Jose Maria Iraburu.
Por obra del Espíritu Santo.
Por obra del Espíritu Santo.
3
El Espíritu Santo en los
cristianos
2. Gracia, virtudes y dones. -Antropología sobrenatural.
-La gracia en la Biblia. -La gracia santificante. -Hijos de Dios y coherederos
con Cristo. -Naturaleza de la gracia. -Las gracias actuales. -Las virtudes y los
dones del Espíritu Santo. -Necesidad de las virtudes y dones. -Virtudes.
-Virtudes teologales. -Virtudes morales.
3. Los dones del Espíritu Santo. -Dones del Espíritu Santo.
-Virtudes, al modo humano y dones, al modo divino. -Actividad ascética y
pasividad mística. -Los dones del Espíritu Santo y la perfección. -Perfección
relativa de las virtudes y de los dones. -Coinciden los teólogos y los
místicos. -A remo o a vela. -Los dones son activados por el Espíritu Santo
desde el principio. -Historia teológica y actualidad de los dones del Espíritu
Santo.
1
La inhabitación
La Trinidad divina en los cristianos
El Espíritu Santo habita en la
Iglesia, como cuerpo que es de Cristo, haciendo de ella el templo de Dios entre
los hombres (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21). Pero también habita en cada uno
de los cristianos. Cada uno de ellos es personalmente «templo del Espíritu
Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el
comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano
sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia.
El Espíritu Santo es así el principio
vital de una nueva humanidad. En efecto, Jesucristo, «el Señor es
Espíritu» (2 Cor 3,17), y unido al Padre y al Espíritu Santo es para los
hombres «Espíritu vivificante» (1 Cor 15,45). Él habita en nosotros, y nosotros
nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu
del Señor» (3,18; +Gál 4,6). Por tanto, todas las dimensiones de la vida
cristiana han de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del
Padre y del Hijo. En San Pablo se afirma todo esto con
especial claridad:
-Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos en el Hijo,
es decir, Él es quien produce en nosotros la adopción filial divina (Rm
8,14-17).
-Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente
a toda obra buena (Rm 8,14; 1 Cor 12,6).
-Es el Espíritu Santo -el agua, el fuego- quien nos purifica del
pecado (Tit 3,5-7; +Mt 3,11; Jn 3,5-9).
-Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1
Cor 2,10-16). «Nadie puede decir "Jesús es el Señor" sino en el
Espíritu Santo» (12,3).
-El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13).
-Si nosotros podemos amar al Padre y a los hombres como
Cristo los amó, eso es porque «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros
corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
-El Espíritu Santo es quien llena de gozo y alegría nuestras
almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 1 Tes 1,6).
-El nos da fuerza apostólica para testimoniar a Cristo y
fecundidad espiritual, pues la evangelización «no es sólo en palabras, sino en
poder y en el Espíritu Santo» (1,5; +Hch 1,8).
-El nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor
3,17).
-El hace posible en nosotros la oración, pues viene en ayuda
de nuestra total impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15.
26-27; Ef 5,18-19).
En suma, según San Pablo, toda la «espiritualidad» cristiana es la vida
sobrenatural que el Espíritu produce en los hombres. Y por eso afirma:
«vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad
el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; +10-16; Gál 5,25; 6,8).
Y lo mismo enseña el apóstol San Juan.
El que ama a Jesús y guarda sus mandatos «permanece en Dios y Dios en él» (1Jn
3,24). El sarmiento que «permanece» en la Vid, recibe de ésta espíritu, vida,
fruto (Jn 15,4-8). Si alguno ama a Cristo, será amado por el Padre, y las
Personas divinas habitarán en él (14,23). El que se alimenta de Cristo, es
internamente vivificado por él (6,56-57).
Toda la vida cristiana, por tanto, fluye de la inhabitación de Dios en el
hombre.
La inhabitación en la Tradición cristiana
La vivencia del misterio de la
inhabitación de la Trinidad ha sido desde el comienzo de la Iglesia la clave
principal de la espiritualidad cristiana. Recordemos algunos testimonios.
-San Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, se llama a sí
mismo Teóforos, portador de Dios, y nombres semejantes da a los
fieles cristianos, teóforoi, cristóforoi, agióforoi (Efesios 9,2;
saludos de sus cartas). Y él mismo enseñaba: «obremos siempre viviendo
conscientemente Su inhabitación en nosotros, siendo nosotros su templo, siendo
él nuestro Dios dentro de nosotros; como realmente es y se nos manifestará, si
le amamos como es debido» (Efesios 15,3).
-San Agustín es sin duda, en la antigüedad, el más alto
maestro de la inhabitación. Él buscó a Dios en las criaturas, y ellas le dieron
algunas referencias muy valiosas (ConfesionesIX,10,25; X,6,9); pero por
fin lo encontró en sí mismo: «Él está donde se gusta la verdad, en lo más
íntimo del corazón» (IV,12,18).
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú
estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo,
mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no tendrían ser» (X,27,38). «Tú estabas dentro de mí, más
interior a mí que lo más íntimo mío y más elevado que lo más alto mío (interior
intimo meo et superior summo meo)» (III,6,11).
-Santa Teresa de Jesús alcanza las más altas experiencias de la
inhabitación en el culmen de su vida espiritual, cuando llega al matrimonio
espiritual, es decir, en la mística unión transformante:
A los comienzos de su vida espiritual ella creía en esta
presencia de Dios en el alma, pero no la sentía. Pero ahora, introducida ya en
la contemplación mística, «estando con esta presencia de las tres Personas que
traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios
vivo y verdadero» (Cuenta conciencia 42;+41). Y es que ahora Dios
«quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden
decir, en especial, que no es menester andar a buscar consideraciones para
conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario» (66,10). Ahora ya ni
trabajos ni negocios le hacen perder la conciencia de esa divina presencia (7
Moradas 1,11).
Captar en sí la Presencia divina es algo que levanta su corazón sobre
todo lo creado: «Me mostró el Señor, por una extraña manera de visión
intelectual [esto es, sin imágenes], cómo estaba el alma que está en gracia, en
cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía
venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra» (Cuenta conciencia 21).
Captar esa gloriosa Presencia de Dios en el alma le trae a ésta inmensos
bienes: gozo indecible de verse hecha una sola cosa con Dios (7 Moradas 2,4),
completo olvido de sí (3,2), ardiente celo apostólico (3,4), paz y gran
silencio interior (3,11-12), aunque no falta cruz (3,2; 4,2-9). Antes «solía
ser muy amiga de que me quisiesen bien, y ya no se me da nada, antes me parece
en parte me cansa» (Cuenta conciencia 3). «En muy grandes trabajos
y persecuciones y contradicciones que he tenido, me ha dado Dios gran ánimo, y
cuando mayores, mayor» (ib.). En fin, «no me parece que vivo yo, ni hablo, ni
tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como
fuera de mí» (ib.).
-San Juan de la Cruz enseña que en la purificación pasiva del
espíritu puede el cristiano «sentirse sin Dios» (2 Noche 5,5;
6,2), participando así de la pasión de Cristo, que en la cruz se sintió
abandonado por el Padre (Mt 27,46). Pero también enseña que esas noches del
alma, tan profundamente purificativas, conducen a una vivencia inefable
de la inhabitación de Dios en el alma, es decir, conducen a «lo más a que
en esta vida se puede llegar» (Llama 1,14). Entonces se experimenta
que «el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo,
esencial y presencialmente, está escondido en el íntimo ser del alma» (Cántico 1,6).
¿Puede haber algo mayor?
«Dios mora secretamente en el seno del alma, porque en
el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. Mora
secretamente, porque a este abrazo no puede llegar el demonio, ni el
entendimiento del hombre alcanza a saber cómo es. Pero al alma misma, [que ha
sido introducida ya por la alta vida de virtud] en esta perfección, no le está
secreto, pues siente en sí misma este íntimo abrazo... ¡Oh,
qué dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando
en su seno!... En otras almas que no han llegado a esta unión, aunque no está
[el Esposo] desagradado, porque al fin están en gracia, pero, por cuanto aún no
están bien dispuestas, aunque mora en ellas, mora secreto para ellas, porque no
le sienten de ordinario, sino cuando él les hace algunos recuerdos sabrosos» (Llama 4,14-16).
Y es el amor la causa de la inhabitación, según aquella palabra de Jesús:
«Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y
en él haremos morada» (Jn 14,23).
«Mediante el amor se une el alma con Dios; y así, cuantos más
grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra en
El. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios puede tener el
alma, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro, porque el
amor más fuerte es el más unitivo. Y si llegare hasta el último grado del amor,
llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma,
lo cual será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud
de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13).
Entonces «el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel
punto encendido del corazón del espíritu» (2,11).
Por el misterio inefable de la inhabitación, la misma Trinidad divina tal
cual es -amor del Padre, generación del Hijo, espiración del Espíritu Santo- se
da en el alma,
que así recibe «la comunicación del Espíritu Santo, para que ella espire
en Dios la misma espiración de amor que el Padre espira en el Hijo y el
Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo... Porque eso es estar [el
alma] transformada en las tres Personas en potencia [Padre] y sabiduría [Hijo]
y amor [Espíritu Santo], y en esto es semejante el alma a Dios, y para que
pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Cántico 39,3-4).
Ese «abrazo abismal de su dulzura» que el Padre ha dado al hombre en la
inhabitación, se lo ha dado en Cristo Esposo, que así se desposa con la
humanidad «con cierta consumación de unión de amor» (Cántico 22,3;
+Llama 4,3).
Síntesis teológica
La inhabitación es una presencia real,
física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y que se da
únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad
con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no
sólo el Espíritu Santo. En efecto, son las mismas Personas de la Trinidad -la
gracia increada- las que se hacen presentes, y no sólo meros dones
santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la
producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto,
la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son
inseparables.
Por la inhabitación, los cristianos somos «sellados con el sello del
Espíritu Santo» (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de
Dios se reproduce en nosotros por la aplicación inmediata que las Personas
divinas hacen de sí mismas en nosotros. Por eso el concilio Vaticano II,
haciendo suya la expresión de los Padres antiguos, afirma que en el Cuerpo
místico la acción del Espíritu Santo puede «ser comparada con la función que
ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano» (LG 7g).
En el apóstol Juan hemos visto que la inhabitación de Dios en el hombre
ha de explicarse en clave de conocimiento (Jn 17,3) y de amor (14,23);
es decir, que la inhabitación es una amistad. Y de ese mismo modo
explica teológicamente Santo Tomás la inhabitación.
El Doctor común comienza por afirmar que «la caridad es una amistad,
y la amistad importa unión, porque el amor es una fuerza unitiva» (STh II-II,25,4).
«La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y
que da lugar a cierta intercomunicación. Esta sociedad del hombre
con Dios, este trato familiar con él, comienza por la gracia en la vida
presente, y se perfecciona por la gloria en la futura. Y no puede el hombre
tener con Dios esa amistad que es la caridad, si no tiene fe, una fe por la que
crea que es posible ese modo de asociación y trato del hombre con Dios, y si no
tiene también esperanza de llegar a esa amistad. Por eso la caridad [y
consecuentemente la inhabitación de Dios en el hombre] es imposible sin la fe y
la esperanza» que precisamente fundamentan a aquella (I-II,65,5).
Partiendo de estos principios, Santo Tomás explica la inhabitación en
clave de conocimiento y amor mutuos.
«El especial modo de la presencia divina propio del alma racional
consiste precisamente en que Dios esté en ella como lo conocido está en
aquel que lo conoce y como lo amado en el amante. Y
porque, conociendo y amando, el alma racional aplica su operación al mismo
Dios, por eso, según este modo especial, se dice que Dios no sólo es en
la criatura racional, sino que habita en ella como en su
templo» (I,43,3).
Es cierto, sin embargo, como ya vimos, que el cristiano incipiente,
aunque esté en gracia, apenas es consciente de la Presencia de Dios en él. En
efecto, es el cristiano espiritual el que capta habitual y claramente
la inhabitación de la Trinidad en sí mismo. «Los limpios de corazón verán a
Dios» (Mt 5,8), y lo verán en su propio corazón.Por eso, cuando el ejercicio
ascético de las virtudes se perfecciona en la vida mística de los dones del
Espíritu Santo, es entonces cuando el cristiano entiende que es templo de la
Trinidad divina con una conciencia mucho más cierta y habitual.
Así lo explica Juan de Santo Tomás: «Supuesto ya el contacto y la íntima
existencia de Dios dentro del alma, Dios se hace presente de un modo nuevo por
la gracia como objeto experimentalmente cognoscible y gozable en
ella misma. Y es que a Dios no se le conoce sólamente por la fe,
que es común a los creyentes, justos o pecadores, sino también por el
don de sabiduría, que da un gustar y un experimentar íntimamente» a Dios (Tract.
de s. Trinit. mysterio d.17,a.3,10-12).
Eucaristía e inhabitación
Jesucristo en la eucaristía causa en los
fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del
cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo
en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí»
(Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La
presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como finasegurar la
presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.
Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia
del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la
eucaristía. Y esto por varias razones.
1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace
presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la
inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin
aquélla, no es lícito acercarse a ésta.
2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para
convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia
sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: el
Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve
su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no
hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de
existir el pan.
3ª.-La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia,
cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas
las cosas» (1 Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la
inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la
vida eterna.
4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo,
cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su
cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y
bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la
inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en
Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).
Espiritualidad de la inhabitación
La vida cristiana es una
íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. Así
ha de vivirse y ésa ha de ser su explicación principal. En efecto, la oración,
la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y
variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la
gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia
constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se
constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva,
divina, sobrenatural, eterna.
((Algunos tratados de Espiritualidad ignoran casi la presencia de Dios
en el justo. Pero una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio
de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es falsa, o al menos ha de ser
considerada excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en
el evangelio. Y por lo demás, siempre que la Presencia divina en los cristianos
es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos
antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u
otro estilo.
Otras veces esas ignorancias u olvidos
sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes de algunas personas.
Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no
viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de
compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su
soledad... A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más
compañía que la Trinidad divina.))
-Dios quiere que seamos habitualmente
conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como «dulce
Huésped del alma» para que vivamos habitualmente en la ignorancia o el olvido
de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu
de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12).
Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la
Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como
un templo vivo suyo.
-La conciencia de nuestra dignidad de cristianos ha de
fundamentarse en la inhabitación. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador,
pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste
no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos,
permanece en Dios y es como un cirio encendido en la llama del Espíritu Santo
(+Flp 2,15-16).
Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo,
hay una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el
bienaventurado del cielo. Entre éstos hay esencial continuidad, pues el justo,
ya en este mundo, por la gracia «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). En este
sentido dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la
condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye
la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897,
11: Dz 3331).
((Cuando personas materialistas y ateas hablan de «la dignidad de la
persona humana» es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué
consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen
de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La
antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología
y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los
fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.
Sin referencia alguna a valores transcendentes, ¿por qué los locos o los
deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables
ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? Sin la
fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede
ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos
para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas
inferiores»? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar
su condición humana? ¿Por qué no recurrir a una invasión, a una buena guerra,
cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O
viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia
urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba
de morirse?...
No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e
inviolable si se suprime su relación a Dios, que es su origen, su fin y su
fundamento.))
-El horror al pecado surge en la medida en que se cree en la
inhabitación. San Pablo, por ejemplo, cuando quería apartar a los corintios del
vicio de la fornicación, que abundaba en ellos (1Cor 5,1), les recordaba ante
todo que eran templos de Dios: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios
le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois
vosotros» (3,16-17). El Apóstol estas altas consideraciones no a cristianos de
excelsa vida espiritual, sino a cristianos carnales, principiantes, llenos de
deficiencias (3,1-3).
-La oración continua equivale a vivir siempre en la presencia
de Dios. Es, pues, una permanente conciencia de la inhabitación trinitaria. Con
razón suele llamarse a esta oración de todas las horas «guardar la presencia de
Dios». Así es como se hace posible que todas y cada una de las acciones de la
vida diaria se transformen «una ofrenda permanente», hecha a Dios continuamente
en el altar del propio corazón.
-También la humildad nace de esa conciencia de la
inhabitación. Ella nos hace entender que son las Personas divinas las que en
nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un
cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios
en él. Entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del
hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales
obras.
San Ireneo dice: «El hombre perfecto está compuesto de tres elementos:
cuerpo, alma y Espíritu Santo. El único que salva e informa es
el Espíritu Santo» (Adversus hæreses V, 9,1-2; +Rivera 47).
-El amor a la Iglesia crece en nosotros cuando comprendemos
que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. En
efecto, la Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que
es estrictamente personal y al mismo tiempo comunitario y eclesial.
-Comprendemos también la necesidad de la abnegación del
hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados
a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en
nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.
-Nunca nos falta la alegría si somos conscientes de la
presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor
(Flp 4,4).
-En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en
el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo
consumista, trivial y alienante. Nos hace experimentar la verdad de aquella
palabra de Cristo: «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Nos
hace obedientes a la exhortación de San Juan de la Cruz: «Atención a lo
interior» (Letrilla 2). No quiere este santo que el hombre se vacíe
de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos
aliena de Dios.
«Todavía dices: "Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le
hallo ni le siento?" La causa es porque está escondido y tú no te escondes
también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa
escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella
está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado
es "el tesoro escondido en el campo" de tu alma» (Cántico 1,9).
Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un
espanto, una tragedia, es algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas
para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis?
vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable
ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para
tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y
glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e
indignos!» (39,7).
2
Gracia, virtudes y dones
Antropología sobrenatural
En los últimos años, un profesor de teología ha escrito que es «necesario
romper los cuadros del tratado De virtutibus, para abrir el tema a
un horizonte más adecuado». La vida moral cristiana, según él -que ciertamente
no está solo-, mejor que en el planteamiento ontológico-formalista del sistema
de virtudes, habría de expresarse «en términos más personalistas y
relacionales», es decir, empleando «la riqueza que nos ofrecen las categorías
personalistas de opciones, actitudes, etc.».
Sin embargo, la Iglesia docente, aun conociendo las diversas
construcciones mentales producidas por quienes piensan de este modo, estima
mejor y más verdadera la antropología cristiana tradicional. Y así,
concretamente, en su Catecismo de la Iglesia Católica (1992),
explica la vida nueva en el Espíritu según la gracia (1987-2029),
las virtudes y los dones del Espíritu Santo
(1803-1831). Este es el esquema que aquí sigo.
La gracia en la Biblia
La sagrada Escritura es la revelación del
amor de Dios a los hombres, amor que se expresa en términos de
fidelidad, misericordia, promesa generosa (Sal 76,9-10; Is 49,14-16). La
palabra griega jaris, traducida al latín por gratia, es
la que en el Nuevo Testamento significa con más frecuencia ese amor gratuito y
misericordioso de Dios hacia los hombres, que se nos ha manifestado y
comunicado en Jesucristo.
-La gracia es un estado de vida,
de vida sobrenatural recibida gratuitamente de Dios: por ella el Padre nos ha
hecho «gratos en su Amado» (Ef 1,6; +2Cor 8,9). Es la gracia de Dios la que nos
libra del pecado y nos da la filiación divina (Rm 4,16; 5,1-2. 15-21; Gál
2,20-21; 2 Tim 1,9-10).
-Pero es también una energía divina que ilumina y mueve
poderosamente al hombre. Por ella podemos negar el pecado del mundo y vivir
santamente (Tit 2,11-13). Por ella Cristo nos asiste, comunicándonos
sobreabundantemente su Espíritu (Jn 10,10; 15,5; 20,22; Rm 5,20; Ef 1,8; Flp
4,19). La gracia conforta nuestra debilidad (2Cor 12,9-10; Flp 4,13). Y ella es
también una energía estable que potencia concretamente para ciertas misiones y
ministerios (Rm 1,5; 1Cor 12,1-11; Ef 4,7-12).
La gracia santificante
De estas revelaciones de la Escritura nace la teología de la gracia
santificante y de las gracias actuales, que recordaré brevemente.
-La gracia increada es
Dios mismo, uno y trino, en cuanto que se nos autocomunica por amor y habita en
nosotros como en un templo.
-La gracia creada,
en cambio, es un don creado, físico, permanente, que Dios nos concede, y que
sobrenaturaliza nuestra naturaleza humana. La gracia increada, Dios en
nosotros, es siempre la fuente única de la gracia creada; y sin ésta, la
inhabitación de las Personas divinas en nosotros es imposible.
Por eso son inseparables, como se expresa en la liturgia: «Señor, tú que
te complaces en habitar en los limpios y sinceros de corazón,
concédenos vivir de tal modo la vida de la gracia que
merezcamos tenerte siempre con nosotros» (Or. dom.IV t. ordinario).
-La gracia es vida en Cristo.
En cuanto hombre, Jesucristo está «lleno de gracia y de verdad; y de su
plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).Tenemos, pues,
acceso a la vida de la gracia si nos unimos a Cristo y permanecemos en él (Jn
15,1-8; 1Cor 12,12s; Trento 1547: Dz 796/1524).
Santo Tomás enseña que «el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su
plenitud. Esta eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su
gracia a los demás; en ello consiste precisamente la gracia capital.
Por tanto, es esencialmente la misma la gracia personal que justifica el alma de
Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio
justificador de los demás» (STh III,8,5).
Tal es, pues, la grandeza infinita de la sagrada humanidad de Jesucristo,
que «toda la humanidad de Cristo, tanto su alma como su cuerpo, influye en los
hombres, en sus almas y en sus cuerpos: principalmente en sus almas y
secundariamente en sus cuerpos» (8,2). Es Cristo realmente el nuevo Adán, que
comunica a los hombres la vida nueva de la gracia divina.
-La gracia es vida en el Espíritu Santo,
que, efectivamente, es «Señor y dador de vida». El Padre celestial, para
hacernos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), «ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6), para que, guardándonos en su
gracia, obre en nosotros por las virtudes y los dones. Por eso, dice el
Vaticano II, «la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre su
luz y su fuerza por el Espíritu Santo» (GS 10b).
Y por eso «debemos dar continuas gracias a Dios, hermanos amados en el
Señor, porque Dios os escogió como primicias para salvaros, consagrándoos
con el Espíritu y dándoos fe en la verdad» (2Tes 2,13).
Hijos de Dios y coherederos con Cristo
-La gracia nos hace hijos de Dios. Esta deificación parecería
imposible, pero es real. Nosotros hemos «recibido el Espíritu de los hijos
adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, Padre» (Rm 8,15). Él nos hace
hijos en el Hijo Unigénito, para que éste sea Primogénito de muchos hermanos
(Rm 8,29). En efecto, por el agua y el Espíritu, hemos vuelto a nacer, y esta
vez, somos nacidos de Dios (Jn 1,12; 3,3-6). Hemos sido hechos así
«participantes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Por eso, «ved qué amor nos
ha mostrado el Padre, que seamos llamados "hijos de
Dios", y lo seamos» (1Jn 3,1).
No hay lenguaje humano suficiente para encarecer adecuadamente este
misterio. En las relaciones humanas, los hijos adoptivos reciben
el amor y los cuidados de sus nuevos padres; pero no reciben de ellos realmente
una transmisión vital de sangre. En la adopción filial de la gracia, por obra
del Espíritu Santo, somos realmente hijos de Dios, no sólo de
nombre, pues recibimos efectivamente una participación en la naturaleza divina,
en la misma vida sobrenatural de Dios.
-La gracia nos hace capaces de mérito. Actos
meritorios, saludables o salvíficos, son aquellos que el hombre realiza bajo el
influjo de la gracia de Dios, y que por eso mismo son gratos a Dios. Los actos
buenos del pecador son imperfectamente salvíficos, y le disponen a recibir la
gracia santificante. Pero los actos hechos por el hombre que está en gracia de
Dios, merecen premio de vida eterna.
Y es que «se considera el precio de sus obras según la dignidad de la
gracia, por la cual el hombre, hecho consorte de la naturaleza divina, es
adoptado como hijo de Dios, al cual se debe la herencia por el mismo derecho
nacido de la adopción, según aquello de "si somos hijos, también
herederos" (Rm 8,17)» (STh I-II,114,3).
La gracia, pues, es un don divino,
gratuitamente infundido por Dios en el alma del hombre. Y al ser una realidad
divina y sobrenatural, es tal su valor, que «el bien de gracia de
un solo individuo es mayor que el bien natural de todo el
universo» (STh I-II,113, 9 ad2m).
Naturaleza de la gracia
La gracia es, en Cristo, por la
comunicación del Espíritu Santo, una participación física y formal, aunque
análoga y accidental, de la misma naturaleza de Dios.
O dicho lo mismo con otras palabras: La gracia es un don creado, por el
que Dios sana y eleva al hombre a una vida sobrenatural. La gracia, en
efecto, es un don creado, sobrenaturalmente producido por Dios en
el hombre, y es un don distinto de las Personas divinas que habitan en el justo
-gracia increada-.
Este don divino, al mismo tiempo que es gracia sanante, que
cura al hombre del pecado, es también elevante, pues produce en el
hombre un cambio cualitativo y ascendente, un paso de la vida meramente natural
a la sobrenatural. Implica, pues, un cambio no sólo en el obrar,
sino antes y también en el ser. El hombre viene a ser por la gracia
realmente una «nueva criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15).
Santo Tomás, en un texto impresionante, explica hasta qué punto es
verdadero y real que el amor divino de la gracia produce en el hombre
un ser nuevo:
El amor de «la voluntad humana se
mueve por el bien que preexiste en las cosas; de ahí que el amor del hombre no
produce totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone en parte o en
todo». Y por eso el hombre ama las cosas en la medida en que aprecia el bien en
ellas.
En cambio, «de cualquier acto del amor de Dios se sigue un bien
causado en la criatura». Es, pues, el amor de Dios un amor-productivo, que
causa el bien en lo que ama. Ahora bien, en Dios
-«hay un amor común [el de la creación], por el que
"ama todo lo que existe" (Sab 11,25), y en razón de ese amor da Dios
el ser natural a las cosas creadas».
-«Y hay también en él otro amor especial [el de la
gracia], por el que levanta la criatura racional por encima de su naturaleza,
para que participe en el bien divino. Cuando se dice simplemente que Dios ama a
alguien, nos referimos a esta clase de amor, pues en él Dios puramente quiere
para la criatura el Bien eterno, que es él mismo. Así pues, al decir que el
hombre posee la gracia de Dios, decimos que hay en el hombre
algo sobrenatural procedente de Dios» (STh I-II,110,1).
-La gracia santificante es, pues,
inherente al alma, y renueva de verdad al hombre interiormente, destruyendo en él todo el
mal del pecado. Por el contrario, Lutero enseña que el hombre pecador al
recibir la gracia, recibe una justificación externa, meramente declarativa;
como si el hombre, continuando en su condición de pecador, fuera cubierto por
el manto de la misericordia de Cristo, y así fuese declarado justo
ante Dios («homo simul peccator et iustus»).
Esta explicación está muy alejada de la fe de la Iglesia. Dios no declara a
nadie justo sin hacerlo justo al mismo tiempo, pues su
Palabra, Jesucristo, es verdadera, y eficaz para santificar (Trento: Dz
821/1561).
Las gracias actuales
Mientras que la gracia santificante sana al hombre y lo
eleva a participar filialmente de la naturaleza divina, las gracias
actuales son auxilios sobrenaturales del Espíritu Santo, que iluminan
el entendimiento y mueven la voluntad del hombre. Son, pues, cualidades
fluidas y transeúntes causadas por el Dios en las potencias humanas, para que
obren algo en orden a la vida eterna.
«Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su
beneplácito» (Flp 2,13). La Revelación nos asegura que «es Dios quien obra
todas las cosas en todos» (1Cor 12,6). Él «es poderoso para hacer que
copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder
que actúa en nosotros» (Ef 3,20; +Col 1,29).
Por tanto, todo el bien que hacemos, meritorio de vida eterna,
por las virtudes o los dones lo hacemos con el auxilio de la gracia divina
actual. Dicho en forma de tesis: la previa moción de la gracia actual
es absolutamente necesaria para todo acto de una virtud infusa o de un
don del Espíritu Santo.
Como en seguida veremos, las virtudes serán movidas por el Espíritu Santo
al modo humano, y los dones al modo divino. Pero lo que
es evidente es que no puede el alma, con un esfuerzo meramente natural, poner
en acto los hábitos sobrenaturales de las virtudes y de los dones. Es absurdo
pensarlo. Ni tampoco es posible que esos hábitos infusos puedan actuarse por sí
mismos, en forma autónoma, sin el auxilio del mismo Dios que los infunde.
Las virtudes y los dones del Espíritu Santo
La fe de la Iglesia nos enseña que la persona humana resulta de
la unión sustancial de alma y cuerpo (Vien. 1312, Lat.V 1513:
Dz 902, 1440; GS 14a). Ahora bien, el alma no es
inmediatamente operativa; para obrar necesita las potencias -razón
y voluntad-, que en la concepción tomista se diferencian realmente del alma y
entre sí (STh I,77,1-6).
Es interesante ver cómo Santa Teresa, mujer «sin letras», ajena a estos
temas discutidos en teología, confirma la doctrina tomista: «Me parece que el
alma es diferente cosa de las potencias, y que no es todo una cosa; hay tantas
y tan delicadas en lo interior, que sería atrevimiento ponerme yo a
declararlas» (7 Moradas 1,12).
Pues bien, como enseña Santo Tomás, «la gracia, en sí
considerada, perfecciona la esencia del alma, participándole cierta semejanza
con el ser de Dios. Y así como de la esencia del alma fluyen sus potencias, así
de la gracia fluyen a las potencias del alma ciertas perfecciones [operativas]
que llamamos virtudes y dones. Y de este modo las potencias se
perfeccionan en orden a sus actos» sobrenaturales (STh III,62,2).
El hombre renovado por la gracia divina, piensa, quiere y actúa según
Dios, por obra del Espíritu Santo, por medio de las virtudes y de los dones.
Como en seguida veremos, las virtudes le permiten vivir la vida sobrenatural
al modo humano; en tanto que los dones le hacen participar de esa
vida al modo divino, de una manera que va más allá de los modos
propios de la naturaleza humana. Y tanto virtudes como dones son espíritus,
hábitos operativos que actúan por obra del Espíritu Santo.
Necesidad de las virtudes y dones
Podría quizá pensarse que, una vez que la gracia santificante sana
al hombre pecador y le eleva a una vida sobrenatural, sería bastante para el
desenvolvimiento normal de esta nueva vida que sus potencias, entendimiento y
voluntad sobre todo, recibieran el auxilio continuo de las gracias
actuales. En este sentido, no sería necesaria la infusión en sus potencias
de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo.
Santo Tomás contesta bien esta dificultad:
«No es conveniente que Dios provea en menor grado a los que ama para
comunicarles el bien sobrenatural, que a las criaturas a las que sólo comunica
el bien natural. Ahora bien, a las criaturas naturales las provee de tal manera
que no se limita a moverlas a los actos naturales, sino que
también les facilita ciertas formas y virtudes, que son principios
de actos, para que por ellas se inclinen a aquel movimiento; y de esta forma,
los actos a que son movidas por Dios se hacen connaturales y fáciles a
esas criaturas. Con mucha mayor razón, pues, infunde a aquellos que mueve a
conseguir el bien sobrenatural y eterno ciertas formas o cualidades
sobrenaturales [virtudes y dones] para que, según ellas, sean movidos
por él suave y prontamente a la consecución de ese bien
eterno» (STh I-II,110,2).
La necesidad de las virtudes y dones en
el hombre nuevo, para que los actos sobrenaturales de su nueva vida vengan a
serle connaturales, puede ser mostrada con un ejemplo.
Un hombre, amaestrando a su perro, puede enseñarle a realizar algunas
acciones semejantes a los actos humanos -dar la mano, abrir una puerta, llevar
un paquete a un lugar, etc.-; pero en realidad estos movimientos no serán
sino actos animales. Para que el perro pudiera realizar actos
humanos tendría que recibir una participación en el espíritu del
hombre. Sólo si se le infundieran las potencias del entendimiento y de la
voluntad, vendría a hacerse capaz de producir esos actos humanos. Y sólo
entonces, habiendo recibido esa elevación ontológica y operativa, podría llegar
a tener una verdadera amistad con su dueño.
Pues bien, Dios no se ha limitado en Cristo a dar al hombre una capacidad
de realizar actos semejantes a los propios de la vida divina,
sino que le ha comunicado su mismo Espíritu, le ha dado vida divina, y por los
hábitos operativos de las virtudes y los dones, que fluyen de su gracia en las
potencias del hombre, le ha concedido capacidad genuina de realizar actos
sobrenaturales, y consiguientemente le ha capacitado de verdad para entrar en
su amistad.
Nótese que si la gracia de Cristo no diera tanto al hombre, entonces los
actos del cristiano: o serían naturales, y no tendrían proporción
al fin sobrenatural del hombre, o serían sobrenaturales, pero en
una forma totalmente pasiva, sin ser realmente actos humanos, pues no
procederían de un hábito operativo inherente al hombre. Hay que creer, por
tanto, que Dios por la gracia de Cristo ha realizado de verdad una «criatura
nueva»: ha creado unos «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15), unos hombres
«celestiales» (1 Cor 15,47), los cristianos.
Virtudes
Las virtudes infusas son como músculos espirituales, que Dios pone en el
hombre, para que éste pueda realizar los actos propios de la vida sobrenatural
al «modo humano» -con la ayuda, claro está, de la gracia-. Virtus en
latín significa, en efecto, fuerza. Dicho en términos más precisos: las
virtudes sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por la
gracia de Dios en las potencias del alma, que disponen a ésta para obrar
según la razón iluminada por la fe y según la voluntad fortalecida por la
caridad. Unas son teologales -fe, esperanza y caridad-, y
otras son morales.
Las virtudes sobrenaturales, infusas, se
distinguen por su esencia de las virtudes naturales.
La virtud natural de la castidad, por ejemplo, difiere en su misma esencia de
la correspondiente virtud sobrenatural: su finalidad, sus motivaciones, sus
medios de conservación y desarrollo, son muy distintos a los propios de la
virtud sobrenatural de la castidad. En lenguaje teológico se diría que las
virtudes naturales y las sobrenaturales difieren entre sí por su causa
eficiente, por su objeto formal y por su causa final.
1.-Las virtudes naturales pueden ser adquiridas por ejercicios meramente
naturales, mientras que las sobrenaturales han de ser infundidas por Dios.
2.-La regla de las virtudes naturales es la razón natural, la conformidad
con el fin natural; mientras que las virtudes sobrenaturales se rigen por la
fe, y su norma es la conformidad con el fin sobrenatural.
3.-La virtud natural, por otra parte, no da la potencia para obrar, pues
ya la facultad humana la posee por sí misma; lo que da es la facilidad para
obrar el objeto propio de tal virtud. Por el contrario, las virtudes
sobrenaturales dan la potencia para obrar, y con ella da normalmente la
facilidad; pero no necesariamente. Puede darse en alguien el hábito de una
virtud infusa realmente, sin que, por causas ajenas a ella, tenga facilidad
para su ejercicio (STh I-II, 65,3 ad2m).
Virtudes teologales
Las virtudes teologales -fe, esperanza y
caridad- son potencias operativas por las que el hombre se ordena
inmediatamente a Dios, como a su fin último sobrenatural. Dios es en ellas objeto, causa,
motivo, fin. Y mientras la fe radica en el entendimiento, la esperanza y la
caridad tienen su base natural en la voluntad (STh II-II,4,2; 18,1;
24,1). Las virtudes teologales son el fundamento constante y el vigor de la
vida cristiana sobrenatural.
-La fe cree, y creer es «acto del
entendimiento, que asiente a las verdades divinas bajo el impulso de la
voluntad, movida por la gracia de Dios» (STh II-II,2,9; +Vat.I 1870:
Dz 1789/3008). El acto de la fe, por tanto, es imposible sin la gracia, y sin
que la voluntad impere sobre el entendimiento para que crea: «con el corazón se
cree para la justicia» (Rm 10,10).
-La esperanza es una virtud teologal, infundida por Dios en
la voluntad, por la que confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y
los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de
Dios. La esperanza nace de la fe; por eso sin fe no puede haber esperanza.
La virtud de la esperanza pone, pues, en el hombre un deseo confiado:
un deseo incesante, ardoroso, estimulado por la misma caridad;
pero no un deseo amargo, temeroso, desesperado, sino confiado en
las promesas de Cristo, en el amor misericordioso del Padre, en la omnipotencia
benéfica del Espíritu Santo. La esperanza desea con confianza.
-La caridad, en fin, es una virtud teologal infundida por Dios en
la voluntad, por la cual amamos a Dios con todo el corazón y al prójimo como a
nosotros mismos (Mt 22,37-39). Así como por la fe participamos de la sabiduría
divina, por la caridad participamos de la fuerza y calidad del mismo amor de
Dios. Y la misma diferencia cualitativa de luminosidad que existe entre la
razón y la fe, existe entre el amor natural de la voluntad y la caridad
teologal. En efecto, «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones
por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Entre las
virtudes teologales «ella es la más excelente» (1 Cor 13,13).
Las tres virtudes teologales son
«espíritus» infundidos en las potencias del hombre por obra del Espíritu Santo.
Virtudes morales
Las virtudes morales sobrenaturales son
hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre,
para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por
la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios.
Estas virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al
mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que conduce a
Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios.
Hay muchas virtudes morales, pero tanto la tradición judía y cristiana,
como también la filosofía natural de algunos autores paganos, han señalado como
principales cuatro virtudes cardinales (de cardonis,
gozne de la puerta): «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza,
son las virtudes más provechosas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; +STh II-II,47-170).
Estas cuatro virtudes regulan el ejercicio de todas las demás.
Las cuatro potencias que
hay en el hombre -razón y voluntad, apetito irascible y concupiscible-, al
revestirse del hábito bueno de estas cuatro virtudes, quedan
libres de las cuatro enfermedades que a causa del pecado
sufren:
-la prudencia rige la actividad de la razón, asegurándola
en la verdad y librándola del error y de la ignorancia
culpable;
-la justicia fortalece la voluntad en
el bien, venciendo así toda malicia;
-la fortaleza asiste a la sensualidad irascible,
es decir, el apetito que pretende valientemente el bien sensible arduo y difícil
(STh I,81,1-2), protegiéndola de la debilidad nociva;
y
-la templanza regula la sensualidad concupiscible, liberándola
de los excesos o defectos de una inclinación sensible desordenada.
-La prudencia es una virtud que Dios infunde en el
entendimiento práctico para que, a la luz de la fe, discierna y mande en cada
caso concreto qué debe hacerse u omitirse en orden al fin último sobrenatural.
Ella decide los medios mejores para un fin. Es la más preciosa de todas las
virtudes morales, ya que debe guiar el ejercicio de todas ellas, e incluso la
actividad concreta de las virtudes teologales.
Cristo nos quiere «prudentes como serpientes y sencillos como palomas»
(Mt 10,16). Y San Pablo: «Esto pido en mi oración, que vuestra caridad crezca
en conocimiento y en toda discreción, para que sepáis discernir lo mejor» (Flp
1,9-10). Los espirituales antiguos apreciaban mucho la diácrisis,
ese discernimiento espiritual certero, que permite al asceta guiarse a sí mismo
y aconsejar bien a otros.
-La justicia es una virtud sobrenatural por la que Dios
infunde a la voluntad la inclinación constante y firme de dar a cada uno lo que
en derecho es suyo (STh II-II,58,1). Después de la prudencia, es la
más excelente de las virtudes cardinales, la que tiene un objeto más noble y
necesario, y también más amplio, pues comprende el campo entero de las
relaciones del hombre con Dios y con los hombres.
El cristiano por la justicia hace el bien -no cualquier bien, sino aquel
bien precisamente debido a Dios y al prójimo-, y evita el mal -aquel mal
concreto que ofende a Dios o perjudica al hermano-. Y mientras que la caridad
extiende más o menos su radio de acción según los grados del amor, la justicia
impone obligaciones estrictas, objetivamente bien delimitadas -aunque
subjetivamente pueda en ocasiones haber dudas-. Y precisamente porque se trata
de obligaciones objetivas y estrictas, pueden ser exigidas por la fuerza.
Muchas virtudes derivan de la justicia o
están a ella conexas. Pero la gran virtud de la religión, también
perteneciente a la justicia, es la más necesaria, excelente y meritoria. Y no
siempre la recuerdan los hombres, cuando hablan de los deberes de la justicia.
Por ella, por la virtud de la religión, el hombre se inclina a dar a Dios el
culto debido, mediante actos internos (devoción, oración) o también
externos (adoración, ofrendas, culto). La religión no tiene por objeto a Dios
mismo, como las virtudes teologales, sino su culto. «La religión es una
confesión de fe, esperanza y caridad» (STh II-II,101,3 ad1m).
Las virtudes teologales imperan el acto de la religión (81,5 ad1m).
-La fortaleza es una virtud infundida por Dios en el apetito
irascible, vigorizándole para que no desista de procurar el bien arduo, ni
siquiera por los mayores peligros. La fortaleza ataca o resiste: ataca,
cohibiendo los temores, y resiste, moderando los temores. De este modo, ayuda
al apetito irascible en cuanto está sujeto a la voluntad, y asiste también a
ésta por redundancia. El acto máximo de la virtud de la fortaleza es el martirio,
por el cual el cristiano confiesa a Cristo con cruz y con muerte (STh II-II,
124,2).
La fortaleza, inferior a la prudencia y justicia, es superior a la
templanza, pues en el camino del bien es más difícil superar peligros y
sufrimientos que vencer atracciones placenteras. Por otra parte, la fortaleza,
que es contraria a la pusilanimidad y a la ambición, a la presunción y a la
vanidad, no es indiferencia impasible, ni audacia temeraria: es potencia
espiritual que da en cada momento valor, decisión, aguante y constancia.
-La templanza es una virtud sobrenatural infundida por Dios
en el apetito concupiscible para moderar su inclinación a los placeres.
Mientras la fortaleza estimula el apetito irascible para que resista el mal o
se esfuerce en conseguir el bien arduo, la templanza más bien refrena en el
hombre la inclinación al placer sensitivo y sensual. Modera, pero no destruye
esa inclinación -en tal caso no sería una virtud-, sino que la libra tanto de
la intemperancia desbordada, como de la insensibilidad excesiva.
No es la templanza la más excelsa de las virtudes morales, pero su desarrollo
es imprescindible, ya que el hombre no puede ejercitar sus virtudes más altas
en tanto está sujeto al lastre de una sensualidad desordenada. Por eso la
purificación ascética del sentido es fase previa y necesaria para el vuelo del
espíritu.
Las cuatro virtudes morales son
«espíritus» infundidos en las potencias del hombre por obra del Espíritu Santo.
3
Los dones del Espíritu Santo
Dones del Espíritu Santo
El término «dones del Espíritu Santo» puede referirse al mismo Espíritu
Santo, que es Don de Dios, el Don primero, como ya vimos -Altissimi donum
Dei, como decimos en el Veni, Creator-Y puede referirse tanto a
las gracias actuales como a las virtudes teologales y morales, que son sin duda
dones de Dios. Aquí trataremos de ellos en su sentido más estricto y
teológicamente caracterizado.
Los dones del Espíritu Santo son hábitos
sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta
aquí, como las virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y
facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (aquí la diferencia
específica; +STh I-II,68,4).
La tradición reconoce siete dones del
Espíritu, basándose en el texto de Isaías 11,2, que predice la plenitud del
Espíritu en el Mesías: «Sobre él reposará el Espíritu de Yavé: espíritu de
sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de
ciencia y de temor de Yavé». La versión de la Vulgata cita siete dones, también
el espíritu de piedad.
Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por
el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para
juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas
creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que
la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por
los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el
don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra
el desorden de la concupiscencia. En seguida los estudiaremos uno a uno.
Los dones, cuando son activados habitualmente por obra del Espíritu
Santo, elevan al justo a la vida mística y le llevan, por tanto, a la
perfección cristiana. Son, pues, muy excelentes. Las virtudes teologales, como
es sabido, la fe y la esperanza, concretamente, son para este tiempo de
peregrinación; en tanto que solo la caridad permanecerá en el cielo. Por el
contrario, «tanta es la excelencia [de los dones del Espíritu Santo], que
perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial» (Divinum
illud 12).
Virtudes, al modo humano, y dones al modo
divino
Los dones del Espíritu Santo no son,
pues, gracias actuales transitorias; son verdaderos hábitos operativos (I-II,68,3).
Ahora bien, mientras que las virtudes son hábitos sobrenaturales que se rigen
en su ejercicio por la razón y la fe, los dones se ejercitan bajo la acción
inmediata del Espíritu Santo; es decir, le dan al hombre facilidad y prontitud
para obrar «por inspiración divina» (68,1). Esta diferencia tiene grandísima
importancia en la vida espiritual, y debemos analizarla atentamente.
-Las virtudes nos hacen participar de la
vida sobrenatural del Espíritu Santo «al modo humano».
El acto virtuoso nace de Dios, como causa principal primera, y del
hombre, como causa principal segunda, que, aunque absolutamente
dependiente de la primera, causa el acto a su modo natural propio, es decir,
pensando con su razón y decidiendo libremente con su voluntad.
Por eso mismo, al ser infundidas las virtudes en la estructura
psicológica natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto
ejercicio de la vida sobrenatural. Podemos mostrarlo con dos ejemplos:
La oración, en régimen de virtudes, es discursiva y
laboriosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y palabras. Y la acción -por
ejemplo, perdonar una ofensa- es lenta e imperfecta, exige un tiempo de motivación
en la fe, una acomodación gradual de las emociones a lo que la caridad
impera... Según esto, tanto la oración como los actos virtuosos de la vida
ordinaria, son realmente vida sobrenatural, ciertamente, son participación en
la vida del Espíritu, pero imperfecta, «al modo humano».
-Los dones del Espíritu Santo, en cambio,
nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu «al modo divino».
Por tanto, el acto donal nace de Dios, causa principal primera,
primera y única, y del hombre, causa instrumental, causa libre, sin
duda, pero sólamente instrumental del efecto producido por el Espíritu Santo.
Pues bien, esta actividad donal, en la que la vida sobrenatural es
participada al modo divino, es la única que puede llevar al cristiano a la
perfecta santidad. Es decir, sólo bajo el predominio habitual activo de los
dones del Espíritu Santo -a eso llamamos la vida mística- puede el
cristiano ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Así lo
enseña San Pablo cuando dice que «los que son movidos por el Espíritu de Dios,
ésos son los [perfectos] hijos de Dios» (Rm 8,14). Veámoslo con los mismos dos
ejemplos:
La oración, por los dones del Espíritu, se verá elevada a
formas quietas y contemplativas, de inefable sencillez, en las que el orante no
hace nada por sí mismo, es decir, a formas que transcienden ampliamente los
modos naturales del entendimiento, modos naturales, laboriosos, fatigosos. Y
la acción -por ejemplo, un perdón- ya no requiere ahora, bajo
el régimen predominante de los dones, tiempo, reflexión, acumulación lenta de
motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones contrarias, sino que se
producirá de un modo rápido y perfecto, por simple impulso divino, bajo la
inmediata acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino».
Actividad ascética y pasividad mística
Según lo expuesto, la diferencia psicológica en la vivencia de
las virtudes y de los dones es muy notable.
-Ejercitando las virtudes, el alma se sabe «activa», esto es,
se conoce a sí misma como causa motora principal de sus propios actos -orar,
trabajar, perdonar, etc.-; y es consciente de que puede prolongar estos actos,
intensificarlos o suprimirlos.
-Por el contrario, en la actividad de los dones del Espíritu Santo el
alma se experimenta como «pasiva», es decir, tiene conciencia de que su
acción -orar, trabajar, perdonar, etc.- tiene al mismo Dios como causa
principal única, siendo sólamente el alma causa instrumental de la misma. Por
tanto, «en los dones del Espíritu Santo la mente humana no se comporta
como motor, sino como movida» (STh II-II,52,
2 ad2m).
Por eso el alma no puede por sus propias fuerzas o industrias lograr esa
actividad donal tan perfecta: no puede adquirirla, por mucho empeño
e industria que ponga en ello, y tampoco está en su poder prolongarla; sólo
puede recibirla cuando Dios la da y en la medida en que Dios
la dé; y a veces puede, eso sí, resistirla o cesarla.
-Pasividad-activa. Importa mucho entender bien lo que sigue. En la
actuación de los dones, esa pasividad radical del alma bajo el
influjo del Espíritu es pasividad únicamente en relación a la iniciativa del
acto, es decir, respecto del Espíritu Santo; pero una vez que el hombre recibe
ese impulso divino, se asocia libre e intensamente a su moción, activando bajo
el influjo de la gracia sus virtudes correspondientes. Se trata, pues, de una
pasividad activísima, en la que el cristiano obra con más fuerza,
frecuencia y perfección que nunca. Basta para comprobarlo el testimonio de la
vida de los santos.
El padre Royo Marín muestra, por ejemplo, cómo el don de consejo perfecciona
en la virtud de la prudencia su modo de ejercicio, dándole un
modo divino y sobrehumano: «El Espíritu Santo pone en movimiento el don de
consejo como única causa motora; pero el alma en gracia colabora
como causa instrumental, a través de la virtud de la prudencia,
para producir un acto sobrenatural, que procederá, en cuanto a la substancia
del acto, de la virtud de la prudencia, y, en cuanto a su modalidad
divina, del don de consejo. Este mismo mecanismo actúa en los demás dones.
Por eso sus actos [los actos donales] se realizan con prontitud y como por
instinto, sin necesidad del trabajo lento y laborioso del discurso de la
razón» (El gran desconocido 154-155). «No seréis vosotros los que
habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre, que habla en vosotros» (Mt 10,20).
-Ascética y mística. Según estas premisas, en la espiritualidad
cristiana entendemos por santificación ascética y activa aquella
que el alma hace de su parte, al modo humano, con el auxilio de la gracia. Y
por mística y pasiva aquella manera excelente de santificación
en la que es el mismo Dios quien, al modo divino, obra en el alma, siendo ésta
puramente receptiva, como si por sí misma no hiciera nada. Cuando el Espíritu
Santo obra por sus dones el justo, él está como paciente, que libremente recibe
en sus potencias operativas el acto divino. Como dice San Juan de la Cruz,
«Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (1Noche 7,5).
-Virtudes y dones crecen simultáneamente, por obra del Espíritu
Santo, de modo que el cristiano va participando cada vez más y mejor de la vida
divina. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes
predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no
está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta,
en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Por eso San Juan
de la Cruz, por ejemplo, enseña el camino ascendente de las noches activas
como anterior e imprescindible preparación para las más altas
ascensiones pasivas.
Pero téngase bien en cuenta que los dones del Espíritu Santo
actúan desde el comienzo de la vida cristiana, aunque en esa fase ascética el
cristiano vive la vida sobrenatural en régimen habitual de virtudes, al modo
humano. Ahora bien, sólo en la perfección los dones se ejercitan
habitualmente; sólo es entonces, en la fase mística, cuando el
Espíritu Santo domina plenamente sobre el cristiano, y le da la vida
sobrenatural al modo divino.
Los dones del Espíritu Santo y la perfección
-La necesidad de los dones para la perfección cristiana se
deduce fácilmente de todo lo anteriormente expuesto. En efecto, no hay
perfección evangélica si no se llega a la vida mística pasiva. Tras una larga
tradición patrística y espiritual, es ésta una verdad que ha entrado en la
enseñanza de muchos teólogos, como luego veremos, y en el Magisterio ordinario
de la Iglesia.
Así León XIII: «El hombre justo, que ya vive de la vida de la gracia y
que opera mediante las virtudes, como el alma por sus
potencias, tiene ciertamente necesidad de los siete dones, que
comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el
espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y
presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos
dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de
santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque
en grado más perfecto. Gracias a ellos es movida el alma y conducida a la
consecución de las bienaventuranzas evangélicas» (Divinum illud munus 12).
Sigue aquí el Papa la doctrina de Santo Tomás, que explica así la
necesidad y la perfección de los dones:
«En el hombre hay un doble principio de movimiento, uno interno, que es
la razón, y otro externo, que es Dios. Ahora bien, las virtudes humanas
perfeccionan al hombre en cuanto que es propio del hombre gobernarse por su
razón en su vida interior y exterior. Es, pues, necesario que haya en el hombre
ciertas perfecciones superiores que le dispongan para ser movido
divinamente; y estas perfecciones se llaman dones, no sólo
porque son infundidas por Dios [que también lo son las virtudes
sobrenaturales], sino porque por ellas el hombre se hace capaz de recibir
prontamente la inspiración divina. Por esto dicen algunos que los dones
perfeccionan al hombre para actos superiores a los de las virtudes»
(I-II,68,1). En efecto, las virtudes producen actos sobrenaturales «modo
humano», mientras que los dones del Espíritu Santo los producen «ultra humanum
modum» (Sent.3 dist.34, q.1,a.1).
-Los dones del Espíritu Santo son, incluso, necesarios al hombre para
la misma salvación. En efecto, al ser infundidas las virtudes
sobrenaturales en una naturaleza humana debilitada y mal inclinada por el
pecado, aunque hay en ellas fuerza para vencer en todo al mal, de hecho,
la persona caerá no pocas veces en el pecado, más o menos claramente advertido
y consentido, sobre todo en el caso de ciertas tentaciones graves y
súbitas.
En el caso de tales tentaciones, hubiera sido necesario que, en lugar del
ejercicio lento y laborioso de las virtudes, al modo humano, la respuesta del
cristiano hubiera tenido, por instinto inmediato, la seguridad y rapidez propia
de los dones del Espíritu Santo, que no sólamente en la substancia, sino
también en el modo de ejercicio son divinos.
Perfección relativa de las virtudes y de los
dones
La necesidad absoluta de los dones del Espíritu Santo para la perfección
cristiana no argumenta en modo alguno la imperfección de las virtudes infusas,
que por sí mismas, especialmente las virtudes teologales -fe, esperanza y
caridad- son perfectísimas. Lo explica bien Royo Marín:
«No es que las virtudes infusas sean imperfectas en sí mismas. Al
contrario, de suyo son realidades perfectísimas, estrictamente sobrenaturales y
divinas. Las virtudes teologales son incluso más perfectas que los
dones mismos del Espíritu Santo, como dice Santo Tomás (STh I-II,68,8).
Pero las poseemos imperfectamente todas ellas -como dice
también el mismo Angélico Doctor (I-II,68,2)- a causa precisamente de la modalidad humana,
que se les pega inevitablemente por su acomodación al funcionamiento
psicológico natural del hombre, cuando son regidas por la simple razón
iluminada por la fe...
«De ahí la necesidad de que los dones del Espíritu Santo vengan en ayuda
de las virtudes infusas, disponiendo las potencias de nuestra alma para ser
movidas por un agente superior, el Espíritu Santo mismo, que las hará actuar de
un modo divino, esto es, de un modo totalmente proporcionado al
objeto perfectísimo de las virtudes infusas» (Teología de la perfección
cristiana n. 131).
Es en este sentido en el que el Catecismo de la Iglesia enseña
que los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las
virtudes de quienes los reciben» (1831).
Coinciden los teólogos y los místicos
Como hemos visto, enseñan los teólogos que la perfección de la
vida cristiana sólamente se produce cuando los dones del Espíritu Santo actúan
habitualmente en el cristiano. O lo que es equivalente: la
perfección únicamente se alcanza en la vida mística. O si se quiere:
que las virtudes infusas no pueden alcanzar la perfección sino en los
dones del Espíritu Santo.
Pues bien, ésta es también la enseñanza de los grandes místicos.
Santa Teresa, por ejemplo, para describir las fases normales del crecimiento en
la oración, acude en el libro de su Vida (11-21) a una imagen,
en la que la oración es el agua vivificante y el alma es el campo regado por
ella. Los modos de riego van pasando de formas laborioso-ascéticas a formas
pasivo-místicas:
«Paréceme a mí que se puede regar de cuatro maneras: o con sacar el agua
de un pozo, que es a nuestro gran trabajo; o con noria y
arcaduces, que se saca con un torno -yo lo he sacado algunas veces-, es a menos
trabajo que esotro y sácase más agua; o de un río o arroyo,
esto se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha
menester regar tan a menudo, y es a menos trabajo mucho del hortelano; o con
llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es
muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho» (11,7).
La misma doctrina, aplicada no sólo a la oración sino a todos los
aspectos diversos de la vida cristiana, viene dada por San Juan de la Cruz,
según el cual, para llegar a la perfecta unión con Dios, «por más que el
principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones
[al modo humano], nunca del todo ni con mucho puede, hasta que Dios lo hace en
él [al modo divino], habiéndose él pasivamente» (1 Noche 7,5;
+3,3).
Así, en esta pasividad-activa propia de los dones del Espíritu Santo, es
cuando se produce la perfecta deificación del hombre:
Ya «es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada.
Que, por cuanto el alma no puede obrar de suyo nada si no es por el sentido
corporal ayudada de él, su negocio es ya sólo recibir de Dios, y
así todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son suyos, de ella
lo son, porque los hace Dios en ella con ella que da su
voluntad y consentimiento» (Llama 1,9).
Puede entonces el cristiano decir con toda verdad: «salí del trato y
operación humana mía a operación y trato de Dios» (2 Noche 4,2).
«Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle [Dios] el entendimiento con
la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino,
unido con el divino. Y, ni más ni menos, informarle la voluntad de
amor divino, de manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos
que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor. Y la memoria,
ni más ni menos. Y también las afecciones y apetitos, todos mudados y vueltos
según Dios, divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo
celestial y más divina que humana» (13,11).
En el cuadro siguiente podrá verse, en representación gráfica, las líneas
fundamentales del crecimiento en la vida cristiana:
A remo o a vela
A Juan de Santo Tomás (1589-1644) -nacido en Portugal, formado en Atocha
como dominico, profesor en Alcalá, confesor de Felipe IV en Madrid- le debemos
el mejor comentario a la doctrina de Santo Tomás sobre los dones del
Espíritu Santo (STh I-II,68). Su tratado de los dones forma
parte del Cursus theologicus, que fue publicado después de su
muerte. En este escrito expone una imagen para expresar la diversa operación de
las virtudes y de los dones, que ha entrado en la tradición teológica:
En los dones del Espíritu Santo, «esta ilustración interior y gusto
experimental de las cosas divinas y de los misterios de la fe enciende el
afecto para lograr el fin de las virtudes de un modo superior al de las mismas
virtudes ordinarias. Se sigue entonces una ordenación y norma superior, que es
el mismo instinto del Espíritu Santo. Ella nos ordena al fin de la vida
sobrenatural, causando una moralidad específicamente diversa a la producida por
nuestra norma humana o racional, apoyada en nuestro propio esfuerzo y
trabajo, como es distinto el modo con que avanza una nave por el
esfuerzo de los remeros que cuando el viento hincha sus velas y la empuja por
encima de las olas, aunque en ambos casos se encamine hacia el mismo
término. "El Señor vio a sus discípulos remar con gran fatiga" (Mc
6,48). Porque se avanza con gran trabajo en el camino de Dios cuando uno es
conducido sólamente por el esfuerzo y habilidad propios, mediante las virtudes
ordinarias. Mas cuando el Espíritu Santo llena interiormente la inteligencia y
conduce por su norma, entonces se corre sin trabajo, se dilata el corazón como
las velas que se hinchan al soplar el viento. Por eso dice el salmo:
"correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el
corazón" (118,32); y "tu Espíritu, que es bueno, me guíe por tierra
llana" (142,10)» (Naturaleza de los dones n.29; p. 166-167).
Incipientes. Adviértase
en esto que desde el comienzo de la navegación cristiana, las velas están ya
instaladas en el barco del cristiano, ya que virtudes y dones, en cuanto
hábitos, son infundidos en las potencias del alma con la gracia santificante.
Pero el cristiano ha de comenzar normalmente su travesía a fuerza de remos de
virtudes. Quizá en algún momento una leve brisa impulse su nave por las velas,
lo que supone un alivio no pequeño. Sin embargo, a los comienzos ascéticos de
la vida espiritual, las velas generalmente cuelgan flácidas, y es preciso
avanzar a golpe de remos.
Adelantados.
Cuando ya la navegación va adelante, cada vez es más frecuente que el Espíritu
Santo, por sus dones, actúe inmediatamente en la mente y la voluntad del
cristiano: las velas van tomando viento, y se suaviza notablemente el esfuerzo
de remar.
Perfectos.
Al final, cuando el cristiano ha perseverado en su colaboración virtuosa a las
continuas mociones de la gracia, el Espíritu Santo impulsa poderosamente con su
aliento las velas de su barca, y ésta avanza velozmente, sin trabajo de remos,
con una fuerza divina, con una facilidad sobrehumana. «El viento sopla donde
quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo
nacido del Espíritu» (Jn 3,8).
Los dones son activados por el Espíritu Santo
desde el principio
Ya he indicado, pero quiero repetirlo, que los dones son activados por el
Espíritu divino, en uno u otro grado, desde que el cristiano inicia el camino
de la perfección. Y a veces con intensidad muy notable. San Ignacio de Loyola,
por ejemplo, en Manresa, muy poco después de su conversión, es decir, estando
todavía muy a los comienzos del camino de la perfección, recibió del Espíritu
Santo formidables activaciones del don de entendimiento y de sabiduría. En ese
tiempo, el Espíritu Santo, tratándole como «un maestro de escuela a un niño»,
le concedía altísimas iluminaciones sobre la Trinidad, la Creación, la
humanidad de Cristo, la Virgen María, la Eucaristía (Autobiografía 27-29).
Un día, especialmente, yendo por devoción a la iglesia de San Pablo, a
una milla de Manresa, «se sentó un poco con la cara hacia el río [Cardoner], el
cual iba hondo. Y estando allí, se le empezaron a abrir los ojos del
entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y
conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la
fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas
las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió
entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el
entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados
sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas ha tenido de Dios, y todas
cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber
alcanzado tanto, como de aquella vez sola» (30).
Ya se ve, pues, por experiencias como ésta, que los dones del Espíritu
Santo pueden obrar en el cristiano en grados de intensidad muy diversos en las
distintas fases de su vida, y que incluso en los comienzos mismos del camino de
la perfección puede Dios activarlos con fuerza, como queriendo anticiparle a su
elegido de un modo deslumbrante aquellas maravillas de gracia que ha de concederle
más tarde.
En otras ocasiones, el Espíritu divino activa en alguien ciertos
dones en beneficio de otras personas. No es raro, por ejemplo, que
un director espiritual se dé cuenta de que, para la dirección de alguien,
recibe habitualmente de Dios iluminaciones muy especiales. En efecto, por amor
especial del Espíritu divino a alguien de su elección, Él activa intensamente
los dones en el director, para que pueda ayudar mucho a esa persona dirigida,
guiándola hacia la santidad sin error alguno y con un acierto sobrenatural.
Historia teológica y actualidad de los dones
del Espíritu Santo
Una brevísima nota sobre la historia y la situación actual de la teología
de los dones. Los Padres antiguos, al exponer la vida de la gracia
en el cristiano, la atribuyen continuamente a la acción del Espíritu Santo, e
incluso aluden a veces a los siete espíritus o dones.
San Ireneo (+200), por ejemplo, ve que en la Iglesia se cumplen las
profecías antiguas y que «desciende sobre la tierra el rocío, es decir, que el
Espíritu de Dios que descendió sobre el Señor, espíritu de sabiduría e
inteligencia, de consejo y fortaleza, de ciencia y piedad, de temor de Dios, el
Señor lo ha dado a la Iglesia» (Contra hæreses III, 17).
La teología de los dones del Espíritu Santo, sin embargo, aun teniendo
este fondo bíblico y tradicional, no toma forma sistemática y
especulativa hasta el siglo XIII. Contra la enseñanza de Guillermo de
Auxerre (+1231) y Guillermo de Auvernia (+1249), poco antes de 1250, Felipe el
Canciller enseña la distinción real de virtudes y dones (Congar 340-341).
Siguen fundamentalmente su doctrina los primeros maestros franciscanos y
dominicos, como San Buenaventura (+1274) y San Alberto Magno (+1280).
Apoyándose en ellos y también en el franciscano Alejandro de Hales (+1245), es
Santo Tomás de Aquino (+1274) quien lleva la teología de los dones del Espíritu
Santo a su perfección, especialmente en la Suma Teológica I-II,
68, como ya vimos.
No todos los teólogos aceptan posteriormente esta doctrina tomista. Así
el franciscano Escoto (+1308) y teólogos nominalistas, como Guillermo de Ockham
(+1349) o Gabriel Biel (+1495). La aceptación, sin embargo, de la enseñanza de
Santo Tomás es lo más común.
El P. José Antonio de Aldama S. J., cuando estudia La distinción
entre las virtudes y los dones del Espíritu Santo en los siglos XVI y XVII,
considera que en esos siglos la doctrina tomista sobre los dones era «sententia
communior» («Gregorianum» 16, 1935, 562-676). La siguen los maestros de la
escuela dominicana, los carmelitas tomistas, es también enseñada por jesuitas,
como Luis Lallemant (+1635), y por muchos otros autores. En los siglos
siguientes, autores de gran influjo, como los jesuitas Scaramelli (+1752) o
Maeschler (+1912), siguen la enseñanza de Santo Tomás y de San Buenaventura
sobre los dones.
El Magisterio apostólico, en 1897, por la encíclica de León XIII Divinum
illud munus, da a la visión tomista de los dones un impulso notable, que
culmina en la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica (1992,
n. 1830-1831).
Y en cuanto a los teólogos de la espiritualidad en el siglo XX,
el estado de la cuestión, en forma brevísima, se puede resumir así:
-Siguen estrictamente la enseñanza de Santo Tomás autores
dominicos, como Arintero, Gardeil, Garrigou-Lagrange, Menéndez-Reigada,
Labourdette, Llamera, Ramírez, Philipon, Bandera, Royo Marín y Torrel,
carmelitas como Moretti, claretianos como Naval y Juberías, y otros varios,
como Tanquerey, González y González, Jiménez Duque, Gazzera-Leonelli, Rivera-Iraburu
o Ferlay. Y también los maestros jesuitas, como Fiocchi, Hertling, Aldama y
Bernard.
Aldama, concretamente, en la Sacræ Theologiæ Summa III,
da estas calificaciones teológicas: Existencia de los dones, de fide
divina et catholica; los dones son hábitos, certa in theologia;
son siete, probabilior; se distinguen realmente de las
virtudes, communior et probabilior (BAC 62, Madrid 1953).
Y Charles André Bernard: «El Espíritu Santo que se nos ha dado mora en
nosotros... El principio interno de la acción del hombre es su razón... Pero
Dios puede actuar desde el interior mismo de nuestra conciencia, ya que es más
íntimo a nosotros que nuestro propio corazón (S. Agustín)... La capacidad
habitual de recibir semejantes mociones espirituales proviene específicamente
de la presencia en él de los dones del Espíritu Santo» (Teología espiritual,
Atenas, Madrid 1989, 516).
Las virtudes teologales «ven su actividad regulada por la razón humana y
condicionada por la formación precedente. Así es como nuestra fe [por ejemplo]
se ejercita integrando juicios humanos... La función de los dones será la de
dar al ejercicio de las virtudes teologales una medida propiamente divina...
Para entender mejor la función y la naturaleza de los dones del Espíritu Santo,
seguimos la doctrina de Santo Tomás, para quien son hábitos, es
decir, disposiciones estables... Sus dones [del Espíritu Santo] penetran hasta
el fondo de nuestro corazón para disponerlo de forma continuada a acoger sus
mociones y a ponerlas en práctica. Entonces la vida espiritual se hace estable
y el alma es cada vez más sensible a las inspiraciones del Espíritu... [Los
dones] hacen a las potencias ágiles, móviles, sensibles a los más pequeños
movimientos de lo alto» (517-518).
-Siguen la enseñanza de Santo Tomás, pero
con divergencias bastante notables, autores como De Guibert S. J.,
Crisógono de Jesús Sacramentado O. C. D. y Thils.
-Otros autores actuales no tratan de los dones del Espíritu Santo en
sus exposiciones sistemáticas de la espiritualidad cristiana, como Bouyer,
Gamarra o De Pablo Maroto. En algún caso, como Ruiz Salvador, se
hace alusión a ellos en relación a la experiencia mística, pero no se explican
según la doctrina tomista (Caminos del Espíritu, Espiritualidad, Madrid
1974, 446-454).
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