sábado, 30 de mayo de 2020

Mediante la bondad, la valentía y la extraordinaria pureza de la que da testimonio su vida, Santa Juana de Arco desempeña junto a los soldados una verdadera misión evangelizadora



Quienes sostienen que Dios no actúa en la historia hallarán un clamoroso desmentido en la vida de santa Juana de Arco. El beato Vladimir Ghika escribió lo siguiente respecto a ella: «Es la santa de la confianza suprema en las realidades sobrenaturales, en la presencia de Dios, en las verdades divinas, en las personas vivas del más allá, en los ángeles y en los santos… Juana nos enseña no solamente a tener en cuenta valerosamente esas realidades, sino a considerarlas nuestro principal apoyo para que seamos más capaces de cumplir las tareas de este mundo». La autenticidad histórica de los acontecimientos de la vida de Juana, corroborada por las numerosas declaraciones de testigos oculares, es irrefutable. Gracias a las actas de los procesos de condena y después de nulidad, estamos en condiciones de reconstituir la epopeya de Juana y admirar la sorprendente franqueza con la cual se dirigía a los poderosos de su tiempo.

Juana era hija de trabajadores sencillos y honrados, Juan de Arco e Isabel Romée. Según la tradición, Jehanne (en ortografía de la época) nace el día de la Epifanía de 1412. La familia está establecida en la Lorena francesa, en Domremy; la parte del pueblo donde ella vive es tierra francesa desde 1299. La infancia de Juana transcurre de una manera relativamente apacible entre sus hermanos y hermana (Jaime, Catalina, Juan y Pedro), mostrándose especialmente atenta en la ayuda que puede prestar a sus padres. Al crecer, la joven demuestra una compasión llena de solicitud hacia los pobres. Es una buena cristiana y, a menudo, los sábados se dirige a la ermita de Bermont, en una colina cercana de la localidad de Greux. Le gusta rezar en ese lugar a la Virgen y ofrecerle cirios. La devoción al Nombre de Jesús, predicada en la misma época por san Bernardino de Siena, también ocupa un lugar destacado en su corazón.


Sin embargo, Francia se halla sumergida desde 1337 en la Guerra de los Cien Años. Al ser ellos también descendientes de Felipe el Hermoso, por parte de las mujeres, los Plantagenet de Inglaterra reivindican por las armas su derecho a la corona francesa. El país está dividido entre la casa de Armañac, partidarios del rey legítimo, y la de Borgoña, aliados de los ingleses. Tropas de soldados de todos los partidos atraviesan el país y lo saquean, hasta el punto de que no se puede sembrar ni recolectar sin escolta. El rey Carlos VI ha perdido el juicio. En 1420, en el tratado de Troyes (concertado entre la reina Isabel, esposa de Carlos VI, el rey Enrique V de Inglaterra y el duque de Borgoña), el delfín (futuro Carlos VII) es desheredado en favor de Enrique V de Inglaterra; además, está previsto que la unificación de las coronas de Francia e Inglaterra se realice tras la muerte del rey Carlos VI. Pero cuando fallecen los soberanos de ambas naciones (Carlos VI y Enrique V), en 1422, el delfín se declara rey con el nombre de Carlos VII, mientras que el duque de Bedford, regente de Inglaterra, proclama rey de Francia e Inglaterra al hijo de Enrique V, el joven Enrique VI de sólo un año de edad.

«¡Adelante, hija de Dios!»

En 1425, Juana tiene trece años cuando, hacia mediodía, encontrándose en la huerta de su padre, oye una voz que surge de una fuente sorprendente de luz. Primero se asusta, pero enseguida se le presenta san Miguel. El mensajero divino le anuncia la frecuente visita de las santas Catalina y Margarita «para ayudarle a gobernarse bien». Juana hace enseguida voto de castidad; en adelante, se presentará como “la Doncella”, es decir, la virgen: «Con el voto de virginidad, Juana consagra de modo exclusivo toda su persona al único Amor de Jesús: es su promesa hecha a Nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma. La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que se ha de recibir y custodiar con humildad y confianza» (Benedicto XVI, Audiencia general, 26 de enero de 2011). A partir de entonces, la joven se muestra más reservada en los juegos, frecuenta mucho más la iglesia y asiste a Misa cada vez que puede. El ángel le ha confiado, de parte de Dios, la misión de socorrer al rey para aliviar el lastimoso reino de Francia. Juana lo ignora todo sobre el manejo de las armas: ¿cómo podría conducir a los hombres al combate? Llora ante la idea de separarse de su familia, pero el ángel la tranquiliza: «¡Adelante, hija de Dios! El Rey del Cielo vendrá en tu ayuda y proveerá en lo que necesites».

En un primer momento no dice nada a sus padres. En mayo de 1428, aprovechando una estancia en casa de Durand Laxart, un primo por matrimonio en quien ha depositado su confianza, pide que le acompañen a la cancillería real de Vaucouleurs, donde ruega al capitán Roberto de Baudricourt que comunique al delfín que no inicie el combate hasta la mitad de la cuaresma (3 de marzo de 1429), pues entonces recibirá ayuda. Sin embargo, es despachada rudamente.

«¡Mejor hoy que mañana!»

En octubre, los ingleses asedian Orleáns, una plaza estratégica que domina el paso del Loira y protege las regiones que permanecen fieles al delfín. Si Orleáns cae, todo el reino será inglés. Juana sabe que debe dirigirse allí para liberar la ciudad, y afirmará más tarde: «Puesto que Dios lo ordenaba, aunque hubiera tenido cien padres y cien madres, aunque hubiera sido hija de rey, habría partido». Al día siguiente de cumplir los diecisiete años, deja definitivamente Domremy y se dirige de nuevo a hablar con Baudricourt, de quien espera una escolta para reunirse con el delfín. Sufre un nuevo rechazo, pero Juan de Metz, un escudero, se ha fijado en ella y la interroga acerca de sus intenciones. «Debo estar cerca del delfín antes de la mitad de la cuaresma –responde–, aunque haya de desgastar los pies hasta las rodillas…, si bien habría preferido permanecer hilando junto a mi pobre madre…, pero es necesario que vaya y que lo haga, pues mi Señor lo quiere». Al comprender que su Señor no es otro que Dios, Juan se compromete a conducirla ante Carlos y le pregunta cuándo quiere partir. «Mejor hoy que mañana –responde–, y mejor mañana que más tarde». Después de una peregrinación a Saint-Nicolas-de-Port, en Lorena, regresa a Vaucouleurs y anuncia a Baudricourt que el ejército del rey acaba de ser derrotado. Impresionado, éste concede a Juana, que a partir de ese momento vestirá de hombre, una escolta de seis compañeros; la partida tiene lugar el 13 de febrero.

El trayecto de Vaucouleurs hasta Chinon es un periplo de casi 600 km en territorio enemigo. Juana impresiona a los hombres por su resistencia ante las fatigas y su pureza llena de sencillez que fortalece sus almas. Entra en Chinon el 23 de febrero. Trescientos caballeros se agolpan en la sala de recepción, pero ella se dirige directamente al delfín, que se esconde entre ellos, y le dice: «Gentil delfín, soy Juana la Doncella, y el Rey de los Cielos os hace saber por mí que seréis consagrado y coronado en la ciudad de Reims, y que seréis lugarteniente del Rey de los Cielos que es Rey de Francia». Entonces, revela al delfín un secreto que solamente él y Dios podían conocer. Convencido de momento, Carlos, que es de temperamento dubitativo, pondrá a prueba sin embargo a Juana.

La Doncella permanece tres semanas en Chinon. En ese intervalo, Carlos le presenta al duque Juan de Alençon, de sangre principesca, a quien también saluda: «Sois muy bienvenido. Cuantos más de sangre real de Francia estén juntos, mejor será». El duque dará testimonio de que, al día siguiente, después de la Misa del rey, Juana pidió al delfín que hiciera libre donación del reino al Rey de los Cielos, condición para poderle restaurar en sus derechos. El delfín manda interrogar a la Doncella por parte de un colegio de teólogos reunidos en Poitiers. Allí, Juana dicta una carta a los ingleses invitándoles, en nombre de Jesús, a firmar una verdadera paz en la justicia. No recibirá respuesta alguna. No obstante, los interrogatorios suponen una dura prueba para la paciencia de la joven. Le piden una señal que corrobore su misión, pero ella replica que, si la llevan a Orleáns, podrán ver las señales por las que ha sido enviada. Para la ocasión, proclama cuatro profecías: el levantamiento del asedio, la consagración de Reims, la liberación de París y la del duque Carlos de Orleáns, prisionero en Inglaterra. Cuando le replican que Dios podría liberar Francia sin medios humanos, ella declara: «En nombre de Dios, los hombres de armas combatirán, y Dios concederá la victoria». Los jueces opinan que Juana es una buena cristiana y que se puede confiar en ella. El delfín le ordena entonces que trabaje por el avituallamiento de Orleáns, bajo la dirección del duque de Alençon.

En Tours, Juana pide que le confeccionen un estandarte con la flor de lis en el que «hace pintar la imagen de Nuestro Señor que sostiene el mundo: icono de su misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana lleva a cabo en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un hermoso ejemplo de santidad para los laicos comprometidos en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles» (Benedicto XVI, ibídem).

La “Doncella de Orleáns”

El 25 de abril, Juana se une al ejército en Blois. Su primera preocupación es expulsar a las mujeres de mala vida, pues «son los pecados los que hacen perder las batallas», instando después a los hombres a confesarse. No tolera las blasfemias, y el duque de Alençon confesará que se reprimía ante ella por miedo a las reprimendas. Mediante la bondad, la valentía (declarará no haber nunca derramado sangre; sin embargo, siempre estaba en primera línea) y la extraordinaria pureza de la que da testimonio su vida, Juana desempeña junto a los soldados una verdadera misión evangelizadora. El día 28, la Doncella tiene ante sí Orleáns (emplazada en la orilla derecha del Loira), pero, contrariamente a lo que esperaba, la llevan por la orilla izquierda. El Bastardo de Orleáns (al que más tarde se conocerá como Dunois), jefe de la plaza fuerte, se presenta ante Juana, quien lo saluda fríamente: «¿Sois vos quien ha aconsejado que venga hasta aquí por este lado del río, y que no vaya recto, donde se encuentran Talbot y los ingleses? – Yo mismo y otros más sabios han dado este consejo que parece el más seguro. – En nombre de Dios, el consejo del Señor nuestro Dios es más sabio y más seguro que el vuestro… Os traigo el auxilio del Dios de los Cielos, quien, ante la petición de san Luis y de san Carlomagno, ha tenido piedad de la ciudad de Orleáns». En ese momento, el viento, que era contrario, gira, y las embarcaciones destinadas al aprovisionamiento de la ciudad pueden remontar la corriente y atracar. Al día siguiente, la Doncella es acogida en la ciudad como una libertadora. Durante los días siguientes, encadena una serie de maniobras que resultan otros tantos golpes maestros, de tal suerte que, el 8 de mayo, las tropas inglesas abandonan esos lugares. Para la posteridad, Juana será la “Doncella de Orleáns”.

«¡Será consagrado!»

El 13 de mayo, Juana se encuentra con el delfín en Tours, donde defiende el proyecto de coronación contra la opinión del consejo real. Una vez coronado el rey –asegura–, el poder de los enemigos no hará más que decrecer. El día 30, se decide marchar hacia Reims. La campaña del Loira, bajo las órdenes del duque de Alençon, debe afianzar la seguridad de Orleáns. Le siguen una serie de gloriosas batallas: Jargeau, Beaugency, Meung, Patay, donde se hace palpable la asistencia divina. A pesar de esas victorias, el delfín sigue dudando si ponerse en ruta, pero el ejército manifiesta entusiasmo y Juana se siente plenamente segura: «Conduciré –dice– al gentil delfín Carlos y a su compañía con seguridad, y será consagrado en Reims». El 29 de junio, Carlos se pone finalmente en marcha para una cabalgada de 200 km en territorio enemigo. Las ciudades se someten unas tras otras sin oponer resistencia. El 16 de julio, la guarnición inglesa abandona Reims, donde es acogido el rey. Toda la noche sirve para los preparativos de la coronación, que debe celebrarse al día siguiente. En la grandiosa catedral, el arzobispo de la ciudad, Reinaldo de Chartres, unge al delfín con el oleo de la Sagrada Ampolla, ciñe la corona sobre su cabeza y lo nombra rey. De ese modo, será reconocido a partir de ese momento como tal por muchas ciudades por donde pase. Juana se alegra de ver su estandarte cerca del rey: «Tantas veces había estado en las desgracias que era justo que lo estuviera en los honores». Como única recompensa por sus servicios, Juana pide la exención perpetua de impuestos reales para Greux y Domremy.

El mismo día de la ceremonia, cuando, en medio del ímpetu de la victoria, el ejército de la coronación se halla muy cerca de la capital, el rey entabla negociaciones de tregua con los borgoñones a cambio de la promesa de la rendición de París. De hecho, se trataba para el duque de Borgoña de dar tiempo a 3.500 ingleses, que habían partido el 15 de julio de Calais, para que se asentaran y detuvieran la marcha real. El rey emprende una serie de contramarchas dubitativas que le llevan hasta Compiègne. Allí, Juana hace saber al duque de Alençon que quiere ir a ver París de más cerca. El 8 de septiembre, dan la orden de asalto: Juana es herida en la pierna por una flecha de ballesta, pero sigue animando a los asaltantes. La retiran de los fosos y dejan el campo de batalla durante la noche. Al día siguiente, el rey manda llamar a sus capitanes. El ejército real emprende de nuevo la ruta del Loira, y luego es licenciado a finales de septiembre. Habrá que esperar seis años para que París sea liberado.

El consejo real, celoso de los éxitos de la Doncella, persuade al rey para que separe a Juana del duque de Alençon, pues forman un tándem demasiado belicoso y dificultan el proyecto de obtener la paz por vía diplomática. El duque de Borgoña entra de pleno en el juego de las negociaciones francesas, mientras prepara en secreto con Bedford la reconquista de las ciudades perdidas. Juana, apartada primeramente del rey mediante misiones sin importancia decisiva, es reclamada por éste para ser ennoblecida, con su familia, el 29 de diciembre. En febrero de 1430, Reims y Troyes son amenazadas por los borgoñones, pero Juana da apoyo a esas ciudades con todo su poder. Frente a la inercia del rey, toma la delantera y, a principios de abril, se apodera de Lagny, entre Saint-Denis y Meaux. En este último lugar, resucita mediante la oración a un niño que llevaba tres días muerto. El pequeño, que ya estaba negro, recobra bastante vida como para ser bautizado, y después fallece de nuevo y entra en el Paraíso.

Vendida y traicionada

El 22 de abril, las voces de Juana le advierten que será apresada antes de dos meses; le recomiendan que no se preocupe y que «lo tome todo con resignación», pues Dios la asistirá. La Doncella vuela en auxilio de Compiègne, asediada por los borgoñones, y entra en la ciudad acompañada de 400 hombres armados. El 23 de mayo, tras haber comulgado en la Misa, se dirige a la multitud que le rodea: «Queridos amigos, he sido vendida y traicionada y pronto me darán muerte. Rezad por mí, pues ya no serviré al rey ni al reino de Francia». Ese mismo día, Juana realiza una salida, pero la maniobra sale mal y, durante la retirada, es hecha prisionera ante las puertas de la ciudad que ha encontrado cerradas. Le instan a dar su palabra de que se dejará conducir, pero ella replica: «Ya he dado mi palabra a otro y mantendré mi juramento». Arrastrada por cárceles y calabozos, Juana intenta en vano evadirse. La primera vez consigue encerrar a sus guardianes, pero es reconocida al salir de los edificios. En Beaurevoir, se desliza por una torre de más de quince metros a pesar de la opinión de las voces que le hablan. La encuentran desvanecida. Santa Catalina la consuela, instándole a confesarse y a conservar la paz en cualquier circunstancia. A finales del mes de agosto, es vendida y, el 19 de noviembre, entregada a los ingleses, que la conducen a Ruán; alcanzan la ciudad el 23 de diciembre.

Allí, el obispo de Beauvais, Pedro Cauchon, por delegación de Bedford, ha diseñado un plan consistente en desacreditar a la Doncella mediante un juicio por herejía y brujería. Cuando la joven pide los sacramentos por Navidad, se los niega. Mientras que, según el derecho eclesiástico, habría tenido que ser custodiada por mujeres en una prisión de iglesia, permanece detenida en una torre donde cinco soldados ingleses la maltratan, y por la noche la encadenan. El 21 de febrero, justo a la edad de diecinueve años, agotada por nueve meses de dura cautividad, Juana comparece ante Cauchon, rodeado por más de cuarenta asesores. Hasta el 3 de marzo se desarrollan seis sesiones públicas. Cada vez, durante al menos tres horas, Juana es acribillada a preguntas capciosas. Pide un defensor, un tribunal mixto inglés y francés, así como la posibilidad de asistir a Misa, pero Cauchon lo rechaza todo, hostigándola continuamente en cada sesión. Juana hace saber claramente que ha prometido no revelar nada relativo a su rey: «No debéis pretender que cometa perjuro… Si decís que sois mi juez, considerad seriamente lo que hacéis, pues, en verdad, he sido enviada de parte de Dios, y entonces os encontráis en grave peligro». Desde el 4 al 9 de marzo, los doctores se reúnen para explotar las respuestas y preparar el interrogatorio adicional que tendrá lugar a puerta cerrada. Las preguntas girarán en torno a la moralidad de Juana y de sus voces, de su sumisión a la Iglesia, de la señal dada al rey y de su vestimenta de hombre.

En medio del peligro, Juana recurre a Dios, a quien se confía en la oración: «Dulcísimo Señor, en honor a vuestra santa Pasión, os suplico que, si me amáis, me reveléis cómo debo responder a esas gentes de Iglesia». De hecho, las respuestas de la santa brillarán con inspirada sabiduría: «¿Por qué Dios te ha elegido a ti y no a otra para liberar Orleáns? –le preguntan. – Dios quiso realizar esa obra mediante una humilde y pobre joven. – ¿Qué le pides a tus voces como recompensa? – Sólo una cosa: la salvación de mi alma. – ¿Acaso necesitas confesarte, si crees en las palabras de tus voces que dicen que te salvarás? – Desconozco que haya pecado mortalmente… en cuanto a confesarme, bien lo quisiera no obstante, pues creo que siempre es bueno purificar la conciencia. – ¿Estás en estado de gracia? – Si no lo estoy, que Dios me la conceda, y si lo estoy, que Dios me la guarde; sin embargo, sería la mujer más desgraciada del mundo si supiera que estoy en pecado mortal. – ¿En qué basabas la esperanza de la victoria, en ti o en tu estandarte? – Ni en mí ni en mi estandarte; toda mi confianza estaba depositada en Nuestro Señor Jesucristo».

Amar a la Iglesia hasta el final

Pretenden convencer a Juana de ser herética mostrando que no se somete a las decisiones de la Iglesia, con quien Cauchon y sus asesores se identifican. La hostigan: «Algún día te remitirás a la opinión de la Iglesia? – Me remito a Nuestro Señor, que me ha enviado, a Nuestra Señora y a los santos del Paraíso. Creo que Nuestro Señor y la Iglesia todo es uno, y que de ello no se debe hacer problemas. ¿Por qué ponéis problemas al respecto?».

El Papa Benedicto XVI dirá: «Esta afirmación citada en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 795) tiene un carácter verdaderamente heroico en el contexto del proceso de condena, frente a sus jueces, hombres de la Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En el amor de Jesús, Juana encontró la fuerza para amar a la Iglesia hasta el fin, incluso en el momento de la condena» (ibídem).

En varias ocasiones, Juana apela al juicio del Papa, pero los jueces no lo toman en consideración. Después de un simulacro de proceso, Cauchon condena a la Doncella a ser quemada viva en la plaza del mercado viejo. La ejecución tiene lugar el 30 de mayo de 1431; Juana recibe los sacramentos y luego pide que le pongan un crucifijo ante los ojos mientras dure el suplicio. Expira de ese modo, mirando a Jesús crucificado y pronunciando varias veces y en voz alta su santo Nombre. Los verdugos lanzarán al Sena el corazón de la santa, hallado intacto entre las cenizas.

Tras la muerte de Juana, sus profecías se cumplieron: el duque de Orleáns regresó a Francia, París fue liberado el 13 de abril de 1436 y la Guerra de los Cien Años terminó en 1453 con la toma de Burdeos. En 1456, un largo proceso puso de relieve la inocencia y la perfecta fidelidad de Juana a la Iglesia. Beatificada por el Papa Pío X en 1909, la Doncella fue canonizada el 16 de mayo de 1920 por Benedicto XV, y nombrada patrona secundaria de Francia (Nuestra Señora es su patrona principal) el 2 de marzo de 1922.

«Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, fue como la respiración de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El “Misterio de la caridad de Juana de Arco”, que tanto fascinó al poeta Charles Péguy, es este total amor a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa comprendió que el Amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre estuvo en primer lugar durante toda su vida, según su bella afirmación: “Nuestro Señor ha de ser servido el primero”. Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad» (ibídem). Que la santa de la patria francesa nos conceda ese amor ardiente de Jesús, el único que puede renovar la sociedad.
 Dom Antoine Marie osb


Para leer catequesis de Benedicto XVI - Uno de los aspectos más originales de la santidad de Santa Juana de Arco es el vínculo entre experiencia mística y misión política - Benedicto XVI





Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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