Jose Maria Iraburu.
Por obra del Espíritu Santo.
Por obra del Espíritu Santo.
4
Los siete dones del Espíritu
Siete dones. Correspondencia entre virtudes y dones.
1. El don de temor. Sagrada Escritura. Teología. Santos.
Disposición receptiva.
2. El don de fortaleza. Sagrada Escritura. Teología. Santos.
Disposición receptiva.
3. El don de piedad. Sagrada Escritura. Teología. Santos.
Disposición receptiva.
4. El don de consejo. Sagrada Escritura. Teología. Santos.
Disposición receptiva.
5. El don de ciencia. Sagrada Escritura. Teología. Santos.
Disposición receptiva.
6. El don de entendimiento. Sagrada Escritura. Teología.
Santos. Disposición receptiva.
7. El don de sabiduría. Sagrada Escritura. Teología. Santos.
Disposición receptiva.
Siete dones
La tradición espiritual y teológica entiende
que son siete los dones del Espíritu Santo, y halla la raíz de su
convencimiento en la Sagrada Escritura, especialmente en algunos lugares
principales.
En Isaías 11, 2-3, concretamente, se asegura
que en el Mesías esperado habrá una plenitud total de los dones del Espíritu
divino. No le serán dados estos dones con medida, como a Salomón se le da la
sabiduría o a Sansón la fortaleza, sino que sobre él reposará el Espíritu de
Yahavé con absoluta plenitud.
No entro aquí acerca de si los dones son seis o son
siete, según el texto original y la versión de los Setenta y de la Vulgata,
pues habríamos de analizar cuestiones exegéticas demasiado especializadas para
nuestro intento.
Los Padres antiguos vieron también aludidos los
siete dones del Espíritu Santo en aquellos septenarios del
Apocalipsis que hablan de siete espíritus de Dios (1,4; 5,6), siete
candeleros de oro (1,12), siete estrellas (1,16), siete antorchas (4,5), siete
sellos (5, 1.5), siete ojos y siete cuernos del Cordero (5,6).
Éstos y otros lugares de la Escritura fueron
estimulando desde antiguo en la historia de la teología y de la espiritualidad
una doctrina sistemática de los siete dones del Espíritu Santo, que alcanza su
madurez en la teología de Santo Tomás, que ya hemos estudiado anteriormente,
aunque sea en forma muy breve.
Correspondencia entre virtudes y dones
Santo Tomás enseña que todos los dones del Espíritu
Santo están vinculados entre sí, de tal modo que se potencian mutuamente: el
don de fortaleza, por ejemplo, ayuda al de consejo, y éste abre camino al don
de ciencia, etc. Y a su vez todos los dones están vinculados con la caridad
teologal (STh I-II,68,5).
A esa doctrina muy firme, añade el Doctor común
otras explicaciones más opinables, en las que señala que hay también una
especial correspondencia entre cada una de las virtudes y los dones del
Espíritu Santo, que vienen a perfeccionarlas en su ejercicio
(STh I-II,68-69; II-II, 8. 9. 19. 45. 52. 121. 139.141 ad3m).
Virtudes teologales Dones del Espíritu
(sobre el
fin) Santo
Caridad Sabiduría
Fe Ciencia y
Entendimiento
Esperanza Temor
Virtudes morales
(sobre los medios)
Prudencia Consejo
Justicia Piedad
Fortaleza Fortaleza
Templanza Temor
Todos los dones del Espíritu Santo son
perfectísimos, evidentemente. Sin embargo, la tradición teológica y espiritual
suele ver en ellos una escala ascendente de menor a mayor excelencia: en la
base pone el temor de Dios y en la cumbre el don de sabiduría.
Notemos, por último, antes de examinar uno a uno
los diferentes dones del Espíritu Santo, que todos ellos, aunque sean hábitos
infusos distintos, son participaciones en un mismo y solo Espíritu, que obra
así en el hombre al modo divino. El apóstol Pablo expresa esto en palabras muy
breves, pero muy exactas: «hay diversidad de dones, pero uno solo es el
Espíritu» (1Cor 12,4).
1
El don de temor
Sagrada Escritura
La Biblia inculca desde el principio a los hombres
el santo temor de Dios: «Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios?
Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas
al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los
mandamientos del Señor y sus leyes, para que seas feliz» (Dt 10,12-13). En este
texto, y en otros muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios implica
en la Escritura veneración, obediencia y sobre todo amor.
También Jesucristo, siendo para nosotros «la
manifestación de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nos
enseña el temor reverencial que debemos al Señor, cuando nos dice:
«temed a Aquél que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt
10,28).
Sabe nuestro Maestro que «el amor perfecto echa
fuera el temor» (1Jn 4,18). Pero también sabe que, cuando el amor es
imperfecto, el amor y el servicio de Dios implican un temor reverencial. Y como
en seguida lo veremos en los santos, un amor perfecto a Dios lleva consigo un
indecible temor a ofenderle.
Teología
El don de temor es un espíritu, es decir, un
hábito sobrenatural por el que el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme
sobre todas las cosas ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco,
y desea sometarse absolutamente a la voluntad divina (+STh II-II,19). Dios
es a un tiempo Amor absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo
amado y reverenciado.
No es, por supuesto, el don de temor de Dios
un temor servil, por el que se pretende guardar fidelidad al Señor única o
principalmente por temor al castigo. Para que el temor de Dios sea don del
Espíritu Santo ha de ser un temor filial, que, principalmente al principio
o únicamente al final, se inspira en el amor a Dios, es decir, en el horror a
ofenderle.
El don de temor de Dios intensifica y purifica
todas las virtudes cristianas, pero algunas de ellas, como veremos ahora, están
más directamente relacionadas con él.
El temor de Dios y la esperanza enseñan
al hombre a fiarse sólamente de Dios y a no poner la confianza en las criaturas
-en sí mismo, en otros, en las ayudas que pueda recibir-. Por eso aquel
que verdaderamente teme a Dios es el único que no teme a nada en este
mundo, ya que mantiene siempre enhiesta la esperanza. El justo «no temerá las
malas noticias, pues su corazón está firme en el Señor; su corazón está seguro,
sin temor» (Sal 111,7-8). En realidad, no hay para él ninguna mala
noticia, pues habiendo recibido el Evangelio, la Buena Noticia, ya está seguro
de que todas las noticias son buenas, ya sabe ciertamente
que todo colabora para el bien de los que aman a Dios (Rm 8,28).
Por eso, cuando el cristiano está asediado entre
tantas adversidades del mundo, se dice: «levanto mis ojos a los montes, ¿de
dónde me vendrá el auxilio?»; y concluye: «el auxilio me viene del Señor, que
hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).
El temor de Dios y la templanza libran al
cristiano de la fascinación de las tentaciones, pues el temor sobrehumano de
ofender al Señor aleja de toda atracción pecaminosa, por grande que sea la
atracción y por mínimo que sea el pecado. Para pecar hace falta mantener ante
Dios un atrevimiento que el temor de Dios elimina totalmente.
El temor de Dios fomenta la virtud de la
religión, lleva a venerar a Dios y a todo lo sagrado, es decir, a tratar con
respeto y devoción todas aquellas criaturas especialmente dedicadas a la
manifestación y a la comunicación del Santo.
Quien habla de Dios o se comporta en el templo, por
ejemplo, sin el debido respeto, no está bajo el influjo del don de temor de
Dios. En efecto, hemos de «ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con
religiosa piedad y reverencia» (Heb 12,28). El mismo Verbo divino encarnado,
Jesucristo, nos da ejemplo de esto, pues «habiendo ofrecido en los días de su
vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas, fue
escuchado por su reverencial temor» (5,7).
El temor de Dios, en fin, nos guarda en la
humildad, que sólo es perfecta, como fácilmente se entiende, en aquellos que
saben «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (1Pe 5,6). El que teme a Dios
no se engríe, no se atribuye los bienes que hace, ni tampoco se rebela contra
Él en los padecimientos; por el contrario, se mantiene humilde y paciente.
El don de temor, como hemos dicho, es el menor de
los dones del Espíritu Santo: «el principio de la sabiduría es el temor
del Señor» (Prov 1,7). Es cierto; pero aun siendo el menor, posee en el
Espíritu Santo una fuerza maravillosa para purificar e impulsar todas las
virtudes cristianas, las ya señaladas, y también muchas otras, como fácilmente
se comprende: la castidad y el pudor, la perseverancia, la mansedumbre y la
benignidad con los hombres. El espíritu de temor ha de ser, pues, inculcado en
la predicación y en la catequesis con todo aprecio.
Santos
El ejemplo de los santos, que consideraremos en
cada uno de los dones del Espíritu Santo, nos hará conocer con claridad y
certeza cuáles son los efectos que produce cada uno de los dones.
Ante «el Padre de inmensa majestad», como reza
el Te Deum, el hombre, por santo que sea, en ocasiones se estremece. «¡Ay
de mí, estoy perdido!, pues siendo un hombre de labios impuros, he visto con
mis ojos al Rey, Yavé Sebaot», exclama Isaías (6,5). Sí, eso sucede en el
Antiguo Testamento, ante Yavé, el Altísimo. Pero el mismo San Juan apóstol, el
amigo más íntimo de Jesús, cuando le es dado en Patmos contemplar al Resucitado
en toda su gloria, confiesa: «así que le vi, caí a sus pies como muerto» (Ap
1,18).
Este peculiar fulgor del don de temor de Dios se
manifiesta innumerables veces en la vida de los santos cristianos.
Según Dios da su luz, se da en el alma de los
santos una captación muy diversa de sí mismos. Santa Angela de Foligno aunque
unas veces declara: «me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta,
segura en él y celeste» (Libro de la vida, memorial, cp.IX), otras veces siente
un horrible espanto de sí misma: «entonces me veo toda pecado, sujeta a él,
torcida e inmunda, toda falsa y errónea» (ib.). Y hay momentos extremos en que
ella, así lo confiesa, siente la necesidad de andar por ciudades y plazas,
gritando a todos: «aquí está la mujer más despreciable, llena de maldad y de
hipocresía, sentina de todos los vicios y males» (ib. instruc. I).
San Pablo de la Cruz, el fundador de los
pasionistas, estando retirado unos días a solas en una iglesia solitaria, se
siente a veces de tal modo embargado por el temor de Dios, es decir, por la
captación simultánea de su propia miseria y de la Santidad divina, que se veía
completamente indigno de estar en la iglesia, ante el sagrario, en lugar tan
sagrado:
«y decía a los ángeles que asisten al adorabilísimo
Misterio que me arrojasen fuera de la iglesia, pues soy peor que un demonio.
Sin embargo, no se me quita la confianza con mi Esposo Sacramentado. Y le decía
que recordase lo que me ha dejado en el santo evangelio, esto es, que no ha
venido él a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Diario
espiritual 5-XII-1720).
En ciertas ocasiones, el Espíritu Santo hace que el
santo, después de algún pecado, se estremezca de pena y espanto por el don de
temor de Dios. Santa Margarita María de Alacoque, la que tantas y tan sublimes
revelaciones había tenido del amor y de la ternura del Corazón de Jesús,
refiere que en una ocasión tuvo «algún movimiento de vanidad hablando de
sí misma»...
«¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó
esta falta! Porque, en cuanto nos hallamos a solas Él y yo, con un semblante
severo me reprendió, diciéndome: "¿qué tienes tú, polvo y ceniza, para
poder gloriarte, pues de ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca
debes perder de vista, ni salir del abismo de tu nada?"». Y en seguida «me
descubrió súbitamente un horrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que
yo soy... Me causó tal horror de mí misma, que a no haberme Él mismo sostenido,
hubiera quedado pasmada del dolor. No podía comprender el exceso de su grande
bondad y misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y
en soportarme aún, viendo que no podía yo sufrirme a mí misma. Tal era el
suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así que
a veces me obligaba a decirle: "¡ay de mí, Dios mío!, o haced que muera o
quitadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole"» (Autobiografía 62).
Sin embargo, confiesa al final de su escrito, «por
grandes que sean mis faltas, jamás me priva de su presencia [el Señor] este
único amor de mi alma, como me lo ha prometido. Pero me la hace tan terrible
cuando le disgusto en alguna cosa, que no hay tormento que no me fuera más
dulce y al cual no me sacrificara yo mil veces antes que soportar esta divina
Presencia y aparecer delante de la Santidad divina teniendo el alma manchada
con algún pecado.
«En esas ocasiones, bien hubiera querido esconderme
y alejarme de ella, si hubiese podido; mas todos mis esfuerzos eran inútiles,
hallando en todas partes esa Santidad, de que huía, con tan espantosos
tormentos que me figuraba estar en el Purgatorio, porque todo sufría en mí sin
ningún consuelo, ni deseo de buscarle» (ib. 111).
El temor de Dios, en efecto, produce a veces en los
santos verdaderos estremecimientos de espanto por los más pequeños pecados
cometidos contra la Santidad divina. Sufren así entonces, como bien dice Santa
Margarita María, sufrimientos muy semejantes a los propios del Purgaroio. Y muy
al contrario, los cristianos todavía carnales son sumamente atrevidos a la
hora de ofender a Dios en algo. No está en ellos despierto todavía el don del
temor de Dios; y ofendiéndole, aunque sea en cosas pequeñas o no tan chicas,
todavía se creen muy buenos.
El espanto que una ofensa mínima contra Dios causa
en los santos puede verse en esta anécdota de la vida de Santa Catalina de
Siena. Estando en oración, se distrae un momento, volviendo la cabeza para ver
a un hermano suyo que pasaba. Al punto, la Virgen María y San Pablo le
reprenden por ello con gran dureza, y ella llora y solloza interminablemente
con inmensa pena, sin poder hablar palabra con los que le preguntan. Y su
director espiritual cuenta:
«Cuando la virgen pudo por fin abrir la boca, dijo
entre sollozos: "¡infeliz de mí, miserable de mí! ¿Quién hará justicia a
mis iniquidades? ¿Quién castigará un pecado tan grande?"»
(Leyenda 203).
La santa virgen Catalina tenía temor de Dios de
un modo divino, sobrehumano. Y el beato Raimundo de Capua, su director,
refiere que ella encarecía con frecuencia «el odio santo y el desprecio por sí
misma» que debe sentir el alma:
«tened siempre en vosotros, hijos míos -decía-, ese
odio santo, porque os hará siempre humildes. Tendréis paciencia en las
adversidades, seréis moderados en la abundancia, os adornaréis con vestidos
honestos, gratos y amables a Dios y a los hombres». Y añadía: «cuidado, mucho
cuidado con quien no tenga ese odio santo porque, donde ese odio falta, reina
necesariamente el amor propio, que es el pozo negro de todos los pecados, la
raíz y la causa de todo pésimo afán» (101).
Cuando el don espiritual del temor divino actúa en
el alma con la potencia sobrehumana del Espíritu Santo, el menor de los pecados
es sentido como una atrocidad indecible. Santa Teresa de Jesús decía: «no podía
haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios»
(Vida 34,10). Eso es el temor de Dios.
Disposición receptiva
Para recibir el don de temor lo más eficaz
es pedirlo al Espíritu Santo, por supuesto; pero además, con Su
gracia, el cristiano puede prepararse a recibirlo ejercitándose especialmente
en ciertas virtudes y prácticas:
1. Meditar con frecuencia sobre Dios, sobre su
majestad y santidad. Hay que enterarse bien de que Dios es el Señor del
universo, el Autor del cielo y de la tierra, el que con su Providencia lo
gobierna todo, el Juez final inapelable.
2. Meditar en la malicia indecible del pecado,
en la gravedad de sus consecuencias temporales, y en el horror de sus posibles
consecuencias después de la muerte: el purgatorio, el infierno.
3. Cultivar la virtud de la religión, y con
ella la reverencia hacia Dios y hacia todo aquello que tiene en la Iglesia una
especial condición sagrada -el culto litúrgico, la Palabra divina, la
Eucaristía, el Magisterio apostólico, los sacerdotes, las iglesias-.
4. Guardarse en la humildad y la benignidad
paciente ante los hermanos, así como observar el respeto y la obediencia a
los superiores, que son representantes del Señor.
5. Recibir las ley y la enseñanza de la
Iglesia, observar las normas litúrgicas y pastorales, así como guardar
fidelidad humilde en temas doctrinales y morales. Quien falla seriamente en
algo de esto, y más si lo hace en forma habitual, es porque no tiene temor de
Dios.
2
El don de fortaleza
Sagrada Escritura
En el Antiguo Testamento, los fieles captan
espiritualmente a Dios como una fuerza inmensa e invencible, como una Roca, y
al mismo tiempo como Aquél que es capaz de comunicar a sus fieles una fortaleza
inexpugnable.
«Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi
roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,2-3). «El Señor es mi fuerza y
escudo; en Él confía mi corazón. El Señor es fuerza para su pueblo, apoyo y
salvación para su Ungido» (27,7-8).
Los que tienen fe en Dios, a lo largo de sus
vidas, pasarán por muchas y graves pruebas, pero siempre
serán fortalecidos por la infinita fuerza del Espíritu:
Los creyentes, «gracias a la fe, conquistaron
reinos, administraron justicia, alcanzaron el cumplimiento de las promesas,
cerraron la boca de los leones, extinguieron la violencia del fuego, escaparon
al filo de la espada, convalecieron en la enfermedad, se hicieron fuertes en la
guerra [...] Unos se dejaron torturar, renunciando a ser liberados, otros
sufrieron injurias y golpes, cadenas y cárceles. Fueron apedreados,
destrozados, muertos por la espada. Anduvieron errantes, cubiertos de pieles de
ovejas y de cabras, desprovistos de todo, oprimidos, maltratados. El mundo no
era digno de ellos, y tuvieron que vagar por desiertos y montañas» (Heb
11,32-38).
Así fue en el Antiguo Testamento, y así va a serlo
más aún en el Nuevo. En efecto, los discípulos de Cristo necesitan ser muy
fortalecidos por el Espíritu divino, pues al no ser del mundo, van a sufrir
necesariamente la persecución del mundo. Es inevitable: «los que quieran ser
fieles a Dios en Cristo Jesús tendrán que sufrir persecución» (2Tim 3,12). Está
claramente anunciado por el Señor (Mt 5,11; Jn 15,18-21). Por tanto, en medio
de los mundanos, que por su adoración a la Bestia mundana están más o menos
sujetos al Maligno, los cristianos no pueden ser fieles a Cristo si no son
especialmente fortalecidos por su Espíritu.
«Toda la tierra seguía maravillada a la Bestia...
La adoraron todos los moradores de la tierra, cuyos nombres no están escritos
en el libro de la vida del Cordero degollado... Y le fue otorgado [a la Bestia]
hacer la guerra a los santos y vencerlos» (Ap 13). En realidad, quienes vencen
son «los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús»
(12,17), pero su victoria sobre el mundo tiene necesariamente, como la de
Cristo, la forma del martirio, cruz y muerte.
Si grande ha de ser en el cristiano la fortaleza
espiritual para vencer la debilidad de su propia carne y las
persecuciones del mundo, aún más ha de serlo para vencer las tentaciones
directas del Demonio. No olvidemos en esto que, como dice San Pablo, «no
es nuestra lucha [únicamente] contra la sangre y la carne, sino contra los
espíritus malignos» (Ef 6,12)
Por todo esto los cristianos, para sí mismos y para
sus hermanos, han de pedir continuamente la fortaleza del Espíritu Santo, como
lo hacían los apóstoles:
«No dejamos de rogar por vosotros y de pedir» al
Señor, para que estéis «fortalecidos con toda fortaleza conforme a su poder
esplendoroso, y así tengáis perfecta constancia y paciencia con alegría» (Col
1,9.11). «Fortalecéos en el Señor y en la fuerza de su poder. Vestíos de toda
la armadura de Dios» (+Ef 6,10-18). «Estad, pues, alerta y vigilantes, que
vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién
devorar. Resistidle fuertes en la fe, considerando que los mismos padecimientos
soportan vuestros hermanos dispersos por el mundo» (1Pe 5,8-9).
Si la fuerza del cristiano no está en sí mismo,
sino en el Señor, mayor será su fuerza espiritual cuanto, encontrándose más
débil en sí mismo, más se apoye puramente en la fortaleza de Dios. Por eso
Jesús le dice al Apóstol: «te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al
colmo el poder». Y el Apóstol confiesa:
«yo me glorío de todo corazón en mis debilidades,
para que habite en mí la fuerza de Cristo. Yo me complazco en mis debilidades,
en oprobios y privaciones, en persecuciones y en angustias soportadas por amor
de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (+2Cor
12,7-10). «Yo todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp 4,13).
Teología
El don de fortaleza es un espíritu divino, un
hábito sobrenatural que fortalece al cristiano para que, por obra del Espíritu
Santo, pueda ejercitar sus virtudes heroicamente y logre así superar con
invencible confianza todas las adversidades de este tiempo de prueba y de
lucha, que es su vida en la tierra.
Cuando el Espíritu Santo activa en los fieles el
don, el espíritu de la fortaleza, se ven éstos asistidos por la fuerza misma
del Omnipotente, y superan con facilidad y seguridad toda clase de pruebas,
sean internas o externas. Es entonces cuando los cristianos prestan con toda
naturalidad servicios que exigen una abnegación heroica, y cuando soportan sin
queja alguna la soledad, el desprecio, la marginación y toda clase de
adversidades, ordinarias o extraordinarias. Todo lo aguantan con serenidad y paciencia,
sin vacilaciones, con buen ánimo, sin alardes, con toda confianza y sencillez,
es decir, con una facilidad sobrehumana. Y digo sobrehumana porque ya no es
sólo la virtud de la fortaleza quien actúa en ellos, sino
el don del Espíritu Santo.
La virtud moral de la fortaleza apoya al
cristiano con el auxilio de la gracia divina, que de suyo, ciertamente, es
omnipotente. Pero siendo una virtud, se ejercita al modo humano, es decir,
según el discurso de la razón -a veces lento, complejo, laborioso-, de tal modo
que esta virtud no llega a quitar del alma en forma absoluta toda vacilación, y
todo temor o angustia.
Por el contrario, el don espiritual de
fortaleza, por obra inmediata del Espíritu Santo, al modo divino, de
manera sobrehumana, aleja del alma todo miedo, le infunde un valor divino y una
serenidad inviolable, de tal modo que puede pensar, decir o hacer cualquier
cosa -todo lo que Dios quiera obrar en él- sin temblor alguno, y sin caer, por
supuesto, en actitudes imprudentes, pues unido necesariamente al don de
fortaleza está el don de consejo.
El don de fortaleza lleva, pues, a perfección el
ejercicio de la virtud de la fortaleza, pero asiste también, evidentemente, a
todas las demás virtudes -la paciencia, la humildad, la pobreza, la castidad,
la obediencia, etc.-, de modo que, gracias a él, todas ellas puedan practicarse
con prontitud, seguridad y perfección, sean las que fueren las circunstancias.
Toda «la vida del hombre sobre la tierra es un
combate» (Job 7,1): lucha contra sí mismo -la propia malicia y debilidad del
hombre carnal-, lucha contra el mundo, lucha contra el demonio. Es un combate
continuo, incesante, agotador, en el que ciertos desfallecimientos inoportunos,
en determinados momentos cruciales, pueden causar enormes daños en la persona
que los sufren y en los demás.
Pues bien, no podrá el cristiano salir victorioso
de una batalla tan continua y terrible si Cristo Salvador -sin el cual nada
podemos (+Jn 15,5)- no le comunica su fuerza, primero al modo humano, por la
virtud de la fortaleza, y más tarde al modo divino, por el don de fortaleza.
Santos
La fortaleza sobrehumana del Espíritu se manifiesta
en toda la vida de Cristo, tanto en su dominio sobre los hombres -por ejemplo,
cuando impide en Nazaret que le precipiten de lo alto del monte (Lc 4,28-30)-,
como en su señorío sobre la naturaleza -calmando, por ejemplo, la tempestad del
lago (8,24-25)-.
Sin embargo, el espíritu sobrehumano de fortaleza
se manifiesta en Cristo sobre todo en el momento de la Pasión, cuando mantiene
el sí incondicional de su obediencia al Padre aun sintiendo «pavor,
angustia», «tristeza de muerte», y aun llegando a «sudar sangre» del horror
sentido (Mt 26,38; Mc 14,33; Lc 22,44). A tanto llegó el abismo del espanto,
que «un ángel del cielo se le apareció para fortalecerlo» (Lc 22,43). ¡El Verbo
eterno encarnado, el Primogénito de toda criatura, fortalecido por el
Espíritu divino mediante una criatura!...
No nos escandalicemos de Jesús, agonizante de
terror, sino adorémoslo muy especialmente en estas angustias suyas de muerte,
por las que quiso bajar al fondo mismo del sufrimiento humano, manifestándonos
al mismo tiempo en su debilidad extrema la infinita fuerza del Espíritu divino.
De todos modos, no permite Dios normalmente que los
discípulos de su Hijo, que son tan débiles, se vean hundidos en tales abismos
de horror indecible. Y por eso los conforta eficacísimamente con su Espíritu,
humanamente, por la virtud infusa de la fortaleza, o sobrehumanamente, por el
don de fortaleza.
La fuerza sobrehumana del Espíritu, es decir, el
don de fortaleza, se manifiesta también poderoso en los santos de Cristo. Él es
el que sostiene durante años y años a los contemplativos en la soledad, el
silencio y la vida penitente. Él es el que da fuerza a los confesores para
testimoniar la verdad de Cristo, afrontando con toda paz exilios, desprestigios
y marginaciones incontables. Él es el que asiste a tantos párrocos, padres de
familia, misioneros, religiosos asistenciales, etc., para que en situaciones, a
veces habituales, sumamente difíciles o en momentos de prueba extrema,
mantengan un testimonio heroico de abnegación, fidelidad y caridad.
Pero, sin duda, los más impresionantes ejemplos del
don de fortaleza los hallamos en los innumerables mártires de la
historia cristiana. Las Actas de los mártires son un álbum precioso
en el que los efectos del don de la fortaleza se nos muestran en miles de
imágenes fascinantes. Todos ellos, sostenidos por la fortaleza del Espíritu
Santo, como los apóstoles, pasan por la angustia de pruebas extremas «con la
alegría de haber sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de
Jesús» (Hch 5,41).
Contemplemos, por ejemplo, el martirio del diácono
San Vicente descrito por San Agustín:
«Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el
cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan
grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad
con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no
fuera el mismo que sufría el tormento.
«Y es que, en realidad, así era: era otro el que
hablaba. Así lo había prometido Cristo a sus testigos en el Evangelio, al
prepararlos para semejante lucha. Había dicho, en efecto: "No os
preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los
que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros" [Mt
10,19-20].
«Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría,
pero era el Espíritu quien hablaba, y por estas palabras del Espíritu no sólo
era redargüida la impiedad, sino también confortada la debilidad»
(Sermón 276, 2).
No es preciso, sin embargo, que se dé el martirio
sangriento para que el don de fortaleza resplandezca con toda su grandeza. En
Santa Teresa del Niño Jesús, por ejemplo, podemos contemplar ese don del
Espíritu en una de sus versiones más conmovedoras. Ella, por su naturaleza, no
tenía nada de fuerte; más bien era una persona de poca salud y con una
constitución psicosomática más bien débil y vulnerable.
Siendo niña, refería su madre en una carta, «coge
unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto, se revuelca por
el suelo como una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay momentos en que la
contrariedad la vence, y entonces hasta parece que va a ahogarse. Es una niña
muy nerviosa» (Manuscritos autobiográficos A8r). Y ella misma dice de sí:
«realmente en todo hallaba motivo de sufrimiento» (A4r). «Verdaderamente, mi
extremada sensibilidad me hacía insoportable. Si me acontecía disgustar
involuntariamente a alguna persona querida, lloraba como una Magdalena... Y
cuando empezaba a consolarme de la falta en sí misma, lloraba por haber
llorado. Eran inútiles todos los razonamientos; no conseguía corregir tan feo
defecto» (A44v).
Tuvo, sin embargo, por gracia de Dios, una buena
educación cristiana, concretamente en la virtud de la fortaleza. Su hermana
Paulina, por ejemplo, le obligaba a veces, para que venciera el miedo, a
quedarse sola de noche a oscuras (A18v).
De todos modos, así como hay casos en que las
virtudes sobrenaturales se desarrollan en continuidad con la virtud
natural de la persona -la sabiduría en Santo Tomás, por ejemplo-, hay casos en
que las virtudes se acrecientan por contraste -por ejemplo, la
mansedumbre en San Francisco de Sales-. En el caso de Santa Teresita es indudable
que su formidable fortaleza nace sólamente de la gracia: primero ejercitada,
por contraste, en actos de virtud muy intensos y frecuentes -ocasionados por su
propia debilidad natural-; más tarde, como don de fortaleza, como don
sobrehumano del Espíritu Santo. Ella, a causa de su debilidad congénita, de
ningún modo podía apoyarse en sí misma, y justamente por eso, apoyándose
sólamente en Dios, vino a hacerse sobrehumanamente fuerte. Estamos, como
ya vimos, en plena lógica evangélica: «en la flaqueza llega al colmo la
fuerza» (2Cor 12,9). El paso que, por obra del Espíritu Santo, da Santa
Teresita de la mayor debilidad a la fortaleza espiritual más formidable es
verdaderamente impresionante. Ella misma se admiraba.
Antes, « en todo hallaba motivo de sufrimiento.
Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora, pues Dios me ha
concedido la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo
del tiempo pasado, mi gratitud se desborda en mi alma, viendo los favores que
he recibido del cielo. Se ha operado en mí tal cambio, que ni yo misma me
reconozco» (A43r).
Por obra del Espíritu Santo se ha producido este
cambio, al modo humano de las virtudes, primero, y por el don de fortaleza
finalmente, ya de modo perfecto. Ella misma lo entiende así, y refiere con detalle
cuándo exactamente y cómo el Espíritu divino despertó en ella para siempre el
don de la fortaleza:
«Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro
para hacerme crecer en un momento. Y el milagro lo realizó el día inolvidable
de Navidad ... La noche en que Él se hace débil y doliente por mi amor, me
hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas. Desde aquella noche
bendita nunca más fui vencida en ningún combate. Por el contrario, marché de
victoria en victoria ... Se secó entonces la fuente de mis lágrimas... Fue el
25 de diciembre de 1886 [a los trece años de edad] cuando se me concedió la
gracia de salir de mi infancia; en otra palabras, la gracia de mi
total conversión... Teresa ya no era la misma; Jesús había cambiado su corazón»
(A44v-45r).
Por otra parte, es preciso señalar que la fortaleza
sobrehumana de Santa Teresita nace fundamentalmente de su amor a Cristo
crucificado. Ya en la primera comunión, el Espíritu Santo le inspira un gran
amor al sufrimiento, y le lleva a hacer suya aquella petición de
la Imitación de Cristo: «¡oh Jesús, dulzura inefable, cámbiame en amargura
todos los consuelos de la tierra!». Y esto lo realiza ella más en forma donal
que virtuosa:
«Esta oración brotaba de mis labios sin el menor
esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla no por propia voluntad,
sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo» (A36rv).
Ya en el Carmelo, crece más y más su fortaleza en
el Espíritu, aumentado así su deseo y su capacidad de participar en la cruz de
Cristo. En el Proceso ordinario para la beatificación de Teresa, su
hermana Sor Genoveva, al considerar la virtud de la fortaleza, habla largamente
de la fortaleza espiritual de la Sierva de Dios:
«En ninguna ocasión se proporcionó a sí misma
alivios o ayudas fuera de los que le ofrecían espontáneamente, sin adelantarse
ella a pedirlos... Desde muy pequeña había adquirido la costumbre de no
desperdiciar las pequeñas ocasiones de mortificarse... Y en el Carmelo, sus
hábitos de mortificación se extendieron a todas las cosas. Noté que nunca
preguntaba noticias... En el refectorio, aceptaba sin quejarse jamás que le
sirviesen las sobras de la comida. Nunca apoyaba la espalda, no cruzaba los
pies, siempre se mantenía derecha... No admitía nada que se pareciese a
comodidad y desenvoltura mundanas. A menos que una gran necesidad lo exigiese,
no se enjugaba el sudor, porque decía que hacerlo era señal de que se tenía
demasiado calor y una manera de hacerlo saber...
«A propósito de los instrumentos de penitencia...
me dijo: "juzgo que no vale la pena hacer las cosas a medias. Yo tomo la
disciplina para hacerme daño, y deseo hacerme el mayor daño posible"...
Durante el invierno, a pesar de los numerosos sabañones que le hinchaban
considerablemente las manos, rara vez la vi mantenerlas ocultas» para
protegerlas del frío.
El espíritu de fortaleza, sin embargo, se manifestó
en ella sobre todo soportando inmensas penas interiores. En el
mismo Proceso, el P. Godofredo Madelaine, abad premonstratense que tuvo
con la santa relación de conciencia, subraya «el verdadero martirio» que, sobre
todo en algunas épocas, pasó Teresa a causa de los escrúpulos, las dudas de fe
y las Noches del sentido y del espíritu:
«Sufrió además un martirio de amor, que me
siento incapaz de describir, pero en cuyo contexto la sola idea de ofender a
Dios le causaba indecible tormento [don de temor]. Y a todas estas pruebas se
añadía un estado habitual de aridez y desamparo interior. Pues bien, lo
que siempre me pareció extremadamente notable fue su fortaleza de ánimo para
soportar todas estas penas [don de fortaleza]. Su alegría, su buen humor, su
amabilidad para con todos eran tan constantes que, en la comunidad, nadie
sospechaba lo mucho que sufría».
La débil Teresita, por el amor al Crucificado, por su
deseo de participar más en la obra de la Redención, ha venido a ser la mujer
fuerte: «Jesús me hizo comprender que quería darme las almas por medio de la
cruz. Y así mi anhelo de sufrir creció en la medida que aumentaba el
sufrimiento» (A69v). Ahora, según lo había pedido en su primera comunión, «mi
consuelo es no tenerlo en la tierra» (B1r). La invencible fortaleza de Teresita
es la Cruz de Cristo.
Poco antes de morir, escribe en algunas cartas: «El
sufrimiento unido al amor es lo único que me parece deseable en este valle de
lágrimas» (Cta. 253: 13-II-1897). «Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento
se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra» (254: 14-VII-1897). «He
encontrado la felicidad y la alegría aquí en la tierra, pero únicamente en el sufrimiento,
pues he sufrido mucho aquí abajo. Habrá que hacerlo saber a las almas... Desde
mi primera comunión, cuando pedí a Jesús que me cambiara en amargura todas
las alegrías de la tierra, he tenido un deseo continuo de sufrir. Pero no
pensaba cifrar en ello mi alegría. Ésta es una gracia que no se me concedió
hasta más tarde» (Últimas conversaciones 31-VII-1897,13).
Y el mismo día de su muerte: «Todo lo que he
escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad... Y no me arrepiento de
haberme entregado al Amor» (ib. 30-IX-1897).
Disposición receptiva
El don de fortaleza ha de ser pedido al
Espíritu Santo, y ha de ser también procurado especialmente por
virtudes y ejercicios espirituales como éstos:
1. Amar a Jesús crucificado, y querer tomar
parte en su Cruz, para completar «lo que falta a la pasión de Cristo por su
cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
2. Aceptar con sumo cuidado todas y cada una
de las penas de la vida, tengan origen bueno o malo, digno o indigno:
«Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi
vida, que a todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí?» (Sta.
Teresa, Poesías).
3. Procurarse penalidades para la
mortificación del cuerpo y del espíritu.
4. Nunca quejarse de nada. El santo Cura de
Ars lo tenía muy claro: «un buen cristiano no se queja jamás». Es decir, se
prohibe terminantemente la queja-protesta, aunque se permita moderadamente la
queja-llanto, como también se la permitió el mismo Cristo, (+Jn 11,33-35).
5. Obedecer con toda fidelidad. Muchas cosas,
aparentemente imposibles, que no se harían por iniciativa propia, pueden
hacerse por obediencia cuando son mandadas. Así se lo dice el Señor a Santa
Teresa de Jesús: «hija, la obediencia da fuerzas» (Fundaciones, prólg. 2).
3
El don de piedad
Sagrada Escritura
Cuando San Pablo describe a los hombres adámicos,
carnales y mundanos, emplea más de veinte calificativos muy severos, y entre
ellos «rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados»
(Rm 1,30-31). Efectivamente, «la dureza de corazón» hace despiadados a los
hombres que no han sido renovados en Cristo por el Espíritu Santo. Éstos son
capaces de ver con absoluta frialdad innumerables males -si es que alcanzan
a verlos-, tanto en las personas más próximas, como en el mundo en
general, abortos y divorcios, guerras e injusticias, olvido de Dios, imperio de
la mentira, etc. Y en tanto estos males no les hieran directamente a ellos, se
mantienen indiferentes. No tienen piedad.
Por el contrario, el Espíritu Santo, que procede
del Padre y del Hijo, nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos
como hijos suyos, y a los hombres como hermanos:
«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo
Jesús... No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer,
porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,26.28).
Este sentimiento de filiación divina y de hermandad
cristiana, que se manifiesta con gran fuerza en los Evangelios y en los
escritos apostólicos, se expresó en latín con el término pietas, una
virtud, derivada de la virtud cardinal de la justicia, por la que el hombre
reverencia a Dios con devoción y filial afecto, y extiende ese reverencial amor
no sólo a padres y superiores, sino también a los hermanos e iguales, e incluso
a los inferiores, a todas las hermanas criaturas.
Hemos sido predestinados por el Padre «a ser
conformes a la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos
hermanos» (Rm 8,29; +Ef 1,5). Y así se crea una familia grandiosa: «un solo Señor,
una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef 4,5-6).
Por la comunicación del Espíritu Santo hemos sido
hechos «familiares de Dios» (Ef 2,19), se ha realizado algo que podría parecer
increíble. En efecto, por el Espíritu de adopción filial nos atrevemos a
decirle a Dios -audemus dicere- «"Abba, Padre". Y el Espíritu mismo
da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm
8,15-16; +1Jn 3,1). Ésa es la verdad: «El Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo... nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por
Jesucristo... y nos hizo gratos en su Amado» (Ef 1,1-6)
Queda, pues, ahora que vivamos consecuentemente
nuestra nueva condición filial, y que seamos «imitadores de Dios, como
hijos suyos queridos» (Ef 5,1). Esta piedad filial nos hará vivir abandonados
con toda confianza en la providencia de nuestro Padre: Él conoce nuestras
necesidades, y cuida de nosotros con especial solicitud paternal. No debemos,
pues, inquietarnos por nada, siendo nuestro Padre un Dios bueno, providente y
omnipotente (+Mt 6,25-34). La conciencia de nuestra filiación divina, pase lo
que pase, debe guardar nuestro corazón en una paz confiada y perfecta.
Y queda también que vivamos de verdad la nueva
fraternidad, como la vivía, por ejemplo, San Pablo: «hermanos míos
queridísimos, mi alegría y mi corona» (Flp 4,1). Esta nueva piedad fraternal
nos llevará a ver a nuestros prójimos como a verdaderos hermanos, y si además
son cristianos, los veremos aún más como hermanos en la sangre de Cristo, esto
es, en la vida nueva de la gracia. Por eso «hagamos bien a todos, pero
especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10).
Especialmente a «los hermanos en la fe», es
decir, a los cristianos que, como nosotros, están viviendo en Cristo. Los
Padres antiguos no prodigaban fácilmente el nombre de hermanos -como
hoy se hace con frecuencia-, sino que lo reservaban a los hermanos en la fe. Es
verdad que todos los hombres somos hermanos, en cuanto que todos hemos sido
creados por un mismo Dios Creador. Pero San Agustín, por ejemplo, dice: a los
paganos «no les llamamos hermanos, de acuerdo con las Escrituras y con la
costumbre eclesiástica», ni tampoco a los judíos: «leed al Apóstol, y os daréis
cuenta de que cuando él dice hermanos, sin añadir nada más, se refiere a
los cristianos» (CCL 38,272).
Pues bien, la piedad fraternal debe a los hermanos
cristianos un especial amor y servicio. La koinonía primitiva de
Jerusalén, por ejemplo, nace de la virtud y del don espiritual de esa
nueva piedad familiar -bienes en común, un solo corazón y una sola
alma (Hch 2,42; 4,32-34), como un solo Dios, un solo Señor, una sola fe-, y se
produce entre los cristianos, no entre todos los habitantes de la ciudad.
Teología
El don de piedad es un espíritu, un hábito
sobrenatural que, por obra del Espíritu Santo, de un modo divino, enciende en
nuestra voluntad el amor al Padre y el afecto a los hombres, especialmente a
los cristianos, y a todas las criaturas (+STh II-II,121).
La piedad, el tercero de los dones del Espíritu
Santo en la escala ascendente, perfecciona de modo sobrehumano el ejercicio de
la virtud de la justicia y de todas las virtudes derivadas de ella,
muy especialmente las virtudes de la religión y de la piedad. La
religión da culto a Dios como a Señor y Creador, pero el don de piedad se lo
ofrece como a Padre, y en éste sentido es aún más precioso que la virtud de la
religión (II-II,121, 1 ad2m).
El vicio contrario al don de piedad es la dureza de
corazón, que procede de un desordenado amor a sí mismo. El don de piedad, por
el contrario, perfecciona el ejercicio de la caridad, y sacando al hombre de la
cárcel de su propio egoísmo, lo orienta continuamente hacia Dios y hacia los
hermanos con un amor y una solicitud que tienen modo divino y perfección
sobrehumana.
Por otra parte, como observa el Padre Lallemant,
«la piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia cristiana:
«se prolonga no sólamente hacia Dios, sino a todo
lo que se relacione con Él, como la Sagrada Escritura, que contiene su palabra,
los bienaventurados, que lo poseen en la gloria, las almas que sufren en el
purgatorio y los hombres que viven en la tierra... Da espíritu de hijo para con
los superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de hermano
para con los iguales, entrañas de compasión para con los que tienen necesidades
y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos... Es también lo que hace
afligirse con los afligidos, llorar con los que lloran, alegrarse con los que
están contentos, soportar sin aspereza las debilidades de los enfermos y las
faltas de los imperfectos; y lleva, en fin, a hacerse todo para todos»
(Doctrina espiritual IV,4,5).
El don de piedad, por obra del Espíritu Santo,
perfecciona, pues, en modo sobrehumano el ejercicio de muchas virtudes,
especialmente de la justicia y de la caridad: nos lleva a sentirnos
verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos para promover su gloria, nos
inclina a la benignidad con los hermanos, a la fraternidad, a la paciencia, a
la castidad, al perdón de las ofensas, y a una servicialidad gratuita y sin
límites.
Santos
Los santos, por el don de piedad, viven con
intensidad sobrehumana la Comunión de los Santos. Gozan, pues, de su comunión
profunda con la santísima Trinidad y con los bienaventurados, bien conscientes
de que son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19). Y
también, por el mismo don del Espíritu Santo, viven su fraternidad con todos
los miembros de la Iglesia de la tierra y del purgatorio, así como su
solidaridad con todos los hombres. Más aún, todo el mundo visible es para ellos
Casa de Dios, y estando, como están, tan unidos al Creador, se sienten
profundamente unidos a todas las criaturas, que en Dios tienen su ser y su
fuerza, su belleza y su obrar.
Por el don de piedad, por ejemplo, vive San
Francisco de Asís profundamente la fraternidad con todas las criaturas:
con el hermano Sol, con la hermana luna, con el hermano fuego, con nuestra
hermana madre tierra (sora nostra matre terra) (Cántico de las criaturas).
También en Santa Catalina de Siena, por el don de piedad, hallamos preciosas
expresiones de su vivencia fraternal con toda criatura de Dios. El Señor le
dice al corazón:
«Todo está hecho por mi bondad y puesto al servicio
del hombre, de manera que a cualquier parte que se vuelva, en cuanto a lo temporal
o a lo espiritual, no halla más que el fuego y el abismo de mi caridad con
máxima, dulce, verdadera y perfecta providencia» (Diálogo IV,7,151). Ese
mismo don espiritual de piedad enciende el corazón de Santa Teresa de Jesús,
pue, como ella confiesa, viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba
yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro»
(Vida 9,5). Y lo mismo le sucedía a San Juan de la Cruz
(2 Subida 5,3).
Esa piadosa fraternidad con las criaturas se hace
en los santos aún más profunda, por supuesto, respecto de los seres humanos.
San Francisco de Asís, por ejemplo, siente y expresa esa fraternidad
cristiana con acentos particularmente conmovedores. Es de notar con qué
dulzura la expresa, unos años antes de morir, en su Carta a toda la Orden:
«mis benditos hermanos..., señores hijos y hermanos míos..., todos mis hermanos
sacerdotes», etc. Y si todos los hombres son para él un don de Dios, sus
frailes, sus prójimos, lo son de un modo especial: «después que el Señor
me dio hermanos»... (Testamento 14).
De Santa Teresita refiere una de sus hermanas del
Carmelo, Sor María de la Trinidad: «llamaba a los pecadores "sus
hijos", y se tomaba muy en serio el título de "madre", respecto
de ellos» (Proceso ordinario). Ella estaba, como San Pablo,
queriendo engendrarlos a la vida en Cristo por el Evangelio, y sufría
por ellos, con oración y penitencias, dolores como de parto (+1Cor 4,15).
Por otra parte, esa amorosa fraternidad cristiana,
como lo recuerda San Francisco, procede evidentemente del Padre celestial:
«todos vosotros sois hermanos, y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre
la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 23,9: +I
Regla 22,35). Es el mismo sentimiento de San Pablo, cuando escribe: «yo
doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y
en la tierra» (Ef 3,14-15).
El don de piedad lleva a perfección el
abandono confiado en la providencia amorosa del Padre. Si nuestra más profunda
identidad es la de hijos de Dios, porque él ha querido
hacerse Padre nuestro, y si nuestro Padre es bueno y omnipotente, y
conoce nuestras necesidades, ¿qué lugar puede quedar para la inquietud en el
corazón cristiano? A Él se eleva la oración filial de Santa Teresa:
«Padre nuestro que estás en los cielos... ¡Oh Hijo
de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra
[del paternóster]?... Le obligáis a que la cumpla, que no es pequeña
carga; pues en siendo Padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas.
Si nos tornamos a Él, como el hijo pródigo, nos ha de perdonar, nos ha de
consolar en nuestros trabajos, nos ha de sustentar como lo ha de hacer un tal
Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo»
(Camino Vall. 27,1-2).
La oración cristiana, en efecto, está llena de
piedad filial y se dirige principalmente al Padre celeste. Así nos lo
enseñó nuestro Maestro: «cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2). Cristo «nos
enseñó a dirigir la oración a la persona del Padre» (Sto. Tomás, In IV Sent.
dist.15,q.4, a.5,q.3, ad1m). Ésa es la norma de la tradición,
constantemente observada por la liturgia católica, que eleva siempre sus
oraciones a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, que con él vive y reina en la
unidad del Espíritu Santo.
Un buen ejemplo del don de piedad filial lo
hallamos en las oraciones contemplativas de Santa Catalina de Siena, que
normalmente eleva sus oraciones al Padre, uniendo siempre a Él maravillosamente
al Hijo y al Espíritu. Éste suele ser el modo de sus oraciones:
«Porque sabes, quieres y puedes, apelo a tu poder,
Padre eterno; a la sabiduría de tu Hijo unigénito, por su preciosa sangre, y a
la clemencia del Espíritu Santo, fuego y abismo de caridad, que tuvo a tu Hijo
cosido y clavado en la cruz, para que hagas misericordia al mundo y le des el
calor de la caridad con paz y unión en la santa Iglesia. No quiero que tardes
más. Te ruego que tu infinita bondad te obligue a no cerrar los ojos de tu
misericordia.... Jesús dulce, Jesús amor» (Orac. 24; Rocca de Tentennano 28-X-1378).
Disposición receptiva
Pidamos siempre al Padre el espíritu filial y
fraternal, y pidámosle que nos lo infunda por el don de piedad, propio del
Espíritu de Jesús. Pero al mismo tiempo dispongámonos a recibir ese don con
estas virtudes y prácticas:
1. Venerar al Creador, contemplar su grandeza
en el mundo visible, considerando a éste como Casa de Dios. Tratar con respeto
todas las criaturas que el Padre ha puesto en el mundo a nuestro servicio. Ya
nos dijo el Apóstol: «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios»
(1Cor 3,23).
2. Dirigir muchas veces nuestra oración al
Padre celestial, por Jesucristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, que
orando en nosotros, dice: Abba, Padre.
3. Meditar en nuestra condición de hijos de
Dios y hermanos en Cristo.
4. Confiar en la providencia de nuestro
Padre en todas las vicisitudes de nuestra vida, combatiendo toda
preocupación por un abandono confiado en su amor misericordioso (+Mt 6,25-34)
5. Tratar al prójimo como hermano, ejercitando
siempre con él la benignidad, la paciencia, la compasión, el perdón, la
servicialidad, la comunicación de bienes.
4
El don de consejo
Los lugares de la Biblia, que ahora referiremos al
don de consejo, son aplicables en buena medida también a los dones
de ciencia, entendimiento y sabiduría. Todos ellos son dones
intelectuales, por los que el Espíritu Santo comunica al entendimiento de los
fieles una lucidez sobrenatural de modalidad divina. Cuando la sagrada
Escritura habla en hebreo o en griego de la sabiduría de los hombres espirituales
no usa, por supuesto, términos claramente identificables con cada uno de estos
cuatro dones.
Sagrada Escritura
Dice el Señor por Isaías: «no son mis
pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros
caminos» (55,8). En efecto, la lógica del Logos divino supera de tal modo
la lógica prudencial del hombre que a éste le parece aquélla «escándalo y
locura», y sólamente para el hombre iluminado por el Espíritu es «fuerza y
sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24).
¿Quién, por muy limpio de corazón que fuese, podría
estimar la Cruz como un medio prudente para realizar la revelación
plena del amor de Dios y para causar la total redención del hombre?... ¿Quién
alcanzaría a considerar actos prudentes ciertas conductas de Jesús en
su ministerio público?... Hasta sus mismos parientes pensaban a veces: «está
trastornado» (Mc 3,21).
Es cierto: como la tierra dista del cielo, así se
ve excedida la prudencia del hombre por la sublimidad de los consejos de Dios,
«cuya inteligencia es inescrutable» (Is 40,28). En Cristo, lógicamente, se
manifiesta esta distancia en toda su verdad. Todo el misterio de redención que
Él va desplegando por su palabra, por sus actos, y especialmente por su Cruz,
son para judíos y gentiles un verdadero absurdo; y únicamente son fuerza y
sabiduría de Dios para «los llamados» (1Cor 1,23-24). Sí, realmente «eligió
Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (1,27).
«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y
de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus juicios e inescrutables sus
caminos!... Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su
consejero?» (Rm 11,31-32); «¿quién conoció la mente del Señor para instruirle?»
(1Cor 2,16)... Y por tanto, «¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?» (Rm
9,20).
Siendo, pues, tan inmensa la distancia entre el
pensamiento de Dios y el de los hombres, se comprende bien que en las páginas
antiguas de la Biblia, especialmente en los libros sapienciales y en los
salmos, se hallen innumerables elogios del don de consejo, que hace
captar con prontitud y certeza los misteriosos designios divinos, en sus
aspectos más concretos. Por eso en la Escritura la fisonomía del hombre santo,
grato a Dios, es la del hombre lleno de discernimiento y de prudencia, mientras
que la figura del pecador es la del hombre necio e insensato:
«El buen juicio es fuente de vida para el que lo
posee, pero la necedad es el castigo de los necios» (Prov 16,22; +8,12; 19,8).
«El que se extravía del camino de la prudencia habitará en la Asamblea de las Sombras»
(21,16).
Por tanto, el buen juicio, que permite orientar la
propia vida por el misterioso camino de Dios, sin desvío ni engaño alguno, ha
de ser buscado como un bien supremo. Y así el padre aconseja al hijo: «sigue el
consejo de los prudentes y no desprecies ningún buen consejo» (Tob 4,18).
«Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás finalmente a ser sabio»
(Prov 19,20).
El buen consejo ha de ser pedido a Dios
humildemente. Si, como hemos visto, es tal la distancia entre los pensamientos y
caminos de Dios y los pensamientos y caminos de los hombres, sólo como don
de Dios será posible al hombre el buen consejo; es decir, sólo por la
oración de súplica y por la docilidad incondicional al Espíritu divino
conseguirá el hombre el buen juicio siempre y en todas las cosas:
«No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo
[humanos que valgan] delante del Señor» (Prov 21,30). «Suyo es el consejo, suya
la prudencia» (Job 12,13). Por tanto, supliquemos incesantemente: Señor, «envía
tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo,
hasta tu morada» (Sal 43,3). Señor, «yo siempre estaré contigo, tú has tomado
mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso»
(73,23-24). Me guías muchas veces, eso sí, por caminos que ignoro, pues, como
dice San Juan de la Cruz, «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no
sabes».
El buen consejo ha de ser buscado en la
Palabra divina: «lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero»
(Sal 118,105); y también en el discernimiento de los varones prudentes. El
Señor, por ejemplo, quiso mostrar su designio a Pablo por medio de Ananías (Hch
9,1-6); y lo mismo en tantos otros casos.
El buen consejo es imposible si los ojos del
corazón están sucios por el pecado: «si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará
luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras» (Mt
6,22-23). Será, pues, el fuego del Espíritu Santo el que purifique y queme toda
escoria en nuestros corazones, y el que los ilumine plenamente con la luz del
consejo divino. Sólo así, por el don espiritual de consejo, podremos ser
«prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).
El don de consejo, el discernimiento de espíritus,
que tanto importa para la conducción de uno mismo, es particularmente
importante para el gobierno pastoral y para la dirección espiritual de
otros. Y así aparece aludido ya en los primeros escritos apostólicos.
«Pido [a Dios] que vuestra caridad crezca más y más
en conocimiento y en toda discreción (aísthesis), para que sepáis discernir lo
mejor y seáis puros e irreprensibles en el Día de Cristo» (Flp 1,9-10).
«Amadísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, para
saber si proceden de Dios» (1Jn 4,1). Muy pronto el tema adquiere desarrollo en
la doctrina espiritual, y así en el siglo II el Pastor de
Hermas dedica una considerable atención al discernimiento de los espíritus
(Mandamiento VI; XI,7).
Teología
El don de consejo es un hábito sobrenatural
por el que la persona, por obra del Espíritu Santo, intuye en las diversas
circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es
voluntad de Dios, es decir, lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural.
Entre los vicios opuestos al don de consejo se dan,
por defecto, la precipitación, la prisa, la impulsividad, que llevan a
hacer algo sin pensarlo suficientemente, es decir, sin consultarlo con Dios y
sin aconsejarse del prójimo; y la temeridad, nacida de la autosuficiencia
y de la presunción. Por exceso se le opone la excesiva lentitud, perezosa
o cavilosa en un temor indebido, pues hay acciones que si se demoran en exceso,
dejan pasar ocasiones favorables, y llegan a hacerse en su tardanza imprudentes
o simplemente imposibles.
Ya sabemos que sólamente en los dones hallan la
perfección las virtudes. Pero esta verdad parece manifestarse con especial
evidencia por lo que se refiere a la necesidad del don de
consejo para que la virtud de la prudencia pueda llegar a su perfección.
Sin el don de consejo ¿cómo podrá el hombre,
con la rapidez tantas veces exigida por las circunstancias, a veces muy
complejas, conocer con seguridad la voluntad divina, sabiendo distinguirla de
sus propias inclinaciones intelectuales o temperamentales?
El hombre fuertemente inclinado al estudio y
escasamente dotado para las relaciones sociales ¿podrá dedicar a las personas
concretas la atención debida, si el Espíritu Santo no le asiste con el don de
consejo para hacerle ver y para hacerle realizar en eso la
exacta voluntad de Dios? Y al contrario; el hombre fuertemente inclinado al
trato social y escasamente afecto al estudio ¿podrá dedicar al estudio lo que
realmente es debido, según el plan de Dios, según la verdad de sus
posibilidades personales, si no cuenta habitualmente con el don de consejo? No
parece posible.
Sin la asistencia asidua del don de consejo, no
podrá ser perfecta la prudencia del cristiano, por buena que sea su intención.
La virtud de la prudencia juzga laboriosamente a la luz de la fe lo
que en cada momento conviene hacer, teniendo en cuenta cien datos y complejas
circunstancias. Pero tantas veces, aunque sea de forma inculpable, su
discernimiento prudencial se ve condicionado por el temperamento propio, por
informaciones lentas o inexactas acerca de las circunstancias, y es en todo
caso discursivo y lento.
Por el contrario, la persona, por el don de
consejo, iluminada y movida inmediatamente por el Espíritu
Santo, intuye en cada caso lo que conviene, con rápido y seguro
discernimiento, con toda facilidad. Y entonces, la substancia de su acto
procede de la virtud operativa de la prudencia, es cierto; pero la manera de su
ejercicio es ya al modo divino por el don de consejo.
Pensemos en tantas decisiones concretas que, con
frecuencia, han de ser tomadas en el mismo curso de los acontecimientos, y que
pueden tener consecuencias graves. Discute un padre con su hija a qué hora debe
regresar ella de la fiesta, y no se ponen de acuerdo. Sin el don de consejo,
¿cómo podrá discernir el padre si conviene aplicar entonces a su hija una
severidad exigente, que le conforte en el bien, o si es más prudente una
benignidad comprensiva, que más tarde le permita, en cambio, exigirle más en
otras cuestiones más importantes?
Pensemos en la confesión o en la dirección
espiritual. Muchas veces el sacerdote se ve en la necesidad de ejercitar
discernimientos, sobre cuestiones de no poca gravedad, con toda rapidez. Dejar
la acción en suspenso puede ser a veces prudente, pero en otras ocasiones puede
ser imprudente callar o no actuar. Y en esos discernimientos y consejos
improvisados, ¿cómo será posible neutralizar completamente las inclinaciones
personales del carácter o del estado de ánimo circunstancial?...
Necesitamos absolutamente el don precioso del
consejo para la perfección espiritual. Sólamente así podrá el cristiano,
en su propia vocación y ministerio, ser perfectamente prudente siempre y en
todo lugar.
Conviene señalar aquí que, con frecuencia, en los
cristianos que tienen autoridad -padres, profesores, obispos, párrocos,
priores- se da una falsa conciencia de infalibilidad. Tienen éstos muchas
veces una falsa fe en «la gracia de estado». No tienen temor de sí mismos, ni
imploran continuamente al Espíritu, pidiéndole por pura gracia el don de
consejo para hacer el bien a los otros o, al menos, para hacerles el menor daño
posible. Parecen ignorar, al menos de hecho, que no pocos padres, párrocos,
abades, obispos o profesores han causado verdaderos desastres en las
comunidades cristianas que el Señor les había confiado. Basta abrir los ojos y
mirar la historia o el presente.
Santa Catalina de Siena, por ejemplo, afirma con
seguridad y apasionamiento: «de todos estos males y de otros muchos son
culpables [principales] los prelados, porque no tuvieron los ojos sobre sus
súbditos, sino que les daban amplia libertad o ellos mismos los empujaban,
haciendo como quien no ve sus miserias» (Diálogo III,2,125). Es cierto,
sí, que las autoridades tienen gracia de estado para servir prudentemente al
bien común; pero es gracia quiere moverles ante todo a verse a sí mismos con
toda humildad, a saberse capaces de grandes atrocidades por acción o por
omisión, a dejarse aconsejar por los buenos, y a pedir a Dios siempre el don de
consejo para hacer el bien y no causar daños.
Notemos, por otra parte, que basta con que la
prudencia no sea perfecta para que la persona, por acción o por omisión, cause
en sí misma o en otros -aunque sea involuntariamente- no pequeños males. Los
ejemplos ilustrativos podrían multiplicarse indefinidamente.
La imperfección de la prudencia, por ejemplo,
aunque ésta sea auténtica y genuina, puede demorar indefinidamente la decisión
de un hombre profundamente tímido, llevándole así, contra su voluntad, a
situaciones objetivamente imprudentes, gravemente perjudiciales para él y para
los otros. Pero ¿cómo podrá esa persona superar la imperfección de su prudencia
sin el don de consejo?
Normalmente, las circunstancias de la vida y de las
personas son con frecuencia muy complejas, y la necesidad del don de consejo
resulta muy patente. Pero esto es así más aún cuando se dan situaciones en
que el orden de la naturaleza y de la gracia se ve profundamente trastocado,
incluso dentro de una Iglesia local: está de moda en ese lugar tal error, y
abundan los prejuicios, humanamente insuperables, contra la verdad contraria;
se trata allí con severidad a los buenos y con suma suavidad a los malos; se
respira una cultura de rebeldía, alérgica a la obediencia de las autoridades
legítimas, etc.. Ahí, en esa situación concreta tan lamentable, se ve
claramente que sin el auxilio habitual y sobrehumano del Espíritu Santo, es
decir, sin el don de consejo, es imposible al cristiano discernir siempre y en
todo lugar lo que Dios quiere, lo que conviene, si sólamente cuenta con la
virtud de la prudencia, ejercitada discursiva y laboriosamente al modo humano.
Santos
San José. El Evangelio asegura que José es un varón
«justo», lo que significa que abunda en él la sabiduría y la prudencia. Y sin
embargo, después de mucho pensar y orar, viendo a María encinta, «toma la
decisión de repudiarla en secreto». He aquí un hombre de altísima santidad
que, tras muchas reflexiones y oraciones, está a punto de cometer un gran
horror: «repudiar a su esposa María» (!), es decir, alejar de sí a Jesús y a su
santa Madre Virgen. Pues bien, es sólamente la acción del Espíritu Santo la
que, por mediación de un ángel mensajero, endereza la conducta de José por el
camino luminoso de la verdad de Dios (Mt 1,18-25).
Jesús. ¿Cómo pudo el alma de Cristo
considerar prudente la aceptación de la cruz -esa síntesis siniestra
de injusticia, absurdo e ignominia- sin la acción del Espíritu por el don de
consejo? ¿Cómo sin el don de consejo hubiera podido discernir en la horrible
cruz el designio del Padre amado? Es por la docilidad al Espíritu divino, ya lo
vimos, como Cristo conoce y avanza a la extrema obediencia sacrificial de la
cruz.
Desde muy antiguo en la historia de la Iglesia,
concretamente ya en el monacato primitivo, se codifica por primera la doctrina
del discernimiento de espíritus en orden a la perfección evangélica.
Como reacción, quizá, a ciertos excesos procedentes del entusiasmo y de la
ignorancia, la discreción de espíritus (diákrisis) viene a ser
considerada con suma veneración, y se entiende que es propia del monje
espiritual y perfecto. Por eso las reglas para el discernimiento de espíritus
son formuladas ya con gran exactitud por los primeros maestros monásticos.
Orígenes (+253) trata largamente del tema en su
obra De principiis. En la Vida de San Antonio, escrita por San
Atanasio (+273), el Padre de los monjes considera que «son necesarias la
oración continua y la ascesis para recibir, por obra del Espíritu, el don del
discernimiento de espíritus» (22,3). «Si Dios lo concede [por don del
Espíritu], es fácil y posible distinguir la presencia de los malos espíritus y
de los buenos» (35,3). Ya Antonio da claramente las señales positivas del
discernimiento espiritual -paz, gozo, alegría, etc.- y las negativas -ruido,
inquietud, perturbación, etc.- (35-36). Son las mismas señales que, en el siglo
V, enseñarán los grandes maestros espirituales, como Diadoco de Fótice o Juan
Casiano (Collationes, ocho últimos cap. de I parte y toda la II), las mismas
que mucho después da San Ignacio de Loyola en
sus Ejercicios (169-189, 313-336, 346-370).
Conviene señalar, por último, que el Espíritu Santo
actúa el don de consejo muchas veces con la mediación de varones
prudentes, padres, superiores, confesores, directores espirituales, familiares,
amigos buenos; pero algunas veces lo hace sin apenas mediación alguna.
Lo primero nos muestra que no ha de verse
contrariedad alguna entre el impulso exterior de los superiores y
la íntima moción del Espíritu Santo, que obra al modo divino por
ciertas gracias actuales y por el don habitual de consejo.
Suele recordarse en esto el ejemplo de Santa Teresa
de Jesús, que, habiendo recibido tantas y tan altísimas luces del Señor,
sometía sus asuntos más íntimos y personales a los confesores, y en caso de
conflicto, se atenía más a ellos que a sus luces interiores: «Siempre que el Señor
me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el
mismo Señor a decir que le obedeciese. Después su Majestad le volvía para que
me lo tornase a mandar» (Vida 26,5). Y si algún confesor le mandaba a
Teresa hacer burla injuriosa de las pretendidas apariciones del Señor, Él mismo
le mandaba que obedeciera sin dudarlo: «me decía que no se me diese nada, que
bien hacía en obedecer, mas que Él haría que entendiese la verdad» (29,6). Por
eso en adelante, cuando el Señor le mandaba algo, primero lo consultaba al
confesor, sin decirle que el Señor se lo había mandado, y sólo actuaba si el
confesor lo aprobaba. Era ésta su norma en todo, también en los negocios
exteriores, pues, como confiesa, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados»
(36,5).
Pero veamos, por el otro lado, un ejemplo de cómo
algunas veces el Espíritu Santo actúa sus más preciosos dones sin mediación
humana. Santa Teresita del Niño Jesús, por ejemplo, no recibe apenas dirección
espiritual, y sin embargo, sabe conducirse a sí misma y, como buena maestra de
novicias, sabe conducir a otras. Lo uno y lo otro, desde luego, «por obra del
Espíritu Santo».
Ella es muy joven, y no tiene ni experiencia, ni
muchos estudios. Y es que, como ella misma declara, «Jesús no quiere darme
nunca provisiones. Me alimenta instante por instante con un manjar recién
hecho. Lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo,
sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito
corazón, quien obra en mí, dándome a entender en cada momento lo que
quiere que yo haga» (A76r). Está claro: obra en ella el Espíritu Santo, por el
don de consejo: «Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía y
me inspira en cada instante lo que debo decir o hacer. Justamente en el
momento que las necesito [no antes: no hay provisiones], me hallo en
posesión de luces de cuya existencia ni siquiera habría sospechado. Y no es
precisamente en la oración donde se me comunican abundantemente tales
ilustraciones; las más de las veces es en medio de las ocupaciones del día»
(A83v).
Cuando le confían el cuidado de las novicias,
inmediatamente comprende y declara: «la tarea era superior a mis fuerzas»
(A20r; ). Pero le pide al Señor qué él le vaya dando lo que ella debe dar a
estas hermanas suyas pequeñas (A22r-v)..
Desde entonces, dice, «nada escapa a mis ojos.
Muchas veces yo misma me sorprendo de ver tan claro» (23r). En una ocasión, una
hermana que sonreía, aunque estaba angustiada, se ve descubierta por su santa
Maestra, y queda asombrada de ello tanto la novicia como la Maestra: «Estaba yo
segura de no poseer el don de leer en las almas, y por eso me sorprendía más
haber dado tanto en el clavo. Sentí que Dios estaba allí muy cerca y que, sin
darme cuenta, había dicho yo, como un niño, palabras que no provenían de mí
sino de él» (26r).
El don de consejo, como es obvio, sirve para
orientar con sobrehumana prudencia sea la conducta propia o la de aquellos
otros que están confiados a nuestra dirección. La virtud de la prudencia
halla así en el don de consejo una atmósfera, un modo divino, que permite al
cristiano discernir la verdad y el bien, por obra del Espíritu Santo, siempre y
en todo lugar, con toda seguridad y rapidez, con una certeza de modalidad
divina.
Disposición receptiva
El don de consejo se pide al Espíritu
Santo, que es el único que puede darlo; pero también se procura,
especialmente por estas prácticas y virtudes:
1. La oración continua. El que vive en la
presencia de Dios es el único que puede pensar, discernir, hablar y obrar
siempre desde Él, sean cuales fueren las circunstancias.
2. La abnegación absoluta de apegos
desordenados en juicio, conductas, relaciones, actitudes. Los apegos
consentidos, aunque sean mínimos, oscurecen necesariamente los ojos del alma.
3. La humildad. Ella nos libra de
imprudencias, prisas, miedos, temeridades, y nos lleva a pedir consejo a Dios y
a los hombres prudentes.
4. Leer vidas de santos. Leyéndolas, llegamos
a conocer, al menos de oídas y en otros, cómo se ejercita la virtud de la
prudencia cuando, por obra del Espíritu Santo, se ve sobrehumanamente
perfeccionada por el don de consejo. Eso nos facilita acoger sin dudas y
temores la moción del Espíritu, aun cuando ella parezca a los mundanos
«escándalo y locura».
5. La obediencia. Sin ella no puede actuar el
don de consejo, pues la desobediencia frena necesariamente la obra interior del
Espíritu Santo.
Es impensable, pues, que el Espíritu actúe
normalmente el don de consejo en aquél que habitualmente no guarda las reglas a
que está obligado, desoye el Magisterio apostólico, menosprecia la disciplina
eclesial en la liturgia o en otras cuestiones, o actúa a escondidas de sus
superiores o en contra de ellos.
5
El don de ciencia
Sagrada Escritura
Si el Espíritu Santo por el don de ciencia produce
una lucidez sobrehumana para ver las cosas del mundo según Dios, es indudable
que en Jesucristo se da en forma perfecta.
Jesús conoce a los hombres, a todos, a
cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los
conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre
por dentro» (Jn 2,24-25). Incluso, inmerso en el curso de los acontecimientos
temporales, entiende y prevé cómo se irán desarrollando; y en
concreto, conoce los sucesos futuros, al menos aquellos que el Espíritu
quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Así predice su muerte, su
resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos
contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21.
27-30). Muestra, pues, por un poderosísimo don de ciencia, su señorío sobre el
mundo presente y sus acontecimientos sucesivos: «yo os he dicho estas cosas
para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he
dicho» (Jn 16,4).
También el hombre nuevo, iluminado por el Espíritu
Santo con el don de ciencia, conoce profundamente las realidades
temporales, y las ve con lucidez sobrenatural, pues las mira por los ojos de
Cristo: «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16).
Por el don de ciencia, en efecto, descubre el
cristiano la hermosura del mundo visible, su dignidad majestuosa, que
es reflejo de Dios y anticipo de las realidades definitivas, y al mismo tiempo,
descubre su vanidad, es decir, su condición creatural, transitoria,
efímera y también pecadora. Este segundo aspecto, la apresurada transitoriedad
de todo el mundo visible, tiene muchos testimonios en las páginas de la Biblia.
«Os digo, pues, hermanos, que el tiempo es corto...
Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31). «Nosotros no ponemos nuestros
ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son
temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
En esta visión del don de ciencia no hay
ningún desprecio por las criaturas del mundo visible. Digamos, más bien,
que hay un menosprecio: ante la plenitud del Ser divino, lleno de bondad,
hermosura y amor, las criaturas aparecen en toda su precaridad congénita. Al
salir el sol, al manifestarse en su plenitud, desaparecen las estrellas.
A esta luz del don de ciencia qué ridículo resulta
decir que hay que «partir de la realidad», cuando esta expresión se emplea
como si Dios, las Escrituras, la fe, los sacramentos, fueran entidades
abstractas; mientras que la verdadera realidad, la realidad real, sería el
mundo visible (!). Quienes así piensan -o al menos sienten-
son vanos, no tienen ciencia ni de Dios ni del mundo: no entienden nada:
«son vanos por naturaleza todos los hombres que carecen del conocimiento de
Dios, y por los bienes que gozan no alcanzan a conocer al que es la fuente de
ellos, y por la considerción de las obras no llegan a conocer a su Artífice»
(Sab 13,1).
Por el contrario, el don de ciencia hace que el
mundo visible transparente a aquel mundo invisible, al que es plenamente real,
y a él quede continuamente referido. El don de ciencia, por tanto, da a sentir
nuestra condición de «peregrinos y forasteros» en el mundo presente (1Pe 2,11).
De este modo, toda la vida humana temporal se capta como «un tiempo de
peregrinación» (1,17).
Adviértase, en todo caso, que en modo alguno el don
de ciencia implica una visión maniquea de las criaturas, como si
éstas, por serlo, fueran entidades degradadas e intrínsecamente malas. Por el
contrario, el mundo creado es revelación de la bondad y de la hermosura de
Dios, pues «lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos
mediante las criaturas» (Rm 1,20; +Sab 13,4-5).
El mismo Pablo, por ejemplo, que todo lo sacrifica,
con tal de gozar de Cristo, y que, como buen enamorado, todo lo estima y
considera «basura» en comparación de su Señor (Flp 3,7-8), es precisamente
quien asegura que «todo es puro para los puros» (Tit 1,15); y que «toda
criatura de Dios es buena y nada hay reprobable, tomado con acción de gracias»
(1Tim 4,4), es decir, si es recibido como don del Creador.
El don de ciencia, por otra parte, descubre al
cristiano la verdad del mundo, librándole así de la mentira del
mundo, que no sólamente envuelve y ciega a los hombres carnales, sino que
incluso engaña en no pocas cuestiones hasta a los hombres virtuosos. Éstos,
aunque sea en grados mínimos, aún están con frecuencia condicionados por la
época y circunstancia en que viven. Pues bien, el don de ciencia, por obra del
Espíritu Santo, da al cristiano una facilidad simple y segura para conocer de
verdad el mundo presente y todas sus mentiras. Sólamente así puede el cristiano
participar plenamente del señorío de Cristo sobre el mundo, sólamente así puede
«vivir en el mundo sin ser del mundo». Ahora bien, sin esta libertad del mundo
no puede darse en el cristiano la perfección de la santidad.
Por eso dice el Apóstol que hemos de aspirar «a la
perfección consumada de los santos... como hombres perfectos, a la medida de la
plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar
de todo viento de doctrina, por el engaño de los hombres, que para engañar
emplean astutamente los artificios del error» (Ef 4,12-14).
El don de ciencia, por otra parte, es un don, un
don que el Espíritu Santo da, y que da especialmente a los humildes, no a
los soberbios que se fían de sus propios juicios y saberes. Nuestro Señor
Jesucristo, en primer lugar, no era un hombre de cultura académica, y sin
embargo estaba pleno de ciencia espiritual. Y la gente se preguntaba: «¿de
dónde le viene esto, y qué sabiduría es ésta que se le ha comunicado?... ¿No es
éste el carpintero?» (Mc 6,2-3). La ciencia del Espíritu, en efecto, es
concedida por el Padre con preferencia a los humildes y pequeños, a aquellos
que no se apoyan en sus propios saberes y erudiciones. Así lo enseña Jesús
gozosamente:
«En aquella hora se sintió inundado de gozo en el
Espíritu Santo, y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultados estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado
a los pequeños. Sí, Padre, porque ése ha sido tu beneplácito» (Lc 10,31).
Teología
El don de ciencia es un hábito sobrenatural,
infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre,
para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez sobrehumana,
acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin sobrenatural.
Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de ciencia perfecciona
la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo
divino (STh II-II,9).
Según esto, el hábito intelectual del don de
ciencia es muy distinto de la ciencia natural, que a la luz de la
razón conoce las cosas por sus causas naturales, próximas o remotas. Es también
diverso de la ciencia teológica, en la que la razón discurre, iluminada
por la fe, acerca de Dios y del mundo. El don de ciencia conoce profundamente
las cosas creadas sin trabajo discursivo de la razón y de la fe, sino más bien
por una cierta connaturalidad con Dios, es decir, por obra del Espíritu Santo,
con rapidez y seguridad, al modo divino. Ve y entiende con facilidad la vida
presente en referencia continua a su fin definitivo, la vida eterna.
El don de ciencia, pues, trae consigo a un tiempo
dos efectos que no son opuestos, sino complementarios. De un lado, produce una
dignificación suprema de la vida presente, pues las criaturas se hacen
ventanas abiertas a la contemplación de Dios, y todos los acontecimientos y
acciones de este mundo, con frecuencia tan contingentes, tan precarios y
triviales, se revelan, por así decirlo, como causas productoras de efectos
eternos. Y de otro lado, al mismo tiempo, el don de ciencia muestra la
vanidad del ser de todas las criaturas y de todas sus vicisitudes
temporales, comparadas con la plenitud del ser de Dios y de la vida eterna.
No es fácil encarecer suficientemente hastá qué
punto es necesario para la perfección el don de ciencia. Y hoy más que
nunca. Todos los cristianos, los niños y los jóvenes, los novios y los
matrimonios, los profesores, los políticos, los hombres de negocios, los
párrocos y los religiosos, los obispos y los teólogos, necesitan absolutamente
del don de ciencia para que sus mentes, dóciles a Dios, queden absolutamente
libres de los condicionamientos envolventes del mundo en que viven.
Si pensamos que un cirujano que padece ofuscaciones
frecuentes en la vista o que un conductor de autobús que sufre de vez en cuando
mareos y desvanecimientos, no están en condiciones de ejercer su oficio, de
modo semejante habremos de estimar que aquéllos que reciben importantes
responsabilidades de gobierno, si no poseen suficientemente el don de ciencia,
causarán sin duda grandes males en la sociedad y en la Iglesia.
Santos
Al don de ciencia se le suele decir la ciencia
de los santos. Así la llamó Juan de Santo Tomás, en alusión a aquel texto de la
Escritura: el Señor «les dió la ciencia de los santos» (Sab 10,10; In
I-II, d.18, 43,10).
En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos
como en los incultos, ha brillado siempre el don de ciencia, por el
cual el mundo visible viene a ser revelación de Dios. Ya no es el mundo
para ellos un lastre, una distracción o una tentación, sino que se torna para
ellos en escala maravillosa hacia la perfecta unión con Dios.
San Francisco de Asís, por ejemplo, «abrazaba todas
las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les
exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas, velas, no
queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz
eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquel que a sí
mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda
bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo
también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).
Por el precioso don de ciencia todos los santos,
como el Poverello, han encontrado a Dios en las criaturas, y se han
conmovido profundamente ante la belleza del mundo visible. San Juan de la Cruz,
por ejemplo, a un tiempo místico y poeta, halla palabras para expresar estas
maravillas que da a conocer el don de ciencia:
El alma «comienza a caminar [espiritualmente] por
la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado,
Creador de ellas; porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta
consideración de las criaturas es la primera en este camino espiritual»
(Cántico 5,1). Y es que, «aunque muchas cosas hace Dios por mano ajena,
como de los ángeles o de los hombres, ésta que es crear nunca la hizo ni hace
por otra que por la suya propia. Y así el alma mucho se mueve al amor de su
Amado Dios por la consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por
su propia mano fueron hechas» (Cántico 5,3). Ve el alma que es Él quien
las mantiene en su perenne belleza: «siempre están con verdura inmarcesible,
que ni fenece ni se marchitan con el tiempo» (5,4).
Por eso, en la contemplación del mundo, el alma
creyente, iluminada por el don de ciencia, «halla verdadero sosiego y luz
divina y gusta altamente de la sabiduría de Dios, que en la armonía de las
criaturas y hechos de Dios reluce; y siéntese llena de bienes y ajena y vacía
de males, y, sobre todo, entiende y goza de inestimable refección de amor, que
la confirma en amor» (14,4).
El don de ciencia da a conocer muy
especialmente la belleza fascinante del alma humana que está en la gracia
divina:
Sobre esto, santa Catalina de Siena le decía al
Beato Raimundo, su director: «Padre mío, si viera usted el encanto de un alma
racional, no dudo en absoluto que daría cien veces la vida por la salud de esa
alma, pues en este mundo no hay nada que pueda igualar tanta belleza»
(Leyenda 151). Y lo mismo decía Santa Teresa: «el alma del justo es un
paraíso donde dice Él que tiene sus deleites... No hallo yo cosa con qué
comparar la gran hermosura de un alma» (I Moradas 1,1). Y San Juan de la
Cruz: «¡oh alma, hermosísima entre todas las criaturas!» (Cántico 1,7).
Pero, al mismo tiempo que esta grandeza y belleza
de las criaturas, el don de ciencia muestra la vanidad profunda del mundo
presente. Los santos, por eso, siempre han entendido con evidencia que «todas
las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son, como
dice Jeremías [4,3]» (1 Subida 4,3).
En efecto, «todo el ser de las criaturas, comparado
con el infinito ser de Dios, nada es; y, por tanto, el alma que en ellas
pone su afición [desordenada], delante de Dios también es nada y menos que
nada» (ib.4,4).
El don de ciencia, de este modo, perfeccionando la
fe, desengaña al hombre espiritual de todas las fascinaciones y mentiras
con que el mundo engaña a los hombres mundanos. Son indecibles las
fascinaciones que el mundo ejerce sobre los hombres, también sobre tantos
cristianos: «toda la tierra seguía maravillada a la Bestia» (Ap 13,3). El
resultado es un espanto: «mi pueblo está loco, me ha desconocido; son necios,
no ven: sabios para el mal, ignorantes para el bien» (Jer 4,22).
Santa Teresa de Jesús, por el don de ciencia, captó
con especial lucidez este engaño general en que viven los hombres.
Ella lo ve todo «al revés» de como lo ven los
mundanos o de cómo lo veía ella antes. Y por eso se duele al pensar en su vida
antigua, «ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella»
(Vida 20,26); «ríese de sí, del tiempo en que tenía en algo los dineros y
la codicia de ellos» (20,27), y «no hay ya quien viva, viendo por vista de ojos
el gran engaño en que andamos y la ceguedad que traemos» (21,4). «¡Oh, qué es
un alma que se ve aquí haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta
farsa de esta vida tan mal concertada!» (21,6).
Asistido por el don de ciencia, el cristiano
perfecto -santa Teresa, concretamente- ve la mentira de las cosas más
estimadas por el mundo, y también muchas veces por los mismos cristianos
piadosos.
En cierta ocasión, doña Luisa de la Cerca enseña en
su casa una colección de joyas a su amiga Teresa de Jesús: «Ella pensó que me
alegraran. Yo estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman
los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán
imposible me sería, aunque yo conmigo misma lo quisiese procurar, tener en algo
aquellas cosas, si el Señor no me quitaba la memoria de otras.
«Esto es un gran señorío para el alma, tan grande
que no sé si lo entenderá sino quien lo posee; porque es el propio y natural
desasimiento, porque es sin trabajo nuestro: todo lo hace Dios [es,
pues, don de ciencia], que muestra Su Majestad estas verdades de manera que
quedan tan imprimidas, que se ve claro que no lo pudiéramos por nosotros de
aquella manera en tan breve tiempo adquirir» (Vida 38,4).
El don de ciencia muestra también el pecado,
por muy escondido que esté en la práctica común y general. El santo distingue
con toda seguridad y facilidad lo que ofende a Dios y le desagrada, lo que es
contrario al Evangelio, por muy aceptado que esté en el mundo y entre los
mismos cristianos: costumbres, modas, criterios, espectáculos, etc. Y alcanza a
ver, ve con una ciencia espiritual luminosa, la absoluta vanidad de todo
aquello que en el mundo no está ordenado a Dios. Ve cómo las criaturas no finalizadas
en su Creador, por mucho que se hinchen y aparenten -en la televisión y en la
prensa, sea en la sociedad, sea en el mismo mundo de la Iglesia-, son nada,
menos que nada, por grande que sea su brillo y esplendor. Lo ve, lo ve con toda
claridad, porque el Señor mismo se lo muestra, como se lo hizo ver a Teresa:
«¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender
que todos es mentira lo que no es agradable a mí. Con claridad verás esto
que ahora no entiendes en lo que aprovecha a tu alma.
«Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que
después acá tanta vanidad y mentira me parece lo que yo no veo va guiado
al servicio de Dios, que no lo sabría yo decir como lo entiendo, y lástima me
hacen los que veo con la oscuridad que están en esta verdad» (Vida 40,1-2).
El santo, por el don de ciencia viene a
ser desengañado del engaño colectivo; es decir, despierta del
sueño que le mantenía espiritualmente dormido, como a tantos otros.
El Señor, sigue Teresa de Jesús, «me ha dado una
manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo
que veo: ni contento ni pena que sea mucha no la veo en mí... Y esto es entera
verdad, que aunque después yo quiera holgarme de aquel contento o pesarme de
aquella pena, no es en mi mano, sino como lo sería a una persona discreta tener
pena o gloria de un sueño que soñó. Porque ya mi alma la despertó el
Señor de aquello que, por no estar yo mortificada ni muerta a las cosas
del mundo, me había hecho sentimiento, y no quiere Su Majestad que se torne a
cegar» (Vida 40,22).
Experiencias espirituales semejantes del don de
ciencia, igualmente impresionantes, las hallamos en Santa Catalina de Siena.
Cuenta el Beato Raimundo de Capua, dominico, director suyo:
Una vez el Señor Jesucristo se aparece a Santa
Catalina y le dice: «¿Sabes, hija, quién eres tú y quién soy yo? Si llegas a
saber estas dos cosas, serás bienaventurada. Tú eres la que no es; yo, en
cambio, soy el que soy» (Leyenda 92). De esta premisa parte toda la
doctrina espiritual de esta Doctora. «Si el alma -decía- conoce que por sí
misma no es nada y que todo se lo debe al Señor, resulta que no confía ya en
sus operaciones, sino sólo en las de Dios. Por esto el alma dirige toda su
solicitud a Él. Sin embargo, el alma no deja para más tarde hacer lo que puede,
pues al derivarse tal confianza del amor y al causar necesariamente el amor al
amante el deseo de la cosa amada -deseo que no puede existir si el alma no hace
las obras que le son posibles- resulta que ella actúa por razón del amor. Pero
no por ello confía en su operación como cosa suya, sino como operación del
Creador. Todo esto se lo enseña perfectamente [por el don de ciencia] el
conocimiento de la nada que es y la perfección del mismo Creador» (99).
Hasta tal punto llega la lucidez espiritual
sobrehumana de Catalina, y la referencia continua que ella hacía de la criatura
a su Creador, que veía ella en los hombres con más claridad sus almas que
sus cuerpos. Así se lo había pedido ella al Señor, y el Señor se lo concedió.
«Y la gracia de este don, atestigua el Beato Raimundo, fue tan eficaz y
perseverante que, a partir de entonces, Catalina conoció mejor que los cuerpos,
las operaciones y la índole de todas las almas a las que se acercaba».
Una vez, «cuando le dije a solas que algunos
murmuraban porque habían visto a hombres y a mujeres arrodillados ante ella,
sin que ella lo impidiera, me respondió: "Sabe el Señor que yo poco o nada
veo de los movimientos de quien tengo cerca. Estoy tan ocupada leyendo sus
almas, que no me fijo para nada en sus cuerpos". Entonces le pregunté:
"¿Ves, acaso, sus almas?". Y ella me respondió: "Padre, le
revelo ahora en confesión que desde que mi Salvador me concedió la gracia de
liberar a una cierta alma... no aparece casi nunca ante mí nadie de quien no
intuya el estado de su alma"» (151).
«Daré una confirmación de esto que he dicho.
Recuerdo que hice de intérprete entre el Sumo Pontífice Gregorio XI, de feliz
memoria, y nuestra santa virgen, porque ella no conocía el latín y el Pontífice
no sabía italiano. Mientras hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la
Curia Romana, donde debería haber un paraíso de celestiales virtudes, se olía
el hedor de los vicios del infierno. El Pontífice, al oirlo, me preguntó cuánto
tiempo hacía que había llegado ella a la Curia. Cuando supo que lo había hecho
pocos días antes, respondió: "¿Cómo en tan poco tiempo has podido conocer
las costumbres de la Curia Romana?". Entonces ella, cambiando súbitamente
su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi con mis
propios ojos, erguida, prorrumpió en estas palabras: "Por el honor de Dios
Omnipotente, me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los
pecados que se cometen en la Curia Romana sin moverme de Siena, mi ciudad
natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los
días". El Papa permaneció callado, y yo, consternado, razonaba en mi
interior y me preguntaba con qué autoridad habían sido dichas unas palabras
como aquéllas a la cara de un Pontífice» (152).
Ésta es la lucidez espiritual propia del don de ciencia.
Esta santa sin estudios, más aún, analfabeta, viviendo siempre en Siena,
sirviendo en la casa de su padre, el tintorero Benincasa, penúltima de
veinticinco hermanos, siendo joven -muere a los treinta y tres años-, por el
don espiritual de ciencia, por obra del Espíritu Santo, conoce mil veces
mejor el mundo -el mundo de su época, el corazón de los hombres, el
mundillo romano eclesiástico-, que tantos otros que, a pesar de sus muchos
estudios y experiencias, no entienden nada, y ni sospechan siquiera cuáles
son los problemas reales del siglo y de la Iglesia en que viven.
El don de ciencia da al pensamiento y a la
acción del santo una suprema libertad respecto del mundo de su tiempo. Esa
independencia total del mundo, se dice fácilmente, pero si no es por obra del
Espíritu Santo, concretamente por el don de ciencia y por otros dones suyos, es
imposible de vivir, al menos en forma plena. Conviene saberlo.
«Esta tan perfecta osadía y determinación en las
obras -advierte San Juan de la Cruz- pocos espirituales la alcanzan,
porque, aunque algunos tratan y usan este trato, nunca se acaban
de perder en algunos puntos o de mundo o de naturaleza, para hacer
las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué
parecerá... No están perdidos [del todo] a sí mismos en el obrar;
todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo por la obra delante de los
hombres, teniendo respeto a cosas. No viven en Cristo de veras»
(Cántico 30,8). Alude aquí a su verso «diréis que me he perdido», y aún
más a la enseñanza de Jesús: «el que quiera salvar su vida la perderá, y el que
pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 16,25).
Aún hay, sin embargo, quien estima que los santos,
especialmente los de vida mística más alta, apenas entienden nada de la vida
presente, alienados como están de ella por su misma vida contemplativa. Pero
no, ellos son los únicos que de verdad entienden lo que sucede en el mundo y en
la Iglesia de su tiempo. Eso está claro.
Disposición receptiva
Con la gracia de Dios, dispongámonos a recibir el
precioso don de ciencia con estas prácticas y virtudes:
1. La oración, la meditación, la súplica.
Siempre la oración es premisa primera para la recepción de todos los dones del
Espíritu Santo, pero en éstos, como el don de ciencia, que son intelectuales,
parece que es aún más imprescindible.
2. Procurar siempre ver a Dios en la criatura.
Ignorar u olvidar que el Creador «no sólo le da el ser y el existir, sino que
la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término»
(Catecismo 300), es dejar el alma engañada, necesariamente envuelta en
tinieblas y mentiras, en medio de la realidad presente.
3. Pensar, hablar y obrar con perfecta
libertad respecto del mundo. Es decir, no tener ningún miedo a estimar
que la mayoría -también la mayoría del pueblo cristiano-, en sus
criterios y costumbres, está en la oscuridad y en la tristeza del error,
al menos en buena parte. Aquí se nos muestra otra vez la mutua conexión
necesaria de los dones del Espíritu Santo: el don de ciencia, concretamente, no
puede darse sin el don de fortaleza.
4. Ver en todo la mano de Dios providente.
Aprender a leer en el libro de la vida -en los periódicos, en lo que
sucede, en lo que le ocurre a uno mismo-, pero aprender a leer ese libro con
los ojos de Cristo. Él es nuestro único Maestro, el único que conoce el mundo
celestial, y el único que entiende el mundo temporal, el único que comprende lo
que sucede, lo que pasa, es decir, lo que es pasando.
5. Guardarse en fidelidad y humildad. El
don de ciencia, efectivamente, es don de Dios, pero es un don que Dios concede
a los humildes, a los que, recibiendo la gracia de la humildad, le buscan, le
aman y guardan fielmente sus mandatos:
«Tu mandato me hace más sabio que mis enemigos,
siempre me acompaña. Soy más docto que todos mis maestros, porque medito tus
preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque cumplo tus leyes» (Sal
118,98-100).
6
El don de
Sagrada Escritura
Si el don de entendimiento tiene como principal
objeto las verdades reveladas, es indudable que Jesús, ya desde niño, lo
poseía perfectísimamente. A los doce años, en el Templo, producía la mayor
admiración entre los doctores de la ley: «cuantos le oían quedaban estupefactos
de su inteligencia y de sus respuestas» (Lc 2,47).
Y como Jesús «crecía en sabiduría y edad y gracia
ante Dios y ante los hombres» (2,52), aún se acrecentó en él con los años este
don de entendimiento. Cuando en la sinagoga de Nazaret, por ejemplo, explica
las Escrituras en referencia a él, «todos le aprobaban y se maravillaban de las
palabras llenas de gracia que salían de su boca» (4,22; +24,32).
El don de entendimiento obra también en altísimo
grado sobre los hagiógrafos del Nuevo Testamento, iluminando la mente
de los evangelistas, de Pablo, de Juan, y en uno u otro grado, alumbra a todos
los discípulos de Cristo, a todos los creyentes.
En Cristo Jesús, dice San Pablo, «habéis sido
enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento» (1Cor 1,5). Y así
los fieles han de estar «henchidos de todo conocimiento y capacitados para aconsejarse
mutuamente» (Rm 15,14). En efecto, «el mismo Dios que dijo "hágase la luz
de las tinieblas", Él ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para
irradiar la ciencia de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de
Cristo» (2Cor 4,6).
El entendimiento de las verdades divinas reveladas
requiere, sin duda, meditación y estudio, y hacer como María, que
«guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; +51); pero
se consigue sobre todo en la oración de súplica. Son innumerables las
oraciones bíblicas en las que se pide al Señor luz para entender sus
pensamientos, sus mandatos y caminos, tan extraños al hombre adámico. Baste
recordar el Salmo 118.
San Pablo pide con frecuencia este don del Espíritu
Santo para los fieles que él, también con el auxilio del mismo Espíritu, ha
evangelizado y convertido: «no dejamos nosotros de rogar por vosotros y de
pedir que lleguéis al pleno conocimiento de Su voluntad, con toda sabiduría y
entendimiento espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor,
agradándole en todo» (Col 1,9-10).
Teología
El don de entendimiento es un espíritu, un
hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante, mediante el
cual el entendimiento del creyente, por obra del Espíritu Santo, penetra las
verdades reveladas con una lucidez sobrehumana, de modo divino, más allá del
modo humano y discursivo.
El don de entendimiento reside, pues, en la mente
del creyente, en el entendimiento especulativo, concretamente, y
perfecciona el ejercicio de la fe, que ya no se ve sujeta al modo humano del
discurso racional, sino que lo transciende, viniendo a conocer las verdades
reveladas al modo divino, en una intuición sencilla, rápida y luminosa. Como
dice Santo Tomás, «a la fe pertenece asentir [a las verdades reveladas];
y al don de entendimiento, penetrarlas profundamente»
(STh II-II,8, 6 ad2m).
El don de entendimiento difiere, pues, de la virtud
de la fe, y perfecciona su ejercicio; pero también es distinto de los
otros dones intelectuales del Espíritu Santo, como señala el padre Royo
Marín:
El don de entendimiento «tiene por objeto
captar y penetrar las verdades reveladas por una profunda intuición
sobrenatural, pero sin emitir juicio sobre ellas -"simplex intuitus
veritatis"-. El de ciencia, en cambio, bajo la moción especial del
Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas creadas, en orden al fin último
sobrenatural. Y en esto se distingue también del don de sabiduría, cuya
función es juzgar de las cosas divinas, no de las creadas» (El gran desconocido 164-165;
+179).
Fácilmente se deduce, pues, la necesidad del
don de entendimiento para que el conocimiento sobrenatural de las verdades
reveladas venga a ser en el creyente alto, profundo e intuitivo, al modo
divino, y para que supere así el modo humano de la fe, que al estar radicada en
la razón, es virtud obligada a ejercitarse de manera discursiva, por análisis y
síntesis, por composición y división.
El don de entendimiento es el que hace llegar a lo
que un san Juan de la Cruz llama fe pura: es la fe contemplativa de
los místicos, la que, como veremos en los santos, penetra profundamente en la
Revelación divina.
A pocos les ha sido dado hablar de la fe tan
altamente como a San Juan de la Cruz, que aproxima le fe a la visión beatífica.
«Ésta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que
ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina [la fe] y calor divino [la
caridad] que se lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre
de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima» (Llama 4,80).
Esta fe lucidísima es aquella que está asistida por los dones intelectuales del
Espíritu Santo, y en concreto, por el don de entendimiento cuando ha de
penetrar las verdades reveladas.
Por el contrario, los vicios opuestos al don del
entendimiento son la ceguera espiritual y el embotamiento del
sentido espiritual. La primera priva completamente de la visión espiritual, y
la segunda la debilita y entorpece notablemente. Santo Tomás muestra la
vinculación de estos vicios a los pecados carnales, como la lujuria y la gula
(STh II,15, 3). Pero también proceden, sin duda, de otros vicios
espirituales, sobre todo de la soberbia y de la vanidad, pecados que hacen a
los hombres especialmente insensatos: «alardeando de sabios, se hicieron necios»
(Rm 1,12).
Es evidente, por lo demás, que el cristiano absorto
en las vanidades siempre cambiantes del mundo, que no se interesa más que
por lo que pasa, que ni tiene oración ni recogimiento de la mente y
de los sentidos exteriores, que es crédulo a cualquier moda intelectual del
mundo, pero reticente ante el Magisterio apostólico, este cristiano, aunque mal
o vien guarde la fe, por mucho que lea y estudie, hace imposible que el
Espíritu Santo le ilumine habitualmente con la lucidez sobrehumana del don de
entendimiento.
Santos
El don de entendimiento, unido a los otros dones
intelectuales, se manifiesta de forma maravillosa, como ya he señalado,
en los escritores de la sagrada Biblia. Los dones del Espíritu Santo,
especialmente el de entendimiento, brillan en ellos con un admirable fulgor
continuo, tan maravilloso, que no puede atribuirse meramente a cualidades
humanas. ¿Cómo explicar de otro modo la inspiración prodigiosa que,
en una y otra página, y en unos mismos años, ilumina e impulsa internamente a
San Pablo, a San Lucas, a San Pedro o a San Juan? Si no es por obra del
Espíritu Santo, por el don de entendimiento, ¿cómo explicar la lucidez
sobrehumana de todos sus pensamientos y palabras sobre las verdades reveladas?
Y de modo semejante, cuando el asombro se apodera
de nosotros ante ciertas páginas de San Agustín o de Santo Tomás, de Santa
Catalina de Siena o de Santa Teresa, ¿habremos de atribuir tanta verdad y tanta
belleza, simplemente, a la virtud de la fe, es decir, a la ratio fide
illustrata, que se ejercita en ellos cuando escriben? No; para esa
verdad divina y esa belleza celeste que sale de sus plumas,
sólamente el don de ciencia, de entendimiento, de sabiduría, los dones del
Espíritu Santo, son razón suficiente. Al escribir, pues, con tan alta y continua
inspiración, esos santos no se movían por la gracia según la regla de
la razón iluminada por la fe, sino que eran movidos directamente por
el Espíritu Santo, el «Espíritu de la verdad», de un modo sobrehumano y divino.
Pensemos, por ejemplo, en el Diálogo de
Santa Catalina de Siena, una de las obras más altas de la espiritualidad
cristiana. Con toda su perfecta arquitectura interna, que hace pensar en una
catedral gótica, fue dictado por esta santa virgen, joven e inculta,
sin planes previos, orando en éxtasis, ante sus discípulos amanuenses, que iban
escribiendo asombrados. Así lo testifica el beato Raimundo de Capua:
«Si alguien examina el libro que ella compuso en su
propia lengua, ciertamente bajo el dictado del Espíritu Santo, ¿cómo podrá
imaginar o creer que ese libro fuera escrito por una mujer? El modo de
expresarse es sin duda sublime, hasta el punto de que apenas se puede hallar un
modo de hablar en latín que corresponde a la altura de su estilo. Yo, que me
esfuerzo en traducirlo, lo experimento cada día. Los conceptos que contiene son
tan altos y profundos que si los oyéramos en latín los creeríamos más de
Agustín que de cualquier otro. Y en qué medida es útil a las almas que buscan
la salvación es algo que no se explica en pocas palabras [...] Las cosas que en
él se contienen, como me han contado sus escribanos, nunca las dictó cuando
estaba en sí, sino siempre cuando, hallándose en éxtasis, hablaba con su
Esposo. Por ello ese libro está compuesto a modo de un diálogo entre el Creador
y el alma racional y peregrina creada por Él» (Leyenda 8).
El don de entendimiento, igualmente, se da con
maravillosa intensidad en Santa Teresa del Niño Jesús, que desde niña fue
alimentada por su Maestro interior con «pura harina». Ella misma lo confiesa:
«Porque yo era débil y pequeña, Él se abajaba hasta
mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan
la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado
asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la
perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos,
porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu» (A49r).
Ya en el Carmelo, sus hermanas religiosas quedaban
con frecuencia maravilladas de la facilidad de Teresita para penetrar la
sagrada Escritura. Una de ellas testifica en el Proceso ordinario:
«Interpretaba con una facilidad inaudita los libros
de la Sagrada Escritura. Se diría que estos libros no tenían ya para ella
ningún sentido oculto, de tal suerte sabía descubrir todas sus bellezas» (María
de la Trinidad).
Santa Teresita, como Santa Catalina -ambas Doctoras
de la Iglesia- no tiene grandes estudios de la doctrina cristiana; en absoluto.
Teresita, de adolescente lee la Imitación de Kempis y pocos libros
más. Uno de ellos, El fin del mundo presente y los misterios de la vida
futura, de Arminjon, le ayuda mucho: «aquella lectura fue una de las mayores
gracias que he recibido en mi vida» (A47r). Y ya en el Carmelo, sus lecturas
son cada vez menos extensas y más profundas -non multa, sed multum-, llegando a
reducirse finalmente a la Imitación, vuelta al principio, y a
los Evangelios, más tarde descubiertos por ella. Para toda otra lectura
está inapetente. No necesita más.
«Hallo en él [en el Evangelio] lo que necesita mi
pobrecita alma. Siempre descubro en él [por el don de entendimiento] nuevas
luces de sentidos ocultos y misteriosos. Comprendo, y sé por experiencia, que
"el reino de Dios está dentro de nosotros" [Lc 17,21]. Jesús no tiene
necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él es el Doctor
de los doctores. Enseña sin ruido de palabras. Nunca le oigo hablar, pero sé
que está dentro de mí» (A83v).
La conciencia tan cierta que Teresita tiene de que
su altísimo entendimiento de las verdades reveladas es por obra del Espíritu
Santo, hace que le sea imposible cualquier actitud de soberbia o de apego
desordenado a su sabiduría espiritual:
«No siendo míos los bienes de aquí
abajo [renunciados en el voto de pobreza], no tiene por qué resultarme
difícil abstenerme de reclamarlos cuando alguien se los apropia. Pues bien,
tampoco los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por
Dios, que puede retirármelos sin que yo tenga derecho alguno a quejarme. Sin
embargo, esos bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones de la
inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso
constituye una riqueza, a la que solemos apegarnos como a un bien propio,
que nadie tiene derecho a tocar». Inmenso error y pecado.
Pues bien, «Jesús me ha concedido la gracia
de no estar más apegada a los bienes del entendimiento y del corazón
que a los de la tierra... [Si me viene una alta idea], tal
pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí [...] Él es muy
libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen pensamiento. Pero si
yo creyera que ese pensamiento me pertenece, me parecería a "el asno que
llevaba las reliquias" [fábula de La Fontaine], que creía que los
homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él» (C18v-19v).
Santa Teresita que, como vemos, no
considera propios los altos pensamientos que por el don de
entendimiento recibe del Espíritu Santo, tampoco estima que en esa
sabiduría espiritual consista la perfección cristiana:
«No menosprecio los pensamientos profundos, que
alimentan el alma y la unen a Dios. Pero hace mucho tiempo he comprendido que
el alma no debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la
perfección en recibir muchas iluminaciones. Los pensamientos más
hermosos no son nada sin las obras» (C19v).
En los ejemplos precedentes -Catalina y Teresita-
hemos comprobado que el Padre celestial se complace en revelar sus misterios
especialmente a «los pequeños» (Lc 10,21). Pero, por supuesto, en muchos otros
casos el maravilloso don de entendimiento ha sido concedido por Dios en grados
altísimos a personas de mucho estudio, como a un Santo Tomás de Aquino, Doctor
común de la Iglesia. Basta adentrarse en la Summa Theologiæ para
comprender al punto que tal catedral formidable del pensamiento cristiano, tan
plena de claridad y armonía, tan exenta de oscuridades o contradicciones, no ha
sido escrita meramente por mente humana, sino por obra del Espíritu Santo, es
decir, bajo la acción potentísima de sus dones intelectuales, sobre todo los de
ciencia, entendimiento y sabiduría.
Pero la misma luminosidad admirable de
la Suma ha de ser superada en la mente de Tomás por la pura acción
deslumbrante de los dones del Espíritu Santo:
Unos pocos meses antes de su muerte, cuando va
camino del Concilio de Lyon, la iluminación interna de los dones del Espíritu
Santo es tal que ya no puede seguir dictando la III parte de la Suma. «La
mesa de trabajo de fray Tomás está completamente transformada. No hay en ella
códices, ni papel, ni plumas, ni tintero. Todo lo ha archivado en un armario.
Él no pasea, ni lee sentado. Está de rodillas, y sus ojos son dos fuentes de
lágrimas».
«"¿Qué le pasa?", le pregunta fray
Reginaldo [su secretario]. "¿No quiere que sigamos trabajando en
la Suma?"... "Hijo, no puedo", le contesta. Y al día
siguiente continúa lo mismo, como fuera de sí». Parece no ser ya capaz sino de
abismarse en la mística oración contemplativa, en la que pasa horas
interminables. Hasta que un día fray Reginaldo, ya alarmado por el estado de
fray Tomás y preocupado por la suerte de la Suma, le pregunta con lágrimas
en los ojos: «"dígame por amor de Dios por qué no puede". Al verse
conjurado en nombre de Dios, él le contesta: "después de lo que Dios se
dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he
escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir ya más"» (S.
Ramírez, Síntesis biográfica, Suma I, BAC, Madrid 1957, 43-45*).
Así es. El Espíritu Santo, por los dones de
entendimiento y de sabiduría, en uno u otro grado, anticipa de algún modo en
los creyentes la visión beatífica propia del cielo. Y para expresar
esa visión inefable ya no sirven las palabras humanas, que desfallecen todas:
«ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha
preparado para los que le aman» (1Cor 2,9).
Disposición receptiva
Para recibir el don de entendimiento lo más
importantes es, por supuesto, la oración de petición. Pero a recibirlo
debemos también disponernos activamente por los siguientes medios
principales:
1. Estudio de la Doctrina divina. Trabajar por
adquirir una buena formación doctrinal y espiritual, conforme a nuestra
vocación y según nuestras posiblidades. ¿Cómo el Espíritu Santo concederá
entendimientos luminosos a los que sólo se interesan por lo que
pasa y no tienen, en cambio, interés alguno por lo que no pasa, es
decir, por lo que las Palabras divinas, los santos y los maestros cristianos
enseñan?
Dice Jesús: «el cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Por eso dice san Pablo:
«nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles,
pues las visibles son temporales, las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
2. Perfecta ortodoxia. Alimentarse, como
Teresita, de «pura harina», Escritura, Liturgia, Magisterio apostólico, y
escritos siempre conformes a la Biblia y la Tradición. ¿Cómo el Espíritu de
Verdad concederá la iluminación sobrehumana de sus dones a quienes le
desprecian normalmente en las fuentes ordinarias por las que irradia esa luz
divina? «Guardáos de entristecer al Espíritu Santo de Dios» (Ef 4,30), prefiriendo
los pensamientos humanos -propios o ajenos- a los de Dios.
«Pasmaos, cielos, y horrorizaos sobremanera,
palabra de Yavé. Es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: dejarme a Mí,
fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de
retener el agua» (Jer 2,12-13).
3. Recogimiento interior y meditación. María,
trono de la Sabiduría, en la presencia de Dios, todo lo medita en su corazón.
Si un cristiano dispersa excesivamente la atención de sus sentidos y de su
mente, cebándolos siempre con las criaturas, en una curiosidad vana e
insaciable, tendrá que seguir siempre su navegación espiritual a remo de
virtudes; pero nunca avanzará en el conocimiento de las verdades divinas a
velas desplegadas, bajo el viento impetuoso de los dones del Espíritu.
Ya oímos más arriba la queja de San Juan de la
Cruz: «oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué
hacéis, en qué os entretenéis?... ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra
alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!»
(Cántico 39,7).
4. Fidelidad a la voluntad de Dios. «Las cosas
de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,11), y el que cumple
la voluntad de Dios, ése «se hace un solo espíritu con Él» (1Cor 6,17). De ahí
es, sólamente de ahí, del Espíritu Santo, de donde viene la inteligencia
profunda de las verdades reveladas.
Por eso, el cristiano que ignora esta conditio
sine qua non, y procura la verdad divina sobre todo mediante el esfuerzo de sus
estudios y reflexiones, se pierde, no llega a nada. Y si es teólogo, no es más
que «un ciego guiando a otros ciegos» (Mt 15,14): se pierde él y extravía a
otros. El mismo Cristo Maestro ve en la obediencia a la voluntad del Padre la
clave que garantiza la veracidad de su doctrina: «mi sentencia es
justa, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió» (Jn 5,30).
5. Pureza de alma y cuerpo. Ya vimos que Santo
Tomás, como toda la tradición cristiana, vincula especialmente la ceguera o el
embotamiento espiritual a la lujuria, la gula y a los demás pecados
animalizantes.
Siempre ha sabido la Iglesia, concretamente, que la
castidad perfecta, vivida en cualquiera de sus modalidades vocacionales, pero
especialmente en el celibato, «acrecienta la idoneidad para oír la palabra de
Dios y para la oración» (Pablo VI, Sacerdotalis cælibatus 27).
7
El don de Sabiduría
Sagrada Escritura
El don de sabiduría, el más excelso de todos los
dones, da un conocimiento altísimo del mismo Dios. Por eso la eterna Sabiduría
del Padre, cuando se encarna, llena el alma de Jesús con un grado inefable
del don de sabiduría.
Él asegura conocer al Padre: «Yo le conozco
porque procedo de Él, y Él me ha enviado» (Jn 7,29). «Vosotros no le conocéis,
pero yo le conozco; y si dijera que no le conozco sería semejante a vosotros,
un mentiroso; pero yo le conozco y guardo su palabra» (8,55; +6,46).
Más aún, Jesús conoce al Padre en una forma única,
y tiene poder de comunicar a los hombres esa sabiduría suprema: «nadie conoce
al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11,27).
También los discípulos, por la virtud
de la fe, conocen a Dios con segura certeza, pero «como en un espejo y en
enigma» (1Cor 13,12). En cambio, por el don de sabiduría, son iluminados
por el Espíritu Santo con una sabiduría de Dios sobrehumana y que tiene modo
divino. Es la altísima sabiduría de Juan, contemplando al Verbo encarnado en el
prólogo de su evangelio. Es la visión que San Pablo tiene del misterio de
Cristo y de su Iglesia. Es la sabiduría de las elevaciones místicas de
Francisco, Tomás, Catalina, Teresa...
La Escritura sagrada muestra con frecuencia la
sabiduría espiritual como un don de Dios, como un don gratuito que ha
de pedírsele a Él con toda insistencia y esperanza: «Oré y me fue
dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. Y
la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada
la riqueza» (Sab 7,7-8).
Así pues, «si alguno de vosotros se halla falto de
sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y le será otorgada. Pero
pida con fe, sin vacilar en nada» (Sant 1,5-6).
Teología
El don de sabiduría es un espíritu, una
participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural,
infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo
divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo
tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico
de todos los dones del Espíritu Santo.
Se dice que es sabio aquel que conoce las
cosas por sus causas. Un ignorante, por ejemplo, conoce la lluvia, pero ignora
sus causas. Un científico conoce la lluvia y sus causas próximas. Un filósofo
va en sus conocimientos más allá de la física -metafísica-, y puede referir el
fenómeno de la lluvia a sus últimos principios en el orden natural, llegando
incluso a una Causa universal. El teólogo, por su parte, posee la máxima
sabiduría, pues su razón, iluminada por la fe, puede elevarse al conocimiento
del orden sobrenatural, y por él explicar el orden natural.
Pues bien, el don de sabiduría, sin esfuerzo
discursivo alguno, ilumina de un modo divino, sapiencial y experiencial, el
conocimiento que el creyente tiene de Dios y de todas las cosas creadas,
haciéndole conocer a éstas en Dios, que es su última causa. Es, pues, la más
alta sabiduría que el hombre puede alcanzar en este mundo.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y
experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal
de la fe. Y por ese mismo don recibe, al conocer y tener experiencia inmediata
de Dios, causa última de todos los seres, un conocimiento sobrehumano de todas
las cosas creadas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.
El don de sabiduría es, pues, especialmente, el que
en la oración hace posible la contemplación mística de la Trinidad
santísima.
Santos
Podemos contemplar, por ejemplo, la acción
maravillosa del don de sabiduría en Santa Ángela de Foligno, madre de familia,
terciaria de las primeras generaciones franciscanas. Un pariente suyo, el franciscano
fray Arnaldo, nos puso por escrito sus confesiones:
«En esta manifestación de Dios, aunque suene a
blasfemia el decirlo, entiendo y tengo toda la verdad que hay en el cielo y en
el infierno, en el mundo entero, en todo lugar, en toda cosa; y también toda la
felicidad que se halla en el cielo y en toda criatura; y lo poseo con tal
certeza y tal verdad, que de ninguna manera y a nadie podría creer
diversamente. Si todo el mundo me dijese lo contrario, me burlaría de él.
«Veo a Aquél que es el ser, y cómo es el ser de
toda criatura. Veo cómo Él me hizo capaz de entender ahora las cosas dichas...
Me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste.
Cuando estoy en Él no pienso en nada más.
«Alguna vez, estando yo en lo dicho, me dijo Dios:
"hija de la sabiduría divina, templo del Amado y amada del Amado, hija de
paz, en ti está toda la Trinidad, toda verdad. Como tú estás en mí yo estoy en
ti". Y una de las operaciones del alma es que yo entienda con gran
capacidad y con gran gusto cómo Dios viene al Sacramento del altar...
«Dios me ha guiado y elevado hasta el estado que
dije, sin tener yo parte en ello, pues ni supe quererlo. Estoy
ahora continuamente en tal estado. Con mucha frecuencia, Dios arroba
al alma sin que haya de dar yo mi consentimiento, pues no espero ni pienso en
cosa alguna. De repente Dios levanta al alma y quedo dominada; comprendo el
mundo entero y no me parece estar más en la tierra, sino en el cielo, en Dios»
(Libro de la Vida, memorial IX,5).
A la luz de estas descripciones, coincidentes sin
duda con la experiencia mística de otros muchos santos, parece como si el don
de sabiduría diera ya a vivir el cielo en esta tierra, cuanto ello es
posible. Hasta la misma cruz de Cristo, a la luz del don de sabiduría, puede
ser contemplada con gozo inefable. Así lo confiesa Ángela: «no me es posible
ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este
Dios-hombre doliente» (ib. VI,6).
Ángela «ve y desea ver aquel cuerpo muerto por
nosotros, y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor
sin dolor de la Pasión... Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado,
atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas,
injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban
inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me
causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo
veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa
alguna... Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso
que encontraba en él» (Memorial VII,2-3).
El don de sabiduría ilumina todo conocimiento
sobrenatural de Dios, pero de un modo especial ayuda a penetrar la sagrada
Eucaristía, el Mysterium fidei. Santa Catalina de Siena, por ejemplo,
solía quedar en éxtasis durante horas después de haber recibido la comunión
eucarística.
Esto daba ocasión a la envidia de algunas hermanas
terciarias dominicas o a la burla odiosa de otras personas. Algunos, «mientras
ella se encontraba en éxtasis, encolerizados, le daban puntapiés». Y en
ocasiones, «los que habían sido soliviantados por las hermanas, se arrojaban
alguna vez contra ella con tanta furia, que la cogían de cualquier modo y la
levantaban a peso, insensible y entorpecida como estaba, y la arrojaban fuera
de la iglesia como una inmundicia». Pero nada de esto era suficiente para
alterar su paz y su alegría: «ella creía que todo había sido hecho con recta
intención y por su bien» (Leyenda 405-406).
El don de sabiduría comunica al hombre «fuerza y
sabiduría de Dios» allí donde los mundanos sólo hallan locura y escándalo (1Cor
1,23-24). Su objeto pleno es, sin duda, el misterio mismo de la Santísima
Trinidad. Así, por obra del Espíritu Santo, llega a contemplarla, por ejemplo,
Santa Teresa de Jesús:
«por visión intelectual, por cierta manera de
representación de la verdad, se le muestra [al alma] la Santísima Trinidad,
todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende
con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un
saber y un solo Dios... Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y
le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor,
que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y
guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas
palabras y creerlas [por la virtud de la fe],
a entender por esta manera [según el don de sabiduría] qué verdaderas
son!» (VII Moradas 1,7-8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la
oración continua puede ser vivida plenamente. Y así «cada día se espanta
más esta alma, porque nunca más le parece [que estas Personas divinas] se
fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de
su alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo
es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la
deificación de la persona se hace perfecta, y llega a una total
configuración a Jesucristo, cumpliendo la verdad del salmo: «contempladlo y
quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El alma, en efecto, con una paz indecible (VII
Moradas 2,13), «de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un
extraño olvido», aunque al mismo tiempo, por supuesto, puede con fidelidad
absoluta «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando se
entiende con una nueva lucidez el mundo de las criaturas, y cuando por fin se
sale de todo engaño, mentira o alucinación acerca de él. El mismo don que da un
conocimiento sabroso de Dios, da también a conocer las criaturas en el
mismo Dios, que es su causa. Concede, pues, este don un conocimiento
sapiencial -con sabor y por sus causas-, de todo el mundo
creado. En la oración, por ejemplo, dice Santa Teresa, se le representa al alma
«cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber
escribir esto yo no lo sé» (Vida 40,9). San Juan de la Cruz, con más
medios de conocimiento teológico y de lenguaje lírico, apenas logra decirlo en
un texto maravilloso:
«Este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo
en la sustancia del alma de tanta grandeza, señorío y gloria, y de tan íntima
suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y flores del mundo se
trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad, y que todos los reinos y
señoríos del mundo y que todas las potestades y virtudes del cielo se mueven; y
no sólo eso, sino que también todas las virtudes y sustancias y perfecciones de
todas las cosas creadas relucen y hacen el mismo movimiento, todo a una y en
uno...
Entonces, «... todos [los seres creados] descubren
las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración
y vida; porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de
abajo tienen su vida y duración y fuerza en Él, y ve claro lo que Él dice en el
libro de los Proverbios diciendo: "por mí reinan los reyes y por mí
gobiernan los príncipes, y los poderosos ejercitan justicia y la
entienden" (8,15-16).
«Y aunque es verdad que estas cosas son distintas
de Dios, en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y
vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas
estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es
el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no
por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la
causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial»
(Llama 4,4-5). Y añade: «es cosa maravillosa» (4,6). El don de sabiduría,
realmente, es maravilloso.
Ahora, por el don de sabiduría, todo lo
mundano se ve como locura, los sabios parecen tontos, los ricos se ven como
mendigos, y los fuertes como pobres inválidos (+Santa
Teresa, Vida 20,26-27; 21,4-6). Todos están locos: es una mayoría
cuantiosa la que corre alegre o desfallecida por el camino de la mentira que
lleva a la perdición (+Mt 7,13).
Es ahora cuando, en justa reprocidad, el mundo
considera que el sabio está loco. En efecto, el sabio piensa, dice y hace cosas
muy raras, que son conformes a la divina lógica del Logos encarnado, pero
completamente extrañas a la lógica del hombre carnal. El amor a la Cruz, en especial,
da lugar ahora a unas actitudes sorprendentes. Un par de ejemplos de ello.
El jesuita San Pedro Claver era uno de los
sacerdotes que en Cartagena de Indias solía ser llamado para atender en la
cárcel a los condenados a muerte. Él les llevaba su mayor caridad, palabras de
exhortación, el crucifijo, un librito para prepararse a bien morir ¡y algún
cilicio o instrumento de penitencia!: «sufre, hermano, ahora que puedes
merecer» (Valtierra-M. de Hornedo, S. Pedro Claver, BAC pop.69, Madrid
1985, 122). Y eran muchos, por supuesto, los condenados que reclamaban su
asistencia.
San Pablo de la Cruz, en sus cartas, felicita
cordialmente a quienes se ven abrumados por diversas cruces. Calumnias: «me
alegro de que Su Divina Majestad le dé ocasión de enriquecerse de tan altos
tesoros, soportando las calumnias» (19-VIII-1742). Abandono, aridez: «doy
gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino,
abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz» (9-VII-1769).
Enfermedades y penas: «las cruces que padece, tanto de enfermedad como de otras
adversidades, son óptimas señales para usted; porque Dios le ama mucho, por eso
le visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre» (28-XII-1769).
Por el don de sabiduría, sencillamente, los
cristianos llegan a la perfecta madurez espiritual, y haciéndose imitadores del
Apóstol «y del Señor, reciben la palabra con la alegría del Espíritu
Santo, aun en medio de grandes tribulaciones» (1Tes 1,5-6).
Disposición receptiva
Para disponerse al don de sabiduría, además de la
oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé
para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:
1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra
vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los
orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por
Dios -según él mismo confiesa- justamente «a causa de la sublimidad de mis
revelaciones», es decir, «para que yo no me engría» (2Cor 12,7). Y es que
cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.
En no pocos casos, como en Santa Margarita María de
Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación
continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la
altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort
fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor
permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.
2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está
cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que
son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, «con artificiosas
palabras», siempre han tratado de «desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina
de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios
para los que se salvan» (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer
nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que
«la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida...
Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz» (Exposición del
Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: «éste es, a mi modo de ver el
misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz» (El amor de la Sabiduría
eterna167).
3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier
complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de
este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para
ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.
Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la
divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es
necesario
«no adoptar las modas de los mundanos en vestidos,
muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no
os configuréis a este mundo" [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de
lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen
una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la
luz, la muerte a la vida» (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la
sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una
u otra (ib. 74-103).
4. Devoción a la Virgen María. En cuanto
a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:
«el mejor medio y el secreto más maravilloso para
adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a
la Santísima Virgen» (203). «Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a
la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de
las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en
nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos
también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría» (212).
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