miércoles, 13 de mayo de 2020

El mensaje de Fátima es en esencia el del Evangelio



En 1985, el cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue preguntado por el periodista italiano Vittorio Messori acerca de la tercera parte del «secreto de Fátima», que aún no había sido revelada. Ante la inquietud que demostraba el periodista sobre los «terribles» acontecimientos que, supuestamente, predecía ese secreto, el futuro Papa respondía: «Incluso si así fuera, ello no haría sino confirmar la parte ya conocida del mensaje de Fátima. Pues desde ese lugar se hizo una severa advertencia, que choca con la superficialidad dominante, un esclarecimiento sobre la seriedad de la vida, de la Historia, sobre los peligros que amenazan a la Humanidad. Es lo mismo que recuerda Jesús muy a menudo, diciendo sin temor alguno: Y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo (Lc 13, 3). La conversión – Fátima lo recuerda plenamente– es una exigencia perpetua de la vida cristiana» (Informe sobre la fe, Biblioteca de Autores Cristianos, 1986).

Esa llamada a la conversión, por exigente que sea, es obra del Corazón infinitamente amoroso de Nuestro Señor. En su solicitud maternal para con nosotros, la Santísima Virgen vino para darnos de nuevo ese mensaje. Durante sus apariciones sucesivas en Fátima, la Virgen, modelo de sabiduría y de bondad sin igual, nos manifiesta su pedagogía sobrenatural. Con motivo de la primera aparición, acontecida el 13 de mayo de 1917, educa a los tres jóvenes videntes según el deseo del Cielo: mientras María, de extraordinaria belleza, envuelta en una luz y vestida completamente de blanco y con un velo que le llega hasta los pies, se presenta ante Lucía, ésta, la de mayor edad del grupo, le pregunta: «¿De qué lugar sois, señora? – Vengo del Cielo. – ¿Y qué deseáis de nosotros? – Vengo a pediros que os presentéis en este mismo lugar cinco veces seguidas, a esta misma hora, el día 13 de cada mes. Después, ya os diré quién soy y lo que deseo de vosotros. – ¡Venís del Cielo!« y yo, ¿iré al Cielo? – Sí que irás. – ¿Y Jacinta? – También. – ¿Y Francisco? – También irá; pero tiene que rezar el rosario«».


El Cielo es el objetivo de nuestra existencia. «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada» (Catecismo de la Iglesia CatólicaCEC, 1). Quienes mueren en la gracia y en la amistad de Dios, y que son perfectamente purificados, entran en el Cielo, donde son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven tal cual es (cf.1 Jn 3, 2), cara a cara (cf, 1 Co 13, 12). Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). Esa vida de perfecta comunión y de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y los santos, además de ser fruto del don gratuito de Dios, es la realización de las más profundas aspiraciones del hombre, el estado de felicidad suprema y definitiva. Porque Dios, en efecto, ha depositado en el corazón humano el deseo de felicidad, a fin de atraerlo a Él. La esperanza del Cielo nos enseña que la verdadera felicidad no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor (cf. CEC, 1723). «Sólo Dios sacia», afirma santo Tomás de Aquino.

«¡Sí, queremos!»
Tras haber fortificado a los niños con la inestimable promesa del Cielo, la dama les introduce en el misterio de la Redención, pidiéndoles con exquisita delicadeza que se asocien a él: «¿Queréis ofreceros a Dios para hacer sacrificios y aceptar voluntariamente todos los sufrimientos que quiera enviaros, en reparación de los pecados que ofenden a su divina majestad? Queréis sufrir para obtener la conversión de los pecadores, para reparar las blasfemias, así como todas las ofensas dirigidas al Corazón Inmaculado de María? – ¡Sí, queremos!, responde Lucía. – Sufriréis mucho, pero la gracia de Dios os asistirá y os apoyará siempre». Mientras pronuncia esas palabras, la aparición abre las manos, y con ese gesto derrama sobre los videntes un haz de luz misteriosa que penetra en sus almas, de suerte que se ven ellos mismos en Dios.

El 13 de julio siguiente, la Virgen desvela a los niños una terrorífica realidad: «Nuestra Señora nos mostró un gran mar de fuego que parecía encontrarse bajo tierra, y donde estaban, sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fueran brasas transparentes, negras o tostadas, con forma humana. Se encontraban flotando en ese incendio, levantados por las llamas que salían de ellos mismos, entre nubes de humo. Caían por todos los lados, como caen las chispas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que causaban horror y hacían temblar de espanto. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes y negros. Aquella visión sólo duró un momento, gracias a nuestra Madre del Cielo, que nos había prevenido antes, prometiéndonos que nos llevaría al Cielo. De otro modo, creo que habríamos muerto de espanto y de miedo. Luego, alzamos la vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: «Lo que habéis visto es el infierno, donde van a parar las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. Si se hace lo que voy a deciros, muchas almas se salvarán y habrá paz»».

Una prueba más
La existencia del infierno suscita discusiones. Sor Lucía escribía lo siguiente algunos años antes de su muerte, acontecida el 13 de febrero de 2005: «En el mundo, no faltan incrédulos que nieguen esas verdades, pero no por el hecho de ser negadas dejan éstas de existir; y esa incredulidad no les libra de los tormentos del infierno si su vida de pecado les conduce a él« En Fátima, (Dios) nos envió su mensaje como una prueba más de esas verdades. Y nos recuerda ese mensaje para que no nos dejemos engañar por las falsas doctrinas de los incrédulos que las niegan y de los descarriados que las deforman. Siguiendo esa finalidad, el mensaje nos asegura que el infierno es una verdad, y que allí van a parar las almas de los pobres pecadores» (Llamadas del mensaje de Fátima, Editorial Planeta, 2003).

Durante su vida pública, nuestro Salvador Jesús insiste con frecuencia en el tema del infierno, de la gehenna, del fuego que no se apaga (cf. Mc 9, 43-48), reservado a quienes se niegan hasta el final de su vida a creer y a convertirse, y donde pueden perderse a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Así nos lo recuerda el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (núm. 395): «El pecado mortal destruye en nosotros la caridad, nos priva de la gracia santificante y conduce a la muerte eterna del infierno si no existe arrepentimiento». El magisterio de la Iglesia se ha expresado a menudo sobre este asunto; el propio Papa Pío XII subrayaba el 23 de marzo de 1949: «La predicación de las principales verdades de la fe y de los fines últimos, no solamente no ha perdido vigencia en la actualidad, sino que se ha convertido más que nunca en necesaria y urgente, incluso la predicación sobre el infierno. Hay que tratar sin duda este asunto con dignidad y prudencia, pero en lo que se refiere a la sustancia de esa verdad, la Iglesia tiene, ante Dios y ante los hombres, el sagrado deber de anunciarla y enseñarla, sin atenuación alguna, tal como Cristo la reveló, y no existe ninguna circunstancia temporal que pueda disminuir el rigor de esa obligación. Ella condiciona en conciencia a todos los sacerdotes, pues, ya sea en el ministerio ordinario o extraordinario, se les confía el cuidado de instruir, de advertir y de guiar a los fieles. Si bien es verdad que el deseo del Cielo es en sí un motivo más perfecto que el temor de las penas eternas, no por ello se deduce que resulte el motivo más eficaz para alejar a todos los hombres del pecado y convertirlos a Dios».

La preocupación de una Madre
Así pues, no nos debe extrañar la intervención de la Virgen con los niños de Fátima. Como buena Madre que se preocupa por nosotros, realiza advertencias para nuestra salvación eterna y nuestra conversión. El 13 de octubre de 1917, dice a los pequeños videntes: «Los hombres deben corregirse, pedir perdón por sus pecados; deben dejar de ofender a Dios Nuestro Señor, que ya ha sido demasiado ofendido». A partir de entonces, a los niños les resulta imposible reprimir las lágrimas ante el recuerdo de la tristeza reflejada en el rostro de la aparición. Lucía comentará así esas palabras de Nuestra Señora: «¡Cuán amoroso es el lamento y la súplica que contienen! ¡Oh! ¡Cuánto me gustaría que resonasen en el mundo entero y que todos los hijos de la Madre celestial escucharan su voz!».

El mensaje de Fátima es en esencia el del Evangelio. Desde el principio de su vida pública, Nuestro Señor proclamó: El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva (Mc 1, 15). Esta llamada está constantemente presente en el centro de la predicación de la Iglesia. San Benito la expone ya en el prólogo de su Regla: «Escucha, hijo mío, estos preceptos de un maestro, inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia« Pues para eso se nos conceden como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, según nos lo dice el Apóstol: ¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia? (Rm 2, 4). Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez 18, 23)».

Convertirse, cambiar de vida, significa volver el rostro a Dios, manifestándole nuestro arrepentimiento por haberle ofendido. Especialmente afectado por la tristeza de Nuestra Señora cuando ésta pide que se deje de ofender a su Hijo, Francisco siente el deseo de consolarlo, empezando por abstenerse de todo pecado. «¡Amo tanto a Nuestro Señor! ¡Pero está tan triste a causa de todos nuestros pecados! ¡No, ya no cometeremos ningún pecado!». Por eso, los tres niños están dispuestos a afrontar las persecuciones y la muerte antes que mentir para librarse de las contradicciones. Sin embargo, el cambio de vida supone, además de la confesión sacramental para recibir el perdón de los pecados, la mortificación del corazón y de los sentidos para reparar los pecados anteriores y unirse a Cristo en la Pasión. Es un hecho destacable que las apariciones encendieron en los corazones de los tres videntes un celo ardiente por compartir los sufrimientos de Cristo. Por ejemplo, deciden entregar la merienda diaria a niños pobres, contentándose con lo que pueden encontrar en la naturaleza. Un día, la madre de uno de los niños les llama para que coman unos higos de una variedad suculenta. Jacinta se sienta junto al cesto, deleitándose sólo con pensar en comer frutas tan hermosas, pero, después de tomar una, cambia de repente de opinión: «Todavía no hemos hecho ningún sacrificio por los pecadores, así que hagamos éste». Y vuelve a colocar el higo en el cesto.

Cuando la gracia de Dios penetra en un alma, ésta no se contenta con hacer penitencia por sus propios pecados, sino que desea también sacrificarse por los demás. De ese modo, durante la larga y cruel enfermedad que se la llevará el 20 de febrero de 1920, Jacinta recibe ánimos gracias a la constatación de que sus sufrimientos, unidos a los de su Salvador, convertirán pecadores y les evitarán la condenación eterna. Aquella niña delicada, gruñona por naturaleza, se ha transformado en una persona paciente e incluso fuerte ante el sufrimiento. Poco antes de morir, le dice a sor María Purificación Godinho, la religiosa que la cuida: «La mortificación y los sacrificios agradan mucho a Nuestro Señor. ¡Oh! Evite el lujo. Evite las riquezas. Estime la santa pobreza. Sea muy caritativa, incluso con los malos. No hable nunca mal de nadie, y huya de quienes hablan mal de los demás. Sea muy paciente, porque la paciencia conduce al Cielo. ¡Rece mucho por los pecadores! Rece mucho por los sacerdotes, por los religiosos y por los gobernantes. Los sacerdotes deberían ocuparse únicamente de los asuntos de la Iglesia. Deben ser puros, muy puros. La desobediencia de los sacerdotes y de los religiosos a sus superiores y al Santo Padre ofende mucho a Nuestro Señor».

La penitencia que Dios espera
¿Cuáles son los sacrificios que más agradan a Dios? Unos meses antes de la primera aparición de Nuestra Señora, los niños recibieron la visita de un ángel, quien les dijo lo siguiente: «Sobre todo, aceptad y soportad los sufrimientos que el Señor os envíe». Muchos años después, en 1943, sor Lucía escribirá: «El Señor desea fervientemente el retorno de la paz, pero está afligido de ver un número tan exiguo de almas en estado de gracia y dispuestas a practicar los sacrificios que les pide para adherirse a la fe. Y lo que Dios exige ahora es precisamente la penitencia, el sacrificio que cada uno debe imponerse para poder vivir una vida justa en conformidad con su ley. Como mortificación, desea que se cumpla de manera sencilla y recta con las tareas cotidianas, así como la aceptación de las penas y preocupaciones; y desea, además, que demos a conocer claramente ese camino a las almas, pues son muchos los que, entendiendo la palabra penitencia en el sentido de «grandes austeridades», y no sintiéndose ni con fuerzas ni con generosidad, se desaniman y caen en una vida de indiferencia y de pecado». Nuestro Señor dirá también a Lucía: «El sacrificio que se le exige a cada uno es cumplir con su propio deber y observar mi ley; lo que ahora pido y exijo es la penitencia».

La recomendación del rosario se encuentra, igualmente, en el centro de las apariciones de Fátima, y la Virgen habla de él en diferentes ocasiones. En 1917, el mundo sigue inmerso en los horrores de la primera guerra mundial, sin que nadie vislumbre una salida. Cuando se produce la tercera aparición, el 13 de julio, Nuestra Señora insiste: «Hay que rezar todos los días el rosario en honor a la Virgen, para conseguir que termine la guerra mediante su intercesión, porque solamente ella puede acudir en nuestra ayuda». Y el 13 de octubre, ella misma se nombra como «Nuestra Señora del Rosario». Y en esa plegaria tradicional, ella pide que se añada, al final de cada decena, la siguiente invocación: «¡Oh, Jesús! Perdona nuestros pecados; presérvanos del fuego del infierno y conduce al Cielo a todas las almas, sobre todo a las que más necesitan de tu misericordia». Efectivamente, el auxilio de la gracia de Dios se extiende lo más lejos posible, de forma que nadie es excluido de la voluntad salvífica de Dios, ni por consiguiente de la solicitud maternal de María, que nos enseña el papel primordial de la oración en la obra de la salvación. «Hay que rezar mucho para impedir que las almas vayan al infierno», repetía a menudo Jacinta.

«Tomad entre las manos el rosario»
«El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo« La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación» (Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, 16 de octubre de 2002, 18, 39). Por eso hoy en día, en un momento en que nuestro mundo, que ha rechazado a Jesucristo, se precipita hacia el abismo, con gran perjuicio para las almas, el recurso al santo rosario es más que nunca necesario. Así pues, sigamos la recomendación de Juan Pablo II: «Se ha de volver a rezar en familia y a rogar por las familias, utilizando todavía esta forma de plegaria. La familia que reza unida, permanece unida« Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras, familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario« ¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! (ibíd. 41, 43).

«Ten piedad del corazón de tu Madre»
El mensaje de Fátima implica igualmente la devoción al Corazón Inmaculado de María. El 13 de junio de 1917, la Virgen muestra a los niños su corazón herido en medio de las espinas, dirigiéndose a Lucía en estos términos: «Es necesario que permanezcas en la tierra. Jesús quiere servirse de ti para hacer que me conozcan y me amen; quiere extender por el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. Prometo la salvación a quienes abracen esa devoción, y sus almas serán amadas por Dios con amor predilecto, como flores depositadas por mí ante su trono». Con motivo de una posterior aparición, acontecida en el convento de Pontevedra (España) el 10 de diciembre de 1925, Nuestra Señora mostró su Corazón a sor Lucía, mientras que a su lado se hallaba el Niño Jesús. Éste dijo a Lucía: «Ten piedad del Corazón de tu Santa Madre, que está cubierto de espinas, y que los hombres ingratos le clavan continuamente sin que nadie realice un acto de reparación para arrancárselas». Y María añadió: «Observa, hija mía, este Corazón mío rodeado de espinas que los hombres ingratos le clavan continuamente mediante sus blasfemias e ingratitudes. Tú, por lo menos, procura consolarme, y diles de mi parte a todos los que, el primer sábado de cinco meses consecutivos, después de haberse confesado y de recibir la Sagrada Comunión, recen un rosario y me hagan compañía durante un cuarto de hora meditando los misterios del rosario a fin de pedirme perdón, que prometo asistirles en la hora de su muerte, con todas las gracias necesarias para la salvación de sus almas».

Podríamos preguntarnos cuáles son esos ultrajes que tanta pena causan al Corazón de Nuestra Señora. Generalmente, son todos los pecados que ofenden a Dios. Entre ellos hay algunos que ofenden especialmente al Corazón de nuestra Madre del Cielo: en primer lugar, las blasfemias contra sus tres grandes privilegios (su Concepción Inmaculada, su Virginidad perpetua y su Maternidad divina); luego, los ultrajes contra las imágenes que la representan y, finalmente, el crimen de quienes enseñan a los niños a despreciar, a burlarse e incluso a odiar a su Madre del Cielo. Sin duda, hay que contar entre lo que ofende especialmente a su Corazón Inmaculado las faltas a la virtud de la pureza. A propósito de ello, Jacinta compartirá con sor María Purificación las palabras recibidas de Nuestra Señora: «Los pecados que más almas llevan al infierno son los pecados de impureza. Vendrán ciertas modas que ofenderán mucho a Nuestro Señor. Las personas que sirven a Dios no deben seguir esas modas». La propia Jacinta, poco antes de morir, decía también a Lucía: «Permanecerás aún aquí en la tierra para que los hombres puedan saber que el Señor quiere extender en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María. Recuerda a todo el mundo que Dios quiere concedernos sus gracias a través del Corazón Inmaculado de María, y que hay que pedírselas a ese Corazón Inmaculado« El Corazón de Jesús quiere que el Corazón Inmaculado de María sea venerado junto al suyo».

El mensaje de Fátima sigue estando de actualidad. En pleno tercer milenio, el Papa Juan Pablo II se expresaba del siguiente modo con motivo de la beatificación de Francisco y de Jacinta: «El mensaje de Fátima es una llamada a la conversión; apela a la humanidad para que no siga el juego del dragón, cuya cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipita sobre la tierra (Ap 12, 4). El fin último del hombre es el Cielo, su verdadera casa, donde el Padre celestial, en su amor misericordioso, está esperando a todos. Es voluntad de Dios que nadie se pierda, y por eso envió a la tierra hace dos mil años a su Hijo, para buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Él nos salvó mediante su muerte en la cruz. ¡Que nadie convierta en vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). En su solicitud maternal, la Santísima Virgen María se presentó aquí, en Fátima, para pedir a los hombres que «dejaran de ofender a Dios Nuestro Señor, que está ya muy ofendido». Es el dolor de una madre lo que la obliga a hablar, pues lo que está en juego es el destino de sus hijos. Por eso les pide a los jóvenes pastores: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues son muchas las almas que acaban en el infierno porque nadie reza y se sacrifica por ellas!»» (13 de mayo de 2000).

Ojalá contribuyamos al establecimiento en el mundo de la devoción al Corazón Inmaculado de María, para conducir a gran número de almas a la conversión y a un ardiente amor por Jesús y María.


Dom Antoine Marie osb



Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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