miércoles, 7 de octubre de 2020

Carta pastoral Para gestar nuevos Cristianos “MONSTRA TE ESSE MATREM” - Mons. Juan Antonio Reig Pla

 

Carta pastoral

PARA GESTAR NUEVOS CRISTIANOS

“MONSTRA TE ESSE MATREM”

(Muéstrate como Madre)

Mons. Juan Antonio Reig Pla

Obispo de Alcalá de Henares

Septiembre 2020

INTRODUCCIÓN

EL PRIMER ANUNCIO CRISTIANO EN LA PASTORAL

Algunos datos bíblicos

Definición del primer anuncio cristiano

Condiciones para una pastoral del primer anuncio cristiano

Los responsables y destinatarios del primer anuncio

LA NATURALEZA DE LA INICIACIÓN CRISTIANA

EL PRIMER ANUNCIO CRISTIANO EN LA FAMILIA, LA ESCUELA Y LA PARROQUIA

 La familia

La escuela

La parroquia

a) La catequesis de los niños

b) La liturgia

c) El primer anuncio cristiano a los adolescentes y jóvenes

Conclusión

UN JUBILEO SIGNIFICATIVO: LA VIRGEN DE LA VICTORIA DE LEPANTO

La batalla de Lepanto

Un Año Jubilar

Nuestra batalla

LA ORACIÓN DEL SANTO ROSARIO

 

INTRODUCCIÓN

Durante el presente curso se cumplirán, D.m., los cincuenta años de mi ordenación sacerdotal (8 de julio de 1971) y los veinticinco años de mi consagración episcopal (14 de abril de 1996). Esta larga trayectoria se me presenta como una ocasión de gracia para recordar con gratitud los dones de Dios siempre inmerecidos, para reconocer con humildad todas mis deficiencias, errores y pecados y, también, para hacer memoria de la asistencia divina y de la experiencia acumulada a lo largo de estos años.

Desde mi más tierna infancia fui educado por mis padres, por mis maestros y por la tradición de mi pueblo (Cocentaina, Alicante) en un amor grande a la Santísima Virgen María con la advocación de Virgen del Milagro (la Mare de Deu). Era costumbre entre mis paisanos visitar diariamente el santuario de la Virgen, invocarla en cualquier ocasión, particularmente en los momentos decisivos de la vida, y celebrarla juntos como Madre con verdadera alegría y entusiasmo. En aquellos momentos a nadie extrañaba que a los seis años ya supiera rezar el Santo Rosario con las letanías en latín.

Recién nacido fui consagrado a la Virgen y Ella me ha acompañado como buena Madre a lo largo de toda mi vida. Para mí la piedad mariana ha sido algo connatural y Ella ha sido siempre mi intercesora y mi punto de referencia en la fe. Por eso al tener que escoger un lema para mi episcopado no pude menos que recurrir al himno Ave maris stella (Salve, estrella del mar) en el que se dice en una de las estrofas Monstra te esse matrem (Muestra que eres Madre).

Tengo que aclarar, sin embargo, que, si observáis mi escudo episcopal, esta maternidad va referida tanto a la Virgen María como a la Iglesia. Por eso en el escudo observaréis la referencia al bautismo (una cruz sobre las aguas), la simbología eucarística del colegio de San Juan de Ribera donde estudié la teología, y la representación del Espíritu Santo (la paloma con siete rayos – siete dones) junto al anagrama de la Virgen (la A superpuesta a la M).

Más allá de las connotaciones biográficas, en el escudo episcopal quise poner de manifiesto la importancia de la gestación de los cristianos (lo que llamamos iniciación cristiana) a través del ministerio de la Iglesia (la familia-iglesia doméstica y la comunidad cristiana), que tiene su modelo en la Virgen quien, con su fiat (hágase), concibió por obra del Espíritu Santo y dio a luz al Hijo de Dios, al Redentor del hombre.

Fui ordenado sacerdote a los veinticuatro años y en mi primer nombramiento fui enviado como coadjutor a la parroquia de San Juan Bautista de Manises, ciudad cercana a Valencia. Cuando celebraba la Santa Misa la Iglesia estaba llena de niños, jóvenes, matrimonios y adultos. Cualquier acto que se organizaba en la parroquia era multitudinario, todavía en 1971. Estuve sólo dos años, el tiempo suficiente para visitar a todas las familias en sus casas. Inmediatamente comprendí que el gran punto de apoyo para la transmisión de la fe y la custodia de la tradición católica era la familia.

En las propias casas teníamos la preparación del Bautismo con celebraciones muy cuidadas a las que acudían los parientes. Del mismo modo la preparación individualizada de los novios, más allá de los cursos prematrimoniales, era también en las casas. Con el paso del tiempo, fruto de las visitas, organizamos varios grupos de matrimonios siguiendo un plan establecido de oración familiar y formación que incluía retiros y ejercicios espirituales.

Los niños, adolescentes y jóvenes estaban agrupados en la catequesis parroquial, en el movimiento Junior de carácter diocesano y en los grupos juveniles. Con ellos organizábamos semanas de la Juventud, campamentos de verano y salidas a la montaña en las que no faltaban nunca los momentos de piedad mariana, la celebración de la Santa Misa, la Confesión y las charlas de formación adaptadas a cada edad; grupos de teatro, música, etc.

Mirado desde fuera todas estas piezas estaban en su sitio, pero de frente venía un vendaval arrollador del que había que defenderse y contrarrestar con propuestas concretas que siguieran un proceso continuado y que respondieran a las exigencias concretas de su vida.

En aquel momento, en España, se juntó el llamado postconcilio con el cambio de régimen donde se propició una actitud de aceptar todo lo “nuevo” por ser nuevo sin pararse a distinguir entre lo “bueno”, lo “menos bueno” y lo pernicioso o “malo”. Tan sólo estuve en Manises dos años, siendo trasladado a Roma para ampliar estudios y procurar el Doctorado en Teología Moral. Me fui llorando al tener que dejar a los primeros fieles que se me habían confiado y a los que con tanta ilusión dediqué mis primeros pasos en el sacerdocio.

En Roma encontré un ambiente en ebullición. Eran los años del postconcilio y del disenso respecto a la Carta Encíclica del Papa San Pablo VI, Humanae vitae, referida al amor conyugal y a la procreación. Si el ambiente romano era confuso, en España se estaba operando una “deconstrucción” de la cultura cristiana galopante, fundamentalmente en la universidad y en algunos medios de comunicación. El ambiente de novedad, de disenso en algunos casos y de secularización penetró en el interior de la Iglesia, de tal modo que a mi regreso de Roma el ambiente que noté era ya muy distinto del que conocí en 1971. Pocos años fueron suficientes para ir desmoronando un edificio (la propia Iglesia católica) que se mostraba compacto y, a su modo, fecundo.

Con el doctorado en Moral y desde el Seminario de Valencia, primero como Prefecto de filosofía y después como Rector, continuaba pensando que había que fortalecer a los jóvenes en su noviazgo y en su vocación, alentar a los matrimonios y fortalecer a las familias cristianas, vinculándolas a las parroquias y a los distintos movimientos que iban surgiendo.

Recuerdo que mi arzobispo me propuso pasar por distintas parroquias y ofrecer a los novios en los cursos prematrimoniales y a los matrimonios una explicación de la Encíclica Humanae Vitae como respuesta a las exigencias del verdadero amor conyugal y al designio de Dios Creador. Pronto comprobé que faltaban claves seguras para recibir como buena noticia la Encíclica de Pablo VI y que las nuevas propuestas de la anticoncepción, el divorcio, el aborto y todo lo que ha venido después con la reproducción asistida, la ideología de género, la transexualidad, etc., estaba ya sembrado por un déficit antropológico, una carencia básica en la consideración del cuerpo y de la antropología cristiana nombrada por San Juan Pablo II como antropología adecuada.

Desde el Seminario continuaba acompañando grupos de matrimonios y conociendo los distintos movimientos matrimoniales y familiares: Equipos de Nuestra Señora, Movimiento Familiar Cristiano, Encuentro matrimonial, Equipos parroquiales de matrimonios, etc. Luego surgieron los Movimientos eclesiales que, junto al Opus Dei, fomentaban la familia cristiana y la natalidad: Camino Neocatecumenal, Comunión y Liberación, Renovación Carismática, la Obra de María o Movimiento focolar, Schoenstatt, las Congregaciones Marianas, Hogares Don Bosco y las fraternidades vinculadas a las Congregaciones religiosas, etc.

Años más tarde, desde la Delegación de Pastoral Familiar y de la Vida en Valencia se pudo promover la sección española del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia. Personalmente para mi vida sacerdotal y episcopal el haber presidido esta institución en España, vinculada a Roma como un único Instituto, ha supuesto un haz potente de luz que ha iluminado mi ministerio sacerdotal y episcopal y me ha ayudado a dirigir la subcomisión de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española durante quince años.

A lo largo de todo este tiempo el Señor me ha concedido ser testigo privilegiado de cuanto sucedía en España respecto a los temas de la dignidad de la vida humana y los referidos a los ámbitos del matrimonio y de la familia. El afán demoledor de la cultura cristiana respecto a estos temas en España ha sido y es tremendo. España, sin lugar a dudas, ha sido un campo a conquistar respecto a la secularización y un laboratorio donde ensayar toda la deconstrucción antropológica, la ideología de género, su derivación en la teoría “queer”, etc. , que después se ha transportado a Hispanoamérica. Todo ello, a la vez, hay que situarlo en un sistema global diseñado como ingeniería social y que tiene como objetivo la exaltación de la autonomía radical del individuo, la promoción de la libertad como posibilidad de todas las posibilidades y la afirmación de los propios deseos y sentimientos como nuevos derechos humanos.

El itinerario ha sido el siguiente: favorecer al máximo el secularismo en la cultura, la vida social y al interior de la Iglesia. Con este secularismo lo que se busca es prescindir de Dios y hacerlo irrelevante para la vida personal, familiar, social y política. Si los principios de la moral católica dejan de estar fundamentados en Dios creador y en la revelación divina, la enseñanza de la Iglesia y su doctrina pasan a ser opinables, ya no están garantizadas por la autoridad divina. Siendo esto así, los generadores de opinión de masas han visto el campo abierto para su trabajo de ingeniería social destinado a cambiar la mente y las costumbres de los españoles. De lo que se trataba era de demoler una sociedad homogénea de tradición católica para convertirla en una sociedad multicultural, pluriétnica y dominada por el relativismo moral. Para ello los medios de comunicación social y de masas han conseguido ideologizar las mentes y atravesar el alma de los españoles, destruyendo su patrimonio espiritual acumulado por siglos de tradición católica de nuestro pueblo.

Para lograr estos fines, los objetivos se han ido sucediendo en nombre de una libertad destructora de la misma libertad: los ataques a la vida humana naciente o terminal, la disolución del matrimonio, la deconstrucción de la familia, una determinada “liberación de la mujer” y su empoderamiento; la deconstrucción de la unidad cuerpoespíritu con la ideología de género, etc. Todo ello ha sido primero propuesto como “nueva cultura” y después ha sido plasmado en las leyes adquiriendo la relevancia de una determinada justicia.

Los caminos para demoler el alma humana son también conocidos: se comenzó con la presencia creciente de la drogadicción, la pornografía invasiva, el desarraigo de los jóvenes de sus familias con la “movida” y la creación de ámbitos propios para los jóvenes (en la música, ocio nocturno, introducción de las redes sociales, la navegación en internet etc.); la promiscuidad sexual en las leyes y en las costumbres lejos de la vocación al amor fiel y desprestigiando las virtudes, en especial la castidad. Se trataba de ser introducidos en una sociedad “libre”, sin censuras ni limitaciones a los sentimientos, a las emociones o deseos. Había que salir como sea, se decía, del atraso cultural y de la tutela de la Iglesia y de su dominio educativo de las conciencias.

Todas las instituciones de la Iglesia católica en España fueron tentadas con estas propuestas y lograron penetrar en los ámbitos de la enseñanza e incluso en los proyectos pastorales referidos a la vida conyugal y familiar, así como a la consideración de la dignidad de la vida humana y su defensa. Es justo decir, sin embargo, que la Conferencia Episcopal Española siguió de cerca todos los cambios que se promovían y elaboró criterios para orientar a los fieles con las enseñanzas del magisterio del Papa Juan Pablo II y de Benedicto VI. Sus documentos, en cambio, eran poco divulgados y no llegaban a penetrar en el tejido eclesial que de distintas maneras no era del todo consciente de la avalancha de medios que se estaban utilizando para promover el cambio social y el diseño de una sociedad que del relativismo moral está transitando al nihilismo.

Si en el momento del Concilio Vaticano II la organización eclesial por excelencia era la Acción Católica y la red de centros de enseñanza promovidos por los religiosos y las mismas diócesis, todo también se vio afectado por el cambio social y político que se estaba promoviendo en España. La crisis de los movimientos de Acción Católica fue larga y compleja, llegando a ser minoritaria y precisando de una refundación como se ha venido procurando lentamente. El catolicismo social, con la presencia de los partidos políticos y los sindicatos, con el tiempo se ha ido disolviendo y sólo pueden contemplarse pequeños restos de un naufragio en el que han ido desapareciendo los pilares en los que se asentaba la tradición católica y la inspiración cristiana en el campo de la empresa y del trabajo. Tampoco las universidades promovidas por la Iglesia, por las congregaciones religiosas o por los laicos católicos han logrado hasta el momento generar un pensamiento crítico capaz de afrontar las ideologías hegemónicas y preponderantes en España.

A través de estas pinceladas quiero poner de manifiesto que con todos estos avatares se iba perdiendo la fe de nuestro pueblo y que, a pesar del catolicismo sociológico que podemos todavía observar (en la recepción de los Sacramentos, en la asistencia a las celebración de la Eucaristía, funerales, promoción de la piedad popular mediante las hermandades y cofradías, las huellas ordinarias de lo católico en el lenguaje, en los signos religiosos, catedrales, templos, festividades, patronazgos, procesiones, presencia de lo religioso en la enseñanza, en los hospitales, cárceles, Fuerzas Armadas, etc.), lo cierto es que la fe de nuestro pueblo está con heridas muy graves y no llega a conformar la vida humana ordinaria y la actividad de las personas.

Grupos de lo que podríamos llamar catolicismo integral (fe que configura la vida personal, familiar, laboral, social y política) son pocos. Estos grupos, si bien constituyen una minoría importante, no han logrado, en cambio, emerger como pueblo con una propuesta de fe que configure propuestas culturales, sociales y políticas capaces de confrontarse con la presencia avasalladora del poder político y de la influencia de los medios de comunicación social analógicos y de los nuevos areópagos de las redes sociales e internet.

Contemplando este panorama con el que ha cabalgado toda mi biografía humana, sacerdotal y episcopal, nos podemos preguntar: ¿Qué nos ha pasado a los católicos españoles? ¿Cómo hemos podido estar tan poco atentos a las voces proféticas de San Juan Pablo II y Benedicto XVI? ¿En qué momento nos encontramos ahora y qué podemos hacer? Como podréis comprender, responder a estas preguntas escapa a la humildad y a las pretensiones de esta pequeña Carta pastoral. Sí puedo deciros, en cambio, que siendo testigo directo de todo este naufragio soy también testigo de lo que es capaz de promover la fe cristiana, el encuentro con Cristo y la potencia de la Palabra de Dios y de la Eucaristía cuando configuran auténticas comunidades cristianas llamadas a ser la levadura en la masa. Nuestra crisis no se resuelve llamándola crisis política o crisis social, moral o religiosa. Lo que caracteriza a nuestro momento actual, fruto de lo dicho anteriormente, es una crisis profunda de fe y una ausencia de pensamiento crítico auspiciado por la misma fe en Cristo. Aunque los últimos Papas nos han llamado continuamente a la evangelización, a la llamada “Nueva Evangelización”, la Iglesia en España ha continuado dando la fe por supuesta por la apariencia del catolicismo sociológico, y no ha sabido arbitrar, más allá de las minorías, propuestas serias de iniciación cristiana. Se trata de una “desmemoria” epocal. Habituados a las “costumbres cristianas” hemos olvidado cómo gestar nuevos cristianos y cómo revitalizar la fe de nuestro pueblo.

Las crisis de la falta de nupcialidad, las rupturas matrimoniales y familiares, la falta de natalidad, la deriva de los jóvenes, la cultura de la muerte, el laicismo en las propuestas políticas y sociales, las crisis de identidad humanitaria y cristiana, están asentadas en una crisis profunda de fe en Cristo y en el sentido de pertenencia eclesial. No se trata de cualquier tema. Estamos ante una enfermedad profunda que reclama de todos nosotros una etapa larga de purificación. El Señor nos sitúa de nuevo en el exilio y nos faltan profetas que llamen a la conversión para poder reconstruir de nuevo la ciudad y plantar en ella la Cruz. Esta empresa, más que gigantes y colosos, requiere de un resto fiel que como María, sepa acoger el anuncio cristiano y con conciencia y fortaleza esté dispuesto a gestar en el seno de la Iglesia y por obra del Espíritu nuevos cristianos dispuestos a seguir a Cristo por el camino de la Cruz y dispuestos siempre a dar razón de nuestra esperanza.

Como los primeros cristianos, hemos de comenzar de nuevo, con su mismo método y, acompañados por la Virgen María, suplicar un nuevo aliento del Espíritu, unidos al sucesor de Pedro, el Papa Francisco, y con fidelidad a la Palabra de Dios, recibida en la tradición y testificada con vocación martirial. En esta carta quisiera ofreceros una pequeña reflexión sobre la iniciación cristiana de niños, adolescentes, jóvenes y adultos. Me detendré sobre todo en el primer anuncio cristiano. Al mismo tiempo quisiera animaros a celebrar el 450º aniversario de la victoria de Lepanto con la propagación del Santo Rosario. Como sabéis, en Villarejo de Salvanés guardamos memoria de este acontecimiento en el convento franciscano mandado construir por Luis de Requesens, el segundo de D. Juan de Austria. En este convento contamos con la presencia de la imagen de la Virgen de la Victoria o del Rosario, regalada, según la tradición, por el Papa Pío V. Del mismo modo, quisiera invitaros a celebrar juntos mis bodas de oro sacerdotales y las bodas de plata episcopales, para concluir con una llamada al combate cristiano por la fe y la práctica de la virtud.

 

1. EL PRIMER ANUNCIO CRISTIANO EN LA PASTORAL

A lo largo de estos últimos años hemos estado reflexionando juntos, sacerdotes y fieles, sobre la necesidad de renovar la iniciación cristiana. Junto a esta reflexión es necesario que nos detengamos a analizar el primer momento, el originario, con el que comienza esta iniciación.

Conviene, en primer lugar, ser conscientes de la necesidad y urgencia de recuperar el primer anuncio que propone el encuentro con la Persona de Cristo que vive en su Iglesia: es lo que los últimos Papas han llamado “primera evangelización”. Esta urgencia nace por la presencia de otras religiones o espiritualidades en la vida ordinaria, por la frecuente renuncia de las familias a dar testimonio de la fe y transmitirla a los hijos (cuando eran el sujeto tradicional del primer anuncio) y por una creciente deriva moralista-humanista de la transmisión de la fe o, incluso, por una difusa tendencia a una religiosidad vaga, sin los contornos personales de una adhesión a Jesucristo y una consciente pertenencia a la comunidad cristiana.

En segundo lugar, hoy se tiene mayor conciencia en la catequesis de que no puede darse por supuesta la fe. Muchos de los niños, adolescentes o jóvenes que están en los procesos de la catequesis son sujetos que no han sido alcanzados por el don de la fe y viven una religiosidad sin raíces verdaderamente cristianas y sin conciencia de ser y vivir como discípulos del Señor.

Lo que define o configura la evangelización o el primer anuncio es la centralidad de la persona de Jesucristo y de su acto redentor: Jesucristo es el Señor, en Él y en ningún otro está la salvación. Dicho esto, conviene repasar los datos que nos ofrecen los evangelios para concretar lo que supone el encuentro con el Señor y sus consecuencias. Después nos preguntaremos de qué modo debe organizarse la parroquia en su vida cotidiana para responder a la urgencia prioritaria del primer anuncio. Para ello seguiré de cerca algunas reflexiones ofrecidas por el cardenal Carlo Caffarra para su diócesis (Cf. www. caffarra.it).

 

1.1 Algunos datos bíblicos

Cuando nos preguntamos por la gestación de nuevos cristianos lo primero que hemos de observar son los datos que nos ofrece el Nuevo Testamento sobre los primeros encuentros con Cristo y el nacimiento del discipulado. Como dato original lo primero que hemos de destacar es el Evangelio de la Anunciación. La Virgen María, modelo de discípulo, es sorprendida por el Arcángel Gabriel, quien le anuncia que será Madre de Dios. María está a la espera de la salvación de su pueblo y ora. La iniciativa es de Dios que elige. Después aprendemos: “nadie viene a mí si el Padre no lo atrae” ( Jn 6, 44). La fe es un don de Dios que lleva a la adhesión a Jesucristo, a su persona, a la plena confianza en Él y a la obediencia a sus palabras.

La obra confiada a María será llevada a cabo por el Espíritu Santo, quien gestará en su seno al Hijo de Dios. Todo comienza, pues, con un anuncio que viene de fuera, que viene de Dios a través del Ángel, del testigo, o de su llamada como a los Apóstoles o como a Pablo camino de Damasco. A esta primera llamada, que propone a la persona de Cristo como Salvador, sigue la primera respuesta: la conversión. La fe viene, como dice San Pablo, por la predicación, por el anuncio del kerygma (Rm 10, 17). Este anuncio, o esta predicación, vienen acompañados por el testimonio del “enviado” y provocan el encuentro con la persona de Jesucristo y la conversión. Este es el caso de Zaqueo (Lc 19, 1-10) o de la mujer samaritana ( Jn 4, 1-26). Es lo que sucedió con los discípulos del Bautista, quien señaló a Jesús diciendo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” ( Jn 1, 29-34).

No podemos confundir este primer impulso de conversión con lo que entendemos como conversión moral o cambio automático de costumbres. La primera conversión es una conversión de la mente, es una conversión que lleva a aceptar a Jesucristo como Salvador o es, en definitiva, un encuentro con quien nos cambia el sentido de la vida y nos ofrece un horizonte de alegría por encontrar el tesoro escondido o la perla preciosa (Mt 13, 44-45).

La situación de cada uno de los encuentros con Jesús que narran los evangelios es diferente: Zaqueo, la samaritana, los discípulos de Juan, luego el encuentro de San Pablo narrado en sus cartas apostólicas. Algunos llevan una vida ordenada (como en el caso de San Pablo) y otros no. Sin embargo, en todos se da una conversión que llevará a San Pablo a decir: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia” (Fil 1, 21). De lo que se trata, pues, es de haber descubierto un sentido a la vida, un camino que tiene sus pasos y que lleva hacia la plenitud: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” ( Jn 14, 6).

Volviendo al caso de la Virgen María, al anuncio del Ángel sigue el consentimiento de la que se llama a sí misma “esclava del Señor”: “Fiat”, “hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38). Con este Fiat, provocado por la Gracia a la que se suma la libertad de María, se lleva a cabo un proceso en el seno de la Virgen que será iniciado y acompañado por el Espíritu Santo: es la gestación del Hijo de Dios. Del mismo modo, con el primer anuncio, con la primera gracia de la conversión a la persona de Jesucristo, se inicia un proceso de gestación en el seno de la Iglesia, la comunidad cristiana, de un nuevo ser Cristiano que culmina en el bautismo para un adulto, o en la revitalización del bautismo en el caso de ser bautizado siendo niño.

¿Cómo se llega pues a la fe? Se llega, atraído por la gracia de Dios, por la predicación, por el oído, por la escucha del kerygma que provoca la primera conversión. El caso paradigmático del anuncio del kerygma es la primera predicación del apóstol Pedro después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Con el impulso del Espíritu Santo, Pedro llama a la conversión y reclama ser escuchado: “Israelitas, escuchad estas palabras”: A Jesús el Nazareno, a quien vosotros matasteis clavándolo en una cruz… Dios lo resucitó… de lo cual todos nosotros somos testigos. Lo ha exaltado, es el Kyrios (el Señor). […] Al oír esto, se les traspasó el corazón y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: “Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para el perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 22-38).

Junto al oído, la escucha de la predicación, es curioso que San Juan destaque también los otros sentidos: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la Palabra de la vida, pues la Vida se ha manifestado y nosotros hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado. Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros, como lo estamos nosotros con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos todo esto para que vuestra alegría sea completa” (1 Jn 1-4).

Conviene reparar en este último texto de San Juan que la llamada a la comunión con Cristo y “con nosotros” (la comunidad cristiana), la hacen testigos después de la Resurrección de Cristo. Por tanto la llamada, el primer anuncio cristiano, pasa por el testimonio de quienes, siendo cristianos, no anuncian un programa o unas ideas. Anuncian a una Persona, a Jesucristo, el Verbo de la Vida, para que su alegría sea completa. Desde entonces hasta hoy los discípulos de Cristo, los bautizados, continúan anunciando el kerygma y apelando a la fe y a la conversión.

Para finalizar este breve recorrido de algunos textos del Nuevo Testamento, es paradigmático lo que narra el Evangelio de San Juan sobre los primeros discípulos de Jesús: “Al día siguiente, Juan (el Bautista) estaba todavía allí con sus discípulos; vio a Jesús, que pasaba y dijo: “Este es el Cordero de Dios”. Los discípulos lo oyeron y se fueron con Jesús. Jesús se volvió y, al verlos les dijo: “¿Qué buscáis?”; ellos le dijeron: “Rabí” (que significa maestro) “¿dónde vives?”; Él les dijo: “Venid y lo veréis”; fueron y vieron dónde vivía y permanecieron con Él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que había oído a Juan y se había ido con Jesús. Andrés encontró a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (que significa Cristo) y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (que significa piedra)” ( Jn 1, 35-42).

El primer anuncio Cristiano necesita de alguien que, como Juan, presente a Jesús indicando su poder Salvador. Con esta indicación se despierta toda la sed de salvación que anida en todo corazón humano. En este caso, como en la samaritana, se ve la sed de Dios por encontrarse con el hombre y la sed del hombre por encontrarse con Dios Salvador: “¿Qué buscáis?” dijo Jesús. Él, el Redentor del hombre, conoce más que nadie el corazón humano y sabe de su búsqueda de salvación. “Maestro” (es todo un reconocimiento llamarle Maestro), “¿dónde vives? Venid y veréis”. Así de grande y así de sencillo. Se trata de acudir a Cristo, de ver, oír, contemplar, tocar. Después de estar con Cristo y reconocerle como Mesías, seguirá todo un proceso de discipulado, de gestación del apóstol dispuesto a seguir a Jesús y dar la vida por Él.

Hoy todo esto sucede del mismo modo en la Iglesia, con el testimonio de los fieles, con la predicación de la Palabra, con el itinerario catecumenal para gestar a aquel que será incorporado a Jesucristo por el bautismo y participará de su vida por los Sacramentos en la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Allí, en la comunidad cristiana, es donde podemos oír, ver, contemplar y tocar el cuerpo de Cristo resucitado y hecho presente en la Eucaristía, de la que vive la Iglesia. Dicho esto, conviene que perfilemos lo que significa el primer anuncio cristiano y desarrollemos el proceso de la iniciación cristiana.

 

1.2 Definición del primer anuncio cristiano

Es necesario tener una idea precisa del primer anuncio cristiano porque, según los catecúmenos, después tendremos una manera determinada de obrar. Cuando decimos primer anuncio o predicación del kerygma no nos referimos a una simple fórmula desencarnada que no se haya hecho antes experiencia en el testigo que anuncia y no tenga en cuenta las características y exigencias del destinatario. Se trata de algo que va a realizar la gracia de Dios, el Espíritu Santo, que va a tocar el corazón de aquel que sin saberlo está necesitado de Cristo y de su salvación. El anuncio o el kerygma está centrado en Cristo, en su muerte y resurrección por nosotros y por nuestra salvación. Sin embargo su anuncio precisa del evangelizador que conoce a Jesucristo y ha experimentado su salvación, ha curado sus heridas y lo ha sacado de todas sus oscuridades y de todos sus infiernos.

El Directorio de Catequesis y el Papa Francisco en su primera exhortación apostólica Evangelii Gaudium, desarrollan lo que entienden por primer anuncio o kerygma. Dice el Papa: “El Kerygma es trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar el primer anuncio: “Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para librarte” (Evangelii Gaudium, 164). Como explica el Papa Francisco, se trata del primer anuncio en un sentido cualitativo porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras.

Todos los estudios bíblicos y las enseñanzas del magisterio concuerdan en decir que el contenido del primer anuncio es, pues, Jesucristo, muerto y resucitado, cumplimiento de las promesas de Dios y respuesta a las verdaderas y profundas expectativas humanas de salvación. Por tanto las referencias fundamentales de la definición de kerygma son tres: a) La persona y el misterio Pascual de Cristo; b) El destinatario del primer anuncio conocido como uno que espera la salvación; c) El testigo o ministro del Evangelio que cumple el primer anuncio.

 

1.3 Condiciones para una pastoral de primer anuncio

El punto central de nuestra reflexión consiste en individualizar las condiciones indispensables para que la comunidad parroquial desarrolle efectivamente una pastoral de primer anuncio. Estas condiciones se refieren a cada uno de los tres referentes que definen el primer anuncio.

 - La primera condición es que venga recuperada la capacidad de narrar el acontecimiento pascual de un modo significativo para el que escucha de tal manera que sienta la exigencia de la conversión.

Esta primera condición conlleva a su vez tres dimensiones del primer anuncio: la dimensión narrativa (los hechos evangélicos de la muerte-resurrección de Jesús no pueden ser presupuestos); la dimensión reflexiva (el acontecimiento pascual tiene un sentido): “pro nobis”, por nosotros y por nuestra salvación; este sentido debe ser explicado; la dimensión exhortativa (lo que es narrado e interpretado lo es en vista de un cambio real de quien escucha). Las tres dimensiones son esenciales y, por tanto, deben estar presentes en el primer anuncio.

¿Por qué he hablado de recuperar la capacidad narrativa? Porque la evangelización en la pastoral ordinaria de la Iglesia parece encontrarse hoy en una seria dificultad para articular de modo concreto el contenido del primer anuncio: parece que en la predicación ordinaria se haya olvidado tanto la gramática como la sintaxis del primer anuncio. A la experiencia me remito.

- La segunda condición es compartir de manera crítica las expectativas del hombre de hoy, sus condiciones existenciales. Se trata de conocer el corazón humano, sus heridas, sus sentimientos, sus anhelos, sus miedos u oscuridades, en definitiva su situación concreta y las circunstancias que le rodean. Esta condición suele llamarse “discernimiento”. En cualquier caso, hay que ser conscientes de que en esta condición se entrecruzan dos corrientes: el compartir la situación y el juicio sobre la misma. El compartir sin el juicio es ciego; el juicio sin compartir la situación es despiadado. Juicio aquí significa que la expectativa o espera humana de salvación es siempre ambigua y necesita la luz de la fe y la fortaleza de la gracia. Con todo, hemos de saber distinguir lo que los Santos Padres llamaban la “praeparatio evangelica”.

- La tercera condición se refiere al ministro del Evangelio. Esta se puede describir del modo siguiente: sólo quien ha sido salvado puede narrar significativamente la salvación cristiana, moviendo a quien escucha a compartir la misma experiencia; sólo quien ha sido encontrado puede narrar significativamente qué es lo que ocurre en el encuentro con Cristo, de tal manera que también quien escucha se sienta atraído.

En este sentido, la Iglesia no es el tema del primer anuncio, sino el único contexto vital en el que el primer anuncio puede acontecer. De esta condición derivan consecuencias muy profundas que nos invitan a preguntarnos: ¿Qué puesto ocupa Jesucristo en mi vida? ¿Nuestra vida está verdaderamente “en Cristo”?

 

1.4 Los responsables y destinatarios del primer anuncio

De cuanto hemos dicho se deduce que todos los cristianos bautizados, todo creyente es ministro del Evangelio: está llamado a hacer el “primer anuncio”. Todo creyente, en cuanto tal, sin necesidad de poseer particulares carismas o delegaciones especiales, es responsable de la primera evangelización. Desde este punto de vista, el primer anuncio tiene un carácter no institucionalizado. El mismo Código de Derecho Canónico declara “la obra de evangelización” como “oficio fundamental del pueblo de Dios” (CIC 781) y, por tanto, todos los fieles cristianos deben asumir su parte en la obra misional.

Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos de ser conscientes de que nuestro servicio redentor comporta dos ámbitos que son distintos: generar cristianos y nutrir a los cristianos generados. Al primer ámbito corresponde el proceso de la iniciación cristiana que tiene su fuente y su inicio, su principio y fundamento en el primer anuncio de la fe. Al segundo corresponde la pastoral ordinaria de la cual es momento fundamental la catequesis.

Si es verdad en el plano sobrenatural de la gracia cuanto es verdad para la vida natural, y, por tanto, el carácter de desarrollo en la continuidad (el adulto es el mismo concebido) ello conlleva que los dos momentos no puedan separarse. Es necesario, sin embargo, no caer en un error pastoralmente desastroso: el error de creer que se pueda ser cristiano sin haber decidido nunca llegar a ser cristiano. Las críticas, a veces despiadadas, a la cristiandad han puesto de manifiesto un problema central en la vida de la Iglesia. Cuando no se tiene clara esta distinción, más pronto o más tarde se cae en aquel error (dar por supuesta la fe y la respuesta personal a Cristo) con resultados pastorales desastrosos.

Con esto llegamos al núcleo central desde el punto de vista pastoral: la relación entre pastoral del primer anuncio y pastoral ordinaria.

La parroquia es una institución cargada de siglos y de tradiciones, llamada a una multiplicidad de tareas, algunas de las cuales son necesarias para la salvación del hombre. Debemos evitar, por tanto, desde el inicio dos posiciones igualmente falsas y peligrosas: la primera es la de aquellos que piensan que finalmente lo hemos descubierto todo y que todo comienza de nuevo y que lo hecho hasta ahora hay que considerarlo equivocado; la segunda es la de quienes piensan que no existe ninguna novedad, ni es necesaria ninguna conversión pastoral, ni en el corazón del pastor, sino que todos los problemas dependen de la iniquidad de los tiempos en que vivimos.

Superadas estas dos actitudes, debemos afrontar serenamente el problema. En mi opinión, son dos los puntos en los que hay que insistir con referencia a la pastoral ordinaria y que formulamos con las siguientes preguntas: ¿Cuáles son las personas con las cuales nuestra pastoral ordinaria entra en relación y a las cuales va referido el primer anuncio? ¿Qué relación existe entre la pastoral del primer anuncio y la iniciación cristiana sacramental?

En general las personas que entran en relación con la pastoral ordinaria son las siguientes: los niños de la catequesis que se relacionan por primera vez con la parroquia; los adolescentes que son acompañados para apropiarse de la fe propuesta o recibida; los jóvenes que están llamados a cumplir la elección de su estado de vida; jóvenes o adultos que intentan volver a la fe abandonada o marginada. Los adultos que han sido alcanzados por la gracia del que ha sido primer anuncio y no están bautizados siguen las indicaciones del Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos, cuya propuesta de Catecumenado ha de inspirar todos los procesos de la catequesis de iniciación. Todos ellos necesitan recibir el primer anuncio y personalizar la fe.

Respecto de la segunda pregunta, hay que observar que los Sacramentos de la iniciación cristiana (Bautismo-Confirmación Eucaristía) no expresan solamente, sino que construyen el camino de la persona dentro del misterio de Cristo, y la plenitud de esta introducción está constituida por la Eucaristía.

Teológicamente, el primer anuncio es la Palabra que suscita la fe y la conversión, y mueve al hombre a iniciar aquel “camino” que es la iniciación cristiana (Hch 2, 36-38). Sin este primer anuncio se construye un edificio sin fundamento.

 

2. LA NATURALEZA DE LA INICIACIÓN CRISTIANA

Hacerse cargo de las preguntas anteriores nos exige ofrecer algunas indicaciones sobre la naturaleza de la iniciación cristiana en general, independientemente de la edad de los destinatarios y que son necesarias para cualquier modalidad de la misma iniciación.

Para comprender la iniciación cristiana es necesario partir de una afirmación fundamental: el cristianismo es el encuentro del hombre con Jesucristo. Más precisamente: con la persona de Jesucristo, viviente en la Iglesia. Detengámonos un momento a considerar brevemente cada palabra.

La primera y aquella existencialmente más importante es la palabra encuentro. ¿Qué significa? ¿Qué experiencia denota? Se trata o es el hacerse presente de una persona, en una modalidad de presencia que cambia la propia vida, porque es respuesta adecuada a nuestros deseos más profundos. Pongamos algunos ejemplos: la llegada del primer hijo a los esposos; el encuentro con el chico o la chica que después llegará a ser el propio esposo o esposa; el momento en que un joven acude a la Iglesia con la vocación para ser sacerdote o el joven o la joven que quieren seguir la vida consagrada. Todas estas situaciones nos indican lo que supone un encuentro que cambia la vida de alguien.

La segunda palabra es la siguiente: “en la Iglesia”. Se trata también de una dimensión esencial del encuentro. Para que el Misterio se done y se comunique al hombre debe usar un lenguaje comprensible al hombre, de otra manera –como es obvio– la comunicación será mala. Ahora bien, existe un solo camino a través del cual el hombre puede ser encontrado, la vía de su sensibilidad: para comprender, para encontrar, el hombre debe ver, tocar, oír. No hay otro camino. Y este camino ha sido recorrido por el Verbo ( Jn 1, 1-4). La Iglesia, hecha de hombres de carne y hueso, es al mismo tiempo Sacramento de la presencia del Misterio: es el camino, la única vía mediante la cual puede suceder el encuentro.

Sólo si tenemos bien claro que el cristianismo es esto, podemos entender qué es la iniciación cristiana, cuando se la define del modo más simple posible y en el modo más profundo: es introducir a una persona en el encuentro con la Persona de Jesucristo, viviente en su Iglesia. Probemos a pensar en los grandes mistagogos; el más grande de todos, Juan el Bautista; en San Pablo a través de sus lecturas; en cómo San Ambrosio condujo a San Agustín hacia Cristo, y en tantos otros que cada uno conocemos.

Iniciación significa, pues, conducir una persona al encuentro con Cristo que acontece en la Iglesia, concretada en la comunidad cristiana que reúne las características de la comunidad apostólica descrita en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 42-45). ¿Cuáles son las dimensiones fundamentales de esta “conducción”? ¿Cuáles son los actos fundamentales de la iniciación cristiana? Son fundamentalmente tres:

- La primera dimensión es la dimensión cognoscitiva. El primer y fundamental paso es conocer a Jesucristo. En la descripción que el apóstol San Pablo hace de su encuentro con Cristo (Fil 3, 7-14) este es el primer aspecto que destaca: “Todo lo considero pérdida, ante el sublime conocimiento de Cristo, mi Señor”.

- La segunda dimensión es la dimensión litúrgica. El conocimiento de la presencia de Cristo y de su obra no es fin en sí mismo. Esta conduce al iniciado a un verdadero encuentro de persona a persona. Y esto ocurre en los sacramentos. Es a través del sacramento como el iniciado puede vivir en sentido verdaderamente pleno la experiencia del encuentro con Cristo.

 - La tercera dimensión es la dimensión ética. La entrada de Cristo en la propia vida opera una transformación de la propia existencia. Esto equivale a decir: una transformación en el modo de ejercer la propia libertad. Es un vivir en pertenencia a Cristo; es un vivir en Cristo; es un vivir como Cristo.

Las tres dimensiones esenciales encuentran su unidad en la persona de Jesucristo. Fuera de esta referencia, éstas cambian de sentido: el conocimiento de la verdad acaba siendo el aprendizaje de una doctrina enseñada por un maestro del pasado; la liturgia, una celebración puramente humana; la moral, un pesado reclamo de compromisos a menudo injustificables e impracticables. Las tres dimensiones, teniendo un único punto de unificación, están relacionadas entre sí, según el orden con el que las hemos presentado.

Para desarrollar la iniciación cristiana vinculada a los tres sacramentos (bautismo–confirmación–eucaristía) los primeros cristianos, después de la primera evangelización –primer anuncio evangélico– desarrollaron pedagógicamente el Catecumenado con sus distintas etapas, ritos, exorcismos, escrutinios y celebraciones. Con ello descubrieron la gestación de nuevos cristianos en el seno de la Iglesia comunidad iniciando a los catecúmenos en la oración, escucha de la Palabra, profesión de fe, conversión moral, etc. Este proceso incluía varios pasos en los que la Iglesia entregaba en distintos ritos el Padrenuestro, el Credo, la cruz para el combate con los mandamientos, etc.

Ha sido el Concilio Vaticano II quien, en su momento, contemplando el proceso inminente de descristianización, ha urgido a redescubrir la sabiduría del Catecumenado. Así, en la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, se dice: “Restáurese el Catecumenado de adultos dividido en distintas etapas, cuya práctica dependerá del ordinario del lugar; de esa manera, el tiempo del catecumenado, establecido para la conveniente instrucción, podrá ser santificado con los sagrados ritos, que se celebrarán en tiempos sucesivos” (SC 64).

Esta práctica del Catecumenado se ha ido introduciendo para los adultos no bautizados y para los bautizados cuya fe se ha debilitado o han vivido fuera de la práctica cristiana. El resultado en las distintas diócesis es desigual y en todas ellas se ve necesario un nuevo impulso para hacerlo presente en las parroquias. Algunos movimientos o comunidades, como el Camino Neocatecumenal, han logrado desplegar todo el proceso de la iniciación cristiana recuperando la pedagogía del proceso de crecimiento en la fe con la sabiduría del antiguo catecumenado. La clave de su desarrollo está en haber descubierto la importancia de los catequistas y de la pequeña comunidad, en la que de nuevo se responde con las palabras de Jesús ante la pregunta: “Maestro, ¿dónde moras? Jesús les dijo: “Venid y lo veréis” ( Jn 1, 35). Estas pequeñas comunidades hoy se presentan como una señal que muestra la acción del Espíritu Santo en la gestación de nuevos cristianos. En ellos, después del primer anuncio (las catequesis o primera evangelización), se promueve todo un itinerario para escuchar la Palabra de Dios, ser introducidos en la oración, celebrar la Eucaristía y vivir la comunión entre los hermanos a imagen de la comunidad de los primeros cristianos (Hch 2, 42). Este es un modo actualizado de practicar la acogida para aquellos que buscan al Maestro y necesitan ver los signos de su presencia en aquellos que, siendo alcanzados por Cristo, dan testimonio de su poder curativo y redentor.

Nuestras parroquias necesitan hoy poder ofrecer estos espacios comunitarios de acogida que, con el tiempo, han ido siendo propuestos por distintos movimientos y realidades eclesiales impulsadas por la fuerza del Espíritu Santo. Ellas vienen a unirse a la pastoral ordinaria acrecentando su impulso evangelizador. De ellas ha hablado en multitudes ocasiones el Papa Benedicto XVI. De manera especial conviene releer su conferencia “La nueva evangelización” en el Congreso de Catequistas del año 2000. Especialmente relevantes sobre este tema son sus palabras escritas en su condición de Papa emérito con ocasión de los abusos sexuales: “La fe es un modo de vivir. En la Iglesia primitiva, el catecumenado se creó como un espacio vital frente a una cultura cada vez más inmoral en el que lo específico y lo nuevo del modo cristiano de vivir se ejercitaba y se defendía frente a los estilos de vida generalizados. Pienso que hoy también son necesarios algo así como comunidades catecumenales para que la vida cristiana pueda ser afirmada en su peculiaridad”. (Benedicto XVI, La Iglesia y el escándalo de los abusos sexuales, 11 de abril de 2019).

 

3. EL PRIMER ANUNCIO CRISTIANO EN LA FAMILIA, LA ESCUELA Y LA PARROQUIA

Después de habernos ocupado de la naturaleza de la Iniciación cristiana y su vinculación con el Catecumenado, volvemos de nuevo a analizar las responsabilidades de las distintas instituciones eclesiales en promover el primer anuncio cristiano.

Desde hace ya bastantes años en nuestra diócesis de Alcalá de Henares, más allá de la predicación ordinaria y la catequesis parroquial, el primer anuncio ha sido desarrollado para los adultos por los Cursillos de Cristiandad, el Camino Neocatecumenal y, a su modo, los distintos movimientos y realidades eclesiales. Recientemente se creó el grupo Kerygma para orar y evangelizar, particularmente en las calles y en distintos ambientes, invitando a acudir a la Iglesia para presentar a las personas ante el Santísimo Sacramento y ofrecer un encuentro con los sacerdotes para ser acogidos e incluso invitarles a la Confesión. Anualmente, este grupo realiza, además de los días de evangelización en parroquias, una semana de oración, formación y evangelización por las calles denominada Arde Complutum señalando al fuego del Espíritu, llamado a impulsar la evangelización.

Este grupo Kerygma, la Escuela de evangelización y las Semanas de misión en las parroquias, nacieron en el Año de la fe con el objetivo de animar a las comunidades cristianas a promover un nuevo impulso misionero, capacitando a los laicos con el lenguaje del testimonio personal y ofreciendo espacios de adoración eucarística, predicación y llamadas a la conversión con la riqueza de la liturgia y la piedad popular. Recientemente se han sumado a este bagaje los cursos Alpha, los Retiros de Emaús para adultos y Effetá para los jóvenes. Otras realidades han sido pensadas para los niños con la celebración de Todos los Santos (Holywins), la reversión de las reliquias de los Santos Niños y la Adoración de los Magos. Con todo ello lo que se pretende es hacer presente el acontecimiento cristiano y presentar a Cristo como el Maestro que nos enseña el arte de vivir.

Del mismo modo, los adolescentes han sido convocados a través de Complulifeteen con el fin de ser acogidos y acompañados en sus necesidades específicas y provocando el encuentro en comunidad para encontrarse con Jesucristo como camino de su vida. La Delegación de Jóvenes, por su parte, ha venido favoreciendo los encuentros de oración de jóvenes de cada primer viernes de mes, la adoración eucarística, la formación distribuida para cada semana, la práctica de la caridad y el voluntariado, la peregrinación, los encuentros anuales y los ejercicios espirituales.

Todo cuanto venimos realizando va en la buena dirección. Ahora lo que necesitamos, ante la descristianización de nuestro pueblo, es pensar juntos y ayudarnos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos, en los procesos de gestación de nuevos cristianos que necesitamos en nuestra diócesis para ser fieles a la acción del Espíritu Santo que nos impulsa a evangelizar. Aunque este año pongamos el centro en el primer anuncio, nuestra meta es promover en todas las parroquias una lúcida iniciación cristiana que, como hemos dicho, comienza con el anuncio del Kerygma y la llamada a la conversión. A continuación propongo algunas indicaciones para llevar a cabo este primer anuncio en la familia, la escuela y la parroquia.

 

3.1 La familia

La familia ocupa un lugar fundamental para la transmisión de la fe. A los padres corresponde lo que se ha llamado tradicionalmente el despertar religioso de sus hijos. Este despertar religioso con el primer anuncio cristiano se desarrolla viviendo las características de la familia cristiana que tiene su modelo en la Sagrada Familia de Nazaret: la oración familiar, los gestos cristianos desarrollados en casa (ambientación cristiana con imágenes de Cristo, de la Virgen y de los Santos; bendición de la mesa; iniciación en la oración por la noche, en la mañana; rezo del Santo Rosario, Viacrucis, etc.; partir juntos la Palabra de Dios; prepararse para la recepción de los sacramentos, catequesis familiar, ir juntos a la celebración de la eucaristía; formar la conciencia moral y enseñar a santificar la actividad humana o el trabajo; el cuidado de los enfermos y los mayores). Todo lo que ocurre en casa y en la familia está llamado a ser cristiano y ayuda a vivir cristianamente siguiendo la lógica del Año litúrgico.

Algunas familias de nuestra diócesis han descubierto la necesidad de los grupos de matrimonios y de familias para ayudarse a vivir la fe y despertar a la oración. Para ellos está dedicada la oración de familias mensual y como servicio se ofrecen los distintos movimientos y los específicamente matrimoniales o familiares: Equipos de Nuestra Señora, Proyecto Amor Conyugal, Equipos parroquiales, Hogares Don Bosco, Encuentro Matrimonial y las familias religiosas: Oratorio Seglar de San Felipe Neri, Comunidad de la Presencia, Congregación mariana, y las Terceras órdenes seglares de las distintas congregaciones u órdenes religiosas. Para todas nuestras familias, el Centro de Orientación Familiar acoge a las personas y a los matrimonios y familias con sus heridas, problemas o les ofrece la orientación que precisan y se les presenta a Jesucristo como el verdadero médico que cura todas las enfermedades del espíritu.

Dicho todo esto, hemos de constatar que el drama de la falta de transmisión de la fe ha venido por la crisis de los matrimonios y las rupturas familiares (diseñadas por la ingeniería social laicista). Esta crisis ha afectado a todos (también a los católicos) y ha desembocado en la baja tasa de nupcialidad, la reducción drástica de la natalidad y todas las ideologías que promueven la pérdida de identidad personal y la desvinculación con el propio cuerpo.

Esta crisis es profundamente grave e invita a todos a privilegiar la ayuda a los matrimonios en sus distintas situaciones, a promover los programas para Aprender a amar (para niños, adolescentes y jóvenes) y a replantear, como luego diremos, la pastoral parroquial para darle un rostro familiar y comunitario que favorezca el encuentro entre las familias cristianas.

Cuando los padres presentan a sus niños para la recepción del Bautismo y para la Confirmación y la Eucaristía, hay que saber que ellos son los primeros destinatarios de la evangelización. Aunque algunos padres se muestren indiferentes e incluso rechacen cualquier propuesta de evangelización, hay que extremar la delicadeza y la paciencia para contar con ellos en orden a la evangelización y catequesis de sus hijos. La recepción de los sacramentos de sus niños es una ocasión de gracia que hay que aprovechar para acercarse a los padres, para visitarles, para ofrecerles encuentros de formación y medios para la catequesis con sus hijos y para ellos.

Desde el punto de vista teológico, los padres son los primeros responsables, con los padrinos, de la iniciación cristiana de sus hijos. No podemos olvidar que si la Iglesia acepta el bautismo de los niños es porque presupone que sus padres y padrinos están disponibles para la educación cristiana de los bautizados. Además, desde el punto de vista antropológico la primera escuela de humanización es la familia y por tanto de su cristianización.

Como os refería antes, mi experiencia pastoral me ha llevado siempre a privilegiar la pastoral familiar y de la vida. Para ello he contado siempre con la sabiduría que me ha transmitido el Pontificio Instituto Juan Pablo II. Volviendo la vista atrás y viendo el panorama que nos ofrece la situación actual, animo a todos los sacerdotes, religiosos y fieles laicos a no abandonar a los matrimonios y a las familias. Es ahora el tiempo de la paciencia y de la fortaleza. No podemos olvidar que Dios llama a todos los matrimonios a la santidad y que esta santidad es la plenitud de la vida humana en el amor. Personalmente he procurado conocer todos los programas y medios para los novios y los matrimonios. Muchos de ellos se vieron dañados por propuestas que no respondían al designio de Dios y a la grandeza de la vocación esponsal. Sin embargo, en todos ellos he encontrado algo bueno que, con responsabilidad y paciencia, puede ser reconducido para descubrir la belleza del sacramento del matrimonio y la referencia necesaria a la familia de Nazaret. En la Pastoral Familiar los sacerdotes han de encontrar un tesoro que después multiplica la fe y pone buenos cimientos para edificar la comunidad cristiana. Todo el trabajo pastoral dedicado a las familias el Señor lo multiplica y las parroquias pueden de verdad ejercer su maternidad gestando nuevos cristianos.

 

3.2 La escuela

La escuela, siempre en comunión con los padres, es otro ámbito en el que se continúa la educación humana y cristiana de los hijos. Sin entrar ahora en excesivas distinciones, hemos de procurar que la escuela católica despliegue toda su potencia antropológica y cristiana para educar a los niños, adolescentes y jóvenes según los esquemas que nos ha legado la tradición cristiana en el seno de la Iglesia católica. Hay quienes propugnan la enseñanza neutral, para que cada uno descubra sus propios valores en la vida. Me asombra esta manera de pensar. No se puede comunicar la propia “humanidad” y las convicciones, que nos hacen alcanzar el bien de la persona y su verdad, si no están enraizados en la tradición cultural, en este caso la cristiana. Un árbol desenraizado por la simple idea de que así crecerá mejor y espontáneamente está en realidad destinado a morir. Por eso, frente a la sociedad “líquida” que tenemos delante caminando hacia el nihilismo, hemos de ejercer la libertad manifestando el proyecto de la antropología cristiana y creando gestos que unan nuestra existencia al verdadero árbol de la vida que es Jesucristo hecho visible y vivible en la cultura cristiana.

En el resto de las escuelas, especialmente en las de iniciativa estatal, el que enseña (profesor-maestro), más allá de las habilidades y conocimientos, no podemos olvidar que se trata de educar personas introduciéndolas en la realidad de su propia humanidad y de la sociedad. Hoy para todos los profesores y, en particular para los profesores de religión, quisiera proponeros tres sencillas reflexiones:

- Los profesores de religión y de moral católica sois una fuerte referencia para la comunicación de la “verdadera humanidad”. Vuestra propuesta educativa, en efecto, es en sus contenidos la respuesta última y radical a las preguntas, a los intereses supremos del hombre y del niño. Es posible que las pretensiones de una educación neutra y “líquida” os estén insidiando continuamente, procurando la confrontación. Por eso es necesario estar bien enraizados en la propuesta cristiana que entendemos que es el bien y la verdad de la persona. Para ello, como todos los cristianos, debéis alimentar vuestra vida cristiana en las fuentes de la Palabra de Dios y los Sacramentos, vinculándoos a la comunidad cristiana. La mejor propuesta es la que pasa por la propia experiencia de vida cristiana.

El profesor de religión en el ámbito de la escuela no realiza la misma función que el catequista. Su aportación como profesor de religión en relación con la iniciación cristiana se coloca sobre todo en enseñar a los alumnos a pensar, a poseer un pensamiento crítico y a preguntarse por el sentido último de la vida. La propuesta cristiana viene a responder a las exigencias profundas del corazón humano.

- La segunda reflexión nace de la fidelidad a la pedagogía del maestro interior que define la pedagogía cristiana. Vuestra primera preocupación debe ser la de estar atentos al alumno en sí mismo. El hombre, prestando atención a sí mismo, descubre muchas verdades indubitables acerca de la realidad de la propia persona, de la propia libertad. Este es el camino seguido por San Agustín en sus Confesiones. Las situaciones en las que los niños se encuentran y que son capaces de despertarlos a la atención de sí mismos son muchas. El educador es quien ayuda a interpretarlas y ofrece un camino de respuesta. Un ejemplo clásico de lo que estoy diciendo es la manifestación en los niños de la preocupación por su cuerpo, por sus atracciones, por sus sentimientos y emociones. Todos ellos son profecías de la vocación al amor y necesitan ser educadas y orientadas hacia el amor verdadero y hacia la práctica de la virtud. Lo mismo pasa ante la muerte de un familiar que lleva a descubrir existencialmente la nuestra y por tanto a preguntarse por el sentido de la vida. Ayudar a interpretar la vida interior de cada uno es la mejor pedagogía. En todo lo que nos ocurre hay una llamada de Dios, una presencia del Espíritu Santo: el maestro interior.

- La tercera orientación se refiere a la fidelidad a los contenidos de la propuesta cristiana: contenidos que han de ser continuamente e inteligentemente ordenados siempre hacia la persona de Jesucristo. No se educa al hombre presentándole un mínimo común denominador de las distintas religiones. La confrontación con ellas se hace de un modo diferente.

Como reflexión final pienso que no podemos renunciar, especialmente los padres, a cuidar la relación con la escuela y particularmente con los profesores de religión. Su proximidad a la parroquia y a la comunidad cristiana son propuestas siempre que nos pueden ayudar a todos a llevar a cabo la propuesta educativa cristiana y, especialmente, el primer anuncio.

 

3.3 La parroquia

Como recordábamos anteriormente, la parroquia está llamada a redescubrirse, a imagen de la Virgen María, en su misión maternal. Como la Virgen, la parroquia, por la acción del Espíritu Santo, está llamada a gestar mediante la Palabra, los Sacramentos y la vida comunitaria nuevos cristianos. De no ser así nos ocurrirá, como he recordado muchas veces, que dedicaremos nuestro tiempo y nuestros esfuerzos a gestionar la decadencia.

Como referencia reciente de la misión de la parroquia conviene releer la Exhortación Apostólica del Papa Francisco Evangelii Gaudium (20, ss.) y la Instrucción de la Congregación para el Clero: La conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora (2020). En este último documento se describe a la parroquia como “comunidad de comunidades”. Esta descripción está en consonancia con lo que en su día enseñaron San Juan Pablo II y Benedicto XVI. La parroquia, se dice, es una comunidad de comunidades “convocada por el Espíritu Santo, para anunciar la Palabra de Dios y hacer renacer nuevos hijos en la fuente bautismal; reunida por su pastor, celebra el memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor, y da testimonio de la fe en la caridad, viviendo en un estado permanente de misión, para que a nadie falte el mensaje salvador, que da la vida” (EG 28).

Más allá de lo que el Papa Francisco recuerda a los sacerdotes sobre la importancia del primer anuncio, del Kerygma (EG 161-162) o la predicación (EG 135-144), conviene también recordar su llamada a evangelizar a todos los bautizados (EG 111-134). En especial nos invita a todos a recuperar una catequesis kerygmática y mistagógica en la que se dé un acompañamiento personal de los procesos de crecimiento en torno a la Palabra de Dios (EG 160-175).

Tanto para los sacerdotes como para los catequistas o los testigos que colaboran en el primer anuncio y en la iniciación cristiana es necesario ser conscientes de que: a) Somos enviados por la Iglesia y no trabajamos a título particular. No nos presentamos a nosotros mismos sino que presentamos a la persona de Cristo presente, de manera singular, en la Palabra de Dios y en la Eucaristía y los demás Sacramentos; b) Para anunciar el Kerygma uno tiene que ser testigo, como los apóstoles, de la resurrección. En nuestro caso damos testimonio de cómo Cristo nos ha sacado del abismo del pecado, de los infiernos de nuestros vicios y nos ha curado todas nuestras heridas. De esta manera, anunciamos el poder del Señor para sanar a quien nos escucha, descubriéndole previamente todas sus enfermedades; c) En tercer lugar, el testigo, también como los apóstoles, debe de estar dispuesto a perder la vida por Cristo y por amor a los hermanos, debe sentir la “urgencia” de la evangelización y ser movido por la caridad (2 Cor 5, 14).

Dicho todo esto, no conviene olvidar que la obra de la iniciación cristiana procede de la gracia. Es el Espíritu Santo quien fecunda el seno de María y ella concibe por su virginidad y humildad. Por eso, como nos recuerda Hans Urs von Balthasar “el verdadero parto de la Iglesia es llevar las almas a Cristo. Comenzó en los tiempos apostólicos y continúa sin desfallecimiento hasta el fin del mundo. Tal es la línea maestra de la entrega de la fecundidad virginal de María hasta la Iglesia Madre” (Gloria I, 484).

Del mismo modo que en María, la fecundidad de la Iglesia es virginal y por tanto obra de la gracia de Dios. Olvidar esto es caer en propuestas pastorales racionalistas y voluntaristas. Es confundir la iniciación cristiana con grupos de formación o estudios, incluso bíblicos. No hay iniciación cristiana sin la humildad que lleva a aceptar la gracia de la conversión y el seguimiento de Jesucristo. Es la Iglesia Virgen y Madre la que gesta a los cristianos en el seno de la comunidad con la Palabra y los Sacramentos. Y así, como dice Balthasar “la Iglesia sólo será auténtica si vive en coherencia con la impotencia y la fragilidad de la Cruz de Cristo. El amor de Cristo sólo puede manifestarse en la exposición desprotegida y desinteresada de los que viven de Él. Un amor que cura la culpa (perdón), el sufrimiento, el sinsentido del absurdo, el egoísmo y la muerte” (Ibid.).

Para cerrar estas consideraciones sobre la parroquia, ofrezco a continuación algunas indicaciones sobre la catequesis de los niños, la liturgia y el anuncio a los adolescentes y jóvenes:

 

a) La catequesis de los niños

Tal como tenemos establecido en nuestra diócesis el orden de los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo-confirmación eucaristía), conviene que, en la comunión posible con los padres y en relación con los profesores de religión, los niños reciban en el primer año de catequesis el primer anuncio cristiano (Kerygma) que después será profundizado a lo largo de todo el proceso catequético. La referencia continua a Cristo en su misterio pascual y la familiaridad con Él para iluminar todas sus situaciones es esencial en el proceso catecumenal que los ha de conducir a participar de los Sacramentos.

Para los niños, como para los adultos, la iniciación cristiana connota el acto con el que un adulto en la fe (padre-catequista sacerdote) introduce a una persona dentro del misterio de Cristo: este es el acto constitutivo y fundante de la existencia cristiana. Sin embargo, dado que el hombre es “iniciado” al misterio de Cristo por una acción sobrenatural del Espíritu Santo, acción que se cumple mediante los ritos sacramentales, la iniciación cristiana tiene una dimensión esencial sacramental. Ambos elementos han de ser mirados con equilibrio y de ahí el arte de la catequesis kerygmática y mistagógica (que introduce en las acciones y signos sacramentales).

Durante los dos primeros años de catequesis los niños deberán ser introducidos dentro del universo cristiano. Este está constituido por signos, por la oración y por las personas: a) los signos fundamentales son los siete sacramentos, el templo, la cruz y el tiempo litúrgico; b) la oración: esta es (dependerá de su familia) la primera educación para adentrarse en el coloquio con Dios que irá conociendo como Santísima Trinidad. Es importante que conozcan y se les explique el signo de la Cruz (santiguarse y persignarse), el Credo apostólico, el Padre Nuestro y el Ave María. Se podría terminar el primer año con la entrega solemne de la Cruz con una pequeña celebración; c) las personas que habitan el universo cristiano: Jesucristo con el Padre y el Espíritu Santo. Se comienza a creer en Jesucristo, quien nos presenta al Padre creador y providente y culminamos con el Espíritu Santo, el Amor de Dios y nuestro maestro interior que habla en nuestra conciencia moral y nos enseña a orar; la Virgen María, nuestra Madre, el Ángel custodio, los santos; los padres que cooperando con Dios nos han dado la vida; los sacerdotes; el Obispo. En el curso del segundo año se podría celebrar la entrega del Padre Nuestro con una catequesis y celebración explicando la importancia de la oración. Del mismo modo hay que preparar, celebrar y entregar el Credo apostólico haciéndolo coincidir con la Confirmación y presentando a los niños itinerarios para continuar después de la Primera Comunión: Asociación de los Santos Niños, Acción Católica, Scouts, etc.

En el tercer año debe situarse el inicio (o vinculado a la Confirmación) al Sacramento de la Penitencia. En estos momentos hay que recalcar la importancia de la formación moral de los niños para que sepan distinguir entre el bien y el mal. Es definitivo que se les explique bien el perdón de la culpa y la importancia de vivir en gracia y amistad con Dios. Si se considera oportuno, además de esquemas fáciles para examinar la conciencia, se podría también entregar en una celebración los Mandamientos de Dios explicando el pasaje del joven rico y entregándoles los Evangelios.

La iniciación cristiana de los niños culmina con la Eucaristía, celebrada como Primera Comunión y presentada anteriormente en el Sagrario y en la experiencia del Santísimo para la adoración. La llamada postcomunión tiene como contenido la catequesis mistagógica, que debe ir unida a otras actividades en los grupos parroquiales preparados para los niños.

 

b) La liturgia

Los niños, durante los tres años de catequesis, deben conocer bien las partes de la Eucaristía, su significado y los elementos fundamentales de la liturgia católica. Sin embargo, conviene aclarar que la celebración litúrgica no es uno de los factores de la iniciación cristiana: es lo que hace la iniciación. Esta no es simplemente expresión de un camino psico-pedagógico que se está haciendo, sino la causa eficiente de la introducción de la persona en el Misterio de Cristo. Esta no es sólo ocasión de una catequesis: es la razón de ser de la catequesis misma. La pregunta que debemos hacernos siendo las cosas así es la siguiente: ¿de qué modo la celebración litúrgica educa al niño (y a los demás cristianos) a la visión cristiana de la vida, a la mentalidad de Cristo?

En su momento propuse a los sacerdotes la lectura del libro de Jean Corbon, La liturgia fontal, Ed. Palabra. Continúo insistiendo en la importancia de recuperar el sentido de la liturgia y la necesidad de unir la liturgia con la vida personal, familiar y social. En esta ocasión me limito a recordar con el Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 19, que la “actuosa participatio” (participación activa de los fieles en la liturgia) no consiste en la necesidad de que todos tengan que hacer algo, sino que consiste en el ofrecimiento de sí mismos hecho al Padre con Cristo, en Cristo, por medio de Cristo. Por tanto, los cantos, los gestos… tienen esta finalidad desde el momento en que, como enseña San Agustín, este es el sacrificio de Cristo: de Cristo cabeza y miembros. Nunca me cansaré de recordar la importancia del carácter mistérico de la liturgia. No nos celebramos a nosotros mismos. Celebramos la Gloria de Dios y la victoria sobre el pecado y la muerte. Las celebraciones litúrgicas, particularmente la Eucaristía, nos hace vivir la Pascua y nos introduce en la verdadera tierra prometida: el Cielo.

 

c) El primer anuncio a los adolescentes y jóvenes

Soy consciente de que éste es un tema que no se puede despachar con cuatro líneas. Hoy la crisis que atraviesan nuestros adolescentes y jóvenes es tremenda y requeriría de un análisis más profundo. Sin embargo, no renuncio a decir alguna palabra orientativa.

A nadie escapa el asalto que sufren actualmente nuestros adolescentes y jóvenes por todo tipo de mensajes, opiniones, informaciones, adicciones, etc. Todo ello provoca en ellos una desorientación básica sobre el valor de la vida, su sentido y la gran dificultad de distinguir entre el bien y el mal, entre la mentira y la verdad. Se diría que, plantados en este mundo, se preguntan si vale la pena y por qué ser libres. Escuchándoles parece que no conocen el sentido de su libertad y, atrapados en ella, no saben bien qué hacer y hacia dónde dirigir sus pasos. Mientras tanto, en su desorientación, el consumo hace presa de ellos y estimula sus respuestas siempre efímeras, hasta producir el aburrimiento de vivir. Se hace necesario recordar que la libertad no sólo es “libertad de” (autonomía, independencia) sino “libertad para” que reclama un “por qué”, una causa para obrar y un sentido para vivir.

Para ilustrar esta situación quiero traer a colación dos textos de San Juan Pablo II en la Encíclica Fides et ratio: “Con la presente carta deseo centrar la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios expone esencialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privados de los auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de este modo que muchos llevan una vida hasta el límite, sin saber bien lo que les espera” (Fides et ratio, 6).

Más adelante continúa diciendo el Papa Juan Pablo II: “Hay que observar que uno de los datos relevantes de nuestra condición actual consiste en la “crisis del sentido” […]. La pluralidad de las teorías y los diversos modos de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que aumentar la duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas expresiones de nihilismo” (Ibid.).

En mi opinión la causa principal del malestar de nuestros adolescentes y jóvenes –sabiendo que son etapas que reclaman madurez– ha sido una carencia, un vacío educativo. Imaginemos la vida humana como una cadena compuesta de varios anillos unidos y sujetos entre sí. Si se rompe un anillo, la cadena se divide en dos partes separadas la una de la otra. Este ejemplo nos sirve para comprender lo que quiero decir con el vacío educativo. En estos momentos se ha roto el anillo constitutivo de la propuesta educativa, más aún, del acto de educar. ¿Qué es lo que ha pasado? Lo que ocurre es que los adultos hemos producido una sociedad fundada sobre el presupuesto de que cada opinión y lo contrario de cada opinión tienen el mismo valor; que cada persona es movida a obrar según su parecer o utilidad individual; que todas las normas que regulan la convivencia asociada son puras convenciones; que los criterios que regulan las elecciones individuales de cada uno son dictados exclusivamente por los propios gustos. Con ello se ha producido una sociedad relativista, utilitarista, convencionalista e individualista. Es decir, un mundo en el cual los jóvenes no encuentran respuestas a las preguntas de fondo por parte de quienes deberían dárselas. Ha emergido una condición juvenil cargada de incertidumbres, incapaz de tomar decisiones definitivas, saturada de informaciones, pero incapaz de ser libre. Lo tremendo de esta situación es que, como repito continuamente, del relativismo moral se está pasando precipitadamente al nihilismo, en el que la falta de sujeto hace muy difícil la evangelización.

Ante esta situación, consciente de que estas afirmaciones generales son susceptibles de muchos matices, debemos preguntarnos: ¿qué exigencias deben respetarse hoy para la evangelización de los adolescentes y jóvenes?

- Siguiendo el camino trazado por Juan Pablo II, la primera exigencia es la razonabilidad de la fe. Esto significa que el joven tiene que encontrar en la propuesta cristiana la única respuesta enteramente verdadera a sus preguntas de sentido. En segundo lugar, significa que la evangelización es verdaderamente tal cuando conduce al joven a una “exaltación” de sus perfecciones naturales o capacidades (el ciento por uno de que habla Jesús); cuando le vuelve a dar un gusto por su vida de cada día, en los humildes gestos de su vida cotidiana que antes no conocía: el gusto de estudiar o trabajar, el gusto de la amistad, el gusto del amor a su chico/a, o de entregar su vida a Dios.

- El cristocentrismo (eucarístico). Esta exigencia significa dos cosas. La primera: la evangelización no significa en primer lugar conducir a la adhesión a una doctrina o a la aceptación de un código moral, sino conducir al encuentro con la persona misma de Jesucristo, a vivir una relación real con su persona. La segunda: este encuentro con la persona misma de Jesucristo es la “clave interpretativa” de la entera existencia humana. Es aquel sentido último y fundante hacia el que el joven se dirige y lo busca naturalmente. Este cristocentrismo es eucarístico. Esto significa que o la evangelización del joven lo lleva a vivir la celebración de la Eucaristía como “fuente y culmen” de su vida, y por tanto le lleva a dar una importancia suma a la adoración eucarística, o esta supuesta evangelización está completamente fuera del camino adecuado. Pienso que la banalización de la Eucaristía a la que hoy a veces asistimos es la dificultad más grave que puede ocurrir en una comunidad cristiana. Esto conduce a banalizar la persona de Cristo.

- La exigencia de catolicidad. Con esta exigencia de catolicidad se entiende la exigencia de que la fe cristiana, es decir el encuentro con Cristo, pueda componerse con toda experiencia humana. Este componerse adecuadamente va en el sentido descendente de una fe que pretenda inspirar y gobernar toda experiencia humana, y en el sentido descendente de una humanidad (la de cada persona) que se exalta en la fe. Evangelizar a un joven significa hacer de él un hombre verdadero porque ha encontrado a Cristo, hacer de él un verdadero creyente porque es fiel enteramente a su humanidad.

En el contexto de esta exigencia se debe presentar al joven la ineludible dimensión ascética, es decir la renuncia a sí mismo (del sí mismo falsificado por su libertad fuera de Cristo) que debe acompañar toda experiencia cristiana: “En esto sabemos que lo hemos conocido: si observamos sus mandamientos. Quien dice que lo conoce y no observa sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él” (1 Jn 2, 3-4).

Es difícil respetar esta exigencia en la educación de los jóvenes, llevados espontáneamente a una actitud que separa “aut-aut” (esto o lo otro) y no a una actitud que integra, propia de lo católico: “et-et” (esto y también lo otro). ¿Existe, sin embargo, una experiencia, un lugar en el que concretamente es posible la evangelización de los jóvenes, respetuosa verdaderamente con estas tres exigencias? Existe uno solo y este lugar es la Iglesia. Por lo cual, evangelizar es hacer morar la Iglesia en el corazón de los jóvenes y el corazón del joven en el corazón de la Iglesia: en las formas concretas en que ésta toma cuerpo. ¿Cuál es el sentido de esta equivalencia capaz de respetar la triple exigencia?

El sentido fundamental es la verdad dogmática respecto de la Iglesia: ésta es la presencia histórica, visible de Cristo en medio de nosotros. Es particularmente verdadero para los jóvenes que la evanescencia de la Iglesia de su corazón coincide con la evanescencia de la persona de Cristo. Es, mediante la Iglesia, en la que ésta toma cuerpo, donde el joven encuentra razonablemente a Cristo (eucarístico) y llega a ser plenamente en su humanidad: la Iglesia es Madre y Maestra. Es en la Iglesia, en las formas en que ésta toma cuerpo, donde el joven vive la experiencia de Cristo: la Iglesia es el cuerpo de Cristo y es su esposa.

Con la expresión referida a la Iglesia diciendo “en las formas en que ésta toma cuerpo”, quiero destacar la importancia de la comunidad cristiana que se hace presente tanto en la parroquia como en los movimientos, como en las demás realidades eclesiales. A cada uno llega el primer anuncio cristiano, el Kerygma, por distintos caminos: los encuentros de oración de los viernes, peregrinaciones y retiros, ejercicios espirituales, cursillos de cristiandad, effetá, la propia parroquia, el trabajo con los religiosos, etc. Lo importante es poner a la Iglesia en el corazón y alcanzar el sentido de pertenencia a la Iglesia Madre, Esposa de Cristo.

En estos temas no siempre estamos exentos de peligros. Por eso, para concluir esta referencia a la evangelización de los jóvenes quisiera destacar algunos errores o deficiencias en las que se puede caer.

 

Algunas deficiencias:

La primera deficiencia que podemos destacar es pensar que sea posible una evangelización sin ninguna dignidad cultural. Con ello me refiero a una propuesta de la fe que no sea razonable y que no se pueda verificar en la propia experiencia de cada uno: se trata de privar a la fe de su razonabilidad e inteligibilidad y, por tanto, de su universalidad en un sentido extensivo (abarca a todos y a toda la realidad humana) e intensivo (promueve todas las capacidades humanas). En el fondo esta deficiencia considera que la pretensión veritativa en lo propuesto en la predicación o catequesis es secundario o que incluso puede eludirse. Por eludir la pregunta veritativa entiendo una actividad catequética que considera que en orden al culto debido al Señor es indiferente o secundario lo que nosotros pensamos del Señor. Un anuncio cristiano es culturalmente irrelevante cuando nace sea de una “fe débil” o de una “razón débil”. La razón, privada de la luz de la revelación, ha recorrido senderos laterales que se arriesgan a hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de no ser ya una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, sea más incisiva; ésta, al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a un mito o superstición. De ahí la necesidad de una pastoral catequética y formativa que se sirva de las dos alas del espíritu: la fe y la razón.

La segunda deficiencia de una pastoral juvenil desenfocada es la búsqueda de “lo extraordinario” en la experiencia de la fe, en el drama de confundir el “creer” con el “sentir” fuertes emociones sagradas. Drama, porque una tal fe está a un paso de la magia y de la superstición. Nosotros presentamos a Jesucristo, presente en la Iglesia, Camino, Verdad y Vida. Pensar que debemos ofrecer lo mismo que el mundo que atrapa a los jóvenes provocando la intensidad y lo extraordinario de los sentimientos es un error. Esta intensidad de los sentimientos buscada no ofrece más que puntos inconexos en la vida de una persona y es incapaz de forjar una historia con una meta definida.

- Los jóvenes pueden tender a crear entre ellos “comunidades cerradas”, sólo para ellos. Esta fue la estrategia seguida particularmente en España cuando los jóvenes fueron separados de la tradición y de las familias. Se creó una música para ellos, una “movida” para ellos con horarios antifamiliares y separados de los mayores.

En la Iglesia puede ocurrir lo mismo si no se guarda un equilibrio entre la pastoral juvenil y el caminar con el resto de la Iglesia en las parroquias y los movimientos. También los jóvenes han de conocer la tradición católica, sus cantos, sus gestos, sus celebraciones, su modo de ejercer la caridad, de construir familias, etc. En la Iglesia no hay clases diferenciadas y separadas. En ella confluimos todos y nos necesitamos todos, dando a cada uno lo que necesita en cada etapa de la vida, pero sin separarse de la corriente de la Tradición.

Cuando hablo de “comunidades cerradas” entiendo aquellas en las cuales la pertenencia a la Iglesia es decidida por la pertenencia a la comunidad. Lo apropiado es decir que se forma parte de la comunidad por la pertenencia a la Iglesia, presencia histórica de Jesucristo. Lo contrario es una fe no pensada, que no puede ser una propuesta universal. Ello explica que muchos jóvenes, cuando pasa el tiempo y dejan de participar de la comunidad de los jóvenes, dejan al mismo tiempo la práctica cristiana vinculada a la Iglesia.

Finalmente, también considero deficiencia el reducir la pastoral juvenil al voluntariado. Siendo todo importante, la evangelización no se puede reducir al compromiso por los otros o a las actividades que no alimentan directamente la fe y la amistad con Cristo. El fundamento y la raíz de la salvación es la fe. A diferencia de Juan el Bautista, Jesús no inicia su anuncio pidiendo el cambio de costumbres. Él pide el cambio de la mente (metanoia) y la fe. En su vida cristiana todo nace de la fe: la fe nace de la escucha; la escucha del anuncio (Cf. Rm 10-17).

Conozco a unos cuantos jóvenes que en su momento estaban enrolados en la pastoral juvenil con muchas actividades y con voluntariado de todo tipo y que acabaron dejando la fe. Cuando la fe cultivada se hace operativa por la caridad, el equilibrio está salvado siempre que no se separen de las fuentes de la fe: la oración, la escucha de la Palabra, los Sacramentos y la comunidad de la fe: parroquia, movimientos, comunidades eclesiales. Es peligroso reducir el cristianismo a una doctrina moral. Cuando esto ocurre se sustituye la persona viva y real de Cristo resucitado por un compromiso moral que se considera como la esencia del cristianismo. La perfección es la caridad, pero sin la fe se desarrolla una benevolencia que no hay que confundir con la caridad que une a Dios, la caridad que es la vida de Dios, la caridad que es la comunión de amor con Él y con los hermanos.

 

3.4 Conclusión

Como conclusión de este apartado, considero que estas reflexiones son suficientes para despertar el carácter evangelizador de las parroquias de nuestra diócesis. En este curso os propongo promover el “primer anuncio cristiano”, el anuncio del Kerygma, tanto en la predicación como en la catequesis de todas las edades y para todas las condiciones de los destinatarios, incluidos los alejados o debilitados en su fe.

Para ello es necesario, como hicieron los apóstoles, orar con María suplicando la venida y asistencia del Espíritu Santo. Es este un curso en el que la Escuela de evangelización puede estudiar y dar a conocer las distintas modalidades del “primer anuncio” y presentar las distintas iniciativas y movimientos que existen en la Iglesia centrados en el anuncio del Kerygma y en la evangelización. Del mismo modo, las parroquias y las delegaciones pueden dar a conocer estas modalidades y solicitar la presencia de los movimientos y realidades eclesiales que les puedan ayudar. El objetivo, más allá del anuncio del Kerygma, que debe ser permanentemente profundizado, es ir reconduciendo la iniciación cristiana haciéndola desembocar en la gestación de nuevos cristianos y de nuevas familias y comunidades cristianas.

 

4. UN JUBILEO SIGNIFICATIVO: LA VIRGEN DE LA VICTORIA DE LEPANTO

El próximo 7 de octubre de 2021 se cumplen 450 años de la batalla de Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”, en boca del ingenio de las letras, el alcalaíno Miguel de Cervantes. La batalla entre la Liga Santa formada por el Imperio español, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya fue capitaneada por Juan de Austria que contaba con la edad de veinticuatro años. Siendo tan joven fue, sin embargo, el elegido por el Papa San Pío V. Felipe II, el rey de Hispania, puso a su lado como mentor a Luis de Requesens, Comendador mayor de Castilla en la Orden de Santiago, cuya sede estaba en Villarejo de Salvanés, pueblo de nuestra querida diócesis de Alcalá de Henares. Luis de Requesens fue en su momento embajador de España ante la Santa Sede y, por tanto, tuvo ocasión de conocer la Sede de Pedro y al futuro Papa San Pío V.

 

4.1 La batalla de Lepanto

La batalla de Lepanto, que enfrentaba a la Liga Santa frente a los Otomanos, era decisiva para la cristiandad y se presentaba difícil por la pericia en el mar de las galeras que en nombre del Islam gobernaba Alí Bajá a las órdenes del Sultán turco Selim II. Desde muchos años atrás las mentes privilegiadas cristianas, entre ellas las advertencias de Santo Tomás Moro, señalaban la necesidad de protegerse del poder turco y defender la fe cristiana.

A pesar de los ruegos de San Pío V, la desunión de los príncipes cristianos hacía difícil la empresa. Francia e Inglaterra con sus intereses y la presión de los protestantes hicieron imposible afrontar juntos la avalancha del Islam. Fue Su Santidad el Papa, y la generosidad de España, la que por fin logró poner las condiciones posibles para la Liga Santa. San Pío V le confirió un sentido religioso a la batalla, preparó a los participantes en la Liga Santa enviando predicadores que animaran y asistieran a los que formaban la Armada, con el fin de mantener vivo el espíritu religioso en sus gentes. Antes de emprender la batalla se celebró la Santa Misa con confesiones. El mismo Papa oraba a la Santísima Virgen buscando su intercesión. Unos días antes del desembarco estaba en su oratorio ante la Virgen y tuvo una visión que le anticipaba la victoria de la Liga Santa. Desde ese momento siempre pensó que la victoria de Lepanto, ocurrida el 7 de octubre de 1571, había sido una concesión de la Virgen del Rosario.

Concluida la batalla con la victoria, el Papa Pío V ordenó que todos los años en el día 7 de octubre se hiciese una fiesta en acción de gracias en memoria de “Nuestra Señora de la Victoria” (Decreto consistorial de 17 de marzo de 1572). Por su parte el Papa Gregorio XIII determinó, el día 1 de abril de 1573, que la fiesta en lo porvenir se celebrase como fiesta del Santo Rosario en la primera dominica de octubre (Bull. Rom. VIII, 44, ss.).

Esto que ocurría para toda la Iglesia universal, tuvo una resonancia particular para Villarejo de Salvanés y, por tanto, para nuestra diócesis complutense. Don Luis de Requesens, Comendador Mayor de Castilla como hemos dicho, asombrado y agradecido por la victoria de Lepanto, quiso como acción de gracias erigir un convento en Villarejo que albergaría una imagen de la Virgen del Rosario, aclamada como Virgen de la Victoria.

El convento fue confiado a los Franciscanos, quienes mientras se construía ya se hicieron presentes en la Casa de la Tercia. El Papa Pío V autorizó la fundación del convento y de él se obtiene la Bula Quam preclara meritorum con la obtención de indulgencias. Pero lo que verdaderamente fue el mejor tesoro para Villarejo fue, con el tiempo, la Imagen de la Virgen del Rosario, llamada Virgen de la Victoria que, según la tradición, fue un regalo de San Pío V, con la presunción de que era la imagen a la que rezaba el Papa en el fragor de la batalla. La presencia de esta imagen de la Virgen, y los milagros que se le atribuyen, ha conseguido que alcanzara el corazón de todos los fieles y llegara a ser, como se dice, “una estrella del cielo fijada en el mar de Castilla”.

A partir de este momento, en toda la Iglesia, y particularmente en nuestra tierra se acrecentó el rezo del Santo Rosario y aparecieron por todas partes Cofradías del Rosario que ayudaban a introducir entre los fieles este modo importante de oración. Como huella de este momento, recuerdo que mi madre cuando iniciaba el rezo del Rosario ponía como intención la unidad entre los príncipes cristianos, recuerdo de aquella situación dramática en la que no se pudo conseguir esa unidad.

Para nosotros, católicos del siglo XXI, lo más importante es recuperar un signo más de la intercesión de María que acompaña el caminar de su pueblo. Nosotros creemos en la Providencia y sabemos que Dios no está al margen de la historia. Es más, conduce nuestra vida e ilumina nuestra historia para que desemboque en el bien de los que aman al Señor (Cf. Rm 8, 28). Del mismo modo, la Virgen María intercede por cada uno y se muestra como Madre, como quise recordarme en mi lema episcopal: “Muestra que eres Madre”.

 

4.2 Un año Jubilar

Con motivo de esta efeméride, hemos solicitado a la Sagrada Penitenciaría de Roma un Año Jubilar que nos ayude a volver la mirada a la Virgen de la Victoria buscando su intercesión y para actualizar y propagar entre los fieles, también los niños, las familias y las parroquias el rezo del Santo Rosario privada y públicamente. Encargo a una comisión los aspectos particulares de este Año Jubilar que se va a extender desde el primer domingo de adviento de 2020 hasta la fiesta de Cristo Rey de 2021. En todo este año la Imagen de la Virgen del Rosario y su convento en Villarejo de Salvanés serán designados como lugares de peregrinación y de oración en comunión con las imágenes del Rosario diseminadas en toda la diócesis.

 

4.3 Nuestra batalla

El contexto en el que nosotros vivimos es muy diferente al que se vivió en el siglo XVI y que llevó a la batalla del Golfo de Lepanto. Sin embargo, este acontecimiento nos puede servir para profundizar en nuestra situación actual y para ser conscientes del combate que supone la vida cristiana.

Como entonces ocurrió, los cristianos no estamos unidos, ni siquiera en el seno de la Iglesia Católica. Este es un motivo que nos debe invitar a la oración y a formar, unidos a Pedro, una liga santa de almas orantes invocando a María con el rezo del Santo Rosario y suplicando su intercesión.

En el siglo XVI concretaron el enemigo de la civilización cristiana en el imperio otomano. Hoy el enemigo está más diluido e incluso se ha hecho presente en el seno de la Iglesia. Hoy los ataques no se sitúan en un territorio concreto, sino que han penetrado en el interior de las almas. Se trata de una situación, la nuestra, en la que se prescinde de Dios y se pretende “deconstruir” la persona humana, la familia, la educación y el sentido cristiano de la vida social y política.

Para afrontar adecuadamente esta situación debemos conocer bien al enemigo y saber cuáles son sus tácticas y estrategias. Hoy estamos ante una batalla cultural que, desde siglos, ha ido perfilando sus principios y sus dogmas. Más allá del marxismo o del liberalismo, de la ideología de género y sus consecuencias, la lucha se articula como una guerra desarrollada por los poderosos contra los débiles. Como nos recordaba el Papa San Juan Pablo II, después del eclipse de Dios han aparecido “verdaderas estructuras de pecado caracterizadas por una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera “cultura de la muerte”. Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. […] Se desencadena así una especie de conjura contra la vida que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones de los pueblos y los Estados” (San Juan Pablo II, Evangelium vitae, 12).

Esta conjura contra la vida se ha dirigido también contra el matrimonio, contra la familia y pretende deconstruir a la persona humana, penetrando en su alma. Del relativismo moral se ha descendido al nihilismo y tras la ideología de género, la teoría “queer” y el proyecto “cyborg”, se ha llegado a las propuestas “transhumanistas” y “posthumanistas”. Para ello, con carácter global, se han querido implantar los tres dogmas laicistas que he recordado antes: la autonomía radical del individuo, la libertad individual como posibilidad de todas las posibilidades y sumar “lo que siento”, los sentimientos y deseos a la lista de los llamados derechos humanos sancionados por las leyes y, por tanto, reconociéndolos como parte de la justicia.

Son muchos los medios que se han utilizado para acabar con el sentido común construido por el cristianismo hasta llegar a negar lo obvio. A poco que pensemos nos daremos cuenta que la persona humana no puede reducirse a ser considerada como un individuo. Naturalmente, cada uno somos una persona individual y gozamos de la autonomía que nos dan los dinamismos espirituales: fundamentalmente la inteligencia y la voluntad. Cada uno aprende a regirse a sí mismo y a dirigir su vida. Sin embargo nuestra autonomía no es “radical”. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos. La hemos recibido de Dios y de nuestros padres (aunque sea por reproducción asistida). Esta vida la hemos recibido como un “ser dado” y pensado por la infinita sabiduría de Dios. Por tanto nuestra vida tiene un orden y un fin. Al orden lo llamamos naturaleza de la persona y al fin lo llamamos el bien o perfección en la persona. Nuestra persona es un “ser en relación”. Nuestra relación primera es con Dios. Somos dependientes de Dios y estamos ontológicamente religados a Él. De ahí nace la Religión. A la vez dependemos de nuestros padres y la relación con ellos es fundante de nuestra identidad: somos hijos. A la vez somos interdependientes los unos de los otros y formamos familias y sociedades con el cuño de la fraternidad. Estamos vinculados a nuestro cuerpo que es la visibilización de nuestra persona y nos descubre, en su diferenciación, la vocación primordial al amor y a la promoción de la vida humana.

Todo esto que, según el sentido común cristiano, es obvio, ha sido violentamente atacado afirmando la soberanía sobre el cuerpo, al cual podemos diseñar según la propia voluntad. Se trata, pues, de la afirmación de una autonomía radical y creadora la que se quiere afirmar y que nos recuerda la tentación original: “Seréis como dioses”.

Esta afirmación de la autonomía radical del individuo, sancionada ya en algunas leyes, va acompañada por un concepto perverso de la libertad. Es una libertad también creadora que se afirma como posibilidad de todas las posibilidades. Pero ¿es esto verdad? La libertad necesita de la verdad que le sirve de brújula para dirigir los pasos hacia el bien propio y el de los demás. Desenganchada la libertad de la verdad queda reducida a un haz de impulsos, sentimientos y emociones. Estos impulsos y los sentimientos no tienen la capacidad y la luz suficiente para orientar hacia el bien. Es más, la revelación nos enseña que venimos al mundo heridos por el pecado original y que vivimos en un mundo de pecado que nos estimula hacia caminos equivocados.

Cada uno de nosotros necesita ser sanado en su corazón de las heridas del pecado y necesitamos la gracia de Cristo para sanar la inteligencia y nuestra voluntad. Por tanto, hemos de ser conscientes de que nuestra libertad es una libertad creada y que está necesariamente vinculada a la verdad de nuestro ser y, en definitiva, vinculada a Dios, autor de todo ser y a su Sabiduría, que ordena todos los seres al bien. Contemplando lo que hemos recibido de la revelación y ha sido expresado por el Magisterio reciente de la Iglesia: “En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, el nuevo Adán, en la misma revelación del Misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22).

La grandeza y la sublimidad de lo que es el hombre (varón y mujer) y su dignidad han quedado oscurecidas por la hegemonía de una cultura que, por prescindir de Dios, se ha quedado a oscuras y ha pervertido la misma libertad humana, que naufraga ante la cantidad de opiniones y estímulos que se le ofrecen a través de los medios de comunicación de masas.

Tampoco es verdad que “soy lo que siento”, ni siempre nuestros deseos concuerdan con la verdad de nuestro ser. Además de heridas e inclinadas al mal (concupiscencia), las personas están sometidas a un ambiente ideologizado que logra penetrar en las almas y dirigir los sentimientos y los deseos por caminos equivocados y, a veces, sumamente destructivos: no hay más que pensar en las redes de pornografía, prostitución (también infantil), drogas, alcohol, violencia, terrorismo, robos, asesinatos (Cf. Rm 1, 22-32).

La exaltación de los sentimientos (que de sí son equipaje para la acción) en una sociedad emotiva ha conseguido cambiar la mente y el corazón de muchas personas. Los sentimientos y las emociones necesitan ser discernidos (juzgados) y ser orientados hacia la verdad y el bien de la persona, indicado por lo recibido por la creación (naturaleza de la persona) y lo alcanzado por la redención.

A estas alturas alguien se puede preguntar ¿y cómo ha sido posible desmontar lo obvio del sentido común cristiano en una sociedad, la española, que venía de una tradición fuertemente católica? Para responder adecuadamente a esta pregunta necesitamos presentar otro factor que conocemos también por la revelación cristiana. San Pablo nos lo indica con claridad: “Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las tentaciones del diablo. Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que moran en los espacios celestes. Manteneos firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y teniendo calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio de la Paz. Empuñad en todas las ocasiones el escudo de la fe, con el cual podáis inutilizar los dardos encendidos del Maligno. Tomad también el yelmo de la salud y la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, orando sin cesar bajo la guía del Espíritu con toda clase de oraciones y súplicas. Estad alerta y pedid constantemente por todos los creyentes” (Ef 6, 11-18).

Si uno observa el mal del mundo en profundidad no puede menos que detectar al espíritu del mal, el diablo, que lleva engañadas a tantas personas que viven esclavizadas al pecado, que oscurece la inteligencia y pervierte la libertad sometiéndola al mal. En la raíz del pecado está la “aversión” a Dios y la “conversión” a la creatura. En todo pecado la persona prefiere el bien creado al bien divino. La tentación consiste en presentar el mal como un bien, en querer apoderarse del bien creado fuera del orden establecido por Dios, despreciándole a Él y el orden de la recta razón. Esta sabiduría tradicional olvidada ha hecho posible torcer tanto el sentido común cristiano y llevarnos a una batalla colosal en la que se juega, en la consideración del hombre, el orden de la creación y de la redención.

Como nos han recordado recientemente los últimos Papas, hoy la llamada “cuestión social” está centrada en la antropología, en la visión que se tenga de la persona y su dignidad: “Hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 75). Más adelante añade: “La cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el riesgo de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano” (Ibid., 79).

 Nuestra batalla, siguiendo la analogía de la batalla de Lepanto, es una batalla compleja y que comienza en nosotros mismos y el poder del pecado que nos amenaza. La Iglesia, con la sabiduría de siglos, ha sabido detectar bien los enemigos del alma (mundo, demonio y carne), analizar las tres concupiscencias que anuncia San Juan en su carta (1 Jn 2, 15-16) y, con la sabiduría de los Padres del desierto, detectar los pecados capitales que son raíz de todos los demás pecados. Desde la soberbia y la codicia se abren en el espíritu humano los llamados vicios capitales: la vanagloria, la envidia, la avaricia, la ira, la tristeza o acedia, la gula y la lujuria. Este combate contra el mal, que se ha dado siempre, hoy se ve acrecentado por una crisis del hombre que tiene su origen en el olvido de Dios.

También nosotros, como ocurriera en el siglo XVI con la batalla de Lepanto, necesitamos la voz de Pedro que nos invite a servirnos de los auxilios divinos para salir victoriosos en la batalla. Nuestra moral de victoria descansa en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. El desenlace final es la victoria de Jesucristo, quien nos ha abierto las puertas del Cielo. El Príncipe de este mundo ha sido derrotado, pero continúan sus insidias y sus engaños hasta que llegue el momento final.

Del mismo modo que el Cristo de Lepanto presidía la nave capitana, todo nuestro combate cristiano contra los enemigos exteriores (ideologías, manipulaciones, tentaciones, etc.), así como contra los enemigos interiores (pecados capitales, intereses inconfesables, hedonismo, egoísmo, etc.), tiene que estar presidido por la persona de Cristo y la fuerza de su Gracia. Es el Espíritu Santo quien nos ayuda, como lo hizo con los apóstoles reunidos con María en el Cenáculo esperando su efusión. Pentecostés significa el comienzo de la Iglesia. Pedro, con la fuerza del Espíritu proclama el Kerygma e invita a poner los ojos en Cristo muerto y resucitado, constituido por Dios Padre como Kyrios, Señor.

Con la misma sabiduría San Juan Pablo II nos recordaba al comienzo del segundo milenio: “No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” ( Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 29).

Centrados en Cristo, hay que definir bien los objetivos y diseñar las estrategias. Nuestros objetivos, viendo los tres dogmas del laicismoglobalismo que hemos descrito anteriormente, van encaminados a reconstruir el “sujeto” cristiano en tres direcciones: la persona humana como sujeto cristiano, la familia cristiana y la comunidad cristiana. Todos nuestros esfuerzos, contando con la gracia de Dios, deben ir dirigidos a alcanzar estas cotas que ha conquistado o destruido el enemigo. Sin estos objetivos logrados el resto del trabajo resultará inútil o nos dedicaremos a gestionar la decadencia. Se trata, pues, de tres objetivos básicos que nos posibilitarán abrir después el campo de batalla a los objetivos de la vida social y política en todas sus dimensiones.

La estrategia a seguir en este combate cristiano también viene marcado por tres elementos imprescindibles: profundizar en la antropología cristiana, desarrollar en su amplitud la pastoral familiar y de la vida y desprivatizar la doctrina cristiana afrontando de nuevo los contenidos de la Doctrina Social de la Iglesia.

Si la “cuestión social”, como hemos visto, se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, necesitamos conocer bien y difundir la antropología cristiana. Esta antropología adecuada, según San Juan Pablo II, recoge al menos tres aspectos que derivan de la creación y redención: la unidad de la persona cuerpo-espíritu, la diferencia sexual varón-mujer y la redención del cuerpo (o del corazón).

La unidad de la persona ha sido desarrollada por Juan Pablo II con la llamada Teología del cuerpo presente en sus catequesis sobre el amor humano. Del mismo modo, en estas catequesis se da la razón de la diferencia varón y mujer como llamada originaria al amor y a la promoción y educación de la vida humana mediante el sacramento del matrimonio. Tanto la unidad cuerpo-espíritu como la vocación al amor necesitan la gracia redentora de Cristo para alcanzar la verdadera libertad humana. Es lo que llamamos con San Pablo la redención del cuerpo o la redención del corazón. La gracia redentora de Cristo que nos llega por los sacramentos de la Iglesia rompe la dureza del corazón humano y hace posible vivir según el designio de Dios siendo discípulos de Cristo.

La Pastoral Familiar y de la Vida pone el centro en la familia cristiana, que es a la vez la cuna necesaria de la Iglesia y la célula de la sociedad. No se puede responder al individualismo hegemónico sino es a través de una pastoral centrada en la familia como espacio de comunión, de transmisión de la fe y de servicio al hombre en todas sus circunstancias. Individualizar extremadamente la pastoral es un drama que continúa presente en la Iglesia y que no responde al designio de Dios, autor del matrimonio, ni a una sana eclesiología, que contempla la familia cristiana como una iglesia doméstica vinculada a la comunidad cristiana.

Para reconstruir el sujeto cristiano en la persona humana y en la familia necesitamos de la Iniciación cristiana que hace posible generar ambos sujetos en el ámbito de la comunidad. La iniciación cristiana con el Catecumenado fue la estrategia de la que se sirvieron en los primeros siglos los cristianos. Para la batalla contra la secularización y el nihilismo yo no veo otra estrategia que no pase por este mismo camino. Nosotros no vamos a utilizar las galeras ni los cañones de la batalla de Lepanto. Sin embargo sí necesitamos de la Iniciación cristiana que genere familias cristianas y pequeñas comunidades que vivan en la unidad y en el amor y hagan visible y creíble la Iglesia de Cristo. Si esto es así, tendremos comunidades de acogida y podremos decir a los heridos con las palabras de Cristo: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 30).

Nuestras armas, repito, no son los cañones o las espadas sino las armas del cristiano que nos ha recordado San Pablo (Ef 6, 10- 18). Necesitamos de la oración, de la fe, de la Palabra de Dios, de los Sacramentos, particularmente de la Eucaristía que, junto con la Palabra edifica la Iglesia, que toma cuerpo en la parroquia, en los movimientos y comunidades eclesiales. Cada comunidad pequeña es como una galera, que al igual que el arca de Noé, en un mar proceloso o en el diluvio, resiste y avanza protegida por el Señor. No se trata simplemente de un refugio, sino de un espacio donde se edifica, por la gracia de Dios, una nueva humanidad dispuesta a la evangelización, ganando terreno al desierto de nuestro mundo.

Creo que no es necesario insistir más en la necesidad de la comunidad cristiana, edificada a imagen de la comunión de la Trinidad y como un Sacramento de la unidad de los hombres, entre sí y con Dios, como enseña el Concilio Vaticano II (Cf. Lumen Gentium, 1 ss).

Garantizada por el primer anuncio y la iniciación cristiana la gestación del sujeto cristiano (persona, familia, comunidad), necesitamos como estrategia urgente desprivatizar el hecho cristiano mediante la recuperación de la Doctrina Social de la Iglesia. Como es sabido, esta Doctrina nace del encuentro del Evangelio con la sociedad. Se trata, con matices, de la moral social de la Iglesia, que consta de principios permanentes, criterios de juicio y de indicaciones para la acción.

Hoy la Doctrina Social de la Iglesia, ante el naufragio de los humanismos y de las ideologías, tiene que hacerse presente en la predicación, en la catequesis y en los grupos de formación del laicado, también en los movimientos. Los católicos ni en este momento, ni nunca, podemos estar al margen de la gestación de la sociedad en las instituciones. Abandonar el campo social y político no concuerda con lo católico que es siempre “et, et”. Oración y trabajo, familia y responsabilidad social, evangelización y política, etc. El espacio social y político no puede ser ocupado sin la garantía del sujeto cristiano y el apoyo de la comunidad. Contando con esta garantía es necesario reconducir esta deriva de la sociedad que está dañando a las personas, destruye las familias y no favorece el bien común y la auténtica solidaridad.

El catolicismo integral abarca todos los campos, también el social y político. Cuando evangelizamos necesitamos esta mirada católica que se hace cargo de todo el hombre y de todos los hombres. Desde siempre la Iglesia se ha ocupado de los pobres y necesitados, creando instituciones: hospitales, centros de acogida, Cáritas, etc. A su vez ha creado escuelas, universidades, espacios de belleza, cultura, etc. Nada nos es ajeno y si queremos ganar la batalla cultural y social debemos prepararnos bien y estar presentes en todos los ámbitos.

En la batalla de Lepanto la armada de la Santa Liga tenía menos galeras que los otomanos. También David se presentó ante Goliat con menos fuerzas aparentemente. Pero invocó a Yahvé y utilizó la estrategia adecuada. Como entonces, tras haber pasado la noche bregando sin conseguir nada: “En tu nombre, Señor, echaré las redes” (Lc 5, 5).

Situados en este contexto y para favorecer la formación de los laicos contamos con las siguientes instituciones: los Institutos diocesanos Santo Tomás de Villanueva y el Instituto de la Familia, junto al Instituto de Ciencias Religiosas a distancia. A ellos confío la formación y el desarrollo de las estrategias para la evangelización.

 

5. LA ORACIÓN DEL SANTO ROSARIO

Si la imagen del Cristo de Lepanto presidía la nave capitana de Juan de Austria, la Virgen del Rosario era invocada en la retaguardia por el Papa San Pío V y por todo el pueblo fiel. Siempre la Virgen María, como Madre, acompaña el caminar de su pueblo. Con esta oración, además, fue instituida la fiesta de la Virgen del Rosario, la Virgen de la Victoria, y se difundía una de las oraciones más completas: el Santo Rosario.

El Santo Rosario comienza con el acto de persignarse que consiste en hacer tres cruces con el dedo pulgar e índice en la frente, en la boca y en el pecho. Con este gesto se invoca a Dios para que purifique nuestra mente, nuestras palabras y nuestro corazón y que nos libre de nuestros enemigos. Se concluye este acto santiguándose, invocando a la Trinidad haciendo una cruz grande que, como una coraza, se extiende desde la cabeza al pecho y a los hombros. Con este gesto inicial hemos reconocido la Cruz, como la señal victoriosa del cristiano sobre todos los enemigos y hemos reconocido a Dios Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) que es la manifestación plena del misterio de Dios.

Después de persignarse y santiguarse, se recita la oración “Señor mío Jesucristo” que sirve de preparación a la contemplación de los misterios de Cristo y de la Virgen. Con el acto de contrición nos reconocemos pecadores y necesitados de salvación. Con esta misma oración nos preparamos para el sacramento de la Penitencia, implorando el dolor de contrición que reconoce el inmenso amor de Dios y nuestra ingratitud.

Tras esta introducción se anuncia el primer misterio al que se puede añadir una intención particular o general si rezamos el Rosario públicamente. Contemplar los misterios significa evocar los hechos de la vida de Jesucristo o de la Virgen por los que nos ha llegado la salvación. Con la palabra “misterio” nos referimos a acontecimientos que se muestran exteriormente, pero que esconden un significado más profundo de carácter salvífico. A lo que se nos invita es a poner la mente en los hechos anunciados y fijar en ellos el corazón.

Los misterios se dividen en cuatro grupos: misterios gozosos, dolorosos, luminosos y gloriosos. Esta denominación indica tanto la vida del Señor y de la Virgen como el ritmo de nuestra vida hecha de gozo, dolor, luz y gloria. Cada grupo de misterios se compone de cinco hechos salvíficos (misterio-sacramento) acompañados del rezo del Padre Nuestro, diez Avemarías y el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

A través de los “misterios” se recogen los hechos más importantes de la vida de Cristo y de la Virgen y, como hemos dicho, se nos invita a la contemplación de ellos. La contemplación es el modo más alto de orar y requiere del silencio y de la serenidad del espíritu. De ahí la importancia de los elementos preparatorios: persignarse diciendo: “por la señal de la Santa Cruz + de nuestros enemigos + líbranos Señor Dios nuestro + En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Después se recita la siguiente oración: “Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser Vos quien sois, bondad infinita y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido (dolor de contrición), también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno (dolor de atrición). Animado por vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuera impuesta. Amén”.

Con estos actos preparatorios, que sitúan nuestra vida delante de Dios, podemos adentrarnos en la contemplación de los hechos (misterios) que nos han traído la salvación. Llegar a centrar la atención interior no es fácil en estos momentos en que estamos llenos de voces e imágenes que nos asaltan. Por eso es importante realizar estos actos preparatorios lentamente y tomando conciencia de lo que decimos. El llevar el Rosario (metafóricamente: conjunto de rosas) en la mano pasando los granos con el avemaría ayuda a serenar el espíritu y a fijar la atención. De hecho este conjunto de granos, confeccionado de distintas maneras, aparece en distintas manifestaciones orantes de otras religiones. Todo ello debe ayudarnos a fijar el corazón en lo que queremos contemplar y vamos diciendo de manera lenta y repetitiva.

Además de la llamada a la contemplación, el Santo Rosario se sirve de otros elementos orantes: el Padre Nuestro, el Ave María, el Gloria y la Letanía. En cada misterio se reza al principio el Padre Nuestro, seguido de diez avemarías y se concluye con el Gloria. También es costumbre añadir después del Gloria la siguiente invocación: “María, Madre de gracia, Madre de Misericordia, defiéndenos del enemigo y ampáranos ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. Por la indicación de la Virgen de Fátima se puede añadir: “Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia”.

El Padre Nuestro se llama la oración dominical u oración del Señor. Por tanto el Santo Rosario nos invita a entrar en el mismo corazón de Jesús. Él nos ha entregado su misma oración para que nos dirijamos al Padre con sus mismas palabras y así seamos reconocidos como su propio Hijo. Son muchas las veces que recitamos esta oración, pero no deja de ser un privilegio que hemos de valorar altamente. Como es sabido, el Padre Nuestro consta de una invocación a Dios como AbbaPadre, seguida de siete peticiones que encierran cuanto necesitamos para la salvación. Esta oración se reza con espíritu filial, con la misma confianza de un niño con su Padre-Abba.

El Ave María se compone de expresiones bíblicas: El saludo del arcángel Gabriel a la Virgen y el saludo de su prima Santa Isabel: bendita tú entre las mujeres. El resto lo ha añadido la Iglesia resaltando el nombre de Jesús y suplicando la intercesión de la Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte.

Esta oración tierna y profunda se repite en cada misterio del Rosario diez veces. Así, antiguamente con los misterios gozosos, dolorosos y de gloria se recitaban 150 avemarías, que eran como el salterio de los pobres. Era como una réplica de los 150 salmos que se rezan en el Breviario o Liturgia de las Horas. San Juan Pablo II añadió en su momento los misterios luminosos, que añaden 50 avemarías más, con el fin de ofrecer más misterios para la contemplación.

El Gloria con el que se cierra cada misterio después de rezar el Padre Nuestro y los diez avemarías es la doxología final con la que se glorifica a la Trinidad, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el culmen de toda oración.

La Letanía es uno de los modos más antiguos de orar. Son invocaciones a Dios en sus tres personas y a la Santísima Virgen. Antiguamente el diácono iba recitando distintos tropos o invocaciones y el pueblo fiel respondía con respuestas cortas y fáciles de recordar. Del mismo modo en el Rosario se van desgranando rosas o calificativos referidos a la Virgen a los que se responde diciendo “ruega por nosotros”. El ritmo cadencioso de la letanía, que podría ser cantada, crea también un ambiente de paz y serenidad en el corazón al mismo tiempo que los labios ensalzan a la Virgen con distintos apelativos que se han añadido con el tiempo a la letanía lauretana (de Loreto, donde está la casita de Nazaret). Conocer las invocaciones de la letanía es un modo de ir penetrando en la humildad y grandeza de la Virgen María, nuestra Madre.

Me he querido entretener analizando las distintas partes del Santo Rosario para dar a entender que se trata de una oración muy completa y que goza de una gran actualidad. Personalmente, puedo afirmar que el rezo diario del Rosario supone para mí el momento de mayor serenidad y paz. Para mí ha sido siempre un regalo, conocido desde niño.

 

La Virgen de la Victoria

El cardenal Ratzinger expone en el libro-entrevista de Vittorio Messori seis motivos para no olvidar nunca a la Virgen María (V. Messori, Informe sobre la fe, 115-118, Madrid 1985). Os invito a leer estos puntos y todo el libro, que tiene un carácter profético. En el cuarto motivo dice: “La verdadera devoción mariana garantiza a la fe la convivencia de la “razón”, a todas luces indispensable, con las no menos indispensables “razones del corazón”, como diría Pascal. Para la Iglesia, el hombre no es únicamente razón ni solo sentimiento; es la unión de estas dos dimensiones. La cabeza debe reflexionar con lucidez, pero el corazón debe estar caldeado: la devoción a María asegura de este modo a la fe su dimensión humana completa” (Ibid., 117).

María es “imagen” y “modelo” de la Iglesia. En Ella la Iglesia descubre su rostro de Madre. Hacia Ella hemos de dirigir nuestra mirada y con ella queremos combatir el buen combate de la fe. Este año Jubilar tenemos una gran ocasión para propagar el rezo del Santo Rosario personalmente, en familia, en la parroquia y públicamente. La presencia de la imagen de la Virgen de la Victoria en el Convento de Villarejo de Salvanés nos invita a ello.

Este es un tiempo propicio para ir explicando y desgranando este monumento de oración que es el Rosario. Nosotros, como el Papa San Pío V, estamos seguros de que con María, nuestra Madre, todo es posible. Ella lo escuchó en boca del arcángel: siendo Virgen, concebirás y darás al luz un hijo… “porque para Dios no hay nada imposible” (Lc 1, 37).

 

Conclusión

Cogidos de la mano de María, os invito a comenzar este curso cargado de incertidumbres por la pandemia. Ella nos ha de llevar a profundizar en el primer anuncio cristiano y en el desarrollo de la Iniciación Cristiana.

Como ella, nuestra diócesis de Alcalá de Henares, antigua diócesis complutense, debe descubrir su vocación materna para gestar nuevos cristianos, promover familias cristianas y vivificar nuestras parroquias como auténticas comunidades.

En este curso, en que celebramos mis bodas de oro sacerdotales y las bodas de plata episcopales, le pido de nuevo a la Santísima Virgen María que nos ayude a caminar juntos en la fe. Que por su intercesión brote la comunión entre nosotros y nos regale el poder vivir como una familia que tiene su referencia en el hogar de Nazaret. A la Virgen del Rosario, la Virgen de la Victoria, hoy como ayer le pido: “Monstra te esse matrem”; Muestra que eres nuestra Madre.

Viaceli, Agosto de 2020.

 

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