BREVE DEL
PAPA LEÓN XIII
“Próvida Matris Charitáte”
SOBRE LA DEVOCIÓN AL ESPÍRITU SANTO
A todos los fieles que lean la presente carta, Salud y Bendición Apostólica
Sumamente digno de providente caridad maternal
es el voto que la Iglesia nunca deja de presentar a Dios, a fin que en el
pueblo cristiano, dondequiera se encuentre, “una sea la fe en las mentes, una
la piedad en las obras”. Del mismo modo, Nos, que, como ejercitamos en la
tierra las veces del Divino Pastor y Nos empleamos en imitar su ánimo,
igualmente no dejamos en ninguna manera de alimentar tal propósito entre las
gentes católicas; y ahora con mayor celo nos comprometemos en los pueblos que
ya por largo tiempo y con gran deseo la Iglesia misma está reclamando a sí. En
verdad es bien conocido, y cada día se hace más manifiesto, de dónde habíamos
obtenido principalmente la inspiración y atendíamos los desarrollos para estos
nuestros propósitos y Nuestros empeños: sin duda de Aquél que con buen derecho
es invocado como Padre de las misericordias, y que ilumina las mentes y
benignamente doblega la voluntad ante la salvación.
Ciertamente no puede escapar a los católicos cuan
grande es el valor y la importancia de estas Nuestras iniciativas; de hecho, de
ellas depende, unidamente al engrandecimiento del honor divino y a la gloria
del nombre cristiano, la salvación eterna de muchísimas almas. Si los mismos
católicos quisieran meditar estas cosas con el debido espíritu religioso,
ciertamente probarían en sí más poderosamente el estímulo y la llama de aquella
caridad suprema la cual, por gracia de Dios, no retrocede nunca y todo intenta
en favor de los hermanos. Así habrá, como Nos vivamente deseamos, que los
católicos prontamente se unan a Nos, no solo en la confianza de un buen suceso,
sino también en el aporte de la búsqueda de cualquier posible ayuda; ante todo
de aquella que desciende de Dios por obra de humilde y santa oración.
A este oficio de piedad ningún tiempo parece más
adecuado que aquel en el cual ya los Apóstoles, después de la ascensióne del
Señor al cielo, se recogieron “perseverando unánimes en oración con María, la
Madre de Jesús” (Actas 1, 14), esperando “la virtud prometida de lo alto” y los
dones de todos los carismas. En el augusto Cenáculo, para el misterio del
adveniente Paráclito, la Iglesia, que ya estaba concebida por Cristo, con Su
muerte nació como impulsada por un soplo divino: había comenzado felizmente su
misión entre todas las gentes para conducirla a la única nueva fe de la vida
cristiana. En breve tempo se siguieron copiosos y relevantes frutos, entre los
cuales aquella suma unión de voluntad nunca suficientemente recomendada como
ejemplo: “La multitud de los creyentes era un solo corazón y una sola alma”
(Actas 4, 32).
Por tal motivo habíamos considerado oportuno
excitar con Nuestra exhortación y con Nuestra invitación la piedad de los
católicos, a fin de que, según el ejemplo de la Virgen Madre y de los Santos
Apóstoles, en la inminente novena en preparación a la solemnidad del sagrado
Pentecostés, quieran concordes y con extraordinario ardor dirigirse a Dios,
insistiendo en la súplica: “Envía, Señor, tu Espíritu, y todo será creado: y
renovarás la faz de la tierra”.
Puesto que Él es esencialmente caridad y a Él en modo remarcable se atribuyen las obras de amor, es de esperar intensamente que por obra suya —frenado el creciente espíritu del error y de la malicia— se hagan más estrechos y se mantenga el consenso y la unión de las alas, como corresponde a los hijos de la Iglesia. Hijos que, según la exhortación del Apóstol, no deben nunca obrar litigiosamente, sino tener un mismo modo de sentir y unánimes en el mismo vínculo de caridad (Filipenses 2, 2-3); y así, siendo perfecta Nuestra alegría, hagan, por tanto, más seguira y floreciente la sociedad civil. Por este ejemplo de cristiana concordia entre los católicos, por este religioso compromiso de orar al divino Paráclito se puede esperar grandemente que se promueva la reconciliación de los hermanos disidentes, de los cuales hemos cuidado particularmente, a fin de que ellos sientan igualmente los sentimientos “que tuvo Cristo Jesús” (Filipenses 2, 5), participando un día con Nosotros en la fe y la esperanza, estrechados por los dulcísimos vínculos de la perfecta caridad.
Además de las ventajas que ciertamente por esta
piedad los fieles recibirán de Dios, aquellos que respondan con plena
disponibilidad a Nuestras exhortaciones, gustaríamos acrecentar el tesoro de la
Iglesia, el preio de las sagradas Indulgencias.
Por tanto, a los fieles que durante nueve días
seguidos, antes de Pentecostés, cada día dirigieren con devoción, sea en
público, sea en privado, oraciones particulares al Espíritu Santo, concedemos
para cada día una indulgencia de siete años y otras tantas cuarentenas; e
Indulgencia plenaria una sola vez en cualquiera de los dichos días, o en el
mismo día de Pentecostés, o en uno de los días de la octava, siempre que
confesados y comulgados oraren según Nuestra intención arriba expresada. Además
de esto, concedemos también a quienes, por su piedad, rezaren nuevamente en las
mismas condiciones en los ocho días siguientes de Pentecostés, que puedan
lucrar de nuevo las mismas indulgencias. También declaramos y decretamos que
dichas indulgencias pueden aplicarse en sufragio de las Benditas Ánimas del
Purgatorio, y que valdrán también para los años venideros, salvo cualquier
prescripción de costumbre y de derecho.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del
Pescador, a 15 de Mayo del año 1895, 18º de nuestro Pontificado. LEÓN PP. XIII
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