paray-le-Monial. La niña siente continuos deseos de decir y repetir las palabras siguientes: «Dios mío, os consagro mi pureza y hago voto de castidad perpetua». Y un día, la niña pronuncia estas palabras entre las dos elevaciones de la Misa. Esas palabras cobran a sus ojos una importancia tal que, veinte años después, se refiere a ellas como las que han marcado su vida, pues, aunque no haya contraído compromiso alguno ante la Iglesia, siente que Dios la quiere solamente para Él. Más adelante, Jesús le dirá: «Te elegí como esposa; nos prometimos fidelidad cuando hiciste voto de castidad ante mí, que te inspiré antes de que el mundo ocupara un lugar en tu corazón».

Esa consagración precoz puede sorprendernos, pero en ocasiones Nuestro Señor destina a algunas almas para obras excepcionales, revelándoles, incluso a edades muy tempranas, los secretos de su amor. Así ocurrió, por ejemplo, con el profeta Jeremías (cf. Jr 1, 4-10). Semejantes gracias exigen una gran fidelidad hacia Dios por parte del alma que las recibe.

Cuatro años paralítica

Los padres de Margarita mandan a la pequeña al colegio de las clarisas de Charolles, donde demuestra un gran fervor y amor hacia la Santísima Virgen, rezando todos los días el Rosario, con una devoción fuera de lo común. Pero sus estudios se ven interrumpidos por una prolongada enfermedad que la obliga a abandonar el convento de Charolles, sufriendo una parálisis durante cuatro años, en los que permanece en cama. La niña promete entonces a María que se hará religiosa si recobra la salud. Margarita dirá: «Decir el voto y curarme fue todo uno». Aquel milagro suscita en su corazón un nuevo impulso de piedad mariana: «A partir de entonces, nos dice, la Virgen se convirtió en la dueña de mi corazón, considerándome como algo suyo y gobernándome como si estuviera dedicada a ella, corrigiéndome en mis faltas y enseñándome a cumplir la voluntad de Dios».

Sin embargo, escribirá Margarita María, «cuando recobré la salud no pensaba sino en deleitarme gozando de mi libertad, sin preocuparme por cumplir mi promesa». De ese modo, se inaugura un período de relajación espiritual. Si bien ningún pecado grave se desliza por su vida, «sus naturales inclinaciones hacia el placer» la llevan a entregarse «a la vanidad y al afecto de las criaturas», lo que puede considerarse una reacción natural después de cuatro años de enfermedad y en el momento de entrar en la adolescencia. Pero Dios le hace comprender enseguida que, «alumbrada en el Calvario, la vida que el Señor le ha dado solamente puede mantenerse mediante el alimento de la cruz». Después de haber conocido el sufrimiento físico, Margarita conocerá el sufrimiento moral; en primer lugar, las pruebas familiares.

Tras la precoz muerte de su marido, la viuda del señor Alacoque conoce grandes penalidades, comprometiéndose en pleitos materiales interminables que le impiden dedicarse a sus hijos, por lo que los deja al cuidado de la abuela paterna, a la que se unen una tía y la suegra de esta última. Las tres se otorgan un derecho absoluto sobre Margarita y su madre, pues los otros tres hermanos están en un internado. El trato que dan a Margarita es peor que el que sufren las sirvientas, que son tratadas con gran dureza por aquellas terribles mujeres. Pero Nuestro Señor la reconforta y le hace comprender que la ha elegido para compartir su dolorosa Pasión: «Quiero estar presente en tu alma para que actúes como yo mismo lo hice en medio de los crueles sufrimientos soportados por amor a ti». Margarita dirá más tarde: «A partir de aquel momento, Jesús estuvo siempre presente en mi pensamiento coronado de espinas, llevando la cruz o crucificado. Sentía tanta compasión de Él y tanto amor por sus sufrimientos que mis penas resultaban ligeras, hasta el punto que deseaba sufrir mayores dolores para llegar a ser semejante a Él». Y añadirá: «Hay que obsequiar a menudo al adorable Corazón de Jesús con ese alimento que tanto le agrada; me refiero a las preciadas humillaciones, desprecios y abyecciones con las que nutre a sus más fieles amigos aquí en la tierra».

¿Cómo interpretar ese lenguaje tan poco conforme con nuestras ideas y aparentemente contrario al legítimo cuidado que observamos para disminuir los sufrimientos? Evidentemente, el sufrimiento no es un bien en sí mismo, pero Jesús quiso asumirlo Él mismo con el fin de transfigurarlo y de darle un valor de redención para todos aquellos que quieran aceptarlo con Él, por amor. Entonces se convierte, por el poder de Dios, en el medio para conseguir nuestra liberación moral después del pecado. «¿Por qué permite Dios el sufrimiento?, le preguntaron en una ocasión a la Madre Teresa. – Es difícil de entender: es el misterio del amor de Dios, y por eso no podemos comprender por qué Jesús sufrió tanto, por qué tuvo que pasar por la soledad de Jetsemaní y por el sufrimiento de la crucifixión. Es el misterio de su gran amor. Es como si Cristo reviviera su Pasión en el sufrimiento que vemos ahora».

Las «vanidades»...

Margarita tiene ya dieciocho años. Sus allegados y especialmente su madre piensan en casarla. A la joven le gustan los adornos y las frivolidades, y, al dejarse seducir por las fiestas mundanas, su vocación se quebranta. Sin embargo, Dios la persigue incluso en las fiestas y en los bailes y, a veces, oprime tan severamente su corazón que ella se siente como forzada a salir súbitamente para ir a llorar por su debilidad a la iglesia o a cualquier lugar secreto. Con el rostro contra el suelo, le pide perdón a Dios por su apego a los entretenimientos mundanos, pero al día siguiente vuelve otra vez a esas peligrosas diversiones.

Una noche en la que, una vez en sus aposentos, se está quitando los atuendos de fiesta y las joyas con los que se ha adornado con cierta complacencia, Jesús se le aparece en el estado en que se encontraba después de su cruel flagelación: «Tus vanidades me han reducido a este estado. A causa de tu falta de resolución estás perdiendo un tiempo del que te pediré cuentas rigurosas cuando mueras. Me traicionas con tus infidelidades, y deberías morir de vergüenza por todas tus ingratitudes al compararlas con las pruebas de amor que te he demostrado para atraerte hacia mí». Conturbada por ello, Margarita toma entonces la decisión de redoblar las austeridades y penitencias, pero aquello no contenta a Jesús, que quiere que llegue a ser religiosa, tal como ella le había prometido. Por fin, después de seis años de lucha, toma finalmente esa decisión.

El 26 de mayo de 1671, se desplaza a la Visitación de Santa María de Paray-le-Monial. Nada más acceder al locutorio, una voz interior le advierte: «Este es el lugar donde quiero que estés», y un mes más tarde ingresa para siempre en ese monasterio. Su primera preocupación es pedirle a su maestra de novicias que le enseñe a rezar, y la madre le responde: «Acércate a Nuestro Señor presente en el sagrario y dile que quieres estar ante Él como un lienzo en blanco ante un pintor». La joven postulanta no lo entiende, pero obedece. Jesús le explica en su interior lo siguiente: «Ese lienzo en blanco es tu alma, donde quiero pintar los trazos de mi vida, que transcurrió en el amor y en la privación, en la ocupación y en el silencio, y finalmente en el más absoluto de los sacrificios... Quiero purificarte de todas las manchas que te quedan».

El 25 de agosto de 1671, Margarita toma el hábito religioso y añade a su nombre de pila el de María. El 6 de noviembre de 1672, profesa los votos de pobreza, castidad y obediencia. La tarea que se le encomienda es la de auxiliar de la enfermería.

Instrumento y símbolo de la misericordia

13 de junio de 1675. Con motivo de una aparición a Margarita María, Nuestro Señor le descubre su Divino Corazón y le revela: «Este es el Corazón que tanto amó a los hombres que nada escatimó hasta agotarse y consumirse para testimoniarles su amor». Dios quiso hacerse hombre con objeto de poder amarnos con un Corazón de hombre, y el fin último de semejante amor queda reflejado en la siguiente frase del Evangelio: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Sin embargo, antes de introducirnos en la intimidad de la vida divina, Dios tuvo que superar el obstáculo que suponía el pecado, el mayor de los males que aquejan al hombre. «A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1488). Así pues, la manifestación del amor de Dios adoptará una expresión particular, denominándose «misericordia».

La misericordia se encuentra en el centro del mensaje confiado por Jesús a Santa Margarita María. Ser misericordioso significa poseer un corazón conmovido por la tristeza ante la presencia de la miseria de los demás como si se tratara de la suya propia. El efecto de la misericordia consiste en intentar alejar en la medida de lo posible esa miseria del prójimo. De ese modo, Dios se apiada de los hombres al ver los males que el pecado ha introducido en el mundo, y, aunque se sienta ofendido por nuestros pecados, nos regala incansablemente la gracia del arrepentimiento y de su perdón. La misericordia es lo que más caracteriza a Dios. «Mostrarse misericordioso es considerado como lo propio de Dios, y en ello se manifiesta sobre todo su omnipotencia», nos enseña Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica).

El Corazón de Jesús, traspasado en el Calvario por la lanza del soldado, es el símbolo y el instrumento de esa misericordia. De él brotó sangre y agua (Jn 19, 34), imágenes de los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo, que purifican las almas y les abren el camino de la salvación. El Bautismo, simbolizado en el agua, nos lava de todo pecado, mientras que la Eucaristía, representada en la sangre, nos asigna los méritos de la Pasión de Cristo en el Santo Sacrificio de la Misa, alimentando igualmente nuestras almas mediante la comunión. Jesús eligió a sor Margarita María para recordarles a los hombres esos misterios, diciéndole: «Quiero manifestarles las riquezas de mi Corazón, y darles nuevas gracias para sacarles del abismo del fuego eterno donde les precipitan los pecados mortales. Para cumplir con ello te he elegido precisamente a ti, a causa de tu debilidad y de tu ignorancia, para que pueda verse de ese modo que todo procede de mí».

«Qué significa ese invento?»

La ingratitud y el olvido de los hombres ante la misericordia de Dios hieren el Corazón de Jesús, como testimonia la corona de espinas que lo circundaba durante la primera aparición. Jesús se quejó de ello a la santa con estas palabras: «Como agradecimiento (a mi amor) no recibo de la mayoría de los hombres más que ingratitudes, irreverencias, sacrilegios, frialdad y desprecio». Y también de este modo: «Mira cómo me tratan los pecadores... Sólo demuestran frialdad y rechazo ante todas mis atenciones para hacerles el bien... Dame por lo menos la satisfacción de suplir sus ingratitudes... Participa de las amarguras de mi Corazón».

Como respuesta a esa espera de Nuestro Señor, la santa se acercará a los misterios de la Pasión, y Jesús le pedirá que se una a su agonía en el Huerto de los Olivos, haciendo todos los jueves, desde las once a las doce de la noche, una «hora santa», rezando y pidiendo perdón por los pecadores. Pero Margarita María debe conseguir el permiso de la superiora para poder realizar esa «hora santa», así que se dirige a ella... pero ¡qué decepción! «¡No y no! ¿Qué significa ese invento?». Y sor Margarita María acata esa decisión. Poco tiempo después cae gravemente enferma: «Pídele a Nuestro Señor que te cure, le dice la superiora, y si lo hace te daré permiso». Ella obedece y recupera la salud, y entonces la superiora empieza a creer en las extraordinarias sendas por las que el Señor conduce a aquella alma. No obstante, para probar su santidad, la agobia continuamente con reproches, con órdenes y contraórdenes y con humillaciones de toda suerte, que la santa salesa acepta en silencio y de buena gana, aunque no sin sentir vivamente sus espinas.

Un día, Jesús le ordena que reproche públicamente a sus hermanas los pecados que se cometen en la comunidad y que Él le revela. Y así lo hace, más muerta que viva, con el permiso de la superiora. Surgen entonces las protestas de las hermanas, se exaltan los ánimos y la indignación llega a las máximas cotas. La acusan de loca, rociándola con agua bendita como para alejar al diablo. Conforme de ese modo con Cristo en su Pasión, podrá decir más adelante: «Nunca había sufrido tanto».

Las frecuentes comunicaciones divinas que sor Margarita María recibe la hunden a veces en la turbación, creyendo que son un simple producto de su imaginación o de Satanás. Pero Nuestro Señor envía a ese convento como confesor a un hombre de Dios, el padre jesuita Claudio La Colombière, que un día será canonizado, quien la tranquiliza: «Te aseguro, de parte de Dios, que todo lo que te sucede procede de Él».

«Tengo sed de ser amado»

«Si supieras, le dice Jesús a sor Margarita María, cuánta sed tengo de ser amado por los hombres, no ahorrarías esfuerzos en ello... ¡Estoy sediento, ardo en deseos de ser amado!». En realidad ¿existe algo más triste que amar a alguien y no ser amado por él? El amor de Cristo nos apremia, dice San Pablo (2 Co 5, 14), y nos apremia sobre todo a responder al amor con amor.

Un medio privilegiado de manifestar nuestro amor por Jesús es honrar a la Sagrada Eucaristía, el «Sacramento de su amor». Jesús le confiaba lo siguiente a nuestra santa: «Siento una ardiente sed de ser honrado y amado por los hombres en el Santísimo Sacramento, y no hallo a casi nadie que se esfuerce, según mi deseo, por saciar esa sed, manifestando alguna reciprocidad». Nuestro Señor desea especialmente que los cristianos le reciban en la Sagrada Comunión en espíritu de reparación, ofreciendo al Padre eterno su Corazón realmente presente bajo las especies sacramentales de la Eucaristía. Pero ¿qué se entiende por «reparación»?

El alma que progresa en el camino de la santidad no puede dejar de considerar su pasado, deseando entonces recuperar el tiempo perdido y compensar, mediante un amor más grande, todos los rechazos o negligencias anteriores. También se da cuenta, con dolor, que las deferencias de la caridad divina para con los hombres son del todo desconocidas. Quiere entonces compensar la indiferencia y las ofensas de muchos mediante un amor delicado y generoso hacia el Salvador, deseando también unirse a Cristo y participar de su obra de reparación y de salvación, siguiendo el ejemplo de San Pablo: Completo en mi carne lo que faltara a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24).

Pero el espíritu de expiación o de reparación no constituye la plenitud de la devoción al Sagrado Corazón, sino que la práctica fundamental es la consagración, es decir, según la definición de la santa, una completa entrega de sí mismo y de todos sus actos. Es el momento en que Jesucristo viene a vivir en nosotros: «Es necesario que ese divino Corazón de Jesús se substituya de tal modo al nuestro que solamente él viva y obre en nosotros y por nosotros... que sus inclinaciones, sus pensamientos y sus deseos ocupen el lugar de los nuestros, pero sobre todo su amor». La devoción al Sagrado Corazón se expresa igualmente mediante signos externos, como por ejemplo la exposición de su imagen. Al instituir esa devoción, Nuestro Señor no quiso añadir nuevas exigencias ni hacer más pesada nuestra carga, sino concedernos la oportunidad de recibir una nueva efusión de gracias, según las promesas que hizo a Santa Margarita María (cf. véase la imagen adjunta).

Todos los cristianos son llamados a honrar el Corazón de Cristo, pero especialmente las almas consagradas y las familias. A cambio, ese Corazón les aportará «una protección especial de amor y de unión». Con motivo de la visita pastoral a Paray-le-Monial que realizó el Papa Juan Pablo II, el 5 de octubre de 1986, éste declaraba: «Ante el Corazón abierto de Cristo, intentamos encontrar en él el verdadero amor que necesitan nuestras familias. La célula familiar es fundamental para edificar la civilización del amor». Cuando las familias de nuestro tiempo conocen con demasiada frecuencia la adversidad y la ruptura ¿no será porque nuestros corazones, en lugar de encontrarse repletos del verdadero amor que se entrega, se han hecho duros como la piedra al abandonarse al egoísmo? Jesús entregó su Corazón herido para transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne, llenos de amor hacia todos y de deferencias hacia nuestros semejantes.

Caminos para hoy en día

Con la transmisión a toda la Iglesia del mensaje de la Misericordia divina, sor Margarita María cumplió con su misión aquí en la tierra. Murió el 17 de octubre de 1690, pronunciando una única palabra: «Jesús». Hacia finales de su vida escribió a su director espiritual: «Me parece que nunca descansaré si no me veo en abismos de humillación y de sufrimiento, desconocida por todos y sepultada en el eterno olvido». Si Nuestro Señor condujo a la confidente de su Corazón hasta semejante humildad fue para hacerla partícipe de su gloria, pues el que se humille, será ensalzado (Mt 23, 12). Sor Margarita María, tan minúscula a sus propios ojos, es actualmente proclamada santa por la Iglesia ante la mirada del mundo. Los fieles acuden de todas partes a recogerse junto a sus reliquias y a implorar su intercesión, convirtiendo a Paray-le-Monial en centro de intensa vida espiritual.

El Papa Juan Pablo II resumía del siguiente modo el mensaje de Paray-le-Monial en una misiva del 5 de octubre de 1986 al R.P. Kolvenbach, prepósito general de la compañía de Jesús: «Los frutos espirituales que ha producido la devoción al Corazón de Jesús son sobradamente reconocidos. Como expresión sobre todo de la práctica de la hora santa, de la confesión y de la comunión de los primeros viernes de mes, ha contribuido a incitar a generaciones de cristianos a rezar mucho más y a participar con más frecuencia de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Se trata, pues, de caminos que es conveniente proponer a los fieles, aún hoy en día».

En esta fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, demos respuesta a la llamada colmada de bondad de nuestro Salvador: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas (Mt, 11, 28-29). «¿Puede haber algo más dulce para nosotros que esta voz del Señor, que nos invita? Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica el camino de la vida» (San Benito, Prólogo de la Regla). ¡Sigámosle por ese camino, donde se han preparado inefables tesoros de gracias para nuestras almas! Confiados en la misericordia infinita del Corazón de Jesús, especialmente en este Año Jubilar, le recomendamos a su persona, a su familia, a sus difuntos y a todas sus intenciones.

Dom Antoine Marie osb



Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


 

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