BENEDICTO XVI
La Iglesia y el escándalo de los abusos sexuales
Del 21 al 24 de
febrero 2019 los Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo
se reunieron en el Vaticano, invitados por el Papa Francisco, para discutir
sobre la crisis de fe y de Iglesia que se está sintiendo en todo el mundo a
raíz de las estremecedoras informaciones acerca de los abusos a menores
cometidos por clérigos. La amplitud e importancia de tales sucesos han
conmovido profundamente a laicos y sacerdotes y para no pocos ha puesto en
cuestión la misma fe de la Iglesia. Había que dar una señal fuerte y buscar un
nuevo comienzo, para hacer creíble de nuevo a la Iglesia como luz de las gentes
y como ayuda eficaz contra las potencias destructivas.
Puesto que yo mismo
ocupaba puestos de responsabilidad en la época del estallido de la crisis y
durante su posterior desarrollo, tuve que plantearme, aun cuando como Emérito
no tenga ya ninguna responsabilidad directa, qué podría aportar yo para este
nuevo comienzo a partir de una mirada retrospectiva. Desde que se hizo pública
la convocatoria de la Cumbre de Presidentes de las Conferencias episcopales
hasta su realización, fui recogiendo apuntes con los que quisiera ofrecer
algunas orientaciones como ayuda en esta hora difícil. Después de haber
contactado al Secretario de Estado, Cardenal Parolin, y al mismo Santo Padre,
me parece oportuno publicar el texto así surgido en la Klerusbatt (hoja
del clero).
Mi trabajo se divide
en tres partes. En el primer punto trataré de exponer brevemente el contexto
social de la cuestión, sin el que el problema no se comprende. Trataré de
mostrar que en los años 60 se dio un tremendo proceso, como probablemente no lo
ha habido jamás en la historia. Puede decirse que en los 20 años que van de
1960 a 1980 los criterios hasta entonces aceptados en materia de sexualidad
fueron demolidos y se dio paso a una ausencia de normas que después se ha
tratado de corregir.
En el segundo punto,
trataré de indicar los efectos de esta situación sobre la formación sacerdotal
y la vida de los sacerdotes.
Finalmente, en la
tercera parte quisiera desarrollar algunas perspectivas para una correcta
respuesta por parte de la Iglesia.
I.
1. La cuestión
comienza con la introducción de niños y jóvenes a la sexualidad, programada y
ejecutada por el Estado. En Alemania, la ministra de la sanidad Strobel mandó
hacer una película en la que, con propósitos ilustrativos, ahora se exhibía
todo lo que hasta entonces no se podía mostrar públicamente, relaciones
sexuales incluidas. Lo que se había pensado para ilustrar a los jóvenes, se
tomó posteriormente como una posibilidad general obvia.
Efectos semejantes
obtuvo el “Sexkoffer” (el “cofre del sexo”) ofrecido por el gobierno austríaco.
Las películas de contenido sexual y pornográficas se convirtieron en una
realidad, hasta el punto de que ahora también se proyectaban en los cines de
estación. Paseando un día por la ciudad de Regensburg (Ratisbona), todavía
recuerdo haber visto multitudes de gente esperando ante un gran cine, como no
se había visto desde los tiempos de la guerra cuando había algún reparto
especial. Se me ha quedado grabado en la memoria cuando llegué a la ciudad el
viernes santo de 1970 y allí estaba en todos los postes publicitarios un cartel
con dos personas completamente desnudas íntimamente abrazadas.
A las libertades por
las que luchaba la revolución de 1968 pertenecía también esta libertad sexual
completa que no admitía ninguna norma. La radicalización violenta que
caracterizó aquellos años está íntimamente ligada a este hundimiento
espiritual. En efecto, en los vuelos se dejó de permitir proyectar películas
pornográficas porque en la pequeña comunidad de pasajeros se producían actos violentos.
Como los excesos en materia de vestido suscitaron igualmente agresiones, los
Directores de Escuela intentaron introducir uniformes escolares que permitiesen
un clima de estudio.
A la fisionomía de
la revolución del ’68 pertenece también el hecho de que la pedofilia se
considerara como algo lícito y apropiado. Al menos para los jóvenes en la
Iglesia, pero no sólo, fue desde este punto de vista un tiempo muy difícil.
Siempre me he preguntado cómo podían los jóvenes acceder al sacerdocio en esta
situación y aceptarlo con todas sus consecuencias. El hundimiento generalizado
de las vocaciones sacerdotales en aquellos años y el desmesurado número de
secularizaciones fueron una consecuencia de todos estos procesos.
2.
Independientemente de este desarrollo, se produjo al mismo tiempo un
hundimiento de la teología moral católica, que dejó a la Iglesia desarmada ante
estos procesos sociales. Trataré brevemente de esbozar el origen de este
desarrollo. Hasta el Vaticano II la teología moral católica se fundaba
ampliamente en el derecho natural, mientras que la Sagrada Escritura se
introducía únicamente como trasfondo o como refuerzo. En los esfuerzos del
Concilio en favor de una nueva comprensión de la revelación, la opción del
derecho natural se abandonó de manera generalizada y se favoreció una teología
moral fundada en la Biblia. Me acuerdo todavía cómo la Facultad de los jesuitas
de Frankfurt encomendó a un padre joven y muy capaz, el P. Schüller, elaborar
una moral totalmente fundamentada en la Escritura. La hermosa disertación del
P. Schüller muestra un primer paso en la construcción de una moral basada en la
Escritura. El P. Schüller fue enviado después a América para completar estudios
y volvió con la convicción de que a partir únicamente de la Biblia, no se podía
exponer la Moral de manera sistemática. Intentó después una teología moral de
tipo más pragmático, sin haber logrado con ello dar una respuesta a la crisis
de la Moral.
Por último, después
se ha ido imponiendo la tesis de que la Moral sólo se puede determinar a partir
de los fines de la acción humana. La antigua sentencia “el fin justifica los
medios”, aunque no se confirmaba en esta forma tan burda, sí que se volvió
determinante para la forma de pensar. De este modo, ya no había nada
intrínsecamente bueno ni, tanto menos, malo, sino sólo valores relativos. Ya no
existía lo bueno, sino sólo lo relativamente mejor, dependiendo del momento y
de las circunstancias.
La crisis de la
fundamentación y de la exposición de la moral católica alcanzó a fines de los
años ’80 y en los ’90 formas dramáticas. El 5 de enero de 1989 se publicó la
“Declaración de Colonia”, firmada por 15 profesores católicos de Teología,
centrada en una serie de puntos críticos de la relación entre el magisterio
episcopal y la tarea de la teología. Este texto, que al principio no iba más
allá de las protestas habituales, pronto creció hasta convertirse en un clamor
contra el Magisterio de la Iglesia y congregó el potencial de protesta de
manera visible y audible que se levantó en todo el mundo contra los esperados
textos magisteriales de Juan Pablo II. (vgl. D. Mieth, Kölner Erklärung, LThK,
VI3, 196).
El Papa Juan Pablo
II, que conocía muy bien la situación de la teología moral y la seguía atentamente,
empezó a trabajar en una encíclica que debía reconducir esta situación. Se
publicó el 6 de agosto de 1993 con el título Veritatis Splendor y
provocó violentas reacciones en contra por parte de los teólogos morales.
Anteriormente se había publicado el Catecismo de la Iglesia Católica que
exponía sistemáticamente de manera convincente la Moral proclamada por la
Iglesia.
No puedo olvidar
cómo el principal teólogo moral de lengua alemana, Franz Böckle, que al
jubilarse se había retirado a su casa en Suiza, afirmó, ante las posibles
decisiones de la Encíclica Veritatis Splendor, que en caso de que la
encíclica decidiese que había acciones que debían ser consideradas siempre y en
cualquier caso como malas, él levantaría su voz con todas las fuerzas que le quedasen.
El buen Dios le ahorró poner en práctica su propósito; Böckle murió el 8 de
julio de 1991. La encíclica se publicó el 6 de agosto 1993, y efectivamente
contenía la decisión de que hay acciones que nunca pueden ser buenas. El Papa
era plenamente consciente del peso de esta decisión y para esta parte de su
escrito consultó aún a los mejores especialistas que en cuanto tales no habían
tomado parte en la redacción de la encíclica. No podía y no debía dejar alguna
duda acerca del hecho que la moral de la ponderación de bienes (Moral der
Güterabwägung) tenía que respetar un límite último. Hay bienes que son
indisponibles. Hay valores que nunca se pueden abandonar en razón de un valor
superior, y están incluso por encima de la conservación de la vida física.
Existe el martirio. Dios es más que la supervivencia física. Una vida comprada
a precio de renegar a Dios, una vida que descanse últimamente sobre una
mentira, no es vida. El martirio es una categoría fundamental de la existencia
cristiana. El hecho de que, en la teoría representada por Böckle y tantos
otros, el martirio no sea ya moralmente necesario, muestra cómo aquí lo que
está en juego es la esencia misma del cristianismo.
En la teología
moral, naturalmente, se había ido planteando mientras tanto otra cuestión: se
impuso por doquier la tesis de que al Magisterio de la Iglesia le corresponde
una competencia definitiva (“Infalibilidad”) sólo en cuestiones de fe, mientras
que las cuestiones de moral no pueden ser objeto de las decisiones infalibles
del magisterio de la Iglesia. Sobre esta tesis hay ciertamente aspectos
correctos que vale la pena seguir discutiendo. Pero existe un Minimum
morale indisolublemente ligado a la opción fundamental de la fe y que debe
ser defendido, si no queremos reducir la fe a una teoría, antes al contrario,
reconocer su exigencia de vida concreta. Aquí se ve claro cómo está en
discusión la autoridad de la Iglesia en cuestiones de moral. Quien niega a la
Iglesia una última competencia doctrinal en este ámbito, la reduce al silencio
precisamente allí donde está en juego la frontera entre verdad y mentira.
Independientemente
de estas cuestiones, se desarrolló en amplios ambientes de la teología moral la
tesis de que la Iglesia no tiene ni puede tener una propia moral. Con ello se
apuntaba al hecho de que todas las tesis morales tendrían paralelos también en
las demás religiones y que por tanto no existiría un proprium cristiano,
algo específicamente cristiano. Pero la cuestión de lo específico de una moral
bíblica no queda respondida por el hecho de que para cada afirmación se pueda
encontrar un paralelo en otras religiones. Más bien aquí de lo que se trata es
de la totalidad de la moral bíblica, que como tal es nueva y diferente de cada
una de sus partes individuales. La doctrina moral de la Sagrada Escritura tiene
su peculiaridad, en último término, en su anclaje en la imagen de Dios, en la
fe en el Dios uno, que se ha manifestado en Jesucristo y que ha vivido como
hombre. El decálogo es una aplicación de la fe en el Dios bíblico a la vida
humana. La imagen de Dios y la moral van juntas y producen así la novedad
específica de la actitud cristiana ante el mundo y ante la vida humana. Por lo
demás, el cristianismo se definió desde el principio con la palabra hodos (camino).
La fe es un camino, un modo de vivir. En la Iglesia primitiva, el catecumenado
se creó como un espacio vital frente a una cultura cada vez más inmoral en el
que lo específico y lo nuevo del estilo de vida cristiano se ejercitaba y se
defendía frente a los estilos de vida generales. Pienso que hoy también son
necesarias algo así como comunidades catecumenales, para que la vida cristiana
pueda ser afirmada en su peculiaridad.
II. Primeras reacciones eclesiales
1. El proceso
de disolución de la concepción cristiana de la moral, lentamente preparado y
actualmente en curso, como he tratado de mostrar, experimentó una radicalidad
en los años ‚60 como no se había dado jamás antes. Esta disolución de la
autoridad doctrinal de la Iglesia en materia moral tuvo necesariamente sus
efectos en diversos ámbitos. En el contexto del encuentro de los presidentes de
las conferencias episcopales de todo el mundo con el Papa Francisco, ante todo
interesaba la cuestión de la vida de los sacerdotes, a lo que se añadió la de
los seminarios sacerdotales. En el problema de la preparación al ministerio
sacerdotal en los seminarios, en efecto, se puede comprobar un hundimiento
generalizado de la forma de preparación que hasta ahora se venía siguiendo.
En diversos
seminarios se formaron clubs homosexuales, que actuaban más o menos
abiertamente y que claramente cambiaron el clima de los seminarios. En un
seminario del sur de Alemania vivían juntos candidatos al sacerdocio y
candidatos al servicio laical de referente pastoral. En las comidas estaban juntos
seminaristas, referentes pastorales casados, en parte también con mujer e
hijos, y algunos con sus novias. El clima en el seminario no podía sostener la
preparación a la vocación sacerdotal. La Santa Sede sabía de estos problemas,
sin haber recibido información exacta acerca de ello. Como primer paso, se
ordenó una visita apostólica a los seminarios de Estados Unidos.
Como tras el
Vaticano II también cambiaron los criterios para la elección y nombramiento de
obispos, la relación de los obispos con sus seminarios fue muy diversa. Como
criterio para el nombramiento de nuevos obispos se consideraba ante todo la
“conciliaridad”, con lo que se podían entender naturalmente cosas muy
diferentes. En efecto, en amplios sectores de la Iglesia la mentalidad conciliar
se entendía como una actitud negativa o crítica hacia la tradición vigente
hasta entonces, que ahora debía ser sustituida con una nueva relación de
radical apertura al mundo. Un obispo, que antes había sido rector de seminario,
proyectó a los seminaristas películas pornográficas, aparentemente con la
intención de hacerles capaces de resistir frente a una actitud de rechazo a la
fe. Hubo, no sólo en los Estados Unidos, algunos obispos que rechazaron la
tradición católica de plano y en sus diócesis trataron de crear una especie de
nueva “catolicidad”. Quizá valga la pena mencionar que en no pocos seminarios,
los estudiantes sorprendidos leyendo mis libros, eran considerados como no
aptos al sacerdocio. Mis libros se ocultaron como si fueran malas lecturas y se
leían a escondidas.
La visita apostólica
no aportó nuevos conocimientos, porque evidentemente diversas fuerzas se habían
aliado para ocultar la situación real. Se ordenó una segunda visita que aportó
un conocimiento considerablemente mayor, pero quedó sin consecuencias. Y sin
embargo la situación en los seminarios se ha ido consolidando desde los años
70. A pesar de todo sólo esporádicamente se ha llegado a un fortalecimiento de
las vocaciones sacerdotales, porque la situación en su conjunto se ha desarrollado
de manera diversa.
2. La cuestión de la
pedofilia, hasta donde yo recuerdo, se hizo candente en la segunda mitad de los
años 80. Se había convertido en los Estados Unidos en un problema público, de
manera que los obispos buscaron ayuda en Roma, porque el derecho canónico, tal
como estaba redactado el nuevo Código, no parecía suficiente para tomar las
medidas necesarias. Roma y los canonistas romanos tuvieron al principio
dificultades con esta petición; en su opinión una suspensión temporal del ministerio
sacerdotal debería bastar para purificar y aclarar las cosas. Esto no podía ser
aceptado por los obispos americanos, porque entonces el sacerdote quedaría al
servicio del obispo y por tanto, considerado como una figura directamente
vinculada a él. Una renovación y profundización del derecho penal del nuevo
código, deliberadamente elaborado de manera blanda, tenía que ir abriéndose
paso lentamente.
A ello se añadió un
problema fundamental en la redacción del derecho penal. “Conciliar” era
considerado entonces sólo el llamado garantismo. Eso significaba que los
derechos del acusado tenían que ser garantizados, y hasta tal punto que en la
práctica se excluía cualquier condena. Como contrapeso a las posibilidades de
defensa, a menudo insuficientes, de los teólogos acusados, se extendió el
derecho a la defensa en el sentido del garantismo hasta tal punto que las
condenas se hicieron prácticamente imposibles.
En este punto,
permítaseme un pequeño excursus. A la vista de la extensión de los delitos
de pedofilia, hay una palabra de Jesús que viene nuevamente a la memoria, que
dice: “quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le
valdría ser arrojado al mar con una piedra de molino al cuello” (Mc 9,42). Esta
palabra, en su tenor original, no habla de la seducción de niños. La palabra
“pequeños” designa en la lengua de Jesús a los simples creyentes que podrían
ser inducidos a caer en su fe por culpa del orgullo intelectual de los que se
creen inteligentes. Jesús, pues, protege aquí el bien de la fe con una amenaza
explícita contra aquellos que le hagan daño. La moderna utilización de la frase
no es en sí misma falsa, pero no debe ocultar el sentido originario. Contra
todo garantismo, aquí aparece claramente que no sólo es importante el derecho del
acusado, que necesita garantías. Igualmente importantes son bienes superiores
como la fe. Un derecho canónico ponderado que corresponda al conjunto del
anuncio de Jesús, tiene que ser por tanto garantista no sólo para el acusado,
cuya fama es un bien jurídico, tiene que proteger también la fe, que es
igualmente un bien jurídico. Un derecho canónico correctamente elaborado tiene,
pues, que comprender una doble garantía –protección jurídica del acusado,
protección jurídica del bien que está en juego. Cuando hoy se expone esta
concepción, en sí nítida, normalmente, ante la cuestión de la tutela del bien
de la fe, se encuentran oídos sordos. La fe ya no aparece ante la conciencia
jurídica general con la categoría de un bien que hay que tutelar. Esta es una preocupante
situación que los pastores de la Iglesia deberían considerar y tomar en serio.
A las breves notas
sobre la situación de la formación sacerdotal en la época de la eclosión de la
crisis, quisiera añadir aún un par de indicaciones sobre el desarrollo del
derecho canónico en esta cuestión. En principio, para los delitos de los
sacerdotes la competencia era de la Congregación para el Clero. Puesto que
entonces en ella el garantismo dominaba completamente la situación, acordamos,
junto con el Papa Juan Pablo II, que sería más adecuado asignar las
competencias sobre estos delitos a la Congregación de la Fe, y precisamente
bajo el título “Delicta maiora contra fidem”. Con esta reasignación iba también
la posibilidad de aplicar la pena máxima, es decir, la exclusión del
sacerdocio, que en cambio no habría sido posible conminar bajo otros títulos
jurídicos. Esto no era una triquiñuela para poder aplicar la pena máxima, sino
que deriva de la importancia de la importancia de la fe para la Iglesia. En
efecto, es importante observar que en estos delitos de los clérigos, en último
término es la fe la que resulta dañada: sólo donde la fe deja de determinar las
acciones de los hombres son posibles tales comportamientos. La gravedad de la
pena presupone de todos modos una clara prueba del delito – el contenido
permanentemente válido del garantismo. En otras palabras: para poder aplicar
válidamente la pena máxima, es necesario un auténtico proceso penal. Con ello,
sin embargo, tanto las diócesis como la Santa Sede se vieron desbordadas.
Formulamos así una forma mínima de proceso penal y dejamos abierta la
posibilidad para que la Santa Sede misma asumiera el proceso allí donde la
diócesis o archidiócesis metropolitana no estaban en condiciones de hacerlo. En
cualquier caso, el proceso debía ser ratificado por la Congregación para la
Doctrina de la Fe, para garantizar los derechos del acusado. Finalmente, en la
Feria IV (la reunión semanal de los miembros de la Congregación), creamos un
tribunal de apelación, para dar la posibilidad de oponer un recurso contra el
proceso. Puesto que todo esto desbordaba las fuerzas de la Congregación para la
Doctrina de la Fe y se producían retrasos que debían ser evitados por razón del
asunto, el Papa Francisco ha introducido nuevas reformas.
III.
1. ¿Qué tenemos que
hacer? ¿Tenemos que crear otra Iglesia para resolver las cosas? Este
experimento ya se ha llevado a cabo y ha fracasado. Sólo la obediencia y el
amor a nuestro Señor Jesucristo puede mostrar el camino justo. Intentemos,
pues, primero, comprender de nuevo y desde el interior, qué ha querido y quiere
el Señor con nosotros.
Ante todo, diría: si
quisiéramos resumir realmente en breve el contenido de la fe fundada en la
Escritura, tendríamos que decir: el Señor ha iniciado una historia de amor con
nosotros y quiere recapitular toda la creación en el amor. La oposición al mal,
que nos amenaza a nosotros y al mundo entero, en último término puede sólo
consistir en que nos abandonemos a este amor. Él es la verdadera fuerza de
oposición contra el mal. La potencia del mal surge a través de nuestra negación
del amor de Dios. Se salva quien se confía al amor de Dios. Nuestro no ser
salvados se debe a la incapacidad de amar a Dios. Aprender a amar a Dios es por
tanto el camino de la redención del ser humano.
Tratemos ahora de
desarrollar un poco este contenido esencial de la revelación de Dios. Podríamos
decir: el primer regalo y más fundamental que la fe nos ofrece consiste en la
certeza de que Dios existe. Un mundo sin Dios sólo puede convertirse en un mundo
sin sentido. Pues ¿de dónde viene todo lo que hay? En cualquier caso, no
tendría un fundamento espiritual. Estaría simplemente ahí, sin tener una meta
ni un sentido. No habría ninguna medida del bien o del mal. Entonces podría
imponerse únicamente quien sea más fuerte que los demás. El poder sería
entonces el único principio. La verdad no contaría nada, no existiría en
realidad. Sólo cuando las cosas tienen un fundamento espiritual, han sido
queridas y pensadas, sólo cuando hay un Dios Creador, que es bueno y quiere el
bien, puede entonces la vida del hombre tener un sentido.
Que Dios existe como
creador y medida de todas las cosas es, ante todo, una exigencia radical (Urverlangen).
Pero un Dios que no se expresara, que no se diera a conocer, sería sólo una
suposición; no podría determinar la forma de nuestra vida. Para que Dios sea
verdaderamente Dios en la creación consciente, tenemos que esperar que Él se
exprese de alguna manera. Él lo ha hecho de muchos modos, pero sobre todo
decisivamente en la llamada que dirigió a Abraham y dio a los hombres en busca
de Dios una orientación, que desbordaba toda expectativa: Dios mismo se hizo
criatura, habló como humano con nosotros humanos.
Así, la afirmación
“Dios existe” se convirtió definitivamente en una noticia verdaderamente buena,
precisamente porque es más que conocimiento, porque crea y es amor. Traer esto
de nuevo a la conciencia de los hombres es la primera y fundamental tarea que
nos ha sido asignada por el Señor.
Una sociedad en la
que Dios esté ausente, una sociedad que no lo conozca y lo considere
inexistente, es una sociedad que ha perdido la medida. En nuestro tiempo se ha
acuñado la muletilla sobre la muerte de Dios. Si Dios muere en una sociedad,
seremos libres, nos asegura. En realidad, la muerte de Dios en una sociedad
significa también el fin de la libertad, porque muere el sentido que le daba
una orientación. Y porque desaparece la medida que nos daba la dirección, ya
que nos enseñaba a distinguir entre el bien y el mal. La sociedad occidental es
una sociedad en la que Dios está ausente de la vida pública, y no tiene ya nada
que decirle. Y por ello es una sociedad en la que la medida de lo humano se va
perdiendo cada vez más. En algunos puntos a veces se ve claramente cómo lo que
está mal y destruye al hombre se ha convertido en algo natural. Es el caso de
la pedofilia. Teorizada todavía no hace mucho tiempo como perfectamente
legítima, se ha ido extendiendo cada vez más. Y ahora reconocemos estremecidos
que a nuestros niños y jóvenes les han sucedido cosas que amenazan con
destruirlos. Que esto se haya difundido también en la Iglesia y por culpa de
sacerdotes tiene que horrorizarnos en la mayor medida.
¿Cómo ha podido la
pedofilia adquirir tal dimensión? En último término, la razón se halla en la ausencia
de Dios. Tampoco nosotros, cristianos y sacerdotes, hablamos de buen grado
acerca de Dios, porque este discurso no parece práctico. Tras la tremenda
sacudida de la II GM en Alemania todavía pusimos nuestra Constitución
explícitamente bajo la responsabilidad ante Dios como criterio guía. Medio
siglo después, ya no fue posible adoptar la responsabilidad ante Dios como
criterio en la constitución europea. Dios es considerado como asunto particular
de algunos grupúsculos y no puede convertirse en la medida para la comunidad en
su totalidad. En esta decisión se refleja la situación del Occidente, en donde
Dios se ha convertido en un asunto privado de una minoría.
Una primera tarea
que tiene que desprenderse de la conmoción moral de nuestro tiempo consiste para
nosotros en comenzar de nuevo a vivir desde Dios y para Dios. Tenemos que
aprender, por delante de todo lo demás, a reconocer a Dios como el fundamento
de nuestra vida y no dejarlo a un lado como simple cháchara. Sigue siendo
inolvidable para mí la advertencia que me escribió una vez el gran teólogo Hans
Urs von Balthasar en una de sus cartas: “El Dios trinitario, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, no pre-suponerlo, sino ante-ponerlo!” En efecto, también en la
teología a menudo Dios se presupone como algo evidente, pero no se trata acerca
de Él concretamente. El tema de Dios parece poco importante, tan lejano de las
cosas que nos ocupan. Y, sin embargo, todo cambia si a Dios no solo se lo
pre-supone, sino que se lo ante-pone. No dejarlo de alguna manera en el
trasfondo, sino reconocerlo como el punto central de nuestro pensar, hablar y
obrar.
2. Dios se ha
hecho hombre por nosotros. La criatura humana le es tan sumamente cara que se
ha unido a ella y así ha entrado de manera concreta en la historia humana. Habla
con nosotros, vive con nosotros, padece con nosotros y ha asumido sobre sí la
muerte por nosotros. De ello hablamos en teología exhaustivamente, con doctas
palabras y pensamientos Y sin embargo, ahí reside precisamente el peligro de
hacernos dueños de la fe en lugar de dejarnos renovar y dominar por la fe.
Consideremos esto en
un punto central, la celebración de la santa Eucaristía. Nuestro trato con la
eucaristía no puede por menos de suscitar preocupación. En el Concilio Vaticano
II se trató ante todo de devolver este sacramento de la presencia del cuerpo y
de la sangre de Cristo, de la presencia de su persona, su pasión, muerte y
resurrección, al centro de la vida cristiana y de la existencia de la Iglesia.
En parte así ha sucedido y debemos dar gracias al Señor de corazón por ello.
Pero ha predominado
otra actitud: no impera un nuevo respeto ante la presencia de la muerte y
resurrección de Cristo, sino una forma de trato con él que destruye la
dimensión del misterio. El descenso en la participación de la eucaristía
dominical muestra cuán poco los cristianos de hoy son capaces de apreciar la
dimensión del don que consiste en su presencia real. La eucaristía se rebaja a
un gesto ceremonial, cuando se considera normal distribuirla como exigencia de
cortesía en fiestas familiares o en ocasión de matrimonios o entierros a todos
los invitados por razón de parentesco. La normalidad con la que en algunos
lugares también los simplemente presentes reciben el santísimo sacramento
muestra que en la comunión no se ve más que un gesto ceremonial. Si pensamos
qué habría que hacer, es claro que no necesitamos una Iglesia diferente pensada
por nosotros. Lo que es necesario, más bien, es renovar la fe en la eficacia de
Jesucristo en el Sacramento que se nos da a nosotros.
En las
conversaciones con víctimas de la pedofilia he ido tomando conciencia cada vez
más de la urgencia de esta necesidad. Una joven que prestaba servicio como
monaguilla me contó que el Vicario, el responsable de los monaguillos,
introducía siempre los abusos que ejercía sobre ella con las palabras: “esto es
mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Es evidente que esta mujer no pueda ya
escuchar las palabras de la consagración sin experimentar todo el dolor del
abuso. Sí, tenemos que implorar urgentemente perdón y pedirle y suplicarle que
nos dé a comprender de nuevo toda la medida de su pasión de su sacrificio. Y
tenemos que hacerlo para proteger de los abusos el regalo de la eucaristía.
3. Y en fin está el
misterio de la Iglesia. No puedo olvidar la frase con la que hace casi 100 años
Romano Guardini expresó la alegre esperanza que entonces lo animaba a él y a
tantos otros: “Un acontecimiento de imprevisible alcance ha comenzado: la
Iglesia despierta en las almas”. Con ello quería decir que la Iglesia ya no se
la vivía y percibía como un simple aparato frente a nosotros, como una especie
de administración, sino que comenzaba a vivirse en los corazones como algo
presente, como algo no sólo exterior, sino algo que nos toca interiormente.
Casi medio siglo después, pensando en este proceso a la vista de lo que estaba
sucediendo, me sentía tentado a invertir la frase: “la Iglesia muere en las
almas”. En efecto, la Iglesia hoy se ve en gran medida solo como una especie de
aparato político. Se habla de ella en la práctica sólo con categorías
políticas, y eso vale también para los obispos, que formulan su imagen de la
iglesia del futuro en términos casi exclusivamente políticos. La crisis causada
por los numerosos casos de abusos cometidos por sacerdotes empuja a considerar
a la Iglesia como algo fallido, que fundamentalmente tendríamos que tomar en
nuestras manos y reconfigurar de nuevo. Solo que una iglesia hecha por nosotros
no puede ser una esperanza.
Jesús mismo comparó
a la Iglesia con una red en la que hay peces buenos y malos, que al final Dios
mismo separará. Está también la parábola de la Iglesia como un campo sembrado
en el que crece el buen grano que Dios mismo ha sembrado, pero crece también la
cizaña que el enemigo ha sembrado a escondidas. En efecto, la cizaña en el
campo de Dios, la Iglesia, es enormemente visible, y los peces malos en la red
muestran también su fuerza. Y sin embargo el campo sigue siendo el campo de
Dios y la red, la red de Dios. En todos los tiempos no hay solo cizaña y peces
malos, sino también simiente de Dios y buenos peces. Anunciar las dos cosas al
mismo tiempo con fuerza, no es una falsa apologética, sino un servicio
necesario a la verdad.
En este contexto es
necesario señalar un texto importante del Apocalipsis de Juan. El demonio es
caracterizado como el acusador, “el que acusaba a nuestros hermanos día y
noche” (Ap 12,1). El apocalipsis retoma un pensamiento que se halla en el
relato introductorio del libro de Job (Jb 1 y 2,10; 42,7-16). Allí se cuenta
que el demonio intentaba desacreditar ante Dios la justicia de Job como algo
solo exterior. Se trata exactamente de lo que dice el Apocalipsis: el demonio
quiere mostrar que no hay hombres justos, que toda la justicia de los hombres
es sólo una representación exterior. Si se la pudiera examinar más de cerca,
rápidamente caería la apariencia de justicia. El relato comienza con una
disputa entre Dios y el demonio, en la que Dios señala a Job como uno
auténticamente justo. En él puede ahora realizarse un experimento como ejemplo,
para ver quién tiene razón. “Quítale sus posesiones y verás que no queda nada
de su piedad”, argumenta el diablo. Dios le concede esta prueba, de la que Job
sale victorioso. Ahora, el demonio va más allá y dice: “Piel por piel. Por
salvar la vida, el hombre lo da todo. Extiende tu mano y hiérelo en su carne y
en sus huesos. ¡Verás cómo te maldice cara a cara!” (Job 2,4ss.). Dios concede
al demonio una segunda posibilidad. Puede tocar también la piel de Job, con tal
de que no lo mate, le dice. Para el cristiano es claro que Job, que aparece
ante Dios como un ejemplo para toda la humanidad, es Jesucristo. En el
Apocalipsis se nos plantea el drama del hombre en toda su amplitud. Frente al
Dios creador se halla el demonio, que denigra a la humanidad y a toda la creación.
Éste dice, no sólo a Dios, sino sobre todo a los hombres. “Mirad lo que este
Dios ha hecho. Aparentemente una creación buena. En realidad está llena de
miseria y de asco”. Denigrar la creación es en realidad denigrar a Dios, quiere
mostrar que Dios no es bueno y alejarnos de él.
La actualidad de lo
que aquí nos dice el Apocalipsis está a la vista. En la acusación contra Dios
hoy se trata sobre todo de denigrar a la Iglesia en su conjunto y apartarnos de
ella. La idea de una Iglesia mejor construida por nosotros es en realidad una
propuesta del demonio con la que quiere apartarnos del Dios vivo con una lógica
mentirosa, en la que caemos fácilmente. No, la Iglesia también hoy, no sólo se
compone de malos peces y de cizaña. La Iglesia de Dios sigue existiendo hoy, y
sigue siendo el instrumento a través del cual Dios nos salva. Es muy importante
oponer a las mentiras y medias verdades del demonio toda la verdad: sí, hay
pecados y mal en la Iglesia. Pero existe también hoy la Iglesia santa que es
indestructible. Sigue habiendo muchos que creen con humildad, sufren y aman, en
quienes el Dios real, el Dios que ama se nos manifiesta. Dios sigue teniendo
hoy sus testigos (“mártires”) en el mundo. Tenemos que estar atentos para
verlos y oírlos.
La palabra mártir procede
del derecho procesal. En el proceso contra el demonio, Jesucristo es el primer
y verdadero testigo, el primer mártir a quien desde entonces han seguido
innumerables otros. La Iglesia de hoy más que nunca es una Iglesia de mártires
y con ello testigo del Dios vivo. Si miramos a nuestro alrededor y oímos con
corazón atento, podemos encontrar hoy en todas partes, precisamente entre la
gente simple, pero también en las altas jerarquías de la Iglesia, testigos que
con su vida y su sufrimiento se comprometen ante Dios. No querer darse cuenta
de su presencia es apatía del corazón. Una de las grandes tareas esenciales de
nuestro anuncio consiste, en crear, en la medida de nuestras posibilidades,
lugares para la fe y sobre todo, buscarlos y reconocerlos.
Vivo en una casa, en
una pequeña comunidad de personas que están siempre descubriendo estos testigos
del Dios vivo en la vida cotidiana y me los señalan con alegría. Ver y
encontrar a la Iglesia viva es una tarea maravillosa que nos fortalece y nos da
cada vez la alegría de la fe.
Al final de mis
consideraciones quisiera dar las gracias al Papa Francisco por todo lo que hace
para mostrarnos siempre la luz de Dios, que hoy sigue sin declinar. Gracias,
santo Padre.
11 abril 2019
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