Jose Maria Iraburu.
Por obra del Espíritu Santo.
Por obra del Espíritu Santo.
2
La comunicación del Espíritu
Santo
1. Antes de Cristo. -Divina presencia creacional. -Presencia
de Dios por la gracia. -Primeros acercamientos de Dios. -El Templo. -La
presencia espiritual.
2. En Cristo. -Jesucristo, lleno del Espíritu Santo. -El
Espíritu Santo y María. -Jesús, el Hijo encarnado por obra del Espíritu Santo.
-Es ungido, bautizado y santificado por el Espíritu Santo. -Es reconocido por
obra del Espíritu Santo. -Es movido por el Espíritu Santo. -Jesucristo, fuente
del Espíritu Santo. -Jesucristo, Templo de Dios.
3. Después de Cristo. -Pentecostés, la Iglesia del Espíritu
Santo. -El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia: Unifica la Iglesia. La vivifica.
La mueve y gobierna.
1
Antes de Cristo
Divina presencia creacional
A pesar del pecado de los hombres, Dios siempre ha mantenido
su presencia creacional en las criaturas. Sin ese contacto
entitativo, ontológico, permanente, las criaturas hubieran recaído en la nada.
León XIII, citando a Santo Tomás, recuerda esta clásica doctrina: «Dios se
halla presente en todas las cosas, y está en ellas "por potencia, en
cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto
todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en
todas ellas se halla él como causa del ser"» (enc. Divinum illud
munus: +SThI,8,3).
La criatura, por tanto, nunca existe o actúa por
sí misma, en forma autónoma, sin vinculación a Dios. Es absurdo pensarlo.
«Realizada la creación, enseña el Catecismo, Dios no
abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que
la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a término.
Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de
sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza» (301). ¿Cómo no va a estar el
Creador presente en su criatura? Sin Él, las criaturas quedan inertes, más aún,
desaparecen, caen de nuevo en la nada de donde proceden.
Presencia de Dios por la gracia
Pero muy por encima de esta presencia creacional, la Revelación nos
descubre otro modo por el que Dios se hace presente a los hombres: la presencia
de gracia, la presencia de elección y de amor, por la que establece
con ellos una profunda amistad deificante. Toda la obra misericordiosa del
Padre celestial, es decir, toda la obra de Cristo, se consuma precisamente
en la comunicación del Espíritu Santo a los creyentes.
Vamos a recordar ahora la historia
sagrada de este altísimo misterio.
Primeros acercamientos de Dios
La historia de la presencia amistosa de Dios entre los hombres
comienza en Abraham. Un Dios, todavía desconocido, se le
manifiesta varias veces en formidables teofanías y locuciones. Un Dios distante
y cercano, terrible y favorable, un Dios fascinante en su grandeza y bondad:
«Yo soy El Sadai; anda tú en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1).
En los tiempos de Moisés la presencia de Dios se
hace más intensa, y comienza a verse expresada en ciertos signos sagrados.
Moisés trata amistosamente con Yavé, que le revela su nombre, y que le habla
«cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (Ex 3,14; 33,11). Pero todavía
el pueblo permanece distante de Yavé; no puede acercársele, ni hacer
representaciones suyas (19,21s; 20,4s).
Esta misteriosa lejanía, esta invisibilidad espiritual del
Altísimo, resulta muy dura para un pueblo acostumbrado a la idolatría. Y Yavé
condesciende: «que me hagan un santuario y habitaré en medio
de ellos. Habitaré en medio de los hijos de Israel y seré su Dios» (25,8;
29,45). A este pueblo nómada, Yavé le concede ciertas imágenes móviles de su
Presencia invisible.
La Nube, etérea y luminosa, cercana e inaccesible, es el sacramento
que significa la presencia de Yavé. De día y de noche, con providencia
solícita, guía al pueblo de Israel por el desierto (Ex 13,21; 40,38).
La Tienda es un templo portátil. La cuidan los levitas, se planta fuera
del campamento, en una sacralidad característica de distancia y separación
(25,8-9; 33,7-11).
El Arca del testimonio guarda las Tablas de la Ley: «Allí me revelaré
a ti, y de sobre el propiciatorio, de en medio de los dos querubines, te
comunicaré yo todo cuanto te mandare para los hijos de Israel» (2Sam 7,6-7).
La veneración de Israel por estos signos sagrados no es
idolátrica, como la de los pueblos paganos de aquella época hacia
ciertas imágenes de sus divinidades. Los profetas de Dios, despreciadores de
los ídolos, enseñan a los judíos a distinguir entre el Santo y las sacralidades
que le significan.
De todos modos, en medio de Israel la presencia de Dios
guarda siempre celosamente una divina transcendencia (1Re 8,27). El
pueblo no se atreve a acercarse a Yavé, pues teme morir (Dt 18,16). Pero aún
así, sabe Israel que su Dios está próximo y es benéfico: «¿cuál es
la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella, como Yavé, nuestro Dios,
siempre que le invocamos?» (4,7; 4,32s). En efecto, las grandes intervenciones
de Yavé en favor de su pueblo -paso del mar Rojo, maná, victorias bélicas
prodigiosas- son signos claros de la fuerte presencia del Omnipotente entre los
suyos. «¿Está Yavé en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7).
El Templo
La Nube, la Tienda, todos los antiguos lugares sagrados -Bersabé,
Siquem, Betel-, santificados por la presencia de Dios, hallan en el
Templo de Jerusalén la plenitud de su significado religioso: «Yavé
está ahí» es lo que significa «Jerusalén» (Ez 48,35). Es allí donde Yavé
muestra su rostro, da su gracia, perdona a su pueblo: «sobre Israel resplandece
su majestad, y su poder, sobre las nubes. Desde el santuario Dios impone
reverencia: es el Dios de Israel quien da fuerza y poder a su pueblo. ¡Dios sea
bendito!» (67,35-36).
La devoción al Templo es grande entre los piadosos judíos. Allí habita la gloria
del Señor, allí peregrinan con amor profundo (Sal 83; 121), allí van «a
contemplar el rostro de Dios» (41,3). También los profetas aman al Templo, pero
enseñan al mismo tiempo que Yavé habita en el corazón de sus fieles (Ez 11,16),
y anuncian además que un Templo nuevo, universal, será construido por Dios para
todos los pueblos (Is 2,2-3; 56,3-7; Ez 37,21-28). Ese Templo será Jesucristo,
Señor nuestro.
La presencia espiritual
En la espiritualidad del Antiguo Testamento la cercanía del
Señor es vivamente captada, sobre todo por sus exponentes más lúcidos,
como son los profetas y los salmos.
El justo camina en la presencia del Señor (Sal 114,9), vive en su
casa (22,6), al amparo del Altísimo (90,1). «Cerca está el Señor de los que lo
invocan sinceramente. Satisface los deseos de sus fieles, escucha sus gritos y
los salva. El Señor guarda a los que lo aman» (144,18-20; +72,23-25). Ninguna
cosa puede hacer vacilar al justo, pues tiene a Yavé a su derecha (15,8). Nada
teme, aunque tenga que pasar por un valle de tinieblas, ya que el Señor va con
él (22,4).
El Señor promete su presencia y asistencia a todo el pueblo de
Israel: «Yo estaré con vosotros, no temáis» (Dt 31,6; Jer 42,11). Pero
de un modo especial la promete a ciertos hombres elegidos para altas misiones:
«Yo estaré contigo, no temas» (Gén 26,24; Ex 3,12; Dt 31,23; Juec
6,12.16; Is 41,10; Jer 1,8.19). «Vino sobre él el Espíritu de Yavé» (Núm
11,25; Dt 34,9; Juec 3,10; 6,34; 11,29; Is 6; Jer l; Ez 3,12).
Y más aún, sobre todo esto se anuncia para la plenitud de los
tiempos un Mesías lleno del Espíritu, en el que están los «siete» dones de la
plenitud divina (Is 11,2). «He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi
Elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él»
(42,1). Y se anuncia también que de la plenitud espiritual de este Mesías se va
a derivar a todo el pueblo una abundancia del Espíritu hasta entonces
desconocida: «Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Yo
pondré en vosotros mi Espíritu. Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios»
(Ez 36,24-28; +11,19-20; 37; Jer 31,33-34; Is 32,15; Zac 12,10).
2
En Cristo
Jesús, lleno del Espíritu Santo
Cristo es el anunciado hombre lleno del Espíritu divino. «A Jesús de Nazaret le
ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). «En Cristo habita toda la
plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). Así nos lo revela la
Escritura en todos los misterios de su vida.
El Espíritu Santo y María
La fecundidad del Padre se expresa en la generación del Hijo, y la
fecundidad del Padre y del Hijo en la procesión amorosa del Espíritu Santo.
Pues bien, la fecundidad del Espíritu Santo se manifiesta a través de
la Virgen María, en el gran misterio de la encarnación del Hijo. Es en
ella, es precisamente en la Virgen María, donde el Espíritu Santo se revela
plenamente como «Señor y dador de vida». Y esta manifestación la realiza no
solamente en Jesús, sino, como veremos, en todo su Cuerpo místico.
Jesús, el Hijo encarnado
El ángel dijo a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la
virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado
será santo, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Y el ángel del Señor dijo a
José: «José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa,
pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Creemos, sí,
«en un solo Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de todos los siglos...,
que por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo
hombre».
Enseña Santo Tomás que «la Encarnación se atribuye de especial
manera al Espíritu Santo» por tres razones:
[Espíritu-Amor] «La primera, porque el Espíritu Santo es
personalmente el Amor del Padre y del Hijo; ahora bien, la encarnación del Hijo
de Dios en el seno purísimo de la Virgen es por excelencia una obra de amor,
pues el mismo Salvador dijo de sí en el Evangelio: "tanto amó Dios al
mundo, que le dio a su Hijo Unigénito" (Jn 3,16).
[Espíritu-Don] «La segunda, porque así se nos da a entender
que la naturaleza humana no fue asumida por el Verbo en unidad de Persona por
mérito alguno de ella, sino por pura gracia.
[Espíritu-Santo] «La tercera, en fin, porque a esto se
enderezaba la Encarnación: a que el hombre que era concebido en las entrañas de
la Virgen fuese Santo e Hijo de Dios (Lc 1,35). Ahora bien, entrambas cosas se
atribuyen al Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios y que es Espíritu de
santificación (Rm 1,4)» (STh III,32,1; +León XIII, Divinum
illud 6).
Jesús es ungido, bautizado
La unción de Jesús por el Espíritu Santo se da ya
en el momento de su encarnación inmaculada, pero se manifiesta por
primera vez en el marco grandioso de las orillas del Jordán, cuando Juan le
bautiza. Los tres Evangelios sinópticos, lo mismo que el de San Juan, nos
aseguran unánimes este hecho misterioso:
«Bautizado Jesús, y puesto en oración, se abrió el cielo y bajo
sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, y se dejó oir
una voz del cielo: "tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta
toda mi predilección"» (Lc 3,21; +Is 42,1). Este Jesús, bautizado en el
Espíritu divino, es el que va a ser capaz de «bautizar en el Espíritu Santo»
(Jn 1,32-33).
Por eso afirma San Pedro que «Dios ungió a Jesús de Nazaret con el
Espíritu Santo» (Hch 10,18). De este modo, «el hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5)
no sólo posee la gracia de uniónhipostática, por la que es
personalmente el Hijo de Dios, sino que su alma está inundada desde el primer
instante de su concepción de una gracia habitual o santificante absolutamente
plena. Verdaderamente, «Él es el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad. Y todos nosotros hemos recibido de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn
1,14.16).
El mismo Cristo da testimonio de este misterio: «el Espíritu del
Señor está sobre mí, porque Él me ha consagrado con su unción y me ha enviado»
(Lc 4,18; +Is 61,1). Y así lo confiesan sus apóstoles: «a Jesús de Nazaret le
ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). Jesús, el Cristo,
es «el Ungido» (Hch 4,26-27), el ungido por el Espíritu Santo. Y por eso es «santo,
inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos» (Heb
7,28).
Se cumple así en Jesús lo que muchos siglos antes lhabía anunciado
Isaías: «brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un
vástago nuevo. Sobre Él se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría
y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de
piedad, y será henchido del espíritu del temor de Dios» (11,1-3).
Jesús es reconocido
Por otra parte, el reconocimiento espiritual de Jesús como
Hijo de Dios es también atribuido por la sagrada Escritura al Espíritu
Santo. Isabel, «llena del Espíritu Santo», reconoce en María, su humilde y
servicial pariente, «la Madre de mi Señor» (Lc 1,41-42). Zacarías, cuando habla
de Juan y de Jesús, «profetiza, lleno del Espíritu Santo» (1,67). Y lo mismo el
anciano Simeón: «movido por el Espíritu Santo» va al Templo y, si entre
aquellos innumerables niños presentados por sus padres a los sacerdotes
reconoce al Mesías salvador, es porque «el Espíritu Santo estaba en él», y
porque «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte sin
haber visto antes al Cristo del Señor» (2,25-27).
También Juan el Bautista, al bautizar a Jesús, lo reconoce por obra
del Espíritu Santo: «he visto al Espíritu Santo, que bajaba del cielo como una
paloma y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a
bautizar me dijo: "aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda
sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo". Y yo vi, y doy
testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1,32-34).
Gran verdad es, pues, aquello que dice San Pablo: «nadie puede
confesar "Jesús es el Señor" sino bajo el impulso del Espíritu Santo»
(1Cor 12,3).
Jesús es movido por el Espíritu Santo
«Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de
Dios» (Rm 8,14). Esto, que el Apóstol dice de los hijos adoptivos de Dios, ha
de afirmarse absolutamente de la humanidad sagrada de Jesús, Hijo natural de
Dios. Él vive siempre movido por el Espíritu, por el Espíritu divino que
eternamente une en el amor al Padre y al Hijo. De hecho, así nos lo muestran
los evangelistas.
Jesús «lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue
conducido por el Espíritu al desierto» (Lc 4,1; +Mt 4,1; Mc 1,12). Y una vez
cumplida aquella cuarentena de oración y de ayuno, «Jesús volvió a Galilea por
la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). En otra ocasión, predicando, «se estremeció
de gozo, movido por el Espíritu Santo» (10,21). Y él mismo asegura realizar sus
formidables exorcismos por el Espíritu Santo: «por el Espíritu de Dios expulso
yo a los demonios» (Mt 12,28; +Lc 11,20). «El Espíritu del Señor está sobre
mí», afirma en la sinagoga de Nazaret; por eso ha recibido el poder de liberar
a los cautivos, dar vista a los ciegos, movimiento a los paralíticos y vida a
los muertos (+Lc 4,18-19).
Esta acción del Espíritu divino en Jesús, que tuvo una grandiosa
epifanía trinitaria del bautismo en el Jordán, como ya vimos, también se
produjo en la Transfiguración, «mientras oraba» (Lc 9,29). El rostro y toda la
imagen del Hijo encarnado se transfigura luminosamente, y al mismo tiempo que
se escucha la voz del Padre, se manifiesta también el Espíritu Santo, esta vez
en forma de nube luminosa.
En todo momento, pues, actúa el Espíritu Santo en Cristo, en el
Ungido, no sólamente en esas epifanías impresionantes, sino en cada acto de su
vida ordinaria, y muy especialmente en su acción evangelizadora. Si
creemos que «el Espíritu Santo habló por los profetas», con más razón afirmamos
lo mismo de Jesús, culmen de todo el profetismo. La sabiduría inefable de su
enseñanza ha de ser atribuída al Espíritu divino, como el mismo Jesús confiesa:
«mis palabras son espíritu y vida» (Jn 6,63)
Y muy especialmente también hay que afirmar esa moción del Espíritu
Santo sobre el alma de Cristo en la hora de la Cruz. En efecto,
Cristo, «por el Espíritu Santo, se ofreció a sí mismo a Dios como hostia
inmaculada» (Heb 9,14). De este modo, la ofrenda sacrificial de su vida humana
en el holocausto de la Cruz se vio consumada por el fuego amoroso del divino
Espíritu.
En fin, es verdad que viendo a Jesús, vemos al Hijo divino
y vemos al Padre (Jn 14,9). Pero también es cierto que viendo
a Jesús estamos viendo al Espíritu Santo, pues en él actúa siempre y en él
se manifiesta. De este modo, nuestro Señor Jesucristo es una epifanía continua
de la santísima Trinidad.
Jesucristo, fuente del Espíritu Santo
Jesús es gozosamente consciente de la acción del Espíritu Santo en
él. Más aún, Jesús sabe que él es para los hombres la Fuente del
Espíritu Santo. Esta excelsa condición suya se hace particularmente
explícita en algunos lugares del Evangelio:
-El diálogo con la Samaritana. «El que beba del agua que yo
le diere no tendrá jamás sed, sino que el agua que yo le dé se hará en él una
fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14).
-En Jerusalén, el último día de los Tabernáculos, «gritó
diciendo: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como
dijo la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno". Esto lo decía
refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún
no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado»
(7,37-39).
-Finalmente en la cruz, al morir, Jesús «entregó el espíritu
[el Espíritu]» (19,30). Como un frasco que, al ser roto, derrama su perfume,
así la humanidad sagrada de Jesús, al ser destrozada en el Calvario, entrega el alma y
comunica el Espíritu. Poco después, de su costado, abierto por la
lanza del soldado, «brotó sangre y agua» (19,34). Así se cumplieron las
Escrituras.
En efecto, Él es aquel Templo-fuente de aguas
vivas que habían anunciado los profetas (Ez 47,1-12; Zac 13,1). Y si
Moisés, golpeando la roca con su cayado, convirtió la roca en fuente (Ex
17,5-6), ahora a Él «uno de los soldados, con su lanza, le traspasó el costado,
y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19,34). San Pablo interpreta esta escena
misteriosa diciendo con toda seguridad: «la Roca era Cristo» (1 Cor 10,4). En
efecto, gracias a Cristo «a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu»
(12,13). Él es la fuente del Espíritu divino.
Sí, así se cumplieron las antiguas profecías: «Aquel día derramaré
sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de
gracia y de oración; y mirarán hacia mí; y a Aquel a quien traspasaron, le
llorarán como se llora al unigénito. Aquel día habrá una fuente abierta para la
casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la
impureza» (Zac 12,10; 13,1).
Jesucristo, Templo de Dios
Jesús venera el Templo antiguo, a él peregrina, lo considera Casa
de Dios, Casa de Oración, paga el tributo del Templo, frecuenta sus atrios con
sus discípulos, expulsa de él a los mercaderes (Mt 12,4; 17,24-27; 21,13; Lc
2,22-39. 42-43; Jn 7,10).
Pero Jesús sabe que él es el nuevo Templo. Él sabe
que, destruido por la muerte, en tres días será levantado (Jn 2,19). El es
consciente de ser «la piedra angular» del Templo nuevo y definitivo (Mc 12,10).
En efecto, «la piedra angular es el mismo Cristo Jesús, en quien todo el
edificio, armónicamente trabado, se alza hasta ser Templo santo en el Señor; en
el cual también vosotros sois juntamente edificados para ser morada de Dios en
el Espíritu» (Ef 2,20-22; +1 Cor 3,11; 1 Pe 2,4-6).
En su vida mortal, Jesucristo es todavía un Templo cerrado,
«pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido
glorificado» (Jn 7,39). Muerto en la cruz, se rasga el velo del Templo antiguo,
que ya no tiene función salvífica. Y al tercer día, cuando se levanta
Jesucristo para la vida inmortal, se hace para los hombres el Templo
abierto, «mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no
de esta creación» (Heb 9,11; +Ap 7,15; 13,16; 21,3). Y es en Pentecostés cuando
los discípulos, «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5), pueden ya entrar en
el Templo nuevo, santo y definitivo, para ser así ellos mismos templos en
el Templo (2 Cor 6,16; Ex 29,45).
Entremos, pues, por el Espíritu Santo en Cristo-Templo, inaugurado para todos
los hombres que crean en él. «Acercáos a él, piedra viva, rechazada por los
hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, y vosotros también edificáos como
piedras vivas, como Casa espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer
sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2,4-5). «Teniendo,
pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar
en el Templo que él nos abrió como camino nuevo y vivo a través del
Velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la Casa de
Dios, acerquémonos con sincero corazón» (Heb 10,19-22; +4,16).
La consumación del Templo nuevo será en la parusía, cuando se complete el
número de los elegidos, al fin de los tiempos, cuando venga Cristo con sus
ángeles y santos. Así será: «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que
descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana
para su esposo. Y oí una voz potente, que del trono decía: He aquí la Morada de
Dios entre los hombres... He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,2-5).
Todas las antiguas promesas divinas, también las más formidables,
las más increíbles, se han cumplido en Cristo:
«Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu
nuevo» (Ez 36,26).
«Jesús dijo: "Todo está consumado". E inclinando la
cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,30).
3
Después de Cristo
Pentecostés,
De nada nos hubiera servido a los hombres la encarnación del Hijo
de Dios, la predicación de su luminoso Evangelio, su muerte sacrificial en la
Cruz y su resurrección y ascensión a los cielos, si toda esa obra grandiosa de
reconciliación entre Dios y los hombres no se hubiera visto consumada en
Pentecostés, por la comunicación del Espíritu Santo prometido.
Sin Él, ni siquiera alcanzaríamos a tener la fe. El Hijo, enviado por el Padre
y ahora vuelto él, ha cumplido su misión. Ahora el Espíritu Santo,
enviado por el Padre y el Hijo, va a realizar su misión en la
Iglesia a lo largo de los siglos, hasta la plenitud escatológica.
El Espíritu Santo viene en Pentecostés «para llevar a plenitud el
Misterio pascual», es decir, la obra redentora de Cristo (Pref. Misa Pentec.).
Nuestro Señor Jesucristo, antes de padecer, había anunciado todos estos
misterios en la última Cena:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y
os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre. El espíritu de
verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros
lo conocéis, porque permanece en vosotros y está en vosotros. No os dejaré
huérfanos, vendré a vosotros...
«Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros.
Pero el Abogado, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre,
ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho»
(Jn 14,15-19.25-26).
«Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del
Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de
mí (15,26)...
«Os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si no me
fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré...
Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no podéis comprenderlas ahora. Cuando
venga aquél, el Espíritu de verdad, él os conducirá hacia la verdad completa...
Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer»
(16,7.12-14).
El Espíritu Santo
San Agustín dice de la tercera Persona divina: «lo que el alma es
en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia» (Serm. 187 de temp.).
Y esa intuición contemplativa y teológica entra para siempre en la
tradición católica (Sto. Tomás, In Col. I,18, lect.5; «corazón» del
Cuerpo, STh III,8,1; León XIII, Divinum illud 8; Vaticano
II, LG 7g, en nota; Juan Pablo II, Dominum et
vivificantem 25).
En efecto, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia.
Conviene precisar el alcance de estas palabras. Si el alma, como
define la Iglesia, es forma sustancial del cuerpo humano
(Vienense, 1312: Dz 481/902), es decir, si lo informa,
si le da precisamente el ser humano, y forma con él un solo ser, una unidad
sustancial, es claro que esta estricta acepción filosófica del término no puede
decirse del Espíritu Santo respecto de la Iglesia, pues en tal caso la Iglesia
tendría ser divino, es decir, sería Dios; lo cual es absurdo.
Pero el alma, además de ser forma del cuerpo, en
el exacto sentido filosófico del término, cumple también en el cuerpo otras
funciones: ella unifica todos los diversos miembros
corporales, ella los vivifica y los mueve siempre
y en todo. Y en estos sentidos sí puede decirse con toda verdad que el
Espíritu Santo es el alma de la Iglesia.
1. Unifica la Iglesia
Cristo «entrega su espíritu» en la cruz para producir la unidad de
la Iglesia. Para eso precisamente murió Jesús por el pueblo, «para reunir en
uno todos los hijos de Dios que están dispersos» (Jn 11,51-52). Así es como se
forna «un solo rebaño y un solo pastor» (10,16).
El Padre y el Hijo son uno (Jn 10,30), aunque personalmente son
distintos; y el Espíritu Santo, distinto de ellos en la persona, es el lazo de
amor que los une. Pues bien, la unidad de la Iglesia ha de ser una
participación en la vida de Dios, al mismo tiempo trino y uno. Así lo
quiere Cristo: «que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,
para que también ellos sean en nosotros... Que sean uno, como nosotros somos
uno» (17,21-22).
Y esa tan deseada unidad la realiza Cristo comunicando a todos los
miembros de su Cuerpo un mismo Espíritu. «Todos nosotros hemos sido bautizados
en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo... y hemos bebido del mismo
Espíritu» (1Cor 12,13). Gracias a eso, a la común donación del Espíritu Santo,
formamos en la comunidad eclesial «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
Nuestra unidad eclesial es, pues, una unidad vital en la vida de
Dios uno y trino, producida en todos nosotros por un alma única, que es el
Espíritu Santo. Por nuestro Señor Jesucristo, «unos y otros tenemos acceso
libre al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18).Y «el que no tiene el Espíritu
de Cristo, ése no es de Cristo» (Rm 8,9).
«Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu [Santo].
Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor [Jesucristo]. Hay
diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios [Padre], que obra todas las
cosas en todos. Y a cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para
común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a
otro la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro la fe, en el mismo
Espíritu; a otro don de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro operaciones de
milagros; a otro profecía, a otro discreción de espíritus; a otro, el don de
lenguas; a otro el de interpretar las lenguas. Todas estas cosas las obra el
único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere» (1Cor
12,4,11).
La Iglesia, según eso, es un Templo espiritual en el que todas las
piedras vivas están trabadas entre sí por el mismo Espíritu Santo, que habita
en cada una de ellas y en el conjunto del edificio. Así lo entendía San Ireneo:
«donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu
de Dios, allí está también la Iglesia y toda su gracia» (Adversus hæresesIII,24,1).
Por tanto, todo lo que introduce en la Iglesia división -herejía,
cisma, pecados contra la caridad eclesial- es pecado directamente cometido
contra el Espíritu Santo. Y por eso hemos de ser muy «solícitos para conservar
la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo
Espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ef
4,3-4).
La Liturgia católica nos enseña y recuerda constantemente en sus
oraciones este misterio. Y lo hace especialmente en la Misa, pues precisamente
en la Eucaristía, sacramento de la unidad de la Iglesia, es donde el Espíritu
Santo causa la comunión eclesial.
En la Misa, en la segunda invocación al Espíritu Santo, después de
la consagración, pedimos al Padre humildemente que «el Espíritu Santo congregue
en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (II
Anáf. eucar.: +III; IV).
2. Vivifica la Iglesia
Todos los ciudadanos de un lugar forman, sin duda, una convivencia,
una asociación más o menos unida por el amor social, más o
menos cohesionada por la pretensión de un fin, el bien común de todos sus
miembros. En un sentido estricto, sin embargo, no puede afirmarse que esa sociedad
civil, así formada, constituya un organismo vivo.
La Iglesia, en cambio, constituye con plena verdad un
organismo vivo. En efecto, todos los que han sido «bautizados en el
Espíritu Santo» (Hch 1,5) tienen «un solo corazón y una sola alma» (4,32), porque
el Espíritu Santo unifica y anima la Comunión de los Santos como único principio
vital intrínseco de todos ellos (Pío XII, Mystici Corporis 1943,
26).
A todos cuantos en el Bautismo hemos «nacido del
agua y del Espíritu» (Jn 3,5), Dios «nos ha salvado en la fuente de la
regeneración, renovándonos por el Espíritu Santo, que abundantemente derramó
sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador» (Tit 3,5). Así cumplió Cristo
su misión: «yo he venido para que tenga vida y la tenga en abundancia» (Jn 10,10).
Y esa vivificación primera en el Espíritu crece y
se afirma en el sacramento de la Confirmación, en la
Penitencia, en la Eucaristía y, en fin, en todos los
sacramentos. En todos ellos se nos da el Espíritu Santo, Dominum
et vivificantem, y en todos se nos manifiesta como «Espíritu de vida» (Rm
8,2). Y a través de todos ellos el Espíritu Santo nos conduce a la vida eterna,
a la vida infinita.
En fin, como dice el Vaticano II, el Espíritu Santo «es el Espíritu
de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (+Jn 4,14; 7,38-39),
por quien el Padre vivifica a los hombres muertos por el pecado, hasta que en
Cristo resucite sus cuerpos mortales (+Rm 8,10-11)» (LG 9a).
3. Mueve y gobierna la Iglesia
En la Iglesia hay una gran diversidad de dones y carismas, de
funciones y ministerios, pero «todas estas cosas las hace el único y mismo
Espíritu» (1Cor 12,11).
Por el impulso suave y eficaz de su gracia interior el Espíritu Santo
mueve el Cuerpo de Cristo y cada uno de sus miembros. Él produce día a día la fidelidad
y fecundidad de los matrimonios. Él causa por su gracia la castidad de las
vírgenes, la fortaleza de los mártires, la sabiduría de los doctores, la
prudencia evangélica de los pastores, la fidelidad perseverante de los
religiosos. Y Él es quien, en fin, produce la santidad de los santos, a quienes
concede muchas veces hacer obras grandes, extraordinarias, como las de Cristo,
y «aún mayores» (Jn 14,12).
Pero también es el Espíritu quien, por gracias externas, que a su vez implican y
estimulan gracias internas, mueve a la Iglesia por los profetas y pastores que
la conducen. Aquel Espíritu, que antiguamente «habló por los profetas», es el
que ilumina hoy en la Iglesia a los «apóstoles y profetas» (Ef 2,20).
«Imponiéndoles Pablo las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y
hablaban lenguas y profetizaban» (Hch 19,6-7; +11,27-28; 13,1; 15,32;
21,4.9.11).
Es el Espíritu Santo quien elige, consagra y envía tanto a
los profetas como a los pastores de la Iglesia, es decir, a aquellos que
han de enseñar y conducir al pueblo cristiano (+Bernabé y Saulo, Hch
11,24;13,1-4; Timoteo, 1Tim 1,18; 4,14). Igualmente, los misioneros van
«enviados por el Espíritu Santo» a un sitio o a otro (Hch 13,4; etc.), o al
contrario, por el Espíritu Santo son disuadidos de ciertas misiones (16,6). Es
Él quien «ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios» (20,28). Y
Él es también quien, por medio de los Concilios, orienta y rige a la Iglesia
desde sus comienzos, como se vio en Jerusalén al principio: «el Espíritu Santo
y nosotros mismos hemos decidido» (15,28)...
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