Divinum illud munus
Encíclica de León XIII
sobre el Espíritu Santo
El 9 de
mayo de 1897, el papa León XIII publicó una carta encíclica «sobre la presencia
y virtud admirable del Espíritu Santo», titulada Divinum illud munus. Este
documento pontificio nos da en una preciosa síntesis, tan exacta como
autorizada, la sustancia misma de la doctrina de la Iglesia sobre el tema.
Introducción. -El misterio de la Trinidad. -Apropiaciones. -El
Espíritu Santo y Jesucristo. -El Espíritu Santo en los apóstoles, obispos y
sacerdotes. -En las almas. -En el Antiguo y Nuevo Testamento. -En los sacramentos.
-En la inhabitación. -En los siete dones y en los frutos. -Foméntese el
conocimiento y el amor del Espíritu Santo. -No le entristezcamos. -Pidamos el
Espíritu Santo. -Novena del Espíritu Santo. -El Espíritu Santo y María.
Introducción
1. Aquella divina misión que, recibida del Padre en
beneficio del género humano, tan santísimamente desempeñó Jesucristo, tiene
como último fin hacer que los hombres lleguen a participar de una vida
bienaventurada en la gloria eterna; y, como fin inmediato, que durante la vida
mortal vivan la vida de la gracia divina, que al final se abre florida en la
vida celestial.
Por ello, el Redentor mismo no cesa de invitar con
suma dulzura a todos los hombres de toda nación y lengua para que vengan al
seno de su Iglesia: Venid a mí todos; Yo soy la vida; Yo soy el buen
pastor. Mas, según sus altísimos decretos, no quiso Él completar por sí
solo incesantemente en la tierra dicha misión, sino que, como Él mismo la había
recibido del Padre, así la entregó al Espíritu Santo para que la llevara a
perfecto término. Es grato, en efecto, recordar las consoladoras frases que
Cristo, poco antes de abandonar el mundo, pronunció ante los apóstoles: Os
conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá vuestro abogado; en
cambio, si me voy, os lo enviaré (Jn 16,7).
Y al decir así, dio como razón principal de su separación
y de su vuelta al Padre el provecho que sus discípulos habían de recibir de la
venida del Espíritu Santo; al mismo tiempo que mostraba cómo éste era
igualmente enviado por Él y, por lo tanto, que de Él procedía como del Padre; y
que como abogado, como consolador y como maestro, concluiría la obra por Él
comenzada durante su vida mortal. l.a perfección de su obra redentora estaba
providentísimamente reservada a la múltiple virtud de este Espíritu, que en la
creación adornó los cielos (Job 26,13) y llenó la tierra (Sab
1,7).
2. Y Nos, que constantemente hemos procurado, con
auxilio de Cristo Salvador, príncipe de los pastores y obispo de nuestras
almas, imitar sus ejemplos, hemos continuado religiosamente su misma misión,
encomendada a los apóstoles, principalmente a Pedro, cuya dignidad también
se transmite a un heredero menos digno (S. León Magno, Sermo 2 in
anniv. ass. suae.). Guiados, pues, por esa intención, en todos los actos
de nuestro pontificado a dos cosas principalmente hemos atendido y sin cesar
atendemos.
Primero, a restaurar la vida cristiana así en la
soeiedad pública como en la familiar, tanto en los gobernantes como en los
pueblos; porque sólo de Cristo puede derivarse la vida para todos.
Segundo, a fomentar la reconciliación con la Iglesia
de los que, o en la fe o por la obediencia, están separados de ella; pues la
verdadera voluntad del mismo Cristo es que haya sólo un rebaño bajo un solo
Pastor.
Y ahora, cuando nos sentimos cerca ya del fin de
nuestra mortal carrera, place consagrar toda nuestra obra, cualquiera que ella
haya sido, al Espíritu Santo, que es vida y amor, para que la fecunde y la
madure. Para cumplir mejor y más eficazmente nuestro deseo, en vísperas de la
solemnidad de Pentecostés, queremos hablaros de la admirable presencia y poder
del mismo Espíritu; es decir, sobre la acción que Él ejerce en la Iglesia y en
las almas merced al don de sus gracias y celestiales carismas.
Resulte de ello, como es nuestro deseo ardiente,
que en las almas se reavive y se vigorice la fe en el augusto misterio de la
Trinidad, y especialmente crezca la devoción al divino Espíritu, a quien de
mucho son deudores todos cuantos siguen el camino de la verdad y de la
justicia; pues, como señaló San Basilio toda la economia divina en torno
al hombre si fue realizada por nuestro Salvador y Dios, Jesucristo, ha sido
llevada a cumplimiento por la gracia del Espíritu Santo (De Spiritu Sancto 16,39).
El misterio de la Trinidad
3. Antes de entrar en materia será conveniente y
útil tratar algo sobre el misterio de la sacrosanta Trinidad.
Este misterio, el más grande de todos los
misterios, pues de todos es principio y fin, se llama por los doctores
sagrados sustancia del Nuevo Testamento. Para conocerlo y contemplarlo han
sido creados en el cielo los ángeles y en la tierra los hombres; y para enseñar
con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió
de los ángeles a los hombres: Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito
que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado (Jn 1,18).
Así pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad
siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta el
Angélico: Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y
humildad, pues -como dice Agustín- en ninguna otra materia intelectual es mayor
o el trabajo o el peligro de equivocarse o el fruto una vez logrado (STh I,
31,2; De Trin.13). Peligro que procede de confundir entre sí, en la
fe o en la piedad, a las divinas personas o de multiplicar su única naturaleza;
pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la
Trinidad en un solo Dios.
4. Por ello, nuestro predecesor Inocencio XII no
accedió a la petición de quienes solicitaban una fiesta especial en honor del
Padre. Si hay ciertos días festivos para celebrar cada uno de los misterios del
Verbo Encarnado, no hay una fiesta propia para celebrar al Verbo tan sólo según
su divina naturaleza. Y aun la misma solemnidad de Pentecostés, ya tan antigua,
no se refiere simplemente al Espíritu Santo por sí, sino que recuerda su venida
o externa misión.
Todo ello fue prudentemente establecido para evitar
que nadie multiplicara la divina esencia, al distinguir las Personas. Más aún:
la Iglesia, a fin de mantener en sus hijos la pureza de la fe, quiso instituir
la fiesta de la Santísima Trinidad, que luego Juan XXII [+1334] mandó celebrar
en todas partes, permitió que se dedicasen a este misterio templos y altares y,
despues de celestial visión, aprobó una Orden religiosa para la redención de
cautivos, en honor de la Santísima Trinidad, cuyo nombre la distinguia.
Conviene añadir que el culto tributado a los Santos
y Angeles, a la Virgen Madre de Dios y a Cristo, redunda todo y se termina en la
Trinidad. En las preces consagradas a una de las tres divinas personas, también
se hace mención de las otras. En las letanías, luego de invocar a cada una de
las Personas separadamente, se termina por su invocación común. Todos los
salmos e himnos tienen la misma doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo. Las bendiciones, los ritos, los sacramentos, o se hacen en nombre de la
santa Trinidad o les acompaña su intercesión.
Todo lo cual ya lo había anunciado el Apóstol con
aquella frase: Porque de Dios, por Dios y en Dios son todas las cosas, a
Dios sea la gloria eternamente (Rom 11,36), significando así la
trinidad de las Personas y la unidad de naturaleza, pues por ser ésta una e
idéntica en cada una de las Personas, procede que a cada una se tribute, como a
uno y mismo Dios, igual gloria y coeterna majestad. Comentando aquellas
palabras, dice San Agustín: No se interprete confusamente lo que el
Apóstol distingue, cuando dice «de Dios, por Dios, en Dios»; pues dice «de
Dios», refiriéndose al Padre; «por Dios», a causa del Hijo; «en Dios», por
relación al Espíritu Santo (De Trin. 6,10; 1,6).
Apropiaciones
5. Con gran propiedad, la Iglesia acostumbra
atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al
Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las perfecciones y todas las
obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas,
pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su
esencia (S. Agustín, De Trin., 1,4 y 5), porque así como las tres
Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente (ib.); sino
que por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas
y el carácter «propio» de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las
otras, o -como dicen- «se apropian». Así como de la semejanza del vestigio
o imagen hallada en las criaturas nos servimos para manifestar las divinas
Personas, así hacemos también con los atributos divinos; y la manifestación
deducida de los atributos divinos se dice «apropiación» (STh I,
39,7).
De esta manera, el Padre, que es principio de
toda la Trinidad (S. Agustín, De Trin. 4,20), es la causa
eficiente de todas las cosas, de la Encarnación del Verbo y de la santificación
de las almas: de Dios son todas las cosas; «de Dios», por relación al Padre.
El Hijo, Verbo e Imagen de Dios, es la
causa ejemplar por la que todas las cosas tienen forma y belleza, orden y
armonía, él, que es camino, verdad, vida, ha reconciliado al hombre con Dios;
«por Dios», por relación al Hijo.
Finalmente, el Espíritu Santo es la causa última de
todas las cosas, puesto que, así como la voluntad y aun toda cosa descansa en
su fin, así Él, que es la bondad y el amor del Padre y del Hijo, da impulso
fuerte y suave y como la última mano al misterioso trabajo de nuestra eterna salvación:
«en Dios», por relación al Espíritu Santo.
[Cita aquí León XIII, a pie de página, un documento
de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe (22-II-1972)]:
Cuando se abandona el misterio de la persona divina
y eterna de Cristo, Hijo de Dios, se destruye también la verdad de la Santísima
Trinidad, y, con ella, la verdad del Espíritu Santo, que, desde la eternidad,
procede del Padre y del Hijo o, dicho con otras palabras, del Padre por medio
del Hijo. Por esto, teniendo en cuenta recientes errores, hay que recordar
algunas verdades de la fe en la Santísima Trinidad y particularmente en el
Espíritu Santo.
La II carta a los Corintios termina con esta
maravillosa fórmula: «la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios
y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros». Y en el mandato de
bautizar, según el Evangelio de San Mateo, se nombran el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo como los «tres» que pertenecen al misterio de Dios y en cuyo
nombre deben ser regenerados los nuevos fieles. Finalmente, en el Evangelio de
San Juan, Jesús habla de la venida del Espíritu Santo: «Cuando después venga el
Paráclito, que os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del
Padre, El dará testimonio de mí».
Basándose, pues, en datos de la Divina Revelación,
el magisterio de la Iglesia, al cual solamente está confiado «el oficio de
interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida por la
tradición», en el Credo constantinopolitano ha profesado su fe «en el Espíritu
Santo, que es Señor y dador de vida..., y con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado».
Igualmente, el concilio Lateranense IV [1215] ha
enseñado a creer y a profesar «que uno sólo es el verdadero Dios..., Padre e
Hijo y Espíritu Santo: tres personas, una sola esencia... El Padre, que no
procede de ninguno; el Hijo, quc procede solamente del Padre, y el Espíritu
Santo, que procede de los dos juntos, siempre sin principio y sin fin».
El Espíritu Santo y Jesucristo
6. Precisados ya los actos de fe y de culto debidos
a la augustísima Trinidad, todo lo cual nunca se inculcará bastante al pueblo
cristiano, nuestro discurso se dirige ya a tratar del eficaz poder del Espíritu
Santo. Ante todo, dirijamos una mirada a Cristo, fundador de la Iglesia y
Redentor del género humano. Entre todas las obras de Dios ad extra, la
más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo, en él brilla
de tal modo la luz de los divinos atributos, que ni es posible pensar nada
superior ni puede haber nada más saludable para nosotros. Este gran prodigio,
aun cuando se ha realizado por toda la Trinidad, sin embargo, se atribuye como
«propio» al Espíritu Santo, y así dice el Evangelio que la concepción de
Jesús en el seno de la Virgen fue obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20).
Y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad
del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina (1Tim 3,16), que
es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte
San Juan: Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo Unigénito (3,16).
Añádase que por dicho acto la humana naturaleza fue levantada a la unión personal con
el Verbo, no por mérito alguno, sino sólo por pura gracia, que es don propio
del Espíritu Santo.
El admirable modo, dice San Agustín, con
que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, nos da a entender la
bondad de Dios, puesto que la naturaleza humana, sin mérito alguno precedente,
ya en el primer instante fue unida al Verbo de Dios en unidad tan perfecta de
persona que uno mismo fuese a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre (Enchir. 30.
+STh II, 32,1).
Por obra del Espíritu Divino tuvo lugar no
solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma,
llamada unción en los Sagrados Libros (Hch 10,38), y así es como toda
acción suya se realizaba bajo el influjo del mismo Espíritu (S.
Basilio, De Sp. S. 16). Él también cooperó de modo especial a su
sacrificio, según la frase de San Pablo: Cristo, por medio del Espíritu
Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios (Heb 9,14).
Después de todo esto, ya no extrañará que todos los
carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de Cristo. Puesto que en Él hubo
una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la
mayor eficacia que tenerse puede.En él están, en efecto, todos los tesoros de
la sabiduría y de la ciencia, las gracias gratis datas, las virtudes,
y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de Isaías (4,1;
11,2.3), ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el Jordán,
cuando Cristo con su bautismo consagraba sus aguas para el nuevo Testamento.
Con razón nota San Agustín que Cristo no
recibió el Espíritu Santo siendo ya de treinta anos, sino que cuando fue
bautizado estaba sin pecado y ya tenía el Espíritu Santo, entonces; es decir,
en el bautismo no hizo sino prefigurar a su cuerpo místico es decir, a la
Iglesia en la cual los bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo (De
Trin.15,26). Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción
invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible
en la Iglesia, e invisible en el alma de los justos.
[Cita de nuevo el Papa el documento ya aludido de
la S. C. de la Fe]: Se aparta de la fe la opinión según la cual la Revelación
nos dejaría inciertos sobre la eternidad de la Trinidad, y particularmente
sobre la eterna existencia del Espíritu Santo como persona distinta en Dios,
del Padre y del Hijo. Es verdad que el misterio de la Santísima Trinidad nos ha
sido revelado en la economía de la salvación principalmente en Cristo, que ha
sido enviado al mundo por el Padre y que, juntamente con el Padre, envía al
pueblo de Dios el Espíritu vivificador. Pero con esta revelación ha sido dado a
los oyentes también un cierto conocimiento de la vida íntima de Dios, en la
cual «el Padre engendra, el Hijo es engendrado y el Espíritu Santo, que
procede», son «de la misma naturaleza, iguales, omnipotentes y eternos».
El Espíritu Santo en los apóstoles, obispos y sacerdotes
7. La Iglesia, ya concebida y nacida del corazón
mismo del segundo Adán en la Cruz, se manifestó a los hombres por vez primera
de modo solemne en el solemnísimo día de Pentecostés con aquella admirable
efusión, que había sido vaticinada por el profeta Joel (2,28.29. Y en aquel
mismo día se iniciaba la acción del divino Paráclito en el místico cuerpo de
Cristo, posándose sobre los apóstoles, como nuevas coronas espirituales,
formadas con lenguas de fuego sobre sus cabezas (S. Cirilo de
Jerusalén, Catech. 17).
Y entonces los apóstoles descendieron del
monte, como escribe el Crisóstomo, no ya llevando en sus manos como
Moisés tablas de piedra, sino al Espíritu Santo en su alma, derramando el
tesoro y fuente de verdades y de carismas (In Mat. hom.1; 2Cor 3,3). Así,
ciertamente, es como se cumplía la última promesa de Cristo a sus apóstoles, la
de enviarles el Espíritu Santo, para que con su inspiración completara y en
cierto modo sellase el depósito de la revelación: Aún tengo que deciros
muchas cosas, mas no las entenderíais ahora; cuando viniere el Espíritu de
verdad, os enseñará toda verdad (Jn 16,12.13).
El Espíritu Santo, que es «espíritu de verdad» [Jn
16,13], pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad sustancial,
recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego
comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás, y fecundando los
gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez
para la salud de los pueblos.
Y como la Iglesia, que es medio de salvación, ha de
durar hasta la consumación de los siglos, precisamente el Espíritu Santo la
alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: Yo rogaré al Padre y El
os mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con vosotros (Jn
14.16.17). Pues por Él son constituidos los obispos, que engendran no sólo
hijos, sino también padres, esto es, sacerdotes, para guiarla y alimentarla con
aquella misma sangre con que fue redimida por Cristo: El Espíritu Santo ha
puesto a los obispos para regir la Iglesia de Dios, que Cristo adquirió con su
sangre (Hch 20,28).
Unos y otros, obispos y sacerdotes, por singular
don del Espíritu, tienen poder de perdonar los pecados, según Cristo dijo a sus
apóstoles: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados,
les serán perdonados, y a los que se los retuviereis, les serán retenidos (Jn
20,22.23).
En las almas
8. Nada confirma tan claramente la divinidad de la
Iglesia como el glorioso esplendor de carismas que por todas partes la
circundan, corona magnífica que ella recibe del Espíritu Santo. Baste, por
último, saber que si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su
alma: lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el
cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (S. Agustín, Serm. 187 de
temp.). Si esto es así, no cabe imaginar ni esperar ya otra mayor y más
abundante manifestación y aparición del Divino Espíritu, pues la Iglesia tiene
ya la máxima, que ha de durarle hasta que, desde el estadio de la milicia
terrenal, sea elevada triunfante al coro alegre de la sociedad celestial.
No menos admirable, aunque en verdad sea más
difícil de entender, es la acción del Espíritu Santo en las almas, que se
esconde a toda mirada sensible.
Y esta efusión del Espíritu es de abundancia tanta
que el mismo Cristo, su donante, la asemejó a un río abundantísimo, como lo
afirma San Juan: Del seno de quien creyere en Mí, como dice la Escritura,
brotarán fuentes de agua viva. Testimonio que glosó el mismo evangelista: Dijo
esto del Espíritu Santo, que los que en El creyesen habían de recibir(Jn
7,38.39).
En el Antiguo y Nuevo Testamento
9. Cierto es que aun en los mismos justos del
Antiguo Testamento ya inhabitó el Espíritu Santo, según lo sabemos de los
profetas, de Zacarías, del Bautista, de Simeón y de Ana; pues no fue en
Pentecostés cuando el Espíritu Santo comenzó a inhabitar en los Santos por
vez primera: en aquel día aumentó sus dones, mostrándose más rico y más
abundante en su largueza (S. León Magno, Hom 3 de Pentec.).
También aquéllos eran hijos de Dios, mas aún
permanecían en la condición de siervos, porque tampoco el hijo se
diferencia del siervo, mientras está bajo tutela (Gál
4,1.2). Además, la justicia en ellos no era sino por los previstos méritos de
Cristo, y la comunicación del Espíritu Santo hecha después de Cristo es mucho
más copiosa, como la cosa pactada vence en valor a la prenda, y como la
realidad excede en mucho a su figura. Y por ello así lo afirmó Juan: Aún
no había sido dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido
glorificado (7,39).
Inmediatamente que Cristo, ascendiendo a lo
alto, hubo tomado posesión de su reino, conquistado con tanto trabajo, con
divina munificencia abrió sus tesoros, repartiendo a los hombres los dones del
Espíritu Santo (Ef 4,8): Y no es que antes no hubiese sido mandado el Espíritu
Santo, sino que no había sido dado como lo fue después de la glorificación de
Cristo (S. Agustín, De Trin. 1,4, c.20).
Y ello porque la naturaleza humana es esencialmente
sierva de Dios: La criatura es sierva, nosotros somos siervos de Dios
según la naturaleza (S. Cirilo de Alejandría, Thesau. 1,5, c.5).
Más aún: por el primer pecado toda nuestra naturaleza cayó tan baja que se
tornó enemiga de Dios: Eramos por la naturaleza hijos de la ira (Ef
2,3). No había fuerza capaz de levantarnos de caída tan grande y rescatarnos de
la eterna ruina.
Pero Dios, que nos había creado, se movió a piedad,
y por medio de su Unigénito restituyó al hombre a la noble altura de donde
había caído, y aun le realzó con más abundante riqueza de dones. Ninguna lengua
puede expresar ahora esta labor de la divina gracia en las almas de los
hombres, por la que son llamados, ya en las Sagradas Escrituras, ya en los
escritos de los Padres de la Iglesia, regenerados, criaturas nuevas,
participantes de la divina naturaleza, hijos de Dios, deificados, y así más
aún. Ahora bien: todos estos beneficios tan grandes propiamente los debemos al
Espíritu Santo.
Él es el Espíritu de adopción de los hijos, en
el cual clamamos: «Abba», «Padre»; Él inunda los corazones con la dulzura
de su paternal amor: Él da testimonio a nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios (Rom 8,15.16). Para declarar lo cual es muy
oportuna aquella observación del Angélico, de que hay cierta semejanza entre
las dos obras del Espíritu Santo, puesto que, por obra del Espíritu
Santo, Cristo fue concebido en santidad para ser hijo natural de Dios, y
los hombres son santificados para ser hijos adoptivos de Dios (STh III,
32,1). Y así, con mucha mayor nobleza aún que en el orden natural, la
espiritual generación es fruto del Amor increado.
En los sacramentos
10. Esta regeneración y renovación comienza para
cada uno en el bautismo, sacramento en el que, arrojado del alma el espíritu
inmundo, desciende a ella por primera vez el Espíritu Santo haciéndola
semejante a sí: Lo que nace del Espíritu es espíritu (Jn 3,7).
Con más abundancia se nos da el mismo Espíritu en
la confirmación, por la que se nos infunde fortaleza y constancia para vivir
como cristianos: es el mismo Espíritu el que venció en los mártires y triunfó
en las vírgenes sobre los halagos y peligros. Hemos dicho que «se nos da el
mismo Espíritu»: La caridad de Dios se difunde en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5). Y en verdad, no sólo nos
llena con divinos dones, sino que es autor de los mismos, y aun Él mismo es el
don supremo porque, al proceder del mutuo amor del Padre y del Hijo, con razón
es don del Dios altísimo.
Para mejor entender la naturaleza y efectos de este
don, conviene recordar cuanto, después de las Sagradas Escrituras, enseñaron
los sagrados doctores, esto es, que Dios se halla presente a todas las cosas y
que está en ellas: por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su
potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos;
por esencia, porque en todas se halla como causa de su ser (Sto.
Tomás, STh I, 8,3). Mas en la criatura racional se encuentra Dios ya
de otra manera; esto es, en cuanto es conocido y amado, ya que según
naturaleza es amar el bien, desearlo y buscarlo. En efecto, Dios, por medio de
su gracia, está en el alma del justo en forma más íntima e inefable, como en su
templo; y de ello se sigue aquel mutuo amor por el que el alma está íntimamente
presente a Dios, y está en él más de lo que pueda suceder entre los amigos más
queridos, y goza de él con la más regalada dulzura.
En la inhabitación
11. Y esta admirable unión, que propiamente se
llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado, mas no en la
esencia, se diferencia de la que constituye la felicidad en el cielo, aunque
realmente se cumple por obra de toda la Trinidad, por la venida y morada de las
tres divinas Personas en el alma amante de Dios -vendremos a él y haremos
mansión junto a él (Jn 14,23)-, se atribuye, sin embargo, como
peculiar al Espíritu Santo. Y es cierto que hasta entre los impíos aparecen
vestigios del poder y sabiduría divinos; mas de la caridad, que es como «nota»
propia del Espíritu Santo, tan sólo el justo participa.
Añádase que a este Espíritu se le da el apelativo
de Santo, también porque, siendo el primero y eterno Amor, nos mueve
y excita a la santidad, que en resumen no es sino el amor a Dios. Y así, el
Apóstol, cuando llama a los justos templos de Dios, nunca les llama
expresamente templos «del Padre» o «del Hijo», sino «del Espíritu
Santo»: ¿Ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo, que
está en vosotros, pues le habéis recibido de Dios? (1Cor 6,19).
Y a la inhabitación del Espíritu Santo en las almas
justas sigue la abundancia de los dones celestiales. Así enseña Santo
Tomás: El Espíritu Santo, al proceder como Amor, procede en razón de don
primero, por esto dice Agustín que, por medio de este don que es el Espíritu
Santo, muchos otros dones se distribuyen a los miembros de Cristo (STh I,
38, 2; + S. Agustín, De Trin. 15,19). Entre estos dones se
hallan aquellos ocultos avisos e invitaciones que se hacen sentir en la mente y
en el corazón por la moción del Espíritu Santo; de ellos depende el principio
del buen camino, el progreso en él y la salvación eterna.
Y puesto que estas voces e inspiraciones nos llegan
muy ocultamente, con toda razón en las Sagradas Escrituras alguna vez se dicen
semejantes al susurro del viento; y el Angélico Doctor sabiamente las compara
con los movimientos del corazón, cuya virtud toda se halla oculta: El
corazón tiene una cierta influencia oculta, y por ello al corazón se compara el
Espíritu Santo que invisiblemente vivifica a la Iglesia y la une (II,
8,1).
En los siete dones y en los frutos
12. El hombre justo, que ya vive la vida de la
divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene
necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo.
Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y
prontamente las divinas inspiraciones. Es tanta la eficacia de estos dones, que
la conducen a la cumbre de la santidad; y es tanta su excelencia, que
perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial.
Merced a esos dones, el Espíritu Santo nos mueve y
anima a desear y conseguir las evangélicas bienaventuranzas, que son como
flores abiertas en la primavera, cual indicio y presagio de la eterna
bienaventuranza. Y muy regalados son, finalmente, los frutos enumerados
por el Apóstol (Gál v.22) que el Espíritu Santo produce y comunica a los
hombres justos, aun durante la vida mortal, llenos de toda dulzura y gozo, pues
son del Espíritu Santo, que en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo
y que llena de infinita dulzura a las criaturas todas (S. Agustín, De
Trin. 5,9).
Y así el Divino Espíritu, que procede del Padre y
del Hijo en la eterna luz de santidad como amor y como don, luego de haberse
manifestado a través de imágenes en el Antiguo Testamento, derrama la
abundancia de sus dones en Cristo y en su cuerpo místico, la Iglesia; y con su
gracia y saludable presencia saca a los hombres de los caminos del mal,
cambiándoles de terrenales y pecadores en criaturas espirituales y casi
celestiales. Pues tantos y tan señalados son los beneficios recibidos de la
bondad del Espíritu Santo, la gratitud nos obliga a volvernos a Él, llenos de amor
y devoción.
Foméntese el conocimiento y el amor del Espíritu Santo
13. Seguramente harán esto muy bien y perfectamente
los hombres cristianos si cada día se empeñaren más en conocerle, amarle y
suplicarle. A ese fin tiende esta exhortación dirigida a los mismos, tal como
surge espontánea de nuestro paternal ánimo.
Acaso no falten en nuestros días algunos que,
interrogados, como en otro tiempo lo fueron algunos por San Pablo, acerca de
«si habían recibido el Espíritu Santo», contestarían a su vez: nosotros ni
siquiera hemos oído si existe el Espíritu Santo (Hch 19,2). Que si a
tanto no llega la ignorancia, en una gran parte de ellos es al menos muy escaso
su conocimiento sobre Él. Tal vez con frecuencia tienen su nombre en los
labios, pero su fe está llena de espesas tinieblas.
Recuerden, pues, los predicadores y párrocos que
les pertenece enseñar con diligencia y claramente al pueblo la doctrina
católica sobre el Espíritu Santo, eso sí, evitando las cuestiones arduas y
sutiles y huyendo de la necia curiosidad que presume indagar los secretos todos
de Dios. Cuiden recordar y explicar claramente los muchos y grandes beneficios
que del Divino Dador nos vienen constantemente, de forma que sobre cosas tan
altas desaparezca el error y la ignorancia, impropios de los hijos de la
luz.
Insistimos en esto no sólo por tratarse de un
misterio que directamente nos prepara para la vida eterna y que, por ello, es
necesario creer firme y expresamente, sino también porque, cuanto más clara y
plenamente se conoce el bien, más intensamente se le quiere y se le ama. Esto
es lo que ahora queremos recomendaros: debemos amar al Espíritu Santo, porque
es Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu fortaleza (Dt 6,5). Y ha de ser amado, porque es el Amor
sustancial eterno y primero, y no hay cosa más amable que el amor. Por otra
parte, tanto más le debemos amar cuanto que nos ha llenado de inmensos
beneficios que si atestiguan la benevolencia del donante, exigen la gratitud
del alma que los recibe. Este amor tiene una doble utilidad, ciertamente no
pequeña.
Primeramente nos obliga a tener en esta vida un
conocimiento cada día más claro del Espíritu Santo: El que ama, dice
Santo Tomás, no se contenta con un conocimiento superficial del amado,
sino que se esfuerza por conocer cada una de las cosas que le pertenecen
intrínsecamente, y así entra en su interior, como del Espíritu Santo, que es
amor de Dios, se dice que examina hasta lo profundo de Dios (1Cor 2,10;
I-II, 28, 2).
En segundo lugar, así será mayor aún la abundancia
de sus celestiales dones, pues como la frialdad hace cerrarse la mano del
donante, el agradecimiento la hace ensancharse. Y cuídese bien de que dicho
amor no se limite a áridas disquisiciones o a externos actos religiosos, porque
debe ser operante, huyendo del pecado, que es especial ofensa contra el
Espíritu Santo. Cuanto somos y tenemos, todo es don de la divina bondad que
corresponde como propia al Espíritu Santo; luego el pecador le ofende al mismo
tiempo que recibe sus beneficios, y abusa de sus dones para ofenderle, al mismo
tiempo que, porque es bueno, se alza contra Él multiplicando incesantemente sus
culpas.
No le entristezcamos
14. Añádase, además, que, pues el Espíritu Santo es
espíritu de verdad si alguno falta por debilidad o ignorancia, tal vez tenga alguna
excusa ante el tribunal de Dios; mas el que por malicia se opone a la
verdad o la rehúye, comete gravísimo pecado contra el Espíritu Santo. Pecado
tan frecuente en nuestra época que parecen llegados los tristes tiempos
descritos por San Pablo, en los cuales, obcecados los hombres por justo juicio
de Dios, reputan como verdaderas las cosas falsas, y al príncipe de este
mundo, que es mentiroso y padre de la mentira, le creen como a maestro de
la verdad: Dios les enviará Espíritu de error para que crean a la mentira (2Tes
2,10): en los últimos tiempos se separarán algunos de la fe, para creer en los
espíritus del error y en las doctrinas de los demonios (1Tim 4,1).
Y por cuanto el Espíritu Santo, según antes hemos
dicho, habita en nosotros como en su templo, repitamos con el Apóstol: No
queráis contristar al Espíritu Santo de Dios, que os ha consagrado (Ef
4,30). Para ello no basta huir de todo lo que es inmundo, sino que el hombre
cristiano debe resplandecer en toda virtud, especialmente en pureza y santidad,
para no desagradar a huésped tan grande, puesto que la pureza y la santidad son
las propias del templo.
Por ello exclama el mismo Apóstol: Pero ¿es
que no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros? Si alguno osare profanar el templo de Dios, será maldito de Dios,
pues el templo debe ser santo y vosotros sois este templo (1Cor 3,16-17).
Amenaza tremenda, pero justísima.
Pidamos el Espíritu Santo
15. Por último, conviene rogar y pedir al Espíritu
Santo, cuyo auxilio y protección todos necesitamos en extremo. Somos pobres,
débiles, atribulados, inclinados al mal. Por eso mismo recurramos a Él, fuente
inexhausta de luz, de consuelo y de gracia. Sobre todo, debemos pedirle perdón
de los pecados, que tan necesario nos es, puesto que es el Espíritu Santo
don del Padre y del Hijo, y los pecadores son perdonados por medio del Espíritu
Santo como por don de Dios (STh III, 3,8 ad 3m), lo cual se proclama
expresamente en la liturgia cuando al Espíritu Santo se le llama remisión
de todos los pecados (In Miss. Rom. fer. 3 post Pent.).
Cuál sea la manera conveniente para invocarle,
aprendámoslo de la Iglesia, que suplicante se vuelve al mismo Espíritu Santo y
lo llama con los nombres más dulces de padre de los pobres, dador de los
dones, luz de los corazones, consolador benéfico, huésped del alma, aura de
refrigerio; y le suplica encarecidamente que limpie, sane y riegue
nuestras mentes y nuestros corazones, y que conceda a todos los que en Él
confiamos el premio de la virtud, el feliz final de la vida presente, el
perenne gozo en la futura.
No cabe pensar que estas plegarias no sean
escuchadas por Aquel de quien leemos que ruega por nosotros con gemidos
inefables (Rm 8,26). En resumen, debemos suplicarle con confianza y
constancia para que diariamente nos ilustre más y más con su luz y nos inflame
con su caridad, disponiéndonos así por la fe y por el amor a que trabajemos con
denuedo por adquirir los premios eternos, puesto que Él es la prenda de
nuestra heredad (Ef 1,14).
Novena del Espíritu Santo
16. Ved, venerables hermanos, nuestros avisos y
exhortaciones sobre la devoción al Espíritu Santo, y no dudamos que por virtud
principalmente de vuestro trabajo y solicitud, se han de producir saludables
frutos en el pueblo cristiano. Cierto que jamás faltará nuestra obra en cosa de
tan gran importancia. Más aún, tenemos la intención de fomentar ese tan hermoso
sentimiento de piedad por aquellos modos que juzgaremos más convenientes a tal
fin.
Entre tanto, puesto que Nos, hace ahora dos años,
por medio del breve Provida Matris, recomendamos a los católicos para
la solemnidad de Pentecostés algunas especiales oraciones a fin de suplicar por
el cumplimiento de la unidad cristiana, nos place ahora añadir aquí algo más.
Decretamos, por lo tanto, y mandamos que en todo el mundo católico en este año,
y siempre en lo por venir, a la fiesta de Pentecostés preceda la
novena en todas las iglesias parroquiales y también en los demás templos y
oratorios, a juicio de los Ordinarios.
Concedemos la indulgencia de siete años y
otras tantas cuarentenas por cada día a todos los que asistieren a la novena y
oraren según nuestra intención, además de la indulgencia plenaria en un día de
la novena, o en la fiesta de Pentecostés y aún dentro de la octava, siempre que
confesados y comulgados oraren según nuestra intención.
Queremos igualmente también que gocen de tales
beneficios todos aquellos que, legítimamente impedidos, no puedan
asistir a dichos cultos públicos, y ello también en los lugares donde no
pudieren celebrarse cómodamente, a juicio del Ordinario en el templo, con tal
que privadamente hagan la novena y cumplan las demás obras y condiciones
prescritas.
Y nos place añadir del tesoro de la Iglesia que
puedan lucrar nuevamente una y otra indulgencia todos los que en privado o en
público renueven, según su propia devoción, algunas oraciones al Espíritu Santo
cada día de la octava de Pentecostés hasta la fiesta inclusive de la Santísima
Trinidad, siempre que cumplan las demás condiciones arriba indicadas. Todas
estas indulgencias son aplicables también aun a las benditas almas del
Purgatorio.
El Espíritu Santo y la Virgen María
17. Y ahora nuestro pensamiento se vuelve adonde
comenzó, a fin de lograr del divino Espíritu, con incesantes oraciones su
cumplimiento. Unid, pues, venerables hermanos, a nuestras oraciones también las
vuestras, así como las de todos los fieles, interponiendo la poderosa y eficaz
mediación de la Santísima Virgen. Bien sabéis cuán íntimas e inefables
relaciones existen entre ella y el Espíritu Santo, pues ella es su Esposa
inmaculada. La Virgen cooperó con su oración muchísimo así al misterio de la
Encarnación, como a la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Que Ella
continúe, pues, realzando con su patrocinio nuestras comunes oraciones, para
que en medio de las afligidas naciones se renueven los divinos prodigios del
Espíritu Santo, celebrados ya por el profeta David: Manda tu Espíritu y
serán creados, y renovarás la faz de la tierra (Sal 103,30).
Dado en Roma, junto a San Pedro el día 9 de mayo
del año 1897, vigésimo de nuestro pontificado.
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