COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
ÍNDICE
Introducción
Capitulo I. La persona humana creada a imagen de Dios
1. La «imago Dei» en la escritura y en la Tradición
2. La crítica moderna de la teología de la «imago Dei»
3. La «imago Dei» en el Concilio Vaticano II y en la teología de hoy
2. La crítica moderna de la teología de la «imago Dei»
3. La «imago Dei» en el Concilio Vaticano II y en la teología de hoy
Capítulo II. A imagen de Dios: Personas en comunión
1. Cuerpo y alma
2. Hombre y mujer
3. Persona y comunidad
4. Pecado y salvación
5. «Imago Dei» e «imago Christi»
2. Hombre y mujer
3. Persona y comunidad
4. Pecado y salvación
5. «Imago Dei» e «imago Christi»
Capítulo III. A imagen de Dios: Administradores de la creación visible
1. La ciencia y la administración del conocimiento
2. La responsabilidad respecto al mundo creado
3. La responsabilidad respecto a la integridad biológica de los seres humanos
2. La responsabilidad respecto al mundo creado
3. La responsabilidad respecto a la integridad biológica de los seres humanos
Conclusión
INTRODUCCIÓN [*]
1. El crecimiento exponencial de los
conocimientos científicos y de la capacidad tecnológica en la época moderna ha
traído ventajas notables a la humanidad, pero plantea también retos difíciles.
A la luz de nuestros conocimientos sobre la inmensidad y antigüedad del
universo, la situación y la importancia del hombre dentro del mismo aparecen
bastante menos relevantes y menos seguras. El progreso tecnológico ha aumentado
de manera considerable nuestra capacidad de controlar y dirigir las
fuerzas de la naturaleza, pero también ha tenido un impacto imprevisto y quizá
incontrolable sobre nuestro ambiente e incluso sobre el mismo género humano.
2. La Comisión Teológica Internacional
ofrece esta reflexión teológica sobre la doctrina de la imago Dei para
orientar la reflexión sobre el significado de la existencia humana ante tales
desafíos. Al mismo tiempo deseamos presentar la visión positiva de la persona
humana dentro del universo ofrecida por este tema doctrinal que se ha vuelto a
descubrir recientemente.
3. Sobre todo a partir del Concilio
Vaticano II la doctrina de la imago Dei ha tenido relevancia
creciente en la enseñanza del Magisterio y en la investigación teológica.
Anteriormente, por diversas causas, algunos teólogos y filósofos occidentales
modernos habían relegado a un lugar secundario la teología de la imago
Dei. En filosofía, el concepto mismo de «imagen» ha sido objeto de fuertes
críticas que procedían de la teoría del conocimiento que o bien privilegiaban
el papel de la «idea» a costa de la imagen (racionalismo) o bien consideraban
la experiencia como el criterio último de la verdad, sin hacer referencia al
papel de la imagen (empirismo). Hay además otros factores culturales, como la
influencia del humanismo secular y, más recientemente, la profusión de imágenes
en los medios de comunicación social, que hacen difícil afirmar, por una parte,
la orientación del hombre hacia lo divino y, por otra, la referencia ontológica
a la imagen, ambos presupuestos esenciales en cualquier teología de la imago
Dei. Dentro de la misma teología occidental, el escaso peso atribuido a
este tema se explica también a partir de interpretaciones bíblicas que han
subrayado la validez permanente de la prohibición de crear imágenes (cf. Ex
20,3-4), o han postulado un influjo helenístico como causa de la aparición de
este tema en la Biblia.
4. Solo poco antes del Concilio Vaticano
II los teólogos han vuelto a descubrir la fecundidad de este tema para la
comprensión y articulación de los misterios de la fe cristiana. En efecto, los
documentos conciliares expresan y confirman a la vez este significativo
desarrollo de la teología del siglo XX. En línea con esta recuperación del
interés por el tema de la imago Dei que se ha dado después del
Concilio Vaticano II, la Comisión Teológica Internacional se propone en las
páginas siguientes reafirmar la verdad de que la persona humana está creada a
imagen de Dios para disfrutar de una comunión personal con el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo y, en ellos, con los otros hombres, y para administrar, en
nombre de Dios, de manera responsable, el mundo creado. A la luz de esta
verdad, el universo no se nos presenta simplemente como inmenso y quizá carente
de sentido, sino más bien como un lugar creado para la comunión personal.
5. Como trataremos de demostrar en los
siguientes capítulos, estas profundas verdades no han perdido nada de su peso
ni de su relevancia. Después de una breve presentación de los fundamentos que
en la Escritura y la Tradición tiene la imago Dei en el
capítulo 1.º, pasaremos a los dos grandes temas de la teología de la imago
Dei; en el capítulo 2.º examinaremos la imago Dei corno
Fundamento de la comunión con el Dios Uno y Trino y entre las personas humanas,
y en el capítulo 3.° la imago Dei como fundamento de la
participación en el gobierno de Dios sobre la creación visible. Estas
reflexiones presentan juntamente los principales elementos de la antropología
cristiana y algunos de la ética y de la teología moral, tal como quedan
iluminados por la teología de la imago Dei. Somos conscientes de la
amplitud de los temas que hemos tratado de afrontar, pero ofrecemos estas
reflexiones para recordarnos a nosotros mismos y a nuestros lectores hasta qué
punto es grande el valor explicativo de la teología de la imago Dei precisamente
para reafirmar la verdad divina referente al universo y al significado de la
vida humana.
CAPITULO I
LA PERSONA HUMANA CREADA
A IMAGEN DE DIOS
A IMAGEN DE DIOS
6. Como atestiguan la Sagrada Escritura,
la Tradición y el Magisterio, la verdad de que los seres humanos son creados a
imagen de Dios está en el corazón de la revelación cristiana. Los padres de la
Iglesia y los grandes teólogos escolásticos han reconocido esta verdad y han
expuesto sus consecuencias principales. A pesar de que esta verdad, como
veremos más adelante, ha sido puesta en discusión por algunos pensadores
modernos influyentes, hoy los teólogos y los biblistas están de acuerdo con el
Magisterio en volver a descubrir y afirmar la doctrina de la imago Dei.
1. La «imago Dei» en la Escritura
y en la Tradición
7. Salvo raras excepciones, la mayor
parte de los exegetas contemporáneos reconoce el carácter central del tema
de la imago Dei en la revelación bíblica (cf. Gén 1,26s;
5,1-3; 9,6). Este tema es considerado como la clave para una comprensión
bíblica de la naturaleza humana y para todas las afirmaciones de antropología
bíblica en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Para la Biblia, la
imago Dei constituye casi una definición del hombre: el misterio del
hombre no se puede comprender separado del misterio de Dios.
8. El concepto del Antiguo Testamento
del hombre creado a imago Dei refleja en parte el pensamiento
del cercano Oriente antiguo, según el cual el rey era imagen de Dios sobre la
Tierra. Sin embargo, la interpretación bíblica es distinta, en cuanto que extiende
el concepto de imagen de Dios a todos los hombres. La Biblia se diferencia
ulteriormente del pensamiento del cercano Oriente en cuanto que ve al hombre
dirigido, ante todo, no hacia el culto de los dioses, sino al cultivo de la
tierra (cf. Gén 2,15). Al relacionar más directamente, por así decir, el culto
con el cultivo, la Biblia nos hace entender que la actividad humana en los seis
días de la semana se ordena al sábado, día de bendición y santificación.
9. Hay dos ternas que convergen para dar
forma a la perspectiva bíblica. En primer lugar, el hombre en su totalidad es
creado a imagen de Dios. Esta perspectiva excluye las interpretaciones que
sitúan la imago Dei en uno u otro aspecto de la naturaleza
humana (por ejemplo, en su rectitud o en su entendimiento) o en una de sus
cualidades o funciones (por ejemplo, su naturaleza sexual o su dominio sobre la
tierra). Al evitar tanto el monismo corno el dualismo, la Biblia presenta una
visión del ser humano en la que la dimensión espiritual aparece junto a la
dimensión física, social e histórica del hombre.
10. En segundo lugar, el relato de la
creación del Génesis destaca que el hombre no ha sido creado como individuo
aislado: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó» (Gén 1,27). Dios puso a los primeros seres humanos en mutua
relación, cada uno como un partner del otro sexo. La Biblia
afirma que el hombre existe en relación con otras personas, con Dios, con el
mundo y consigo mismo. Según esta noción, el hombre no es un individuo aislado,
sino una persona: un ser esencialmente relacional. Lejos de significar un actualismo
puro que negaría el estatus ontológico permanente, el carácter fundamentalmente
relacional de la imago Dei constituye la estructura ontológica
es el fundamento para el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad.
11. Según el Nuevo Testamento, la imagen
creada presente en el Antiguo Testamento debe ser completada con la imago
Christi. En el desarrollo neotestamentario de este tema aparecen dos
elementos característicos: el carácter cristológico y trinitario de la imago
Dei, y el papel de la mediación sacramental en la formación de la imago
Christi.
12. Puesto que la imagen perfecta de
Dios es Cristo mismo (2 Cor 4,4; Col 1,15; Heb 1,3), el hombre debe ser
conformado con él (Rom 8,29) para llegar a ser hijo del Padre mediante el poder
del Espíritu Santo (Rom 8,23). En efecto, para «llegar a ser» imagen de Dios es
necesario que el hombre participe activamente en su transformación según el
modelo de la imagen del Hijo (Col 3,10), que manifiesta la propia identidad
mediante el movimiento histórico desde su Encarnación hasta su gloria. Según el
modelo trazado primero por el Hijo, la imagen de Dios en todo hombre está
constituida por su mismo recorrido histórico que parte de la creación, pasando
por la conversión del pecado, hasta la salvación y su consumación. Precisamente
como Cristo ha manifestado su dominio sobre el pecado y la muerte mediante su
Pasión y Resurrección, así todo hombre alcanza el propio dominio mediante
Cristo en el Espíritu Santo —no solo una soberanía sobre la tierra y sobre el mundo
animal (como afirma el Antiguo Testamento)—, sino principalmente sobre el
pecado y la muerte.
13. Según el Nuevo Testamento, esta
transformación en la imagen de Cristo se actualiza a través de los sacramentos,
ante todo como efecto de la iluminación del mensaje de Cristo (2 Cor 3,18-4,6)
y del bautismo (1 Cor 12,13). La comunión con Cristo nace de la fe en él y del
bautismo, a través del cual se muere al hombre viejo mediante Cristo (Gál
3,26-28) y se reviste del hombre nuevo (Gál 3,27; Rom 13,14). La Penitencia, la
Eucaristía y los otros sacramentos nos confirman y refuerzan en esta
transformación radical, que acaece según el modelo de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Cristo. Creados a imagen de Dios y perfeccionados a imagen de
Cristo, gracias al poder del Espíritu Santo en los sacramentos, somos abrazados
por el amor del Padre.
14. La visión bíblica de la imagen de
Dios ha continuado ocupando un puesto relevante en la antropología cristiana de
los Padres de la Iglesia y en la teología sucesiva hasta los inicios de la
época moderna. Para demostrar la centralidad de este tema vemos cómo los
primeros cristianos han tratado de interpretar la prohibición bíblica de las
representaciones artísticas de Dios (cf. Éx 20,2s; Dt 27,15) a la luz de la
Encarnación. El misterio de la Encarnación ha demostrado la posibilidad de
representar al Dios hecho hombre en su realidad humana e histórica. Las
argumentaciones que se emplearon en las disputas iconoclastas de los siglos VII
y VIII para defender la representación artística del Verbo encarnado y de los
acontecimientos de la salvación se basaban en una profunda comprensión de la
unión hipostática, que rechazaba separar en la «imagen» lo divino de lo humano.
15. La teología patrística y medieval en
algunos aspectos se separó algo de la antropología bíblica, y en otros la
desarrolló. La mayor parte de los representantes de la tradición, por ejemplo,
no se ha adherido plenamente a la visión bíblica que identificaba la imagen con
la totalidad del hombre. Un desarrollo significativo del relato bíblico se dio
con la distinción que hace san Ireneo entre imagen y semejanza, según la cual
«imagen» denota una participación ontológica (methexis) y «semejanza» (mimesis)
una transformación moral (Adv. Hae. V,6,1; V,81; V,16,2). Según
Tertuliano, Dios ha creado al hombre a su imagen y le ha comunicado su soplo
vital en cuanto a su semejanza. Mientras la imagen nunca podrá ser destruida,
la semejanza puede ser perdida por el pecado (Bapt. 5,6.7). San
Agustín no hizo suya esta distinción, sino que presentó una versión más
personalista, psicológica y existencial de la imago Dei. Para él,
la imagen de Dios en el hombre tiene una estructura trinitaria, que refleja la
estructura tripartita del alma humana (espíritu, conciencia de sí y amor) o los
tres aspectos de la psique (memoria, entendimiento y voluntad). Según Agustín,
la imagen de Dios en el hombre se orienta hacia Dios en la invocación, en el
conocimiento y en el amor (Confesiones I,1,1).
16. En Tomás de Aquino, la imago
Dei posee una naturaleza histórica, en cuanto que pasa a través de
tres fases: la imago creationis (naturae), la imago
recreationis (gratiae) y la imago similitudinis (gloriae) (STh I
q.93 a.4). Para el Aquinate, la imago Dei es el fundamento de
la participación en la vida divina. La imagen de Dios se realiza principalmente
en un acto de contemplación en el entendimiento (STh, I q.93 a.4 y 7).
Esta concepción se distingue de la de san Buenaventura, para quien la imagen se
realiza principalmente a través de la voluntad en el acto religioso del hombre
(Sent. II d. 16 a.2 q.3). Permaneciendo en esta misma visión
mística, pero con mayor audacia, el maestro Eckhart tiende a espiritualizar
la imago Dei, colocándola en el vértice del alma y separándola del
cuerpo (Quint. I, 5,5-7; V, 6.9s).
17. Las controversias de la Reforma
demostraron cuánto peso tenía todavía la teología de la imago Dei tanto
para los teólogos protestantes como para los católicos. Los reformadores
acusaban a los católicos de reducir la imago Dei a una
imago naturae que presentaba una concepción estática de la naturaleza
humana y animaba al pecador a ponerse a sí mismo frente a Dios. Por su parte,
los católicos acusaban a los reformadores de negar la realidad ontológica de la
imagen de Dios, reduciéndola a una pura relación. Además, los reformadores
insistían en el hecho de que la imagen de Dios se había corrompido por el
pecado, mientras que los teólogos católicos veían el pecado como una herida de
la imagen de Dios en el hombre.
2. La critica moderna de la teología
de la «imago Dei»
18. El papel central de la teología de
la imago Dei dentro de la antropología teológica se ha
mantenido hasta los inicios de la edad moderna. Tenía tal fuerza y poder de
fascinación que a lo largo de toda la historia del pensamiento cristiano ha
sido capaz de mantenerse ante las críticas aisladas (por ejemplo, en la
controversia iconoclasta) según las cuales su antropomorfismo fomentaba la
idolatría. En la época moderna, sin embargo, la teología de la imago
Dei ha sido objeto de críticas más agudas y sistemáticas.
19. La idea, transmitida por la ciencia
moderna, de un universo que progresa ha sustituido a la idea clásica de un
cosmos hecho a imagen divina, eliminando así un elemento importante de la
estructura conceptual que sostenía la teología de la imago Dei. Se
considera esta última como una temática poco conforme a la experiencia por
parte de los empiristas, y ambigua por parte de los racionalistas. Pero el
factor más significativo entre los que han minado la teología de la imago
Dei ha sido la noción del hombre como sujeto autónomo que se
constituye a sí mismo, separado de cualquier relación con Dios. Un desarrollo
de este tipo no permitía mantener la noción de imago Dei. De aquí a
dar la vuelta a la antropología bíblica solo había un pequeño paso, paso que
asumió diversas formas en el pensamiento de Ludwig Feuerbach, Karl Marx y
Sigmund Freud: no es el hombre el que ha sido hecho a imagen de Dios, sino que
Dios es simplemente una imagen proyectada por el hombre. Al final, para que el
hombre se pudiera declarar auto-constituido el ateísmo resultaba un presupuesto
necesario,
20. Inicialmente en la teología
occidental del siglo XX no había un ambiente favorable al tema de la imago
Dei. Teniendo en cuenta los desarrollos del siglo anterior que acabamos de
describir, era prácticamente inevitable que algunas de las formas de la
teología dialéctica considerasen el tema como una expresión de la arrogancia
humana por la que el hombre se compara o se equipara a Dios. La teología
existencial, al acentuar el evento del encuentro con Dios, ha puesto en
discusión el concepto, implícito en la doctrina de la imago Dei, de
una relación estable o permanente con Dios. La teología de la secularización ha
rechazado la noción de una referencia objetiva en el mundo que sitúe al hombre
en relación con Dios. El «Dios sin propiedades» —de hecho un Dios impersonal—
propuesto por algunas versiones de la teología negativa no podía ser un modelo
para el hombre hecho a su imagen. En la teología política, que sitúa en el
centro de su interés la ortopraxis, el tema de la imago Dei ha
quedado relegado. Finalmente, otras críticas se han producido por parte de
teólogos y representantes del pensamiento laico que han acusado a la teología
de la imago Dei de haber alimentado una falta de consideración
con el ambiente natural y el bienestar de los animales.
3. La «imago Dei» en el
Concilio Vaticano II y en la teología de hoy
21. A pesar de estas tendencias
contrarias, en la mitad del siglo XX se ha dado una progresiva recuperación del
interés por la teología de la imago Dei. Gracias a un atento
estudio de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y de los grandes
teólogos escolásticos se ha tomado conciencia de la omnipresencia e importancia
del tema de la imago Dei. Este redescubrimiento ya se estaba dando
entre los teólogos cristianos antes del Concilio Vaticano II. El Concilio
después dio un nuevo impulso a la teología de la imago Dei particularmente
en la constitución sobre la Iglesia y el mundo contemporáneo Gaudium et
spes.
22. Refiriéndose al tema de la imagen de
Dios, en la Gaudium et spes el Concilio afirma la dignidad del
hombre tal como aparece enseñada en el Génesis 1,26 y en el Salmo 8,6 (GS 12).
En el planteamiento conciliar, la imago Dei consiste en la
orientación fundamental del hombre hacia Dios, Fundamento de la dignidad humana
y de los derechos inalienables de la persona humana. Puesto que todo ser humano
es una imagen de Dios, nadie puede estar obligado a someterse a ningún sistema
o finalidad de este mundo. El dominio del hombre sobre el cosmos, su capacidad
de existencia social, así como el conocimiento de Dios y el amor a Dios son
todos elementos que encuentran su raíz en el hecho de que el hombre ha sido
creado a imagen de Dios.
23. En el cimiento de la enseñanza
conciliar está la determinación cristológica de la imagen: Cristo es la imagen
del Dios invisible (Col 1,15; GS 10). El Hijo es el hombre perfecto que
restituye a los hijos e hijas de Adán la semejanza divina, herida por el pecado
de los primeros padres (GS 22). Revelado por Dios que ha creado al hombre a su
imagen, es el Hijo quien da al hombre una respuesta a los interrogantes sobre
el significado de la vida y de la muerte (GS 41). El Concilio, además, subraya
la estructura trinitaria de la imagen: conformándose a Cristo (Rom 8,29) y
mediante los dones del Espíritu Santo (Rom 8,23) se crea un hombre nuevo, capaz
de cumplir el mandamiento nuevo (GS 22). Son los santos quienes están
plenamente transformados a imagen de Cristo (cf. Col 3,18); en ellos Dios
manifiesta su presencia y su gracia como signo de su reino (GS 24). Partiendo
de la doctrina de la imagen de Dios, el Concilio enseña que la actividad humana
refleja la creatividad divina que es el modelo para la humana (GS 34) y que se
orienta hacia la justicia y la comunión para promover la formación de una sola
familia en la cual todos podamos ser hermanos y hermanas (GS 24).
24. El renovado interés por la teología
de la imago Dei nacido del Concilio Vaticano II se refleja
también en la teología contemporánea, donde se ha desarrollado en diversas
áreas. Ante todo, los teólogos están trabajando para demostrar cómo la teología
de la imago Dei ilumina las relaciones entre la antropología y la
cristología. Sin negar la gracia única dada al género humano mediante la
Encarnación, los teólogos quieren reconocer el valor intrínseco de la creación
del hombre a imagen de Dios. Las posibilidades que Cristo abre al hombre no
significan la supresión del hombre como criatura, sino su transformación y
realización según la imagen perfecta del Hijo. Además, juntamente con esta
nueva comprensión de la vinculación entre cristología y antropología, emerge
una mayor comprensión del carácter dinámico de la imago Dei. Sin
negar el don representado en la creación originaria del hombre a imagen de
Dios, los teólogos quieren reconocer la verdad de que, a la luz de la historia
humana y de la evolución de la cultura humana, la imago Dei puede
ser considerada, en un sentido real, todavía en desarrollo. No solo esto, sino
también la teología de la imago Dei establece un vínculo ulterior
entre antropología y teología moral, demostrando cómo el hombre, en su mismo
ser, posee una participación de la ley divina. Esta ley natural orienta a las
personas humanas hacia la búsqueda del bien en sus acciones. De aquí se sigue
finalmente que la imago Dei posee una dimensión teleológica y
escatológica que define al hombre como homo viator, orientado hacia
la parousia y a la consumación del plan divino para el
universo, tal como se realiza en la historia de gracia en la vida de cada ser
humano particular y en la historia de todo el género humano.
CAPÍTULO II
A IMAGEN DE DIOS:
PERSONAS EN COMUNIÓN
PERSONAS EN COMUNIÓN
25. La comunión y el servicio son los
dos principales hilos con los que está tejida la trama de la doctrina de la imago
Dei. El primer hilo, que examinaremos en este capítulo, se puede
recapitular de esta manera: el Dios Uno y Trino ha revelado su proyecto de
compartir la comunión de la vida trinitaria con personas creadas a su imagen.
Es más, para esta comunión trinitaria las personas han sido creadas a imagen de
Dios. Precisamente la posibilidad de una comunión de seres creados con las
Personas increadas de la Santísima Trinidad se apoya en esta semejanza radical
con el Dios Uno y Trino. Creados a imagen de Dios, los seres humanos son por
naturaleza corporales y espirituales, hombres y mujeres hechos los unos para
los otros, personas orientadas hacia la comunión con Dios y entre sí, heridas
por el pecado y necesitadas de salvación, y destinadas a ser conformadas con
Cristo, imagen perfecta del Padre, en la potencia del Espíritu Santo.
1. Cuerpo
y alma
26. Los seres humanos, creados a imagen
de Dios, son personas llamadas a gozar de la comunión y a desempeñar un
servicio en un universo físico. Las actividades que derivan de la comunión
interpersonal y del servicio responsable se refieren a las capacidades
espirituales —intelectuales y afectivas— de las personas humanas, pero no excluyen
el cuerpo. Los seres humanos son seres físicos que comparten el mundo con otros
seres vivos. En la teología católica de la imago Dei está
implícita la verdad profunda de que el mundo material crea las condiciones para
el compromiso de unas personas con otras.
27. Esta verdad no siempre ha recibido
la atención que merece. La teología de hoy está tratando de superar el influjo
de antropologías dualistas que sitúan la imago Dei exclusivamente
en relación con el aspecto espiritual de la naturaleza humana. En parte bajo el
influjo de la antropología dualista, primero platónica y después cartesiana, en
la misma teología cristiana se ha dado la tendencia a identificar la imago
Dei en los seres humanos con la característica más específica de la
naturaleza humana, es decir, la mente o el espíritu. Una contribución
importante para superar esta tendencia ha venido del redescubrimiento tanto de
elementos de antropología bíblica como de aspectos de la síntesis tomista.
28. Que la corporeidad sea algo esencial
para la identidad de la persona es un concepto fundamental, aunque no
explícitamente tematizado, en el testimonio de la Revelación cristiana. La
antropología bíblica excluye el dualismo mente-cuerpo. Se considera al hombre
en su totalidad. Entre los términos hebreos fundamentales empleados en el
Antiguo Testamento para designar al hombre, nefes significa la
vida de una persona concreta que está viva (Gén 9,4; Lev 24,17-18; Prov 8,35).
Pero el hombre no tiene un nefes; es un nefes (Gén
2,7; Lev 17,10). Basar se refiere a la carne de los animales y
de los hombres, y a veces al cuerpo en su conjunto (Lev 4,11; 26,29). También
en este caso el hombre no tiene un basar; sino que es un basar;
El término neotestamentario sarx (carne) puede denotar la
corporeidad material del hombre (2 Cor 12,7), pero también la persona en su
conjunto (Rom 8,6). Otro término griego, soma (cuerpo), se
refiere a todo el ser humano, poniendo el acento en la manifestación exterior.
También aquí el hombre no tiene cuerpo, sino que es su
cuerpo. La antropología bíblica presupone claramente la unidad del hombre y
entiende la corporeidad como esencial para la identidad personal.
29. En los dogmas centrales de la fe
cristiana está sobreentendido que el cuerpo es parte intrínseca de la persona
humana y que participa de su creación a imagen de Dios. La doctrina cristiana
de la creación excluye completamente un dualismo metafísico o cósmico, puesto
que enseña que todo el universo, espiritual y material ha sido creado por Dios
y proviene del Bien perfecto. En el contexto de la doctrina de la Encarnación
también el cuerpo aparece como parte intrínseca de la persona. El Evangelio de
san Juan afirma que «el Verbo se hizo carne (sarx)», para subrayar, en
contraposición al docetismo, que Jesús tenía un cuerpo físico real y no un
cuerpo ilusivo. Además, Jesús nos redime a través de todo acto realizado por él
en su cuerpo. Su cuerpo ofrecido por nosotros y su sangre derramada por
nosotros significan el don de su Persona para nuestra salvación. La obra de
redención de Cristo se realiza en la Iglesia, su cuerpo místico, y se hace
visible y tangible mediante los sacramentos. Los efectos de los sacramentos,
aunque son principalmente espirituales, se actualizan mediante signos
materiales perceptibles, que pueden ser recibidos solo en o con el cuerpo. Esto
demuestra que no solo la mente del hombre ha sido redimida, sino también su
cuerpo. El cuerpo se convierte en templo del Espíritu Santo. Finalmente, que el
cuerpo sea parte esencial de la persona humana está incluido en la doctrina de
la resurrección del cuerpo al final de los tiempos, lo que nos hace comprender
cómo el hombre existirá en la eternidad como persona física y espiritual
completa.
30. Para mantener la unidad de cuerpo y
alma enseñada en la Revelación, el Magisterio adopta la definición del alma
humana como forma substantialis (cf. Concilio de Vienne y
Quinto de Letrán). Aquí el Magisterio se ha basado en la antropología tomista
que, recurriendo a la filosofía de Aristóteles, ve el cuerpo y el alma como los
principios materiales y espirituales de un único ser humano. Podemos notar que
este planteamiento no es incompatible con los más recientes descubrimientos
científicos. La física moderna ha demostrado que la materia, en sus partículas
más elementales, es puramente potencial y no tiene tendencia alguna hacia la
organización. Pero el nivel de organización en el universo, en el que hay
formas altamente organizadas de entidades vivientes y no vivientes, supone la
presencia de una cierta «información». Un razonamiento de este tipo hace pensar
en una parcial analogía entre el concepto aristotélico de forma sustancial y el
concepto científico moderno de «información». Así, por ejemplo, el ADN de los
cromosomas contiene las informaciones necesarias para que la materia pueda
organizarse según el esquema característico de una especie dada o un individuo
singular. De manera análoga, la forma sustancial proporciona a la materia prima
las informaciones que necesita para organizarse de una manera particular. Esta
analogía se debe tomar con la debida cautela, por cuanto no es posible una
comparación directa de conceptos espirituales y metafísicos con datos
materiales y biológicos.
31. Estas indicaciones bíblicas,
doctrinales y filosóficas convergen en la afirmación de que la corporeidad del
hombre participa de la imago Dei. Si el alma, creada a imagen de
Dios, informa la materia para constituir el cuerpo humano, entonces la persona
humana en su conjunto es portadora de la imagen divina en una dimensión tanto
espiritual como corporal. Esta conclusión queda ulteriormente reforzada si se
tienen plenamente en cuenta las implicaciones cristológicas de la imagen de
Dios. «En realidad solo en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera
luz el misterio del hombre [...] Cristo [...] desvela plenamente el hombre al
hombre y le hace conocer su altísima vocación» (GS 22). Unido espiritual y
físicamente al Verbo encarnado y glorificado, sobre todo en el sacramento de la
Eucaristía, el hombre llega a su destino: la resurrección de su mismo cuerpo y
la gloria eterna, de la cual participa como persona humana completa, cuerpo y
alma, en la comunión trinitaria compartida con todos los bienaventurados en la
compañía del cielo.
2. Hombre
y mujer
32. En la Familiaris consortio, Juan
Pablo II afirmó: «En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa
en el cuerpo y cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está
llamado al amor en su totalidad unificada. El amor abraza también el cuerpo
humano y el cuerpo es hecho partícipe del amor espiritual» (n.11). Creados a
imagen de Dios, los seres humanos están llamados al amor y a la comunión. Puesto
que esta vocación se realiza de manera peculiar en la unión procreadora entre
marido y mujer, la diferencia entre el hombre y la mujer es un elemento
esencial en la constitución de los seres humanos hechos a imagen de Dios.
33. «Dios creó el hombre a su imagen; a
imagen de Dios lo creó; macho y hembra lo creó» (Gén 1,27; cf. 5, s). Según la
Escritura, la imago Dei se manifiesta, desde el principio, en
la diferencia entre los sexos. Podemos decir que el ser humano existe solo como
masculino o femenino, puesto que la realidad de la condición humana aparece en
la diferencia y pluralidad de sexos. Así pues, lejos de tratarse de un aspecto
accidental o secundario de la personalidad, este es un elemento constitutivo de
la identidad personal. Todos nosotros tenemos un modo propio de existir en el
mundo, de ver, de pensar, de sentir, de establecer relaciones mutuas con otras
personas, que también están definidas por su identidad sexual. Según el Catecismo
de la Iglesia Católica: «La sexualidad abraza todos los aspectos de la
persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne
particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de
manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con
otros» (n.2332). El papel que se atribuye a uno y otro sexo puede variar en el
tiempo y en el espacio, pero la identidad sexual de la persona no es una
construcción cultural o social. Pertenece al modo específico en el que existe
la imago Dei.
34. Esta especificidad queda reforzada
por la Encarnación del Verbo. Ha asumido la condición humana en su totalidad,
asumiendo un sexo, pero convirtiéndose en un hombre en los dos sentidos del
término: como miembro de la comunidad humana y como ser de sexo masculino. La
relación entre cada uno de nosotros y Cristo está determinada de dos maneras:
depende de la propia identidad sexual y de la de Cristo.
35. Además, la Encarnación y la
Resurrección extienden también a la eternidad la identidad sexual originaria de
la imago Dei. El Señor resucitado, sentado ahora a la derecha del
Padre, continúa siendo un hombre. También podemos notar que la persona
santificada y glorificada de la Madre de Dios, ahora después de su Asunción
corporal a los cielos, sigue siendo una mujer. Cuando en Gálatas 3,28 san Pablo
anuncia que en Cristo quedan anuladas todas las diferencias, incluida la que
hay entre el hombre y la mujer, está diciendo que ninguna diferencia humana
puede impedir nuestra participación en el misterio de Cristo. La Iglesia no ha
aceptado las tesis de san Gregorio de Nisa y de algún otro Padre de la Iglesia
que sostenían que las diferencias sexuales en cuanto tales serían anuladas por
la resurrección. Las diferencias sexuales entre hombre y mujer, aunque se manifiestan
ciertamente con atributos físicos, de hecho trascienden lo puramente físico y
alcanzan el misterio mismo de la persona.
36. La Biblia no ofrece ningún apoyo al
concepto de una superioridad natural del sexo masculino respecto al femenino. A
pesar de sus diferencias, ambos sexos poseen una igualdad implícita. Como ha
escrito Juan Pablo II en la Familiaris
consortio: «Ante todo hay que destacar la igual dignidad y responsabilidad
de la mujer respecto al hombre. Esta igualdad encuentra una forma singular de
realización en la mutua donación de sí al otro y de ambos a los hijos, propia
del matrimonio y de la familia [...] Creando al hombre macho y hembra, Dios da
la dignidad personal de igual manera al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos
con los derechos inalienables y las responsabilidades propias de las personas
humanas» (n.22). Hombre y mujer están igualmente creados a imagen de Dios.
Ambos son personas, dotadas de entendimiento y voluntad, capaces de orientar la
propia vida mediante el ejercicio de la libertad. Pero cada uno lo hace según
la manera propia y peculiar de su identidad sexual, de modo que la tradición cristiana
puede hablar de reciprocidad y complementariedad. Estos términos, que en
tiempos recientes se han vuelto en cierto modo controvertidos, resultan útiles
en cualquier caso para afirmar que el hombre y la mujer necesitan el uno de la
otra para alcanzar una plenitud de vida.
37. Ciertamente la amistad originaria
entre el hombre y la mujer ha quedado seriamente comprometida por el pecado.
Mediante el milagro realizado en las bodas de Caná (Jn 2,1ss), nuestro Señor
muestra que ha venido a restablecer la armonía querida por Dios en la creación
del hombre y de la mujer.
38. La imagen de Dios, que se encuentra
en la naturaleza de la persona humana en cuanto tal, puede realizarse de modo
especial en la unión entre los seres humanos. Puesto que esta unión se ordena a
la perfección del amor divino, la tradición cristiana siempre ha afirmado el
valor de la virginidad y del celibato, que promueven relaciones de casta
amistad entre personas humanas y, al mismo tiempo, son signo de la realización
escatológica de todo el amor creado en el amor increado de la Bienaventurada
Trinidad. Precisamente por este motivo, el Concilio Vaticano II ha presentado
una analogía entre la comunión de las Personas divinas entre sí y la que los
seres humanos están llamados a formar sobre la Tierra (cf. GS 24).
39. Aun siendo verdadero que la unión
entre los seres humanos puede realizarse de muchas maneras, la teología
católica afirma hoy que el matrimonio constituye una forma elevada de comunión
entre las personas humanas y una de las mejores analogías de la vida
trinitaria. Cuando un hombre y una mujer unen su cuerpo y su espíritu con total
apertura y entrega de sí forman una nueva imagen de Dios. Su unión en una sola
carne no responde simplemente a una unión biológica, sino a la intención del
Creador que los conduce a compartir la felicidad de ser hechos a su imagen. La
tradición católica habla del matrimonio como un camino eminente de santidad.
«Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor.
Creándola a su imagen [...] Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la
mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la
responsabilidad de amor y de la comunión» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n.2331). También el Concilio Vaticano II ha subrayado el
significado profundo del matrimonio: «Los cónyuges cristianos, en virtud del
sacramento del matrimonio, significan y participan del misterio de unidad y de
fecundo amor que hay entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32); se ayudan
mutuamente para alcanzar la santidad en la vida conyugal, educando a la prole»
(Lumen gentium, 11; cf. GS 48).
3. Persona y comunidad
40. Las personas creadas a imagen de
Dios son seres corpóreos cuya identidad, masculina o femenina, los destina a un
tipo especial de comunión con los otros. Como ha enseñado Juan Pablo II, el
significado nupcial del cuerpo encuentra su realización en el amor y en la
intimidad humana, que reflejan la comunión de la Santísima Trinidad, cuyo mutuo
amor se derrama en la creación y en la redención. Esta verdad está en el centro
de la antropología cristiana. Los seres humanos están creados a imago
Dei precisamente como personas capaces de un conocimiento y de un amor
que son personales e interpersonales. En virtud de la imago Dei,
estos seres personales son seres relacionales y sociales, dentro de una familia
humana cuya unidad está, al mismo tiempo, realizada y prefigurada en la
Iglesia.
41. Cuando se habla de la persona, nos
estamos refiriendo tanto a la identidad e interioridad irreductible que
constituyen a cada individuo, como a la relación fundamental con los otros que
está en el cimiento de la comunidad humana. En el planteamiento cristiano, esta
identidad personal, que es también una orientación hacia el otro, se fundamenta
esencialmente en la Trinidad de las Personas Divinas. Dios no es un ser
solitario, sino una comunión entre tres Personas. Constituido por la única
naturaleza divina, la identidad del Padre es su paternidad, su relación con el
Hijo y con el Espíritu; la identidad del Hijo es su relación con el Padre y con
el Espíritu; la identidad del Espíritu es su relación con el Padre y con el
Hijo. La revelación cristiana ha llevado a articular el concepto de persona y
le ha atribuido un significado divino, cristológico y trinitario. Ninguna
persona en cuanto tal está sola en el universo, sino que siempre está
constituida con los otros y está llamada a formar con ellos una comunidad.
42. Se sigue, pues, que los seres
personales son también seres sociales. El ser humano es verdaderamente humano
en la medida en que actualiza el elemento esencialmente social en su
constitución en cuanto persona dentro de los grupos familiares, religiosos,
civiles, profesionales y de otro tipo, que en su conjunto forman la sociedad a
la que pertenece. Aun afirmando el carácter fundamentalmente social de la
existencia humana, la civilización cristiana ha reconocido siempre el valor
absoluto de la persona, así como la importancia de los derechos individuales y
de la diversidad cultural. En el orden creado siempre se dará una cierta
tensión entre la persona individual y las exigencias de la existencia social.
En la Santísima Trinidad hay una armonía perfecta entre las Personas que
comparten la comunión de una única vida divina.
43. Cada ser humano, así como la
comunidad humana en su conjunto, está creado a imagen de Dios. En su unidad
originaria —de la que es símbolo Adán— la humanidad está hecha a imagen de la
Trinidad divina. Querida por Dios, avanza a través de las vicisitudes de la
historia del hombre hacia una comunión perfecta, también querida por Dios, pero
que todavía debe realizarse. En este sentido, los seres humanos participan
solidariamente de una unidad que al mismo tiempo ya existe y que debe ser
alcanzada. Aun compartiendo una naturaleza humana creada y confesando al Dios
Uno y Trino que vive en medio de nosotros, todavía estamos separados por el
pecado y esperamos la venida victoriosa de Cristo, que restablecerá y recreará
la unidad querida por Dios en una redención final de la creación (cf. Rom
8,18s). Esta unidad de la familia humana debe todavía ser realizarla en la
escatología. La Iglesia es sacramento de salvación y del reino de Dios:
católica, en cuanto que reúne a hombres de toda raza y cultura; una, en cuanto
vanguardia de la unidad de la comunidad humana querida por Dios; santa, en
cuanto que está santificadla por el poder del Espíritu Santo y santifica a
todos los hombres a través de los sacramentos; y apostólica, al continuar la
misión establecida por Cristo para los hombres, es decir, la actuación
progresiva de la unidad del género humano querida por Dios y la consumación de
la creación y de la redención.
4. Pecado
y salvación
44. Creados a imagen de Dios para
compartir la comunión de la vida trinitaria, los seres humanos son personas
constituidas de tal modo que puedan acoger libremente esta comunión. La
libertad es el don divino que permite a las personas humanas elegir la comunión
que el Dios Uno y Trino les ofrece como bien último. Pero con la libertad está
también la posibilidad de fracaso de la libertad. En lugar de acoger el bien
último de la participación en la vida divina, las personas humanas pueden
alejarse para gozar de bienes transitorios o incluso solo aparentes. El pecado
es precisamente este fracaso de la libertad, este dar la espalda a la llamada divina
a la comunión.
45. Según la perspectiva de la imago
Dei, que en su estructura ontológica es esencialmente dialógica o
relacional, el pecado, en cuanto ruptura de la relación con Dios, ofusca
la imago Dei. Es posible comprender las dimensiones del pecado
a la luz de las dimensiones de la imago Dei que resultan
dañadas por el pecado. Esta alienación fundamental respecto a Dios daña también
a la relación del hombre con los otros (cf. 1 Jn 3,17) y, en un sentido real,
provoca una división interior entre el cuerpo y el espíritu, conocimiento y
voluntad, razón y emociones (Rom 7,14-15). El pecado daña también la existencia
física del hombre, dando lugar a sufrimientos, enfermedad y muerte. Además, al
igual que la imago Dei, también el pecado tiene una dimensión histórica. El
testimonio de la Escritura (cf. Rom 5,12ss) nos presenta una visión de la
historia del pecado, provocado por el rechazo de la invitación a la comunión
hecha por Dios al comienzo de la historia de la humanidad. Finalmente, el
pecado tiene repercusiones en la dimensión social de la imago Dei;
es posible discernir ideologías o estructuras que son manifestaciones objetivas
del pecado y que se oponen a la realización de la imagen de Dios por parte de
los seres humanos,
46. Los exegetas católicos y
protestantes están de acuerdo, en la actualidad, en el hecho de que la imago
Dei no puede ser totalmente destruida por el pecado, puesto que define
la estructura global de la naturaleza humana. Por su parte, la tradición católica
ha insistido siempre en que la imago Dei puede ser desfigurada
o deformada, pero no puede ser destruida por el pecado. La estructura dialogal
o relacional de la imagen de Dios no se puede perder, pero, bajo el reino del
pecado, queda comprometida su orientación a la realización cristológica.
Además, la estructura ontológica de la imagen, aunque dañada por el pecado en
su historicidad, se mantiene a pesar de las acciones pecaminosas. En este
sentido —como argumentaban muchos Padres de la Iglesia para responder al
gnosticismo y al maniqueísmo—, la libertad, que en cuanto tal define lo que
significa el ser humano y que es fundamental en la estructura ontológica de
la imago Dei, no puede quedar suprimida, incluso si la situación en
la que la libertad se ejercita en parte está determinada por las consecuencias
del pecado. Finalmente, en contraposición al concepto de una corrupción total
de la imago Dei por el pecado, la tradición católica ha insistido
en que la gracia y la salvación resultarían ilusorias si no llegaran a
transformar la realidad existente, pecaminosa, de la naturaleza humana.
47. Comprendida desde la perspectiva de
la teología de la imago Dei, la salvación conlleva el que Cristo,
que es imagen perfecta del Padre, restaure la imagen de Dios. Consiguiendo
nuestra salvación mediante su Pasión, Muerte y Resurrección, Cristo nos
conforma con él mismo a través de nuestra participación en el misterio pascual
y configura de nuevo la imago Dei en su correcta orientación
hacia la bienaventurada comunión de la vida trinitaria. En esta perspectiva, la
salvación no es otra cosa que una transformación y una realización de la vida
personal del ser humano, creado a imagen de Dios y ahora nuevamente vuelto a
una participación real en la vida de las Personas divinas, mediante la gracia
de la Encarnación y la morada del Espíritu Santo. La tradición católica con
razón habla aquí de una realización de la persona. Cuando sufre la falta de
caridad por el pecado, la persona no puede conseguir su propia realización,
separada del amor absoluto y benigno de Dios en Cristo Jesús. Con esta
transformación salvífica de la persona mediante Cristo y el Espíritu Santo,
todo en el universo queda también transformado y llega a compartir la gloria de
Dios (Rom 8,21).
48. En la tradición teológica, el hombre
herido por el pecado siempre está necesitado de la salvación, pero al mismo
tiempo tiene un deseo natural de ver a Dios —es capax Dei—, lo
cual, en cuanto imagen de lo divino, constituye una orientación dinámica hacia
lo divino. Esta orientación, aunque no queda destruida por el pecado, tampoco
puede realizarse sin la gracia salvadora de Dios. Dios salvador se vuelve a una
imagen de sí, perturbada en su orientación hacia Él, pero capaz de recibir la
divina actividad salvadora. Estas formulaciones tradicionales afirman tanto el
carácter indestructible de la orientación del hombre hacia Dios como la
necesidad de la salvación. La persona humana, creada a imagen de Dios, está
ordenada por la naturaleza a gozar del amor divino, pero solo la gracia divina
hace posible y eficaz la libre adhesión a este amor. Según esta perspectiva, la
gracia no es simplemente un remedio al pecado, sino una transformación
cualitativa de la libertad humana hecha posible por Cristo, una libertad
liberada para el Bien.
49. La realidad del pecado personal
demuestra que la imagen de Dios no está abierta a Dios de manera inequívoca,
sino que puede cerrarse en sí misma. La salvación se entiende como una
liberación de esta auto-glorificación mediante la cruz. El misterio pascual,
originariamente constituido por la Pasión, la Muerte y Resurrección de Cristo,
hace que toda persona pueda participar en la muerte al pecado que conduce a la
vida en Cristo. La cruz significa no la destrucción de lo humano, sino el paso
que lleva a una vida nueva.
50. Los efectos de la salvación para el
hombre creado a imagen de Dios se obtienen mediante la gracia de Cristo, quien,
como nuevo Adán, es la cabeza de una nueva humanidad y crea para el hombre una
nueva condición salvífica mediante su muerte por los pecadores y su
resurrección (cf. 1 Cor 15,47-49; 2 Cor 5,2; Rom 5,6ss). De esta manera, el
hombre se convierte en una nueva criatura (2 Cor 5,17), capaz de una nueva vida
de libertad, una vida «liberada de» y «liberada para».
51. El hombre es liberado del pecado, de
la ley, del sufrimiento y de la muerte. Ante todo, la salvación es una
liberación del pecado que reconcilia al hombre con Dios, incluso en medio de
una batalla continua contra el pecado librada con el poder del Espíritu Santo
(cf. Ef 6,10-20). Además, la salvación no es la liberación de la ley en cuanto
tal, sino de cualquier forma de legalismo que se oponga al Espíritu Santo (2
Cor 3,6) y a la realización del amor (Rom 13,10). La salvación conduce a una
liberación del sufrimiento y de la muerte, que adquieren un nuevo significado
como participación salvífica en el sufrimiento, en la muerte y en la
resurrección del Hijo. Además, según la fe cristiana, «liberado de» significa
«liberado para»; libertad del pecado significa libertad para Dios en Cristo y
el Espíritu Santo; libertad de la ley significa libertad para el amor
auténtico; libertad de la muerte significa libertad para una vida nueva en
Dios. Esta «libertad para» es hecha posible por Jesucristo, icono perfecto del
Padre, que restaura la imagen de Dios en el hombre.
5. «Imago Dei» e «imago Christi»
52. «Realmente el misterio del hombre
solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor.
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación. Así pues, no es nada extraño que las verdades ya
indicadas encuentren en Él su fuente y alcancen su culminación» (GS 22). Este
famoso texto, tomada de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo
contemporáneo del Concilio Vaticano II, sirve muy bien para concluir esta
recapitulación de los principales elementos de la teología de la imago
Dei. En efecto, es Jesucristo quien revela al hombre la plenitud de su ser,
en su naturaleza originaria, en su culminación final y en su realidad actual.
53. Los orígenes del hombre se deben
buscar en Cristo: ha sido creado «por Él y para El» (Col 1,16), el Verbo [que
es] la vida [..] y la luz que ilumina a todo hombre y viene al mundo (Jn
1,3-4,9)». Si es verdad que el hombre ha sido creado ex nihilo, es
también posible afirmar que ha sido creado de la plenitud (ex plenitudine)
del mismo Cristo, que es a la vez creador, mediador y fin del hombre. El Padre
nos ha destinado a ser sus hijos e hijas y «a reproducir la imagen de su Hijo,
para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Lo que
significa haber sido creado a imagen de Dios se nos desvela plenamente solo en
la imago Christi. En Él encontramos la receptividad total del Padre
que debería caracterizar nuestra existencia, la apertura al otro en una actitud
de servicio que debería caracterizar las relaciones con nuestros hermanos y
hermanas en Cristo, y la misericordia y el amor para con el otro que Cristo, en
cuanto imagen del Padre, muestra respecto a nosotros.
54. Precisamente como los orígenes del
hombre se deben buscar en Cristo, también su finalidad. Los seres humanos están
orientados hacia el Reino de Dios como hacia un futuro absoluto, el
cumplimiento de la existencia humana. Puesto que «todo fue creado por Él y para
Él» (Col 1,16), encuentran en Él su dirección y su destino. La voluntad de
Dios, que Cristo sea la plenitud del hombre, debe alcanzar una realización
escatológica. El Espíritu Santo llevará a cumplimiento la configuración última
de las personas humanas según Cristo en la resurrección de los muertos, pero ya
hoy los seres humanos participan de esta semejanza escatológica con Cristo aquí
en este mundo, en el tiempo y en la historia. Mediante la Encarnación,
Resurrección y Pentecostés, el eschaton ya está aquí; estos
eventos lo inauguran y lo introducen en el mundo de los hombres, anticipando su
realización final. El Espíritu Santo actúa de modo misterioso en todos los
seres humanos de buena voluntad, en las sociedades y en el cosmos, para
transfigurar y divinizar a los seres humanos. Además, el Espíritu Santo actúa a
través de los sacramentos, en particular mediante la Eucaristía, que es la
anticipación del banquete celestial, la plenitud de la comunión en el Padre,
Hijo y Espíritu Santo.
55. Entre los orígenes del hombre y su
futuro absoluto se encuentra la actual situación existencial del género humano,
cuyo pleno significado se debe buscar solamente en Cristo. Hemos visto que
Cristo —en su Encarnación, Muerte y Resurrección— es quien va a dar a la imagen
de Dios en el hombre su verdadera forma. «[Dios] por Él y para Él quiso
reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz
por la sangre de su cruz» (Col 1,20). En el corazón de su existencia pecaminosa
el hombre es perdonado, y mediante la gracia del Espíritu Santo se sabe salvado
y justificado por medio de Cristo. Los seres humanos crecen en su semejanza con
Cristo y colaboran con el Espíritu Santo, que, sobre todo mediante los
sacramentos, los plasma a imagen de Cristo. De este modo la existencia
cotidiana del hombre se define como un esfuerzo para una conformación cada vez
más plena con la imagen de Cristo, tratando de dedicar la propia vida al
combate para llegar a la victoria final de Cristo en el mundo.
CAPÍTULO III
A IMAGEN DE DIOS:
ADMINISTRADORES DE LA CREACIÓN VISIBLE
ADMINISTRADORES DE LA CREACIÓN VISIBLE
56. El primer gran tema de la teología
de la imago Dei se refiere a la participación en la vida de la
comunión divina. Creados a imagen de Dios, como hemos visto, los seres humanos
comparten el mundo con otros seres corporales, pero se distinguen de ellos por
su entendimiento, amor y libertad, y por su propia naturaleza están ordenados a
la comunión interpersonal. El primer ejemplo de esta comunión es la unión
procreadora del hombre y de la mujer, que refleja la comunión creativa del amor
trinitaria El ofuscamiento de la imago Dei por el pecado, con
sus inevitables consecuencias negativas en la vida personal e interpersonal,
queda vencido por la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La gracia
salvífica de la participación en el misterio pascual vuelve a configurar
la imago Dei según el modo de la imago Christi.
57. En este capítulo examinaremos el
segundo de los dos grandes temas de la teología de la imago Dei.
Creados a imagen de Dios para participar en la comunión del amor trinitario,
los seres humanos ocupan un lugar único en el universo, conforme al plan
divino: tienen el privilegio de participar en el gobierno divino de la creación
visible. Este privilegio les ha sido concedido por el Creador, quien permite
que la criatura hecha a su imagen participe en su obra, en su proyecto de amor
y salvación, e incluso en su mismo dominio sobre el universo. Dado que la
situación del hombre como dominador es de hecho una participación en el
gobierno divino de la creación, hablaremos aquí de él como de una forma de
servicio.
58. Según la Gaudium et spes: «El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido
el mandato de someter a sí la tierra [...] y de gobernar el mundo en justicia y
santidad, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de
relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el
sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en
toda la tierra» (n.34). Este concepto de dominio o señorío del hombre tiene un
papel importante en la teología cristiana. Dios designa al hombre como su
administrador, tal como hace el dueño en las parábolas del Evangelio (cf. Lc
19,12). La única criatura que Dios ha querido expresamente por sí mismo ocupa
un puesto único en el vértice de la creación visible (Gén 1,26; 2,20; Sal 8,6s;
Sab 9,2s).
59. Para describir este papel especial,
la teología cristiana emplea imágenes tomadas tanto del ambiente doméstico como
del poder real. Al utilizar imágenes que tienen que ver con el dominio, se dice
que los seres humanos están llamados a gobernar en el sentido de ejercitar una
supremacía sobre el conjunto de la creación visible, al modo de un rey. Pero el
significado interior del señorío es el servicio, como Jesús recuerda a sus
discípulos: solo sufriendo voluntariamente como víctima sacrificial Cristo
llega a ser Rey del universo, con la Cruz por trono. En cambio, al emplear
imágenes de la vida doméstica, la teología cristiana nos presenta al hombre
como administrador de una casa, al que Dios ha confiado el cuidado de todos sus
bienes (cf. Mt 24,45). El hombre puede emplear su ingenio para desplegar los
recursos de la creación visible y ejercita este dominio participado sobre la
creación visible mediante la ciencia, la tecnología y el arte.
60. Por encima de él, y sin embargo en
la intimidad de su propia conciencia, el hombre descubre la existencia de una
ley a la que la tradición llama «ley natural». Esta ley es de origen divino y
la conciencia que tiene el hombre de ella es ya una participación en la ley
divina. Remite al hombre a los orígenes verdaderos del universo y a sus propios
orígenes (Veritatis splendor, 20). Esta ley natural mueve a la
criatura racional a buscar la verdad y el bien en su dominio sobre el universo.
Creado a imagen de Dios, el hombre ejerce este dominio sobre la creación
visible solo en virtud del privilegio que Dios le ha conferido. Imita el
dominio divino, pero no puede sustituirlo. La Biblia advierte respecto a este pecado
de usurpación del papel divino. Es un grave fracaso moral para los seres
humanos actuar como dominadores de la creación visible separándose de la ley
divina que es más alta. Actúan en lugar de su señor, en cuanto administradores
(cf. Mt 25,14ss), a los cuales se les ha dado la libertad necesaria para hacer
que fructifiquen los dones que les han sido confiados, y para realizarlo con
cierta creatividad inteligente.
61. El administrador debe dar cuentas de
su gestión, y el divino Maestro juzgará sus acciones. La legitimidad moral y la
eficacia de los medios empleados por el administrador son los criterios de este
juicio. Ni la ciencia ni la tecnología son fines en sí mismas; lo que es
técnicamente posible no necesariamente es también razonable o ético. La ciencia
y la tecnología deben estar puestas al servicio del proyecto divino para el
conjunto de la creación y para todas las criaturas. Este designio da
significado al universo, así como a las empresas humanas. La administración
humana del mundo creado es precisamente un servicio realizado mediante la
participación en el gobierno divino, y siempre le está subordinada. Los seres
humanos desarrollan este servicio adquiriendo un conocimiento científico del
universo, ocupándose responsablemente del mundo natural (incluyendo los
animales y el medio ambiente) y salvaguardando su misma integridad biológica.
1. La ciencia y la
administración del conocimiento
62. La cultura humana, en todas las
épocas y en casi todas las sociedades, se ha caracterizado por sus intentos de
comprender el universo. Desde el punto de vista de la fe cristiana, este
esfuerzo es verdaderamente un ejemplo del servicio que los seres humanos
realizan de acuerdo con el plan de Dios. Sin necesidad de aceptar un
concordismo desacreditado, los cristianos tienen la responsabilidad de situar
los conocimientos científicos actuales del universo dentro de la teología de la
creación. La posición de los seres humanos en la historia de este universo en
continua evolución, tal como ha sido reconstruida por las ciencias modernas,
solo puede ser contemplada en su realidad completa a la luz de la fe, como una
historia personal del cuidado de Dios Uno y Trino respecto a las personas
criaturas suyas.
63. Según la tesis científica más
aceptada, hace quince mil millones de años se dio en el universo una explosión
conocida como Big Bang, y desde entonces continúa
expandiéndose y enfriándose. Posteriormente se dieron las condiciones para la
formación de los átomos, y en una época posterior tuvo lugar la condensación de
las galaxias y de las estrellas, seguida, unos diez mil millones de años
después, de la formación de los planetas. En nuestro Sistema Solar y sobre la
Tierra (formada hace unos cuatro mil quinientos millones de años) se crearon
las condiciones favorables para la aparición de la vida. Si, por una parte, los
científicos se dividen en lo referente a la explicación del origen de esta
primera vida microscópica, la mayor parte está de acuerdo en afirmar que el
primer organismo vivió en este planeta hace entre tres mil quinientos y cuatro
mil millones de años. Dado que se ha demostrado que todos los organismos vivos
de la Tierra están genéticamente conexos entre sí, es prácticamente cierto que
descienden todos de aquel primer organismo. Los resultados convergentes de
numerosos estudios en ciencias físicas y biológicas tienden cada vez más a
recurrir a una cierta teoría de la evolución para explicar el desarrollo y la
diversificación de la vida sobre la Tierra, aun cuando hay todavía divergencias
respecto a los tiempos y mecanismos de la evolución. Ciertamente, la historia
de los orígenes humanos es compleja y caben revisiones, pero la antropología
física y la biología molecular inducen a pensar que el origen de la especie
humana hay que buscarlo en África hace unos ciento cincuenta mil años entre una
población humanoide con ascendencia genética común. En cualquiera de las
explicaciones, el factor decisivo en los orígenes del hombre ha sido el
continuo aumento de las dimensiones del cerebro, que dio lugar finalmente al homo
sapiens. Con el desarrollo del cerebro humano, la naturaleza y la velocidad
de la evolución han quedado alteradas para siempre: con la introducción de
factores únicamente humanos, como la conciencia, la intencionalidad, la
libertad y la creatividad, la evolución biológica ha tomado la forma de una
evolución de tipo social y cultural.
64. El papa Juan Pablo II afirmó hace
algunos años que «nuevos conocimiento inducen a tomar la teoría de la evolución
no como una mera hipótesis. Se debe subrayar el hecho de que esta teoría se ha
impuesto cada vez más en los investigadores, a raíz de una serie de
descubrimientos realizados en diversas disciplinas» (Mensaje a la Pontificia
Academia para las Ciencias sobre la evolución, 1996). En línea con lo que
ya había afirmado el Magisterio pontificio en el siglo XX respecto a la
evolución (en particular la encíclica Humani
generis de Pío XII), el mensaje del Santo Padre reconoce que «existen
diversas teorías de la evolución» que son «materialistas, reduccionistas y
espiritualistas», y por ello incompatibles con la fe católica. De aquí se sigue
que el mensaje de Juan Pablo II no puede ser leído como una aprobación general
de todas las teorías de la evolución, incluidas las de origen neodarwinista,
que niegan explícitamente que la divina providencia pueda haber tenido un papel
verdaderamente causal en el desarrollo de la vida del universo. Cuando se
centra en la evolución en lo que «concierne la concepción del hombre», el
mensaje de Juan Pablo II es todavía más específicamente critico respecto a las
teorías materialistas sobre los orígenes del hombre, e insiste en la
importancia de la filosofía y de la teología para una correcta comprensión del
«salto ontológico» a lo humano, que no puede ser explicado en términos
puramente científicos. El interés de la Iglesia por la evolución se centra,
pues, en particular en la «concepción del hombre», que, en cuanto creado a
imagen de Dios, «no debe ser subordinado como un puro medio o como un mero
instrumento ni a la especie ni a la sociedad». En cuanto persona creada a
imagen de Dios, el ser humano es capaz de establecer relaciones de comunión con
otras personas y con el Dios Uno y Trino, así como de ejercer su dominio y
servicio en el universo creado. Estas afirmaciones muestran que las teorías de
la evolución y del origen del universo tienen un especial interés teológico
cuando afectan a las doctrinas de la creación ex nihilo y la
creación del hombre a imagen de Dios.
65. Hemos visto cómo las personas están
creadas a imagen de Dios para que puedan hacerse partícipes de la naturaleza
divina (cf. 2 Pe 1,3s), participando así en la comunión de la vida trinitaria y
en el dominio divino sobre la creación visible. En el centro del acto divino de
la creación está el deseo divino de hacer lugar a las personas creadas en la
comunión de las Personas increadas de la santísima Trinidad, mediante la
participación adoptiva en Cristo. Aunque no solo, la común ascendencia y la
unidad natural del género humano son la base para una unidad en gracia de las
personas redimidas, con el nuevo Adán por cabeza, en la comunión eclesial de
las personas humanas unidas entre sí y con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo increados. El don de la vida natural es el fundamento del don de la vida
de gracia. De aquí se sigue que si la verdad principal tiene que ver con una
persona que actúa libremente, es imposible hablar de una necesidad o de un
imperativo respecto a la creación, y en última instancia no es correcto hablar
del Creador como de una fuerza, de una energía o de una causa impersonal.
La creatio ex nihilo es la acción de un agente personal
trascendente, que actúa libremente, intencionalmente, para la realización
de la finalidad totalizante del propósito personal. En la tradición católica,
la doctrina del origen de los seres humanos articula la verdad revelada de esta
visión fundamentalmente relacional o personalista de Dios y de la naturaleza
humana. La exclusión del panteísmo y del emanacionismo en la doctrina de la
creación se puede interpretar radicalmente como un modo de defender esta verdad
revelada. La doctrina de la creación inmediata o especial de cada alma humana
no solo afronta la discontinuidad ontológica entre materia y espíritu, sino que
pone los fundamentos para una intimidad divina que abraza a cada persona humana
desde el primer momento de su existencia.
66. La doctrina de la creatio ex
nihil es, pues, una afirmación singular del carácter verdaderamente
personal de la creación y de su orden hacia una criatura personal plasmada
como imago Dei, y que responde no a una causa impersonal,
fuerza o energía, sino a un Creador personal. La doctrina de la imago
Dei y de la creatio ex nihilo nos enseñan que el
universo es escenario de un acontecimiento radicalmente personal, en
el cual el Creador Uno y Trino llama de la nada a los que después vuelve a
llamar en el amor. Este es el significado profundo de las palabras de la Gaudium
et spes: «El hombre es la única criatura en la Tierra a la que Dios ha
querido por sí misma» (n.24). Creados a imagen de Dios, los seres humanos
asumen el papel de administradores responsables del universo físico. Bajo la
guía de la divina providencia y reconociendo el carácter sagrado de la realidad
visible, la humanidad da una forma nueva al orden natural y se convierte en un
agente en la evolución del mismo universo. Al realizar su servicio de
administradores del conocimiento, los teólogos tienen la misión de situar los
modernos conocimientos científicos dentro de una visión cristiana del universo
creado.
67. Respecto a la creatio ex
nihilo, los teólogos pueden advertir que la teoría del Big Bang no
contradice esta doctrina, con tal de que se pueda afirmar que la suposición de
un inicio absoluto no es científicamente inadmisible. Puesto que la teoría
del Big Bang en realidad no excluye la posibilidad de un
estadio precedente de la materia, es posible indicar que esta teoría solo
parece dar un apoyo indirecto a la doctrina de la creatio
ex nihilo, que en cuanto tal puede ser conocida solo a través de la
fe.
68. Respecto a la evolución de
condiciones favorables para la aparición de la vida, la tradición católica
afirma que, en cuanto causa trascendente universal, Dios es causa no solo de
la existencia, sino también causa de las causas. La
acción de Dios no sustituye a la actividad de las causas creadas, pero hace que
estas puedan actuar según su naturaleza y, no obstante esto, conseguir las
finalidades que Él quiere. Al haber querido libremente crear y conservar el
universo, Dios quiere activar y sostener todas las causas segundas cuya
actividad contribuye al despliegue del orden natural que quiere lograr. A
través de la actividad de las causas naturales, Dios hace que se den las
condiciones necesarias para la aparición y existencia de los seres vivos y,
además, de su reproducción y diferenciación. A pesar de que hay un debate
científico sobre el grado de provecto o intencionalidad empíricamente observables
en estos desarrollos, de facto han favorecido la aparición y
el desarrollo de la vida. Los teólogos católicos pueden ver en este tipo de
razonamiento un apoyo para las afirmaciones que provienen de la fe en la
creación divina y en la Providencia divina. En el designio providencial de la
creación, el Dios Uno y Trino ha querido no solo crear un puesto para los seres
humanos en el Universo, sino también, en última instancia, reservarles un
espacio en su misma vida trinitaria. Además, actuando como causas reales, si
bien secundarias, los seres humanos contribuyen a transformar y a dar una nueva
forma al universo.
69. El actual debate científico sobre
los mecanismos de la evolución parece quizá partir de una concepción errónea de
la naturaleza de la causalidad divina y requiere una observación teológica.
Muchos científicos neodarwinistas, y algunos de sus críticos, han concluido que
si la evolución es un proceso materialista radicalmente contingente, guiado por
la selección natural y por variaciones genéticas casuales, entonces en ella no
queda lugar para una intervención de la causalidad providencial divina. Un
grupo cada vez mayor de científicos críticos respecto al neodarwinismo señala,
en cambio, evidencias de un designio (por ejemplo, en las estructuras
biológicas que muestran una complejidad específica) que, según ellos, no puede
ser explicado en términos de un proceso meramente contingente, y que ha sido
ignorado o mal interpretado por los neodarwinistas. El núcleo de este vivo
debate se refiere a la observación científica y a la generalización, en la
medida en que se pregunta si los datos disponibles pueden inducir a reconocer
el diseño o el azar: es una controversia que no se puede resolver mediante la
teología. Sin embargo, es importante señalar que, según la concepción católica
de la causalidad, la verdadera contingencia en el orden creado no es
incompatible con una providencia divina intencional. La causalidad divina y la
causalidad creada se diferencian radicalmente en su naturaleza y no solo en el
grado. Así pues, hasta el resultado de un proceso natural verdaderamente
contingente puede igualmente entrar en el plano providencial de Dios para la
creación. Según santo Tomás de Aquino: «Es efecto de la divina Providencia no
solo que suceda algo de cualquier manera, sino que suceda de un modo
contingente o necesario. Por eso, lo que la divina Providencia establece que
suceda infalible y necesariamente, sucede infalible y necesariamente; lo que el
plan de la divina Providencia exige que suceda de modo contingente, sucede de
modo contingente» (STh, I q.22 a.4 ad 1). Desde el punto de vista
católico, los neodarwinistas, que apelan a la variación genética casual y a la
selección natural, para mantener que la evolución es un proceso completamente
carente de guía, van más allá de lo que la ciencia puede demostrar. La
causalidad divina puede estar activa en un proceso tanto contingente como
guiado. Cualquier mecanismo evolutivo contingente puede serlo solo porque ha
sido hecho así por parte de Dios. Un proceso evolutivo carente de guía —un
proceso que no entra en los límites de la divina Providencia— sencillamente no
puede existir, puesto que «la causalidad de Dios, como agente primero, se
extiende a todos los seres, no solo en cuanto a los principios de la especie,
sino también en cuanto a los principios individuales [...] Es necesario que
todas las cosas estén sujetas a la Providencia divina, en la medida en que
participan del ser» (STh, I q.22 a.2).
70. Respecto a la creación inmediata del
alma humana, la teología católica afirma que acciones particulares de Dios
producen efectos que trascienden la capacidad de las causas creadas que actúan
de acuerdo a su naturaleza. El recurso a la causalidad divina para llenar
vacíos genuinamente causales, y no para dar respuesta a lo que
resta sin explicación, no significa utilizar la actuación divina para llenar
los «huecos» del saber científico (dando lugar así al denominado «Dios
tapa-agujeros»). Las estructuras del mundo se pueden ver como abiertas a la
actuación divina no disruptiva al causar directamente acontecimientos en el
mundo. La teología católica afirma que la aparición de los primeros miembros de
la especie humana (individuos o poblaciones) representa un acontecimiento que
no se presta a una explicación puramente natural y que puede ser adecuadamente
atribuido a la intervención divina. Actuando indirectamente a través de las
cadenas causales que operan desde el principio de la historia cósmica, Dios ha creado
las premisas para lo que Juan Pablo II ha llamado «un salto ontológico [...] el
momento de la transición a lo espiritual». Si la ciencia puede estudiar estas
cadenas de causalidad, corresponde a la teología situar este relato de la
específica creación del alma humana dentro del gran plan del Dios Uno y Trino
de compartir la comunión de la vida trinitaria con personas humanas creadas de
la nada a imagen y semejanza de Dios y que, en su nombre y según su designio,
realizan de manera creativa el servicio y el dominio sobre el universo físico.
2. La responsabilidad respecto
al mundo creado
71. Los cada vez más rápidos progresos
científicos tecnológicos de los últimos ciento cincuenta años han dado lugar a
una situación radicalmente nueva para todos los seres vivos de nuestro planeta.
Mejoras como una mayor abundancia material, niveles de vida más elevados, mejor
estado de salud y esperanza de vida más prolongada han sido acompañados por la
contaminación de la atmósfera y de las aguas, el problema de los desechos
industriales tóxicos, los daños y, a veces, la destrucción de hábitats
delicados. En esta situación los seres humanos han desarrollado una mayor
conciencia de los vínculos orgánicos que tienen con los otros seres vivos. La
naturaleza se suele ver como una biosfera en la cual todos los seres forman una
red de vida compleja y, sin embargo, cuidadosamente organizada. Además es un
hecho aceptado que hay límites tanto de los recursos naturales disponibles como
de la capacidad de la naturaleza para poner remedio a los daños que provoca la
incesante explotación de sus recursos.
72. Desgraciadamente, una de las
consecuencias de esta nueva sensibilidad ecológica es que el cristianismo ha
sido acusado por algunos como responsable, en parte, de la crisis ambiental,
precisamente por haber resaltado la situación del hombre, creado a imagen de
Dios para gobernar la creación visible. Algunos críticos han llegado a decir
que en la tradición católica faltan recursos para trazar una ética ecológica
sólida, por cuanto el hombre es considerado esencialmente superior al resto del
mundo natural, y que para esa ética será necesario recurrir a las religiones
asiáticas y tradicionales.
73. Esta crítica, sin embargo, se apoya
en una lectura profundamente errónea de la teología cristiana de la creación y
de la imago Dei. Hablando de la necesidad de una «conversión
ecológica», Juan Pablo II afirmó: «El dominio del hombre no es absoluto, sino
ministerial [...] es la misión no de un dueño absoluto e inapelable, sino de un
ministro del Reino de Dios» (Audicencia general del 17 de enero de 2001).
Es posible que una comprensión equivocada de esta enseñanza haya movido a
algunos a actuar sin tener en consideración el ambiente natural, pero la
enseñanza cristiana sobre la creación y la imago Dei nunca ha
incentivado la explotación descontrolada ni el agotamiento de los recursos
naturales. Las observaciones de Juan Pablo II reflejan la atención creciente
con la que el Magisterio sigue la crisis ecológica, una preocupación que tiene
sus raíces ya en las encíclicas sociales de los pontificados más recientes.
Según estas enseñanzas, la crisis ecológica es un problema social y humano,
relacionado con la violación de los derechos humanos y la desigualdad en el
acceso a los recursos naturales. Juan Pablo II recapituló esta tradición del
Magisterio social cuando escribió en la Centesimus
annus «Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y
estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El
hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer,
consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la Tierra y su misma
vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error
antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que
descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de “crear” el mundo
con el propio trabajo, olvida que este se desarrolla siempre sobre la base de
la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios» (n.37).
74. La teología cristiana de la creación
contribuye de manera directa a la resolución de la crisis ecológica al afirmar
la verdad fundamental de que la creación visible es ella misma un don divino,
el «don originario», que establece un «espacio» de comunión personal. En
efecto, se podría decir que una correcta teología cristiana de la ecología
viene dada por la aplicación de la teología de la creación. Observamos cómo el
término «ecología» combina dos palabras griegas oikos (casa)
y logos (palabra): el ambiente físico de la existencia humana
podría ser visto como una especie de «habitación» para la vida humana. Teniendo
presente que la vida interior de la santísima Trinidad es una vida de comunión,
el acto divino de la creación es la producción gratuita de partner que
puedan compartir esta comunión. En este sentido, se puede decir que la comunión
divina ha encontrarlo su «habitación» en el cosmos creado. Por este motivo
podemos hablar del cosmos como de un lugar de comunión personal.
75. La cristología y la escatología
pueden iluminar a la vez ulteriormente esta verdad. En la unión hipostática de
la Persona del Hijo con la naturaleza humana, Dios viene al mundo y asume la
corporeidad que Él mismo ha creado. En la Encarnación, mediante el Hijo
unigénito nacido de una Virgen por la potencia del Espíritu Santo, el Dios Uno
y Trino crea la posibilidad de una comunión íntima y personal con los seres
humanos. Puesto que Dios ha querido benignamente elevar a personas creadas a la
participación dialógica de su vida, debe, por así decir, abajarse al nivel de
la criatura. Algunos teólogos hablan de esta condescendencia divina como una
forma de «hominización» mediante la cual Dios hace libremente posible nuestra
divinización. Dios no solo manifiesta su gloria en el cosmos a través de las
teofanías, sino también asumiendo la corporeidad. En esta perspectiva
cristológica, la «hominización» de Dios es un acto de solidaridad no solo con
personas creadas, sino con todo el universo y su destino histórico. No solo,
sino que, desde una perspectiva escatológica, la segunda venida de Cristo se
puede ver como el evento en el que Dios pone físicamente su morada en el
universo perfeccionado que lleva a su consumación el plan original de la
creación.
76. Lejos de incentivar un
aprovechamiento sin reglas y antropocéntrico del ambiente natural, la teología
de la imago Dei afirma el papel crucial del hombre en la
realización de este poner morada eterna en el universo perfecto por parte de
Dios. Los seres humanos, por designio de Dios, son los administradores de esta
transformación anhelada por toda la creación. No solo los seres humanos, sino
el conjunto de la creación visible está llamada a participar de la vida divina,
«pues sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de
parto, y no solo ella, sino también nosotros, que poseemos las primicias del
Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la
redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,22-23). Desde el punto de vista cristiano,
nuestra responsabilidad ética respecto al ambiente natural «morada de nuestra
existencia» encuentra aquí sus raíces en una profunda comprensión teológica de
la creación visible y de nuestro puesto dentro de ella.
77. Refiriéndose a esta responsabilidad
en un importante texto de la Evangelium vitae, Juan Pablo II
escribió: «El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf.
Gén 2,15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de
vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su
dignidad personal [...] Es la cuestión ecológica —desde la
preservación del hábitat natural de las diversas especies
animales y formas de vida, hasta la ecología humana propiamente dicha— que
encuentra en la Biblia una luminosa fuerte indicación ética para una solución
respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida [...] Ante la naturaleza
visible, estamos sometidos a las leyes no solo biológicas, sino también
morales, cuya transgresión no queda impune» (n.42).
78. En último extremo debemos observar
que la teología no podrá ofrecer una solución técnica a la crisis ambiental;
sin embargo, como hemos visto, la teología puede ayudarnos a ver nuestro
ambiente natural como lo ve Dios, como el espacio de una comunión personal en
la cual los seres humanos, creados a imagen de Dios, deben buscar la comunión
recíproca y la perfección final del universo visible.
79. Esta responsabilidad se extiende al
mundo animal. Los animales son criaturas de Dios y, según las Escrituras, los
rodea de atenciones providenciales (Mt 6,26). Los seres humanos deberían
acogerlos con gratitud y dar gracias a Dios por su existencia, adoptando una
actitud de agradecimiento por todo elemento de la creación. Con su misma
existencia los animales bendicen a Dios y le dan gloria: «Aves del cielo,
bendecid al Señor [...] fieras y ganados, bendecid al Señor» (Dan 3,80s).
Además, la armonía que el hombre debe establecer, o restaurar, en el conjunto
de la creación incluye también su relación con los animales. Cuando Cristo
venga con su gloria «recapitulará» toda la creación en un momento de armonía
escatológico y definitivo.
80. A pesar de lo anterior, existe una
diferencia ontológica entre los seres humanos y los animales, puesto que
solamente el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y Dios le ha dado el
dominio sobre el mundo animal (Gén 1,26-28; 2,19s). Recordando la tradición
cristiana respecto al justo uso de los animales, el Catecismo de la Iglesia
Católica afirma: «Dios confió los animales a la administración del que fue
creado por Él a su imagen. Por tanto, es legítimo servirse de los animales para
el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que
ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios» (n.2417). Este texto hace
referencia, además, al uso legítimo de los animales para la experimentación
médica y científica, reconociendo que es «contrario a la dignidad humana hacer
sufrir inútilmente a los animales» (n.2418). Así pues, de cualquier modo que se
sirva de los animales, es preciso dejarse guiar siempre por los principios ya
explicados: el dominio humano sobre el mundo animal es esencialmente una
administración de la cual los seres humanos deben dar cuenta a Dios, que es
Señor de la creación en el sentido más verdadero.
3. La responsabilidad respecto
a la integridad biológica de los seres humanos
81. La moderna tecnología, junto con los
desarrollos recientes de la bioquímica y de la biología molecular, ofrece a la
medicina contemporánea nuevas posibilidades de diagnóstico y terapia. Estas
técnicas no solo hacen posibles terapias nuevas y más eficaces, sino que
también abren la posibilidad de modificar al mismo hombre. El hecho de que
estas tecnologías estén disponibles y sean realizables hace más urgente el
preguntarse cuáles deben ser los límites que hay que poner al intento del
hombre de recrearse a sí mismo. El ejercicio de una administración responsable
en el campo de la bioética requiere una reflexión moral atenta al alcance de
las tecnologías que pueden incidir en la integridad biológica de los seres
humanos. En este lugar solo podemos ofrecer algunas breves indicaciones
respecto a los retos morales específicos presentados por las nuevas
tecnologías, y respecto a algunos principios que siempre se deben aplicar si
queremos llegar a administrar de modo responsable la integridad biológica de
los seres humanos creados a imagen de Dios.
82. El derecho de disponer plenamente
del propio cuerpo significaría que la persona puede usar el cuerpo como un
medio para alcanzar un fin que ella misma ha elegido: podría sustituir alguna
de sus partes, modificarlo o ponerle fin. En otras palabras, una persona podría
determinar la finalidad o el valor teleológico del cuerpo. El derecho de
disponer de algo se extiende solamente a objetos que tienen un valor meramente
instrumental y no a objetos que son un bien en sí mismos, esto es, que son un
fin en sí mismos. La persona humana, ser creado a imagen de Dios, entra en esta
última categoría. La pregunta, especialmente tal como se perfila en la
bioética, es si este razonamiento puede aplicarse también a los diversos
niveles reconocibles en la persona humana: el nivel biológico-somático, el
emocional y el espiritual.
83. En la praxis clínica es un hecho
admitido que se pueda disponer del cuerpo y de ciertas funciones mentales, de
manera limitada, para preservar la vida, como, por ejemplo, en el caso de la
amputación de un miembro o la extirpación de un órgano. Intervenciones de este
tipo resultan permitidas por el principio de totalidad y de integridad (también
conocido como principio terapéutico). El significado de este principio es que
la persona humana desarrolla, protege y preserva todas sus funciones físicas y
mentales de modo que 1) las funciones inferiores no resulten sacrificadas si no
es para un mejor funcionamiento de la persona en su totalidad, e incluso en
este caso realizando un esfuerzo para compensar las funciones sacrificadas; y
2) las facultades fundamentales que pertenecen esencialmente al ser humano
nunca resulten sacrificadas, excepto en el caso en que sea necesario para
salvar la vida.
84. Los diversos órganos y miembros que
juntos constituyen una unidad física están, en cuanto partes integrales,
asumidos en el cuerpo y subordinados a él. Pero valores inferiores no pueden
ser simplemente sacrificados en favor de los superiores: todos estos valores
constituyen juntos una unidad orgánica y están en una relación de mutua
dependencia. Puesto que el cuerpo, en cuanto parte intrínseca de la persona
humana, es un bien en sí mismo, las facultades humanas fundamentales pueden ser
sacrificadas solo para conservar la vida. Al fin y al cabo, la vida es un bien
fundamental que interesa a la totalidad de la persona humana. En ausencia del
bien fundamental de la vida, los valores —como, por ejemplo, la libertad—, que
de por sí son superiores a la vida misma, dejan de existir. Puesto que el
hombre ha sido creado a imagen de Dios también en su corporeidad, no tiene
ningún derecho a disponer plenamente de su misma naturaleza biológica. Dios
mismo y el ser creado a su imagen no pueden ser objeto de una acción humana
arbitraria.
85. Para que pueda aplicarse el principio
de totalidad y de integridad deben cumplirse las condiciones siguientes: 1) Se
debe tratar de una intervención en la parte del cuerpo dañada o que es causa
directa de una situación peligrosa para la vida; 2) no hay otras alternativas
para salvar la vida; 3) debe haber una posibilidad de éxito proporcionada a los
riesgos y a las consecuencias negativas de la intervención; 4) se debe contar
con el consentimiento del paciente. Los efectos colaterales negativos de la
intervención se pueden justificar mediante el principio de doble efecto.
86. Algunos han tratado de interpretar
esta jerarquía de valores de tal manera que se legitime el sacrificio de
funciones inferiores, como, por ejemplo, la capacidad de procrear, para salvar
valores más altos, como, por ejemplo, la salud mental o la mejora de las
relaciones con otros. Sin embargo, en este caso se sacrifica la facultad
reproductiva para mantener elementos que pueden ser esenciales a la persona en
cuanto totalidad funcional, pero no son esenciales a la persona en
cuanto totalidad viviente. En realidad, la persona en cuanto
totalidad funcional resulta violada por la pérdida de la facultad reproductiva,
y en un momento en que la amenaza a su salud mental no es inminente y podría
ser conjurada de otro modo. Además, esta interpretación del principio de
totalidad introduce la posibilidad de sacrificar una parte del cuerpo en razón
de intereses sociales. Según este razonamiento, la esterilización por motivos
eugenésicos se podría justificar por razón de Estado.
87. La vida humana es fruto del amor
conyugal —la donación mutua, total, definitiva y exclusiva del varón y la
mujer—, que refleja el don de amor de las tres Personas divinas que se hace
fecundo en la creación, y el don de Cristo a su Iglesia que se hace fecundo en
el nuevo nacimiento del hombre. El hecho de que una donación total del hombre
afecte tanto a su espíritu como a su cuerpo es la raíz de que no puedan
separarse los dos significados del acto conyugal, que 1) es auténtica expresión
del amor esponsal a nivel físico, y 2) llega a su plenitud mediante la
procreación en el período fértil de la mujer (Humanae vitae, 12; Familiaris consortio, 32).
88. La contracepción o la esterilización
hacen que la recíproca donación de sí entre el hombre y la mujer en la
intimidad sexual quede incompleta. Si se empleara una técnica que no ayuda al
acto conyugal a conseguir su objetivo, sino que sustituye a dicho acto, de
manera que la concepción tenga lugar mediante la intervención de una tercera
parte, entonces el niño que haya sido procreado de este modo no nace del acto
conyugal que es expresión auténtica de la donación mutua de los padres.
89. En el caso de la clonación —la
producción de individuos genéticamente idénticos mediante la división del
embrión, o mediante la transferencia del núcleo—, el niño es engendrado de una
manera asexuada y no puede ser considerado en modo alguno el fruto del
recíproco don de amor. La clonación, y todavía más si conlleva la producción de
un gran número de personas a partir de un único individuo, supone una violación
de la identidad de la persona humana. La comunidad humana, que como hemos
notado debe ser también considerada como imagen del Dios Uno y Trino, expresa
en su variedad algo de las relaciones de las tres Personas divinas en su
unicidad, que, aun en la misma naturaleza, marca las diferencias mutuas.
90. La ingeniería genética sobre una
línea germinal orientada a una intervención terapéutica sería aceptable en sí
misma si no resultase difícil imaginar cómo una intervención de este tipo puede
llevarse a cabo sin riesgos desproporcionados, sobre todo en la primera fase
experimental, como, por ejemplo, la pérdida masiva de embriones o la incidencia
de efectos no deseados, y sin recurrir al uso de técnicas reproductivas. Una posible
alternativa sería el recurso a la terapia génica en las células estaminales que
dan lugar a los espermatozoides del hombre, de manera que este pueda concebir
una prole sana, utilizando su mismo semen en el acto conyugal.
91. Un cierto tipo de ingeniería
genética tiende a mejorar algunas características de la especie. Se podría
tratar de justificar la gestión de la evolución humana mediante estas
intervenciones recurriendo a la noción del hombre «co-creador» con Dios. Pero
esto significaría que el hombre tiene pleno derecho a disponer de su naturaleza
biológica. Modificar la identidad genética del hombre en cuanto persona humana
mediante la creación de un ser infrahumano es radicalmente inmoral. El recurso
a modificaciones genéticas para producir un ser sobrehumano o un ser con
facultades espirituales esencialmente nuevas es impensable, puesto que el
principio de vida espiritual del hombre —que informa la materia en el cuerpo de
la persona humana— no es producto de las manos del hombre y no está sujeto a la
ingeniería genética. La unicidad de cada persona humana, en parte constituida
por sus características biogenéticas y desarrollada mediante la educación y el
crecimiento, le pertenece intrínsecamente y no puede convertirse en un mero
instrumento para mejorar alguna de estas características. Un hombre puede
verdaderamente mejorar solo realizando más plenamente la imagen de Dios en él,
uniéndose a Cristo e imitando a Cristo. Estas modificaciones, en cualquier
caso, violarían la libertad de las personas futuras que no han podido
intervenir en decisiones que determinan sus características y estructura física
de modo significativo y quizá irreversible. La terapia génica orientada a
tratar patologías congénitas, como el síndrome de Down, seguramente tendría un impacto
sobre la identidad de las personas en cuestión respecto a su aspecto y sus
capacidades intelectivas, pero esta modificación ayudaría a la persona a dar
plena expresión a su verdadera identidad, bloqueada por un gen defectuoso.
92. Las intervenciones terapéuticas
sirven para restaurar funciones físicas, mentales y espirituales, dando a la
persona una posición central y respetando plenamente la finalidad de los
diversos niveles del hombre en relación con los niveles personales. Al tener un
carácter terapéutico, la medicina que se pone al servicio del hombre y de su
cuerpo, en cuanto fines en sí mismos, respeta la imagen de Dios en ambos. Según
el principio de proporcionalidad, las terapias extraordinarias orientadas a
prolongar la vida deben utilizarse cuando existe una justa proporción entre los
resultados positivos que se esperan y los posibles daños para el paciente. Sin
embargo, donde no se da esta proporcionalidad la terapia se puede suprimir,
incluso aunque con ello se abrevie la vida del paciente. En la terapia
paliativa, una muerte anticipada como consecuencia de la administración de
analgésicos supone un efecto indirecto que, como todos los efectos colaterales
en medicina, puede entrar en el principio de doble efecto, siempre que la dosis
esté dispuesta para la supresión del dolor, no para la eliminación de la vida.
93. Disponer de la muerte, en realidad,
es el modo más radical de disponer de la vida. En el suicidio asistido, en la
eutanasia directa y en el aborto directo —aunque las situaciones personales
puedan ser trágicas y complejas— la vida física queda sacrificada por una
finalidad determinada por sí misma. En la misma categoría debe incluirse la
utilización de embriones como instrumento, lo cual sucede cuando se experimenta
con los embriones o en el diagnóstico previo a la implantación.
94. Nuestro estatus ontológico de
criaturas hechas a imagen de Dios impone determinados límites a nuestra
capacidad de disponer de nosotros mismos. El dominio que se nos ha asignado no
es ilimitado: tenemos un cierto dominio participado sobre el mundo creado y
debemos dar cuenta de nuestro servicio al Señor del Universo. El hombre ha sido
creado a imagen de Dios, pero él mismo no es Dios.
CONCLUSIÓN
95. A lo largo de estas reflexiones, el
tema de la imago Dei ha puesto de manifiesto su valor
sistemático para proyectar luz sobre muchas verdades de la fe cristiana. Nos
ayuda a presentar una noción relacional —en concreto personal—, de los seres
humanos. Precisamente esta relación con Dios es lo que define a los seres
humanos y es el fundamento de su relación con las otras criaturas. Sin embargo,
como hemos visto, el misterio del hombre tan solo puede ser plenamente
explicado a la luz de Cristo, que es imagen perfecta del Padre y que nos
introduce, mediante el Espíritu Santo, en una participación en el misterio de
Dios Uno y Trino. Dentro de esta comunión de amor, el misterio de todo ser,
abrazado por Dios, encuentra su pleno significado. Grandiosa y a la vez
humilde, esta concepción del ser humano como imagen de Dios constituye una guía
para las relaciones entre el hombre y el mundo creado, y es la base a partir de
la cual se puede valorar la legitimidad de los progresos técnicos y científicos
que tienen un impacto directo sobre la vida humana y el ambiente. En estas
áreas, precisamente como las personas humanas están llamadas a dar testimonio
de su participación en la creatividad divina, así también están obligadas a
reconocer su posición de criaturas a las que Dios ha confiado la
responsabilidad preciosa de administrar el universo físico.
[*] Nota preliminar: El tema «La
persona humana creada a imagen de Dios» fue propuesto al estudio de la Comisión
Teológica Internacional. Para preparar este estudio se formó una Subcomisión
compuesta por el dominico P. Joseph Augustine Di Noia, el obispo mons.
Jean-Louis Brugués, mons. Anton Strukeli, el P. Tanios Bou Mansour de la Orden
Maronita Libanesa, don Adolphe Gesché, el obispo mons. Willem Jacobus Eijik,
los jesuitas P. Fadel Sidarouss y P. Shun ichi Takayanagi.
Las discusiones generales se desarrollaron en numerosos encuentros de la
Subcomisión y durante las sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica
Internacional celebradas en Roma del año 2000 al 2002. El presente testo fue
aprobado de manera específica con el voto escrito de la Comisión y fue
presentado a su presidente, el card. J. Ratzinger. Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, quien dio su aprobación para su publicación el 23 de
julio de 2004.
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