SAN JUAN
PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 13 de diciembre de 1995
Miércoles 13 de diciembre de 1995
Presencia de María en el concilio Vaticano II
(Lectura: Cántico de Isaías, capítulo 61, versículos 10 y
11)
1. Quisiera detenerme hoy a reflexionar sobre la presencia
especial de la Madre de la Iglesia en un evento eclesial que es seguramente el
más importante de nuestro siglo: el concilio ecuménico Vaticano II, que inició
el Papa Juan XXIII, la mañana del 11 de octubre de 1962, y concluyó Pablo VI el
8 de diciembre de 1965.
En efecto, la Asamblea conciliar se caracterizó, desde su
convocación, por una singular dimensión mariana. Ya en la carta
apostólica Celebrandi concilii oecumenici, mi venerado
predecesor el siervo de Dios Juan XXIII había recomendado el recurrir a la
poderosa intercesión de María «Madre de la gracia y patrona celestial del
Concilio» (11 de abril de 1961: AAS 53 [1961] 242).
Posteriormente, en 1962, en la fiesta de la Purificación de
María, el Papa Juan fijaba la apertura del Concilio para el 11 de octubre,
explicando que había escogido esa fecha en recuerdo del gran concilio de Éfeso,
que precisamente en esa fecha había proclamado a María Theotokos, Madre
de Dios (motu proprio Concilium: AAS 54 [1962] 67-68). A la
que es «Auxilio de los cristianos, Auxilio de los obispos» el Papa en el
discurso de apertura encomendaba el Concilio mismo, implorando su asistencia
maternal para la feliz realización de los trabajos conciliares (AAS 54
[1962] 795).
A María dirigen expresamente su pensamiento también los
padres del Concilio que, en el mensaje al mundo, durante la apertura de las
sesiones conciliares, afirman: «Nosotros, sucesores de los Apóstoles, que
formarnos un solo cuerpo apostólico, nos hemos reunido aquí en oración unánime
con María, Madre de Jesús» (Acta synodulia, I, I, 254),
vinculándose de este modo, en la comunión con María, a la Iglesia primitiva que
esperaba la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
2. En la segunda sesión del Concilio se propaso introducir
el tratado sobre la bienaventurada Virgen María en la constitución sobre la
Iglesia. Esta iniciativa, aunque fue recomendada expresamente por la Comisión
teológica, suscitó diversidad de opiniones.
Algunos, considerándola insuficiente para poner de relieve
la especialísima misión de la Madre de Jesús en la Iglesia, sostenían que sólo
un documento separado podría expresar la dignidad, la preeminencia, la santidad
excepcional y el papel singular de María en la redención realizada por su Hijo.
Además, considerando a María, en cierto modo, por encima de la Iglesia,
manifestaban el temor de que la opción de insertar la doctrina mariana en el
tratado sobre la Iglesia no pusiese suficientemente de relieve los privilegios
de María, reduciendo su función al nivel de los demás miembros de la Iglesia (cf.
Acta synodalia II, III, 338-342).
Otros, en cambio, se manifestaban a favor de la propuesta
de la Comisión teológica, que trataba de incluir en un único documento la
exposición doctrinal sobre María y sobre la Iglesia. Según estos últimos,
dichas realidades no se podían separar en un concilio que, poniéndose como meta
el redescubrimiento de la identidad y de la misión del pueblo de Dios, debía
mostrar su conexión íntima con la mujer que es modelo y ejemplo de la Iglesia
en la virginidad y en la maternidad. Efectivamente, la santísima Virgen, en su
calidad de miembro eminente de la comunidad eclesial, ocupa un puesto especial
en la doctrina de la Iglesia. Además, al poner el acento sobre el nexo entre
María y la Iglesia, se hacía más comprensible a los cristianos de la Reforma la
doctrina mariana propuesta por el Concilio (cf. ib., II, III,
343-345).
Los padres conciliares, animados por el mismo amor a María,
trataban así de privilegiar aspectos diversos de su figura, manifestando
posiciones doctrinales diferentes. Unos contemplaban a María principalmente en
su relación con Cristo; otros la consideraban más bien como miembro de la
Iglesia.
3. Después de una confrontación densa de doctrina y atenta
a la dignidad de la Madre de Dios y a su particular presencia en la vida de la
Iglesia, se decidió insertar el tratado mariano en el documento conciliar sobre
la Iglesia (cf. ib., II, III, 627).
El nuevo esquema sobre la santísima Virgen, elaborado para
ser integrado en la constitución dogmática sobre la Iglesia, manifiesta un
progreso doctrinal real. El acento puesto en la fe de María y una preocupación
más sistemática por fundar la doctrina mariana en la Escritura constituyen
elementos significativos y útiles para enriquecer la piedad y la consideración
del pueblo cristiano hacia la bendita Madre de Dios.
Asimismo, con el paso del tiempo, los peligros de
reduccionismo, que habían temido algunos padres, resultaron infundados: se
reafirmaron ampliamente la misión y los privilegios de María; se puso de
relieve su cooperación en el plan divino de salvación; y se manifestó de forma
más evidente la armonía de esa cooperación con la única mediación de Cristo.
Además, por primera vez el magisterio conciliar proponía a
la Iglesia una exposición doctrinal sobre el papel de María en la obra
redentora de Cristo y en la vida de la Iglesia.
Por tanto, debemos considerar la opción de los padres
conciliares una decisión verdaderamente providencial, que resultó ser muy
fecunda para el trabajo doctrinal sucesivo.
4. En el curso de las sesiones conciliares muchos padres
expresaron su deseo de enriquecer ulteriormente la doctrina mariana con otras
afirmaciones sobre el papel de María en la obra de la salvación. El contexto
particular en que se desarrolló el debate mariológico del Vaticano II no
permitió acoger tales deseos, aun siendo consistentes y generalizados, pero, en
su conjunto, la elaboración conciliar sobre María es vigorosa y equilibrada, y
los mismos temas sin estar plenamente definidos, consiguieron espacios
significativos en el tratado global.
Así, las dudas de algunos padres ante el título de
Mediadora no impidieron que el Concilio utilizara en una ocasión dicho título,
y que afirmara en otros términos la función mediadora de María desde el
consentimiento al anuncio del ángel hasta la maternidad en el orden de la
gracia (cf. Lumen gentium, 62).
Además, el Concilio afirma su cooperación «de manera totalmente singular» a la
obra que restablece la vida sobrenatural de las almas (ib. 61).
Finalmente, aunque evita utilizar el título de Madre de la
Iglesia, el texto de la Lumen gentium subraya
claramente la veneración de la Iglesia a María como Madre amantísima.
De toda la exposición del capítulo VIII de la constitución
dogmática sobre la Iglesia resulta claro que las cautelas terminológicas no
obstaculizaron la exposición de una doctrina de fondo muy rica y positiva,
expresión de la fe y del amor a la mujer que la Iglesia reconoce Madre y modelo
de su vida.
Por otra parte, los diferentes puntos de vista de los
padres, que surgieron en el curso del debate conciliar, resultaron
providenciales porque, fundiéndose en composición armónica, ofrecieron a la fe
y a la devoción del pueblo cristiano una presentación más completa y
equilibrada de la admirable identidad de la Madre del Señor y de su papel
excepcional en la obra de la redención.
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