«MUNIFICENTISSIMUS
DEUS»
CONSTITUCIÓN
APOSTÓLICA
DE SU SANTITAD
PÍO XII
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
EN LA QUE
SE DEFINE
COMO DOGMA DE FE
QUE LA
VIRGEN MARÍA,
FUE
ASUNTA EN CUERPO Y ALMA
A LA
GLORIA CELESTE
1 noviembre 1950
1. El munificentísimo Dios,
que todo lo puede y cuyos planes providentes están hechos con sabiduría y amor,
compensa en sus inescrutables designios, tanto en la vida de los pueblos como
en la de los individuos, los dolores y las alegrías para que, por caminos
diversos y de diversas maneras, todo coopere al bien de aquellos que le aman
(cfr. Rom 8, 28).
2. Nuestro Pontificado, del
mismo modo que la edad presente, está oprimido por grandes cuidados,
preocupaciones y angustias, por las actuales gravísimas calamidades y la
aberración de la verdad y de la virtud; pero nos es de gran consuelo ver que,
mientras la fe católica se manifiesta en público cada vez más activa, se
enciende cada día más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios y casi en todas
partes es estimulo y auspicio de una vida mejor y más santa, de donde resulta
que, mientras la Santísima Virgen cumple amorosísimamente las funciones de
madre hacia los redimidos por la sangre de Cristo, la mente y el corazón de los
hijos se estimulan a una más amorosa contemplación de sus privilegios.
3. En efecto, Dios, que
desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y plenísima
complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) ejecutó los
planes de su providencia de tal modo que resplandecen en perfecta armonía los privilegios
y las prerrogativas que con suma liberalidad le había concedido. Y si esta suma
liberalidad y plena armonía de gracia fue siempre reconocida, y cada vez mejor
penetrada por la Iglesia en el curso de los siglos, en nuestro tiempo ha sido
puesta a mayor luz el privilegio de la Asunción corporal al cielo de la Virgen
Madre de Dios, María.
4. Este privilegio
resplandeció con nuevo fulgor desde que nuestro predecesor Pío IX, de inmortal
memoria, definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la
augusta Madre de Dios. Estos dos privilegios están, en efecto, estrechamente
unidos entre sí. Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre
el uno y sobre la otra reporta también la victoria en virtud de Cristo todo
aquel que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero por ley
general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria
sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso
también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en
el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
5. Pero de esta ley general
quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen Maria. Ella, por
privilegio del todo singular, venció al pecado con su concepción inmaculada;
por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro
ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.
6. Por eso, cuando fue
solemnemente definido que la Virgen Madre de Dios, María, estaba inmune de la
mancha hereditaria de su concepción, los fieles se llenaron de una más viva
esperanza de que cuanto antes fuera definido por el supremo magisterio de la
Iglesia el dogma de la Asunción corporal al cielo de María Virgen.
7. Efectivamente, se vio
que no sólo los fieles particulares, sino los representantes de naciones o de
provincias eclesiásticas, y aun no pocos padres del Concilio Vaticano, pidieron
con vivas instancias a la Sede Apostólica esta definición.
Innúmeras peticiones
8. Después, estas
peticiones y votos no sólo no disminuyeron, sino que aumentaron de día en día
en número e insistencia. En efecto, a este fin fueron promovidas cruzadas de
oraciones; muchos y eximios teólogos intensificaron sus estudios sobre este
tema, ya en privado, ya en los públicos ateneos eclesiásticos y en las otras
escuelas destinadas a la enseñanza de las sagradas disciplinas; en muchas
partes del orbe católico se celebraron congresos marianos, tanto nacionales
como internacionales. Todos estos estudios e investigaciones pusieron más de
relieve que en el depósito de la fe confiado a la Iglesia estaba contenida
también la Asunción de María Virgen al cielo, y generalmente siguieron a ello
peticiones en que se pedía instantemente a esta Sede Apostólica que esta verdad
fuese solemnemente definida.
9. En esta piadosa
competición, los fieles estuvieron admirablemente unidos con sus pastores, los
cuales, en número verdaderamente impresionante, dirigieron peticiones
semejantes a esta cátedra de San Pedro. Por eso, cuando fuimos elevados al
trono del Sumo Pontificado, habían sido ya presentados a esta Sede Apostólica
muchos millares de tales súplicas de todas partes de la tierra y por toda clase
de personas: por nuestros amados hijos los cardenales del Sagrado Colegio, por
venerables hermanos arzobispos y obispos de las diócesis y de las parroquias.
10. Por eso, mientras
elevábamos a Dios ardientes plegarias para que infundiese en nuestra mente la
luz del Espíritu Santo para decidir una causa tan importante, dimos especiales
órdenes de que se iniciaran estudios más rigurosos sobre este asunto, y
entretanto se recogiesen y ponderasen cuidadosamente todas las peticiones que,
desde el tiempo de nuestro predecesor Pío IX, de feliz memoria, hasta nuestros
días, habían sido enviadas a esta Sede Apostólica a propósito de la Asunción de
la beatísima Virgen María al cielo1.
Encuesta oficial
11. Pero como se
trataba de cosa de tanta importancia y gravedad, creímos oportuno pedir
directamente y en forma oficial a todos los venerables hermanos en el
Episcopado que nos expusiesen abiertamente su pensamiento. Por eso, el 1 de
mayo de 1946 les dirigimos la carta Deiparae Virginis Mariae, en
la que preguntábamos: «Si vosotros, venerables hermanos, en vuestra eximia
sabiduría y prudencia, creéis que la Asunción corporal de la beatísima Virgen
se puede proponer y definir como dogma de fe y si con vuestro clero y vuestro
pueblo lo deseáis».
12. Y aquellos que «el
Espíritu Santo ha puesto como obispos para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20,
28) han dado a una y otra pregunta una respuesta casi unánimemente afirmativa.
Este «singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles»2, al
creer definible como dogma de fe la Asunción corporal al cielo de la Madre de
Dios, presentándonos la enseñanza concorde del magisterio ordinario de la
Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, por él sostenida y dirigida,
manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad
revelada por Dios y contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su
Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase3. El
magisterio de la Iglesia, no ciertamente por industria puramente humana,
sino por la asistencia del Espíritu de Verdad (cfr. Jn 14,
26), y por eso infaliblemente, cumple su mandato de conservar perennemente
puras e íntegras las verdades reveladas y las transmite sin contaminaciones,
sin añadiduras, sin disminuciones. «En efecto, como enseña el Concilio
Vaticano, a los sucesores de Pedro no fue prometido el Espíritu Santo
para que, por su revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para
que, con su asistencia, custodiasen inviolablemente y expresasen con fidelidad
la revelación transmitida por los Apóstoles, o sea el depósito de la fe»4. Por
eso, del consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia se
deduce un argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción corporal
de la bienaventurada Virgen María al cielo -la cual, en cuanto a la celestial
glorificación del cuerpo virgíneo de la augusta Madre de Dios, no podía ser
conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas naturales- es verdad
revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla con
firmeza y fidelidad. Porque, como enseña el mismo Concilio Vaticano, «deben ser
creídas por fe divina y católica todas. aquellas cosas que están contenidas en
la palabra de Dios, escritas o transmitidas oralmente, y que la Iglesia, o con
solemne juicio o con su ordinario y universal magisterio, propone a la
creencia como reveladas por Dios» (De fide catholica, cap. 3).
13. De esta fe común de la
Iglesia se tuvieron desde la antigüedad, a lo largo del curso de los siglos,
varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez
con más claridad.
Consentimiento unánime